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El camino de Zeray

Él no sabía adonde llevaba el sendero, ni siquiera si la dirección era al Este, porque los árboles eran espesos y ellos avanzaban a media luz, bajo un tupido techo de ramas. Varias veces tuvo tentaciones de abandonar del todo la leve indicación de un camino e ir sencillamente monte abajo, buscar un arroyo y seguirlo, una receta de viejo cazador que, como él sabía, suele llevar a un caserío o aldea, aunque no siempre fácilmente. Pero se dio cuenta que la Tuguinda no estaba en condiciones de hacer tal viaje. Desde que habían reanudado la marcha ella había hablado poco y caminaba —así le parecía a él— como alguien que va adonde no desea. Nunca antes le había parecido a él tan abatida de espíritu. Recordó la forma en que una vez, en el camino de Guelt, había marchado con deliberación monte abajo, impertérrita ante el humillante arresto a manos de Ta-Kominion. Él pensó que ella había confiado en Dios entonces. Ella había sabido que Dios puede permitirse esperar y, por lo tanto, también ella. Aún antes de haber enjaulado él a Shardik, a costa de la vida de Rantzay, la Tuguinda había sabido que iba a llegar el momento en que se le iba a pedir que siguiera al Poder de Dios. Ella había reconocido, cuando éste llegó, el día de la liberación de Shardik de la prisión en la que él lo había puesto. Lo que ella no había previsto era Urtah —el destino ordenado por el sangriento dios-animal de los ortelganos, en cuyo nombre sus seguidores habían…

Incapaz de soportar estos pensamientos, echó la cabeza hacia atrás, golpeándose la frente con una mano y azotando los matorrales con su bastón. La Tuguinda no pareció advertir esta súbita violencia y caminaba lentamente, como antes, con la mirada fija en el suelo.

—En Bekla —dijo él, interrumpiendo el silencio— yo sentí muchas veces que estaba cerca de un gran secreto que iba a ser revelado por intermedio del Señor Shardik, un secreto que iba a mostrar a los hombres finalmente el significado de sus vidas en la tierra; cómo proteger el futuro, cómo vivir seguros. Ya no iban a ser más ciegos e ignorantes, sino siervos de Dios, enterados de cómo quiere Él que se viva. Sin embargo, aunque he sufrido mucho, tanto despierto como dormido, nunca conocí ese secreto.

—La puerta estaba cerrada —contestó ella desganadamente.

—Fui yo quien la trancó —dijo él, y guardó silencio una vez más.

Avanzada la tarde salieron por fin de los bosques y llegaron a un caserío miserable, tres o cuatro cabañas junto a un arroyo. Dos hombres que no pudieron entenderlo y que chapurreaban entre ellos una lengua que él nunca había oído, lo tantearon de la cabeza a los pies, pero no hallaron nada que robar. También habrían manoseado y tanteado a la Tuguinda si él no hubiera tomado a uno de ellos por la muñeca y no lo hubiera apartado de un empujón. Evidentemente ellos pensaron que las posibilidades de ganar no valían la pelea, porque retrocedieron mascullando juramentos, o algo que lo parecía, y haciendo ademanes para que se fuera. Antes que la Tuguinda y él se hubieran alejado a una distancia de una pedrada, sin embargo, una mujer enjuta y harapienta llegó corriendo detrás de ellos, les tendió un pedazo de pan duro y, con una sonrisa que dejaba ver unos dientes ennegrecidos, señaló hacia las cabañas. La Tuguinda devolvió la sonrisa, aceptando la invitación sin dar señales de miedo, y él, sintiendo que poco importaba lo que pudiera ocurrirle, no se opuso. La mujer, que hizo unas reconvenciones chillonas a dos hombres que estaban de pie a cierta distancia, hizo sentar a los invitados en un banco que estaba junto a una de las cabañas y les trajo unos tazones de sopa chirle, con una especie de raíz gris e insípida que dejaba al romperse unas hilachas fibrosas en la boca. De cuando en cuando uno de los hombres ceñudos se acercaba y le ofrecía una taza de vino débil, agrio, que bebía primero para mostrar que no había peligro. Kelderek bebió y le dio gravemente las gracias a su anfitrión; después contempló la salida de la luna y más tarde, invitado a entrar a una de las cabañas, se echó a dormir en el suelo.

