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El relato de la sacerdotisa

—Cuando él llegó —dijo Melathys— cuando él llegó junto con Ankray, hacía ya bastante tiempo que yo estaba aquí, el suficiente para saber que tarde o temprano iba a morir en una u otra forma. Durante el viaje por el río, antes de llegar a Zeray, supe ya lo que podía esperar de los hombres cuando me hacía falta comida o albergue. Pero el viaje fue en un comienzo fácil, aunque yo no lo sabía, todavía estaba alerta y confiada. Tenía un cuchillo, sabía usarlo y siempre estaba allí el río que me podía llevar más allá. —Dejó de hablar, mirando rápidamente a Kelderek que, entorpecido por la primera comida plena que había hecho desde que había salido de Kabin, estaba sentado junto al fuego, bañando sus pies lacerados en una tina con agua caliente y hierbas.

—¿Ha llamado?

—No, Säiyet —dijo Ankray, voluminoso a la luz de la lámpara. Había entrado al cuarto mientras ella hablaba.

—La Tuguinda está ahora durmiendo. A menos que te haga falta algo, iré ahora a velar junto a ella.

—Sí, vela por una hora. Después iré yo mismo a dormir en su cuarto. Dejo a tu cargo las necesidades del señor Kelderek. Y recuerda, Ankray, que cualquier cosa que haya ocurrido al Gran Barón en Ortelga, el señor Kelderek está en Zeray. Este viaje lo arregla todo.

—Ya sabes lo que dicen, Säiyet. En Zeray la memoria tiene un aguijón agudo y el sabio la evita.

—Así, me han dicho. Ve, pues.

El hombre salió, agachándose bajo el dintel, y Melathys, antes de seguir hablando, llenó el jarro de madera con un áspero vino que estaba en una botija de piel de cabra que colgaba de la pared.

—Pero no se sigue a partir de Zeray. Todos los viajes terminan aquí. Muchos, cuando llegan por primera vez, creen que podrán cruzar el Telthearna, pero ninguno, dentro de lo que yo sé, lo ha hecho. La corriente de la mitad del río es horriblemente fuerte y dos kilómetros más abajo está la Garganta de Beril, de la cual nadie puede salir vivo en medio de las caídas y las rocas despedazadas.

—¿Nadie toma el camino de tierra?

—En la provincia de Kabin, si se sabe que un hombre ha cruzado el Vrako desde el Este, se lo mata o se lo obliga a volver.

—Lo puedo creer.

—Al Norte de aquí, cincuenta o sesenta kilómetros corriente arriba, las montañas bajan casi hasta la orilla. Hay una quebrada, Linsho, la llaman, de un ancho de no más de ochocientos metros. Los que viven allí hacen pagar a los viajeros un peaje antes de dejarlos proseguir. Muchos pagaron todo lo que poseían por llegar al Sur, pero ¿quién podría pagar por ir al Norte?

—¿Nadie?

—Kelderek: veo que no sabes nada de Zeray. Zeray es una roca a la que los hombres se aferran por poco tiempo antes de que la muerte los arrastre. No tienen hogares ni pasado ni futuro, ni esperanza, ni honor, ni dinero. Somos ricos de vergüenza y de nada más. En una ocasión yo vendí mi cuerpo por tres huevos y un vaso de vino. En un principio fueron dos huevos, pero me impuse en el regateo. Conocí a un hombre al que mataron por una moneda de plata y que resultó sin valor para el asesino, porque no la pudo comer, ni gastar, ni usar como arma. No hay mercado en Zeray, no hay sacerdote, ni panadero, ni zapatero. Los hombres cazan cuervos vivos y los crían para comerlos. Cuando yo llegué, el comercio no existía. Aun ahora existe a cuenta gotas, como habré de explicarte. Un grito en la noche pasa inadvertido y las posesiones que un hombre tiene las debe llevar de un lado a otro: no las puede dejar en el suelo.

—¿Pero esta casa? Tienes comida y vino. Y la Tuguinda, gracias a Dios, está en una cama cómoda.

—Las puertas y las ventanas están fuertemente trabadas… ¿te diste cuenta? Sí, tienes razón. Aquí tenemos un poco de comodidades: cuánto tiempo habrán de durar es otra cosa, como habrás de ver cuando termine mi historia.

