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La leyenda de los Senderos

Él seguía sin atreverse a hablar del pasado. Por último dijo:

—¿Adónde vas, Säiyet?

Ella no contestó inmediatamente y, después de un rato, preguntó:

—Kelderek, ¿estás buscando al señor Shardik?

—Sí.

—¿Con qué fin?

Él se sobresaltó, recordando el extraño poder que ella tenía de discernir más de lo que se había hablado. Si había percibido su intención, sin duda iba a tratar de disuadirlo, aunque Dios sabía que ella era, entre todos, la persona con menos razones para desear que su vida se prolongara. Luego se dio cuenta de lo que ella estaba pensando.

—El Señor Shardik nunca volverá a Bekla —dijo—. Es algo bastante seguro. Y tampoco he de volver yo.

—¿No eres rey de Bekla?

—Ya no.

Dejaron la bahía y empezaron a seguir un camino que llevaba hacia el Este, sobre la otra cadena de montes. La Tuguinda subía lentamente y en más de una ocasión se detuvo a descansar. «No tiene ya fuerzas para esta vida», pensó él. «Incluso en caso de que no hubiera peligro, ella no debería estar aquí». Empezó a preguntarse cómo podría convencerla de que había que volver a Quiso.

—Säiyet: ¿por qué has venido aquí? ¿También buscas tú a Shardik?

—Recibí noticias en Quiso de que el Señor Shardik se había ido de Bekla, y luego que había atravesado la llanura hasta los montes que están al Oeste de Guelt. Naturalmente, me puse a buscarlo.

—Pero ¿por qué, Säiyet? No debiste haber emprendido ese viaje. Las dificultades…

—Te olvidas, Kelderek —la voz era dura—. Como Tuguinda de Quiso estoy obligada a seguir al Señor Shardik mientras eso sea posible… Es decir, mientras el Poder de Dios no esté sometido al poder de los hombres.

Él guardó silencio, lleno de vergüenza; pero más tarde, cuando ella marchaba adelante, monte abajo, él preguntó:

—¿Y tus mujeres?… ¿Las otras sacerdotisas? ¿Te fuiste sola de Quiso?

—No: me llegaron noticias también a mí del avance hacia el Norte de Santil-ke-Erketlis. Yo ya sabía que él tenía intenciones de movilizarse en la primavera y que contaba con tomar a Kabin. Neelith y otras tres muchachas salieron para Kabin conmigo íbamos con la intención de buscar al Señor Shardik desde allí.

—¿Hablaste con Erketlis?

—Hablé con Elleroth de Sarkid, quien me contó cómo había escapado de Bekla. Estaba bien dispuesto hacia mí, porque hace cierto tiempo curé al marido de su hermana un brazo emponzoñado. También me dijo que el Señor Shardik había atravesado el Vrako por las estribaciones que están al Norte de Kabin, dos días antes.

—¿Dices que Elleroth te trató como amigo?… Y, sin embargo, ¿cómo te dejó partir sola, sin escolta, a través del Vrako?

—Él no sabe que yo he atravesado el Vrako. Elleroth se mostró amistoso conmigo, pero hubo una cosa en que no pudo hacer nada. No quiso darme ayuda para encontrar al Señor Shardik o salvar su vida. Para él y para sus soldados no es nada más que el dios de sus enemigos y de todas las cosas contra las que ellos luchan —hubo una pausa y luego, con un temblor momentáneo en la voz añadió—: dijo que era… el dios de los traficantes de esclavos.

Kelderek no sabía que se podía sufrir tan amargamente.

—Me habló de su hijo —siguió diciendo 19 Tuguinda— y después de eso ya no le pregunté nada más de él. También me dijo que algunos de sus soldados se habían encontrado con el Señor Shardik en las colinas y estaban seguros de que estaba muriéndose. Le pregunté por qué no lo habían matado y me contestó que habían tenido miedo de intentarlo. Así es que yo misma no creo que el Señor Shardik esté muriendo. En ese instante él iba a hablar, pero ella continuó:

—Había confiado en que Elleroth me iba a dar algunos soldados para que nos acompañaran a través del Vrako. Pero cuando me di cuenta que era inútil pedir, le dejé creer que teníamos intenciones de volver a Quiso, pues sin duda habría tratado de impedir que yo cruzara sola el Vrako.

—¿No podía alguna de las muchachas ir contigo, Säiyet?

—¿Crees que las traería a este país… la cocina de los ladrones de este mundo? Me suplicaron que las dejara venir. Yo les dije que volvieran a Quiso. Y como están obligadas por juramento a obedecerme, así lo hicieron. Después soborné a los guardias del vado y una vez que atravesé el río me dirigí hacia el Norte, como tú.