En medio de la noche Kelderek se despertó y vio otro hombre que estaba sentado con las piernas cruzadas junto a un fuego muy débil. Por un rato se sentó junto a él sin hablar, pero finalmente, cuando el hombre se inclinó para mover el fuego con una rama; él señaló hacia el arroyo cercano y dijo: —¿Zeray?— El hombre asintió con la cabeza y, apuntando hacia él repitió —¿Zeray?— luego, cuando él asintió a su vez, tuvo una risa breve e hizo la mímica de un hombre que huye y mira hacia atrás en busca de perseguidores. Kelderek se encogió de hombros y no dijo nada más; los dos siguieron sentados, uno al lado del otro, hasta que rompió el día.

No había ningún sendero junto al arroyo y la Tuguinda y él siguieron el cauce arduamente a través de otro tramo de selva, de dónde emergía para precipitarse en una serie de caídas por una ladera rocallosa. De pie en la parte alta miró en derredor hacia la llanura de abajo. Por algunos kilómetros, hacia la izquierda, las montañas formaban una línea en dirección al Este. Siguiendo la cadena con la mirada pudo divisar, muy lejos hacia el Este, una línea delgada, plateada, tenue y constante bajo la luz del sol. La señaló.

—Eso debe ser el Telthearna, Säiyet.

Ella asintió, y después de unos instantes él dijo:

—No creo que el Señor Shardik pueda nunca llegar hasta ahí. Y si no lo podemos rastrear cuando lleguemos, supongo que ya nunca sabremos qué se hizo de él.

—O tú o yo —contestó ella— encontraremos de nuevo al Señor Shardik. Lo vi en un sueño.

Después de mirar intensamente un rato en dirección al Sudeste, la Tuguinda marchó hacia adelante, monte abajo, entre las grandes piedras tumbadas.

—¿Qué viste, Säiyet? —preguntó Kelderek cuando se pararon a descansar.

—Estaba buscando indicios de Zeray —contestó ella— pero, naturalmente, desde tan lejos no se puede ver nada. —Y él, aceptando el malentendido, que podía ser deliberado de parte de ella o no, no le preguntó nada más sobre Shardik.

Desde el pie de la ladera se extendía una vasta zona pantanosa, donde se hundían hasta las rodillas mientras marchaban siguiendo la corriente entre charcos y matas de juncos.

Atravesaron el pantano en unas horas y llegaron finalmente a un camino y luego a una aldea, la única que se había visto al Este del Vrako, y la más pobre y miserable que él nunca había visto. Estaban descansando a cierta distancia de ésta cuando un hombre que llevaba un hato de ramas pasó al lado de ellos y Kelderek, dejando a la Tuguinda sentada junto al camino, lo alcanzó y pregunto una vez más qué camino había que seguir hasta Zeray. El hombre señaló hacia el Sudeste, contestando en beklano:

—Medio día de viaje, más o menos. No llegarás antes que anochezca.

Luego, en voz más baja y echando una mirada a la Tuguinda, añadió: —¡Pobre vieja! ¡Que gente como ésta tenga que ir a Zeray!— Sin duda Kelderek lo miró severamente, porque él añadió sin demora: —No es asunto mío… No tiene buena facha: eso es todo. Un poco de fiebre, tal vez—. E inmediatamente prosiguió su camino con su fardo, como asustado ya de haber hablado demasiado en este país en donde el pasado era algo así como astillas filosas enterradas en las mentes de los hombres, y una palabra imprudente equivalía a dar un paso en falso en la oscuridad.