Echó un poco más de agua caliente en la tina de Kelderek, sorbió su vino, inclinándose sobre el fuego y extendiendo sus hermosos brazos y su cuerpo a uno y otro lado, como bañándose en el calor y la luz. Finalmente siguió diciendo:

—Dicen que a las mujeres les deleita ser deseadas, y tal vez sea así… Algunas y en alguna otra parte. He gritado de miedo mientras dos hombres que se odiaban lucharon con cuchillos para decidir cuál de los dos iba a imponérseme. He sido arrastrada fuera de una cabaña incendiada de noche por el hombre que mató a mi compañero de lecho mientras estaba durmiendo. En menos de tres meses he sido de cinco hombres: dos de ellos fueron asesinados, y el tercero se fue de Zeray después de intentar apuñalarme. Como todos los que dejan el lugar, se fue no por querer ir a otro, sino por miedo de quedarse aquí. No me jacto, Kelderek, créeme. Estos no son asuntos de los que uno se pueda jactar. Mi vida ha sido una pesadilla. No había ningún refugio… ningún lugar donde esconderse. En total no había cuarenta mujeres en Zeray: viejas harpías, rameras, muchachas que vivían aterrorizadas porque estaban demasiado enteradas de algún crimen atroz. Llegué aquí como sacerdotisa virgen de Quiso, cuando todavía no había cumplido veinte años. —Guardó un instante de silencio y luego dijo—: Antiguamente en Quiso, cuando pescábamos el bramba, usábamos carnadas vivas. Dios me perdone; nunca podría volver a hacer eso. Una vez trate de quemarme la cara en el fuego, pero no tuve bastante valor, como no lo tuve para enfrentar al Señor Shardik. Una noche estaba con un hombre llamado Glabrón, un natural de Tonilda de quien tenían miedo incluso en Zeray. Cuando un hombre es bastante temido aquí, se forma una banda en torno a él, que se dedica a matar y a robar, a meter comida en sus estómagos y mantenerse vivos por un rato. Estas bandas logran asustar a otros en los lugares de pesca, acechan a los recién llegados o les tienden trampas y cosas por el estilo. A veces se ponen a hacer incursiones por las aldeas que están más allá de Zeray, aunque por lo general es muy poco lo que obtienen por sus afanes. Hay poca cosa que encontrar aquí. Los hombres pelean y roban por mantenerse vivos y nada más. Un hombre que no sabe pelear o robar puede contar con vivir tal vez tres meses. Tres años es un buen término de vida para los hombres más fuertes en Zeray. Hay una especie de taberna cerca de la orilla en este extremo del pueblo. Le llaman «El Soto verde», por algún lugar que está en Ikat, creo, ¿o es en Bekla?

—En Bekla.

—Ikat o Bekla, nunca oí que la bebida que allí sirven pudiera volver ciegos a los hombres, ni que el tabernero vendiera ratas y lagartos como comida. Glabrón consiguió una magra manutención a cambio de no destruir el lugar y protegerlo de otro como él. Era vanidoso sí, en Zeray era vanidoso y sentía el placer de ser envidiado por otros: que lo vieran comer cuando estaban hambrientos o insultarlos cuando estaban asustados. Oh, sí, y también atormentaba la lujuria de ellos mostrándoles lo que tenía para sí. «Me llevas allí demasiado seguido», le dije. «Por amor de Dios, ¿no es bastante que yo sea tu propiedad y que el cuerpo de Keriol esté flotando en el Telthearna? ¿Qué diversión encuentras en agitar un hueso ante perros hambrientos?». Glabrón nunca discutía con nadie, y conmigo menos que con nadie. Yo no estaba allí para hablar y él tenia tanta facilidad con las palabras como un cerdo. Esa noche habían tenido un golpe de suerte. Unos días antes un cuerpo había sido arrojado a la costa con un poco de dinero encima, y dos de los hombres de Glabrón habían ido tierra adentro y habían vuelto con una oveja. Ellos mismos se comieron la mayor parte de la carne, pero cambiaron el resto por bebidas. Glabrón se emborrachó tanto que yo estaba más asustada que nunca. En Zeray la vida de un hombre nunca está en tanto peligro como cuando está borracho. Yo conocía a sus enemigos y esperaba ver llegar a uno u otro en cualquier momento. Estaba bastante oscuro en la habitación y la luz de una lámpara es un raro lujo aquí. Pero de repente noté que dos forasteros habían entrado. Uno tenía la cara casi escondida bajo el borde de una gran capa de piel y otro; un hombre corpulento, me miraba y le murmuraba algo a su compañero. Eran sólo dos frente a los seis o siete de Glabrón, pero supe lo que iba a ocurrir allí y estaba loca de deseos de disparar.