—Säiyet, ¿adónde intentas ir ahora?

—Creo que Shardik está tratando de volver a su propio país. Marcha en dirección al Telthearna y lo va a cruzar si puede. Por lo tanto, yo me voy a Zeray, a esperarlo a lo largo de la costa Oeste. Y si ya ha cruzado a nado el Telthearna, podemos oír algo de esto en Zeray.

—Tal vez Elleroth tenía razón. Shardik puede estar muriendo, porque después de salir de Bekla lo hirieron cruelmente.

Se detuvo, se dio vuelta y lo miró fijamente.

—¿Elleroth te dijo eso?

Él meneó la cabeza.

Ella se sentó pero no dijo nada más y continuó mirándolo con ojos llenos de incertidumbre e interrogación. Él, buscando nuevas palabras, tuvo finalmente una salida:

—Säiyet, los Senderos de Urtah… ¿Qué misterio tienen?… ¿Qué sentido tienen?

Al oír esto, ella dejó escapar una bocanada de aire, como de miedo y consternación; luego, recobrándose, contestó:

—Sería mejor que me dijeras lo que tú mismo sabes.

Él le dijo cómo había seguido a Shardik fuera de Bekla y como habían atravesado la llanura. Ella escuchaba en silencio hasta que él llegó a la aventura en Urtah, pero cuando se refirió a su despertar y a Shardik herido, trepando desde el Sendero para espantar a sus atacantes, se echó a llorar amargamente, con sollozos sonoros, como las mujeres cuando lloran a los muertos. Asustado por este intenso dolor en alguien en quien él siempre había pensado como un ser con el cetro extendido sobre todas las calamidades que acechan al corazón del hombre, esperó con paciencia desesperanzada, pétrea, sin intentar inmiscuirse en el dolor de ella, pues sentía que éste manaba de algún amargo conocimiento que también él iba a poseer muy pronto.

Finalmente, tranquilizándose un poco, ella empezó a hablar; tenía la voz de una mujer que, después de enterarse de alguna pérdida irreparable, entiende que a partir de ese punto su vida no ha de ser nada más que una espera de la muerte.

—Me has preguntado, Kelderek, por los Senderos de Urtah. Te diré lo que sé, aunque es muy poco, porque el culto es un secreto guardado y que hereda cada generación y que tanto temor suscita que nunca oí hablar de nadie que se haya atrevido a tratar de penetrar en estos misterios. De todos modos, aunque yo, gracias a Dios, nunca he visto los Senderos, sé un poco de ellos… lo poco que se me dijo por ser la Tuguinda de Quiso. Nadie conoce la profundidad de los Senderos, porque nunca nadie ha descendido hasta sus profun-didades y ha vuelto. Algunos dicen que son las bocas del infierno y que las almas de los malvados entran allí de noche. Dicen también que basta mirar hacia abajo y gritar hacia ellos para suscitar un tormento capaz de enloquecer a un hombre.

Kelderek, con los ojos fijos en la cara de ella, asintió.

—Es verdad.

—Nadie conoce la antigüedad de este culto ni sabe en qué consiste. Pero puedo decirte esto. Siempre, durante centenares de años el misterio de ellos en Urtah ha sido la retribución de los malvados… Es decir, de aquellos cuya retribución fue ordenada por Dios. Muchos son malvados, como tú lo sabes, pero no todos los malvados encuentran el camino hasta los Senderos. Este… es lo que siempre he entendido, es el modo de este asunto aterrador. El hacedor de mal es alguien cuyo crimen clama al cielo, más allá de toda restitución o perdón, uno cuya vida, al continuar, mancilla la tierra misma. Y es siempre gracias a algún accidente que él llega, al parecer, a Urtah: él ignora la naturaleza del lugar adonde su viaje lo ha llevado. Puede estar solo o acompañado, pero él siempre cree que es por casualidad o por algún asunto propio que ha ido a parar a Urtah por su propia voluntad. Pero los que allí observan, los que lo ven llegar… ellos lo reconocen como lo que es y saben qué tienen que hacer. Le hablan amablemente y lo tratan con cortesía, pues por muy atroz que sea su crimen el deber de ellos no es odiarlo, como el rayo no odia al árbol. Son tan sólo los agentes de Dios. Y tampoco le tenderán trampas. Hay que mostrarle el lugar y preguntarle si conoce su nombre. Sólo cuando él contesta «No», ellos deben persuadirlo de que vaya a los Senderos. Aun entonces tiene que…

Se detuvo de golpe y miró a Kelderek.

—¿Entraste al Sendero?

—No, Säiyet. Como te decía, yo…

—Ya se lo que me dijiste. Te estoy preguntando, ¿estás seguro de que no entraste en el Sendero?