Apenas habían llegado a las primeras chozas y la Tuguinda se apoyaba pesadamente en el brazo de Kelderek, cuando un hombre les cerró el camino. Estaba sucio, no sonreía y tenía tatuajes azules en las mejillas y el lóbulo de una oreja atravesado por un hueso afilado del largo de un dedo. No se parecía a nadie que Kelderek hubiera visto entre las multitudes de varias razas de Bekla, pero cuando habló lo hizo en un beklano deformado y espeso, en que cada palabra se desplazaba para dejar entrar a la siguiente.

—¿Venir dónde?

Kelderek señaló hacia el Noroeste, donde el sol empezaba a hundirse.

—¿Lugar altos árboles? ¿De allá tú caminar?

—Sí, desde más allá del Vrako. Vamos a Zeray. Permíteme que te ahorre la molestia —dijo Kelderek—. No tenemos nada que valga la pena y esta mujer, como ves, ya no es joven. Está rendida.

—Enferma. Lugares árboles altos enfermos muchos. No sentarse aquí. Irse.

—No está enferma. Sólo cansada. Te ruego que…

—¡No sentarse! —gritó el hombre duramente—. ¡Fuera!

La Tuguinda le iba a hablar cuando, de repente, el hombre volvió la cabeza y lanzó un grito; otros hombres empezaron a surgir de las chozas. El hombre tatuado gritó: «¡Mujer enferma!» en beklano, y siguió hablando en otro idioma. Los otros cabeceaban afirmativamente y decían: «¡Ay, ay!». Después de unos instantes la Tuguinda, dejando el brazo de Kelderek, se volvió y empezó a caminar lentamente de vuelta al camino. Él la siguió. Al llegar a su lado una piedra le golpeó el hombro, de modo que tambaleó y se apoyó en él. Una segunda piedra raspó el polvo que teman a sus pies y la próxima golpeó a Kelderek en un talón. Detrás de ellos se oía una algarabía. Sin mirar a su alrededor, él bajó la cabeza para evitar las piedras, puso un brazo alrededor de los hombros de la Tuguinda y casi la arrastró, casi la condujo por donde habían venido.

Kelderek fue con ella hasta una mancha de hierba y se sentó a su lado. La Tuguinda temblaba, estaba jadeando, pero después de unos instantes abrió los ojos y se incorporó a medias, mirando hacia el camino.

—¡Malditos sean estos, bestias! —murmuró la Tuguinda. Luego encontrando la mirada de él, rió—. ¿No sabías Kelderek, que hay momentos en que todo el mundo dice malas palabras? Y yo tuve hermanos una vez, hace mucho tiempo. —Se puso la mano sobre los ojos y se balanceó un instante—. Esa bestia tenía razón, sin embargo. No estoy bien.

—No has comido nada en todo el día, Säiyet…

—No importa. Si podemos encontrar algún lugar en donde echamos y dormir, llegaremos mañana a Zeray. Creo que allí podremos encontrar ayuda.

Dando vueltas por el terreno cercano, se encontró con un montón de juncos secos y haciendo con ellos una especie de refugio se sentaron, apretados el uno contra el otro para tener calor. La Tuguinda estaba inquieta y afiebrada. Hablaba en sueños de Rantzay y Sheldra y de las hojas de otoño que eran barridas de los Arrecifes. Kelderek se mantuvo despierto, atormentado por el hambre y el dolor que tenía en el talón. Las estrellas se movían a lo lejos y, contemplándolas, se quedó dormido.