»Glabrón estaba cantando una canción obscena, o creía que estaba cantando. Yo le tiré de la manga y lo interrumpí. Miró alrededor un instante y luego me dio un revés en la cara con el dorso de la mano. Había vuelto a cantar cuando el extranjero embozado se acercó a la mesa. La capa siempre le cubría la cara, y sólo uno de los ojos aparecía sobre el borde. Dio una patada a la mesa y la hizo trastabillar, de modo que todos lo miraron.

»—No me gusta tu canción —le dijo a Glabrón en beklano—. No me gusta la forma en que tratas a esta mujer. Y tampoco me gustas tú.

»En cuanto habló, supe quién era. Pensé: “No lo puedo aguantar”. Quería advertirle, pero no logré decir una palabra. Glabrón no contestó nada durante unos segundos, no por haber quedado especialmente desconcertado, sino porque tenía la costumbre de proceder con lentitud y calma cuando mataba a un hombre. Le gustaba producir un efecto, era parte del miedo que inspiraba, y hacer que la gente viera que él mataba con deliberación, no en un ataque de rabia.

»—¡Ah! ¿Así que no te gusta? —dijo finalmente, cuando se cercioró que todo el cuarto estaba escuchando—. Me pregunto con quién tengo el honor de hablar. ¿Puedes decírmelo?

»Soy el diablo —dijo el otro hombre—. Vengo a buscar tu alma, y no estoy ni un minuto adelantado. —Al decir esto dejó caer el brazo. Naturalmente, nunca lo habían visto antes, y, en aquella luz mortecina, la cara que mostró no era la de un ser humano. Todos eran hombres supersticiosos, ignorantes, con malas conciencias, sin religión, y con mucho miedo a lo desconocido. Se apartaron a saltos de él, maldiciendo y atropellándose unos a otros. El Barón ya había desenvainado la espada y en el mismo momento le cortó a Glabrón el pescuezo, me asió del brazo, tajeó a otro hombre en el camino y salió a lo oscuro conmigo y con Ankray, antes de que nadie tuviera tiempo de sacar un cuchillo.

»No te contaré el resto de la historia esta noche. Más adelante tendremos tiempo. Pero supongo que puedes creer que nadie parecido a Bel-ka-Trazet ha sido visto aquí antes. Durante tres meses él y yo y Ankrav nunca dormimos a la vez. En seis meses se convirtió en señor de Zeray, con hombres a sus espaldas en quienes podía confiar para que hicieran lo que él ordenaba.

»Él y yo vivimos en esta casa, y la gente me solía llamar su reina, parte en broma y parte en serio. Nadie se atrevía a mostrarse irrespetuoso conmigo. Creo que no habrían podido creer la verdad: Bel-ka-Trazet nunca me tocó. “Dudo que te hayas formado una buena opinión de los hombres”, me, dijo una vez, “y en cuanto a mí, es muy poco lo que me queda en lo que se refiere a propia estima. Por lo menos mientras esté vivo puedo honrar a una sacerdotisa de Quiso, y eso será lo mejor para los dos”. Sólo Ankray conoce ese secreto. El resto de Zeray debe haber creído que nuestro destino era la esterilidad, o tal vez que sus heridas…

»Y aunque nunca estuve enamorada de él, sentí agradecimiento por su compostura, y de todos modos lo respetaba y admiraba, y habría consentido en ser su consorte si ese hubiera sido su deseo. La mayor parte del tiempo estaba cabizbajo y malhumorado. Los placeres aquí son bastante escasos, pero él nunca tenía ganas de nada, como si se estuviera castigando por la pérdida de Ortelga. Tenía una lengua mordaz, hiriente, y no albergaba ilusiones».

—Recuerdo.