Él la miró fijamente, frunciendo el ceño; después asintió con la cabeza.

—Estoy seguro, Säiyet.

—Él tiene que entrar al Sendero por cuenta propia. Una vez que lo ha hecho, nada puede salvarlo. La tarea de ellos consiste en matarlo y arrojar el cuerpo a las profundidades del Sendero. Algunos de los que han muerto allí han sido hombres de rango y de poder, pero todos han sido culpables de algún hecho cuya vileza y crueldad se apodera de las mentes de quienes oyen mencionar la cosa. Habrás oído hablar de Hypsas: él provenía de Ortelga.

Kelderek cerró los ojos, golpeándose la rodilla con una mano.

—Me acuerdo. Dios quisiera que no.

—¿Sabes que murió en los Senderos? Intentó escapar a Bekla o tal vez a Paltesh, pero finalmente llego a Urtah.

—No lo sabía. Sólo dicen que desapareció.

—Muy pocos saben lo que te he contado. Y son sacerdotes y gobernantes en su mayoría. El rey Manvarizón, de Terekenalt, el abuelo del rey Karnat el Alto. Ese quemó viva a la mujer de su hermano muerto, junto con el hijo de ella, su sobrino, el rey por derecho, cuya vida y trono había jurado defender. Cinco años después estaba en la llanura de Bekla a la cabeza de su ejército y llegó a Urtah con unos cuantos de sus hombres y el propósito, según creía él, de espiar la región para sus fines. Se acercó corriendo al Sendero, huyendo tan sólo de un pastorcito que estaba apacentando ovejas, o de algún otro muchachito que nadie podía ver. Vieron que desenvainaba la espada, pero la tiró al suelo mientras corría, y sin duda sigue allí donde cayó, porque ninguna posesión de la víctima es recogida nunca, enterrada o destruida.

—¿Dices que todos los que entran a los Senderos deben morir?

—Sí, a partir de ese momento su muerte es segura. Puede haber algún aplazo, pero es raro, casi desconocido. Una vez en cien años, tal vez, ocurre que la víctima sale viva del Sendero: en ese caso nadie la tocará, pues ese es un signo de que Dios la ha santificado e intenta utilizar su muerte para algún propósito misterioso y sagrado que él conoce. Hace mucho, mucho tiempo hubo una mujer que huyó con su amante atravesando la llanura de Bekla. Sus dos hermanos, hombres duros y crueles, la siguieron, pues tenían intenciones de matar a los dos, y ella notó que su amante tenía miedo. Estaba decidida a salvarlo. Se escapó de noche y fue hasta donde estaban durmiendo sus hermanos, por amor a él, pero no se atrevió a matarlos sino que los cegó en medio del sueño. Más tarde, en qué forma no lo sé, llegó sola a Urtah, y allí fue apuñalada y su cadáver se tiró al Sendero. Pero esa noche salió de allí viva, aunque herida casi de muerte. La dejaron salir y murió al dar a luz un niño. Ese niño fue el héroe U-Deparioth, el liberador de Yelda y el primer Ban de Sarkid.

—¿Es por eso que Elleroth conoce lo que me has contado?

—Sabe eso y más, porque la Casa de Sarkid ha sido honrada por los sacerdotes de Urtah desde esos días hasta ahora. Sm duda debe haber tenido noticias de lo que ocurrió al Señor Shardik y a ti en Urtah.

—¿Cómo es posible que yo nunca haya oído hablar de los Senderos en Bekla? Sabía muchas cosas, pues había hombres a sueldo que debían contarme todo. Pero nunca oí hablar de esto.

—Pocos lo saben, y de esos ninguno te lo diría.

—¡Tú me lo has dicho!

Ella se echó a llorar una vez más.

—Ahora creo lo que Elleroth me dijo en Kabin. Ahora sé por qué sus hombres no hirieron al Señor Shardik y por qué te perdonaron la vida. Sin duda a él no le dijeron que tu no habías entrado en el Sendero. Tenía que insistir en que se perdonara tu vida, pues en cuanto supo que el Señor Shardik, y tú, como supuso, habíais salido vivos de los Senderos, entonces debe haber sabido que nadie debe ser tocado so pena de sacrilegio. La muerte de Shardik ha sido señalada por Dios y es segura… ¡segura!

Parecía abrumada por el dolor.

Kelderek le tomó la mano.

—¡Pero Säiyet! ¡El Señor Shardik no es culpable de nada malo!

Ella levantó la cabeza, mirando los tétricos bosques.

—Shardik no ha cometido nada malo —se volvió y lo miró francamente a los ojos—. Shardik… no ¡Shardik no ha hecho nada malo!