Poco tiempo después del alba, por miedo a los aldeanos, despertó a la Tuguinda y la condujo a través de una bruma baja, blanca y fría, como la que había atravesado Elleroth cuando lo iban a ejecutar. Verla reducida a esta debilidad, conteniendo la respiración cuando se apoyaba en él y forzada a descansar después de unos pocos pasos, como un mendigo ciego, no sólo le oprimió el corazón sino que lo llenó de temores, el temor de alguien que ve un portento en el cielo y teme el augurio. La Tuguinda, como cualquier otra mujer de carne y hueso, no estaba a la altura de las dificultades y peligros de esta tierra; como cualquier otra mujer, podía enfermarse; tal vez morir. Al contemplar esta posibilidad, comprendió que siempre, incluso en Bekla, la había sentido de pie, llena de compasión e inaccesible, entre él y la quemante verdad de Dios. Él, el impostor, le había robado a ella todo lo de Shardik: su presencia física, su ceremonia, el poder y la adulación; todo esto era de los hombres. Todo salvo el invisible fardo de responsabilidad que llevaba el mediador señalado de Shardik, el conocimiento interior de que si ella fracasaba no había ningún otro. Había sido ella y no él quien por más de cinco años había soportado un peso espiritual que se había vuelto doblemente pesado por el mal comportamiento que él había tenido con Shardik.

Si ella había de morir ahora, de modo que nada quedara entre él y la verdad de Dios, entonces él, por carecer de la sabiduría y la humildad necesarias, no habría de ser capaz de ponerse en su lugar. Había sido descubierto en sus pretensiones y la última acción del rey-sacerdote fraudulento debía ser no buscar la muerte a manos de Shardik, porque de eso era indigno, sino más bien arrastrarse como una cucaracha que huye de la luz hasta algún rincón de este país de perdición a esperar cualquier muerte que pudiera sobrevenirle por enfermedad o por violencia. Mientras tanto el destino de Shardik seguiría siendo desconocido: desaparecería sin ser visto por nadie, sin ser atendido, como un gran peñasco que se desprende desde una ladera y va rompiendo su camino hacia abajo, descansando finalmente en las selvas sin caminos de más abajo.

Después de todo aquello que había tenido lugar ese día, él sólo recordaba un incidente. Pocos kilómetros más allá de la aldea se encontraron con un grupo de hombres y mujeres que trabajaban en un campo. A cierta distancia de los otros había dos mujeres descansando. Una tenía un niño que amainan taba y las dos, mientras reían y charlaban, comían de una canasta de mimbre. A una distancia de ochocientos metros él convenció a la Tuguinda que debían echarse a descansar, le dijo que volvería pronto y marchó velozmente hacia el campo. Se acercó a las dos mujeres sin ser visto, se presentó súbitamente, robó la canasta y echó a correr. Ellas gritaron pero, como él había calculado, sus amigos se tomaron tiempo en alcanzarlas y no hubo persecución. Ya se había perdido de vista, había devorado la mitad de la comida, se había librado de la canasta y se había reunido con la Tuguinda casi antes de que ellas decidieran que unos pocos bocados de pan y fruta seca no valían la pérdida de trabajo de una muchacha tonta. Al proseguir la marcha con su talón lastimado, forzando a la Tuguinda a tragar los restos de pan y las pasas de uva que había traído, pensó que el hambre y la miseria habían encontrado en él un alumno competente. El mismo Rúvit no podría haberlo hecho mejor, a no ser que hubiera hecho callar a las mujeres con su cuchillo.