—«No me pidáis que salga con vosotros», dijo una vez a sus hombres. «Algún oso podría correrme corriente abajo». Ellos entendieron la referencia a él, porque si bien nunca les había contado la historia, a Zeray habían llegado noticias de la batalla al pie de los montes y de la caída de Bekla en poder de los ortelganos. Cuando alguna cosa salía mal, él tenía la costumbre de decir «conseguíos un oso. Así las cosas saldrán mejor». Pero, aunque lo temían, confiaban en él, lo respetaban y lo seguían sin vacilaciones. Como ya dije, no había nadie aquí que pudiera ponerse ni de lejos frente a él. Valía demasiado para Zeray. Supongo que cualquier otro Barón, forzado a huir como él, habría cruzado hasta Deelguy o se habría dirigido a Ikat, o incluso a Terekenalt, pero él… Él odiaba la compasión, como un gato odia al agua. Había sido su orgullo, su amarga naturaleza, lo que lo había llevado a Zeray como un asesino que huye. En realidad gozaba sumiéndose en la miseria y los peligros del lugar. «Aquí se podría hacer mucho», me dijo un atardecer, cuando estábamos pescando en la orilla. «Hay terrenos pasables en la llanura que rodea a Zeray y bastante madera en los bosques. Nunca podría ser una provincia rica, pero podría lograr una situación bastante buena si los campesinos no estuvieran muertos de miedo y hubiera caminos hasta Kabin y Linsho. Ley, orden y un poco de comercio: es todo lo que hace falta. Si no me equivoco, es aquí que el Telthearna está más cerca de Bekla. Antes de morirnos tendremos dos sogas bien gruesas tendidas entre esos estrechos y una balsa que va a correr entre ellos. No en balde soy ortelgano: sé lo que se puede hacer con una soga; también sé fabricarlas. Es más fácil que circundar el Cerco Muerto, te lo aseguro. Piensa lo que sería abrir una ruta de comercio en el Este: Bekla pagaría cualquier cosa por usarla.

»Podrían venir y anexar la provincia —dije.

»Podrían intentarlo —me contestó— pero está más defendida que lo que nunca estuvo Ortelga. Hay sesenta kilómetros desde el Vrako a Zeray y treinta son de selva espesa y montes, difíciles de atravesar mientras a alguien no se le ocurra abrir un camino, que podríamos deshacer cuando se nos antojara. Te digo, muchacha: todavía nos vamos a reír últimos del oso.

»Lo cierto es que ni siquiera Bel-ka-Trazet hubiera podido traer la prosperidad a un lugar como Zeray, porque no contaba ni con barones ni con hombres de calidad y no podía estar en todas partes. Lo que pudo hacerse, él lo hizo. Castigó los robos, los asesinatos, y puso fin a los saqueos del interior. Convenció o sobornó a unos cuantos campesinos para que trajeran madera y lana y trataran de enseñar carpintería y cerámica a los habitante de tal modo que la ciudad pudiera trocar lo que fabricara. Hacíamos trueque de pescado seco y de juncias para techos y esteras, todo lo que podíamos. Pero, comparado incluso con Ortelga, el comercio era muy escaso, un asunto endeble, sencillamente a causa de los hombres que habían venido aquí, como sabes, los criminales no pueden trabajar y ni siquiera teníamos un camino. Bel-ka-Trazet lo comprendió y hace ahora menos de un año ideó un nuevo proyecto.

»Nosotros sabíamos lo que había estado ocurriendo en Ikat y en Bekla, aquí llegaron fugitivos de las dos ciudades. Bel-ka-Trazet había quedado impresionado con lo que había oído de Santil-ke-Erketlis y por último decidió intentar un acuerdo con él. La dificultad consistía en que teníamos muy poco que ofrecer. Como decía el Barón, éramos como el hombre que trata de vender un buey cojo o un cacharro torcido. ¿Quién se iba a tomar la molestia de venir y ocupar Zeray? Incluso a un general que no enfrenta un ejército enemigo en el campo, no le valía la pena iniciar la marcha desde Kabin. Lo hablamos entre nosotros una y otra vez y finalmente Bel-ka-Trazet ideó un ofrecimiento que él pensó que podía ser atrayente para Santil y también para los nuestros. Su idea era hacerle saber a Santil que, si alguna vez marchaba hacia el Norte, tomara o no a Bekla, podía anexarse de paso a Zeray. Nosotros lo íbamos a ayudar en cualquier forma. En particular lo íbamos a ayudar a cerrar la apertura de Linsho en el Norte, cercando a todos los traficantes de esclavos que hubieran huido al Este del Vrako para escaparle. También le íbamos a decir que con carpinteros y sogueros expertos, con la labor de sus propios hombres siguiendo las órdenes de estos, iba a ser posible construir una balsa para atravesar los estrechos del Telthearna. Entonces, si todo salía bien, se podría construir un camino desde Kabin a Zeray; y para realizar estas empresas, si eran de su gusto, nosotros podíamos colaborar en cualquier forma. Finalmente, si no le asustaba alistar hombres en Zeray, le íbamos a mandar todos los que encontráramos, siempre que él les otorgara indultos.