Ya llegaba la noche cuando comprendió que debían estar cerca de Zeray. Habían visto poca gente en todo el día, y nadie les había hablado o molestado, sin duda en razón de su pobreza, que los proclamaba indignos de ser robados, en parte, y también a causa de la evidente enfermedad de la Tuguinda. No habían tenido que atravesar más zonas boscosas, y Kelderek había seguido la dirección Sudeste en dirección al sol, a través de un yermo, interrumpido por aquí y por allá por lastimosos campos de pastoreo y pedazos de tierra arada. Por último llegaron hasta los juncos y las juncias, hasta la orilla de una bahía que él adivinó que debía ser uña entrada del mismo Telthearna. Lo bordearon tierra adentro cierto tiempo, siguieron la desembocadura y llegaron a la ribera meridional; marcharon al lado y, cuando se ensanchó, él pudo ver, más allá de la_ boca de la bahía, al Telthearna mismo, que era aquí más angosto que en Ortelga y tenía una corriente muy fuerte: la ribera oriental parecía rocosa a la distancia, por encima del agua. Pese a su desesperación, una especie de eco sordo e involuntario de placer lo invadió, una iluminación sofocada del espíritu, débil como el nimbo de la luna detrás de unas nubes blancas. Esa agua había mojado las juncias de Ortelga. Había acariciado el derruido pasaje de Ortelga. Trató de indicárselo a la Tuguinda, pero ella se limitó a menear la cabeza con aire cansado, casi, incapaz de seguir la dirección del brazo de él. Si ella moría en Zeray, pensó él, su último deber consistiría en asegurarse que las noticias fueran llevadas a Quiso. A pesar de lo que ella había dicho, no había muchas esperanzas de encontrar ayuda en una colonia remota y miserable, poblada casi totalmente (era lo que él siempre había entendido) por fugitivos de la justicia provenientes de media docena de países. Podía ver ahora los alrededores, bastante parecidos a los de Ortelga: cabañas y humo de leña, pájaros que trazaban círculos y en el aire del atardecer, donde la luz del sol empezaba a desvanecerse, el fulgor del Telthearna.

—¿En dónde estamos, Kelderek? —murmuró la Tuguinda. Se apoyaba casi con todo su peso en el brazo de él y tenía la cara gris y cubierta por el sudor. Él la ayudó a beber de un manantial claro y luego la acompañó hasta un montículo herboso que estaba cercano.

—Estamos en Zeray, Säiyet, supongo.

—¿Y éste… este lugar?

Él miró en derredor. Estaban en lo que parecía ser una especie de jardín salvaje, descuidado, en el que crecían flores primaverales y árboles relucientes. Por todas partes había riberas bajas y montículos, como el montículo en que estaban sentados; él advirtió que varios de ellos estaban marcados groseramente con piedras o pedazos de madera clavados en el suelo. Algunos parecían nuevos, otros viejos y gastados. A cierta distancia había cuatro o cinco montículos de tierra recién removida, sin hierba y cubiertos con unas pocas flores y unas cuentas negras.

—Este es un cementerio, Säiyet. Debe ser el camposanto de Zeray.

Ella asintió con la cabeza.

—A veces en estos lugares hay un cuidador que espanta de noche a los animales. Tal vez… —Se interrumpió y tosió, pero luego prosiguió, haciendo un esfuerzo:

—Tal vez pueda decirnos algo de Zeray.

—Descansa aquí, Säiyet. Iré a ver.

Avanzó entre las tumbas y apenas había dado unos pasos cuando vio a corta distancia, la figura de una mujer de pie que oraba. Le daba la espalda y tanto ella como el túmulo que tenía a su lado se perfilaban contra el cielo. A los lados de la tumba había tablas labradas y pintadas, que le daban el aspecto de un gran ropero decorado, en contraste con los descuidados montículos de alrededor, poseía una especie de grandeza. En un extremo habían plantado un palo muy erguido con un pendón, pero la tela colgaba floja, y él no pudo distinguir la divisa. La mujer, vestida de, negro y descubierta, como de duelo, parecía joven. Él se preguntó si esa tumba que estaba visitando sola sería la de su marido, y si habría muerto de muerte natural o violenta. Esbelta y graciosa, se recortaba en el cielo pálido, con los brazos extendidos y las manos levantadas con las palmas hacia arriba. Estaba inmóvil, como si para ella la belleza y la dignidad de esta postura tradicional constituyeran una plegaria tan devota como cualesquiera palabras o pensamientos que pudieran proceder de su mente. «Esta», pensó él, «es una mujer a quien le resulta natural expresar sus sentimientos —incluso el dolor— con su cuerpo tanto como con sus labios. Si Zeray cuenta con una mujer capaz de esta gracia, tal vez no esté del todo mal».