»Los cinco o seis hombres a quienes el Barón llamaba sus consejeros estuvieron de acuerdo en que este ofrecimiento representaba la posibilidad de seguir vivos, en Zeray o fuera de Zeray, en el caso de que la gente de Yeldashay aceptara venir. Pero iba a ser difícil hacerle llegar un mensaje a Santil. Al Este del Vrako hay solamente dos salidas. Una es por el Norte, a través de la quebrada de Linsho; la otra está en el Oeste y atraviesa el Vrako en las cercanías de Kabin. Más al Sur de Kabin el Vrako es impasable, a lo largo de toda la frontera con Tonilda hasta su confluencia con el Telthearna. Los hombres desesperados encuentran la manera de llegar a Zeray, pero incluso hombres más desesperados no pueden inventar otra salida.

»Pensamos que iba a ser imposible a cualquiera llegar hasta Ikat Yeldashay, pero por lo menos contábamos con un hombre que estaba dispuesto a intentarlo. Se llama Elstrit. Era un muchacho de unos diecisiete años que, en vez de abandonar a su padre, se había juntado con él cuando éste había huido del Terekenalt. No sé lo que su padre había hecho, pues murió antes de llegar a Zeray y Elstrit había tenido que vivir de su propia inventiva desde entonces, hasta que tuvo la buena idea de unir su suerte a la de Bel-ka-Trazet. No sólo era fuerte y astuto, sino que tenía la ventaja de no ser un criminal conocido y no tener un precio sobre su cabeza. Inteligente o no, de todos modos tenía que intentar cruzar el Vrako en Kabin. Fue al Barón que se le ocurrió la idea de forjar para él un contrato de traficante de esclavos en Bekla. En Kabin debía decir que trabajaba para Lalloc, un conocido traficante de niños, y que contaba con la protección de los ortelganos en Bekla, que siguiendo instrucciones de Lalloc había entrado a la provincia de Zeray por la quebrada de Linsho y que viajaba por ella con el propósito de ver si el país ofrecía buenas perspectivas para una incursión en busca de esclavos. Ahora iba de vuelta a Bekla a informar a Lalloc; después, más tarde, en cuanto llegara a la provincia de Yelda, podría destruir el falso contrato. El ardid era bastante endeble pero el sello en el contrato era una falsificación excelente del sello del oso de Bekla (un notabilísimo falsificador la había hecho para nosotros) y sólo nos quedaba esperar buena suerte. Elstrit cruzó el Vrako hará unos tres meses, poco tiempo después de las lluvias, y lo que ha sido de él ulteriormente no lo sabemos: ni siquiera si llegó o no a Ikat.

»Un mes después de esto el Barón cayó enfermo. Muchos se enferman en Zeray. No es raro: la suciedad del lugar, las ratas, los piojos, las infecciones, la tensión y el miedo continuos, el peso de la culpa y la pérdida de la esperanza. El Barón había tenido una vida dura y, a pesar suyo, estaba declinando. Puedes imaginar la forma en que lo cuidábamos Ankray y yo. Éramos como hombres en tierra de animales feroces, que encienden un fuego de noche y rezan para que llegue el amanecer. Pero el fuego se apagó… se apagó».

Las lágrimas se agolparon en sus ojos y ella los enjugó bruscamente, escondió por un instante la cara entre las manos y luego, exhalando un hondo suspiro, continuó:

—Una vez habló de ti. «Ese muchacho Kelderek», dijo, «yo lo habría matado si la Tuguinda no nos hubiera mandado buscar esa noche. Ya no le deseo ningún mal, pero por el bien de Ortelga espero que pueda terminar lo que inició». Unos pocos días después habló a nuestros hombres lo mejor que pudo, para ese entonces ya estaba muy débil. Les recomendó que no ahorraran esfuerzos para obtener noticias de las intenciones de Santil, y que si había la más mínima esperanza, a cualquier costo mantuvieran el orden en Zeray hasta que él llegara. «De otro modo, vais a estar todos muertos en menos de un año», dijo. «Y el lugar va a estar peor de lo que nunca estuvo antes de que hubiéramos empezado». Después de esto, sólo Ankray y yo estuvimos con él hasta que murió. Fue una muerte ardua. Era algo que podía esperarse ¿verdad? Lo último que dijo fue: «El oso… decidles que el oso…». Me incliné sobre él y le pregunté: «¿Qué hay con el oso, señor?», pero el ya no habló más. Contemplé su rostro, ese terrible rostro que se deshacía como la cera de una vela gastada. Cuando desapareció, hicimos lo que había que hacer. Cubrí sus ojos con un pedazo de lienzo mojado, y recuerdo cómo, cuando estábamos enderezando los brazos, el paño rebalsó, de modo que los ojos muertos se abrieron y yo los vi mirándome, clavándose en los míos.

»Ya has visto su tumba. Hubo corazones acongojados y corazones asustados en el momento en que ocurrió. Ha pasado ya más de un mes y a partir de ese día Zeray se ha hundido cada vez un poco más, se nos ha ido escapando siempre un poco más de las manos. Todavía no la hemos perdido, pero te diré cómo son las cosas. La mitad de los hombres de Zeray se preguntan si habrán de atreverse a desafiamos. A partir de ahora algunos lo van a intentar. Conozco a nuestros hombres, los hombres del Barón. Sin él no se podrán mantener unidos. Es sólo una cuestión de tiempo.

»Todas las tardes voy a su tumba y rezo pidiendo ayuda y liberación. A veces Ankray viene conmigo, o tal vez algún otro, pero por lo general voy sola. En Zeray no hay modestia y yo ya estoy más allá del miedo. Mientras nadie intente insultarme, yo lo interpreto como un signo de que seguimos teniendo algún poder en el lugar, y no está de más comportarse como si uno creyera que lo tiene. A veces he rezado para que viniera el ejército de Santil, pero la mayor parte del tiempo no empleo palabras y simplemente le ofrezco a Dios mis esperanzas y mis anhelos, y mi presencia en la tumba del hombre que me honró y me respetó.

»En Quiso la Tuguinda solía decirnos que la verdadera confianza en Dios era toda la vida de una sacerdotisa. Dios puede permitirse esperar, solía decirme. Dios puede permitirse esperar, ya sea para convertir a los incrédulos, para recompensar a los justos o para castigar a los malvados. Con Él todo llega al fin. Nuestro trabajo no sólo consiste en creer eso, sino en mostrar que lo creemos en todo lo que decimos y hacemos».

Melathys se echó a llorar amargamente, y siguió llorando mientras hablaba.

—Ya no tenía en mi mente recuerdos de la forma en que llegué a Zeray y de los motivos que tuve. Mi traición, mi cobardía, mi sacrilegio, acaso pensé que mis sufrimientos habían borrado todo eso, habían cavado una zanja entre mí y la sacerdotisa que había roto sus votos, que había traicionado al Señor Shardik y había faltado a la Tuguinda. Esta noche, cuando me di vuelta y vi quién estaba detrás de mí… ¿sabes que pensé? Pensé: «Ha venido a Zeray a buscarme, a renunciar a la cosa o a perdonarme, a condenarme o a llevarme de vuelta a Quiso». Como si no hubiera sido mancillada cuarenta veces. Me eché a sus pies e imploré su perdón, le dije que yo no valía bastante para que ella hiciera por mí lo que yo creía que ella había hecho, le rogué tan sólo que me perdonara y me dejara morir. Ahora sé que es cierto lo que dijo. Dios… —Y dejando caer la cabeza entre los brazos, que tenía cruzados sobre la mesa, sollozó amargamente—: Dios puede esperar, Dios puede permitirse el esperar.

Kelderek le puso una mano en el hombro.

—Vamos —dijo—, no hablaremos más esta noche. Apartemos estos pensamientos y pensemos tan sólo en las tareas que tenemos por delante. A menudo, en momentos de perplejidad, eso es lo mejor. Es un gran consuelo en la adversidad. Ve a buscar a la Tuguinda. Duerme al lado de ella y mañana nos reuniremos.

Tan pronto como Ankray le tendió la cama, Kelderek se echó en ella y durmió como no había dormido desde los días de Bekla.