Ya se disponía a ir hacia ella cuando el repentino pensamiento de su propia apariencia lo hizo vacilar y apartarse. Desde que había salido de Bekla no había visto ni una sola vez su propio reflejo, pero recordó a Rúvit, como un animal de movimientos torpes y ojos enrojecidos, y a los hombres hediendos y harapientos que habían empezado por indagar y después se habían mostrado cordiales. No podía saber por qué esta mujer estaba sola aquí. Tal vez las mujeres jóvenes en Zeray salían solas, aunque de acuerdo a todo lo que había oído del lugar, esto no parecía probable. ¿Acaso sería una cortesana que estaba llorando a su amante favorito? Cualquiera fuera la razón, la vista de él la iba a alarmar, probablemente la iba a hacer huir. Pero no podía tenerle miedo a la Tuguinda, e incluso podría sentir piedad por ella.

Volvió sobre sus pasos hasta la orilla.

—Säiyet, hay una mujer cerca que está rezando, una mujer joven. Si yo me aproximo a ella solo, se va a asustar. Si te ayudo y marchamos lentamente, ¿podrías venir conmigo?

Ella asintió con la cabeza, mojándose los labios secos y tendiéndole las dos manos. Él la ayudó a levantarse y sostuvo sus vacilantes pasos entre las tumbas. La joven seguía de pie, inmóvil, con los brazos levantados, como solicitando paz y bendiciones para su amigo o amante muerto, envuelto en tierra a sus pies. La postura, —como él se dio cuenta— ya se había vuelto penosa después de cierto tiempo, pero ella no parecía sentir la molestia, ni las moscas importunas ni la soledad del lugar, absorbida en su pena silenciosa y contenida.

Cuando estaban cerca de la tumba, la Tuguinda tosió de nuevo y la mujer, sorprendida, se dio vuelta rápidamente. El rostro era joven, y, aunque todavía hermoso, parecía enflaquecido por penurias y marcado —como él había adivinado— por las arrugas de un dolor ya establecido. Al ver los ojos de ella, que se abrieron llenos de sorpresa y de miedo, él murmuró rápidamente.

—Habla, Säiyet, o se va a escapar.

La mujer los miraba como si fueran fantasmas; los nudillos de sus manos juntas se apretaban contra la boca abierta y, de repente, a través de su rápida respiración, llegó un grito sofocado. Pero ni corrió ni se dio vuelta para correr, limitándose a mirar fijamente, con asombro incrédulo. El también estaba quieto, con miedo de moverse y tratando de recordar lo que la consternación de ella le sugería. Entonces, en el momento en que él vio que las lágrimas de ella empezaban a correr, la mujer cayó de rodillas, mirando fijamente a la Tuguinda con la mirada de una niña que es hallada inesperadamente por una madre que la busca y que aún no sabe si habrá de mostrarse solícita o enojada. De repente, en una pasión de llanto, se arrojó al suelo, agarró los talones de la Tuguinda y le besó los pies.

—Säiyet —gritó, en medio de sus lágrimas— ¡oh, perdóname! ¡Perdóname, Säiyet, y podré morir en paz!

Levantó la cabeza y los miró, con la cara descompuesta, angustiada por el llanto. Y entonces Kelderek la reconoció y supo en dónde había visto antes esa mirada de miedo. Era Melathys que estaba echada ante ellos, asida de los pies de la Tuguinda.

Una ráfaga de viento que venía del río sopló entre los árboles, agitando y abriendo el pendón, como si algún transeúnte lo hubiera desplegado indolentemente con la mano y lo hubiera dejado caer de nuevo. Por un instante el emblema, una serpiente de oro, se vio claramente, caracoleando como viva; luego cayó y desapareció una vez más entre los pliegues del pendón oscuro.