A veces nos vemos enfrentados por un hecho vergonzoso del pasado, un hecho acabado pero no borrado, como las ruinas de la casa de un hombre pobre que un señor egoísta mandó destruir porque así le convenía, o el cuerpo de un niño no deseado, que el río arroja sobre una orilla; así, tropezamos inesperadamente con una acusación que ninguna bravuconada puede desafiar y ninguna lengua ágil dejar de lado, una acusación que no se hace en voz alta, ante los oídos del mundo, sino tranquilamente, cara a cara, sin rabia, tal vez incluso sin palabras, a alguien que no está preparado para enfrentar su propia confusión, culpa y remordimiento. Los que han sido profundamente heridos, como los espectros, no necesitan hablar a sus opresores y acusarlos ante la multitud. Mucho más terrible, de lejos, es su inesperada y silenciosa reaparición en algún lugar retirado, a una hora inesperada.
La Tuguinda estaba de pie junto al banco, con los ojos entornados por el humo. Por un rato no lo reconoció. Después se sobresaltó y echó hacia atrás la cabeza. En el mismo instante Kelderek, con un sollozo brusco y penetrante se metió la mano entre los dientes, se volvió y ya estaba casi en la entrada cuando fue empujado violentamente hacia atrás y cayó al suelo. El hombre, cuchillo en mano, lo observaba, mordiéndose los labios y resoplando con una excitación de fiera. Este individuo, comprendió Kelderek en aquel instante atroz, era alguien para quien el asesinato era trabajo y deporte de todos los días. En su mente ofuscada la violencia cuelga siempre, precariamente, como una espada de un hilo; el miedo o la fuga del otro excita tan poderosamente como se excita un gato al ver escurrirse a un ratón. Este era un bandido que había sobrevivido y tenía la cabeza a precio, algún asesino a sueldo que ya no era útil a sus empleadores y había atravesado el Vrako antes de que algún espía lo denunciara. ¿Cuántos vagabundos solitarios habría matado en este lugar?
El hombre, inclinado sobre él, respiraba con un jadeo bajo y rítmico. Kelderek, apoyado en el codo, procuró en vano devolver la mirada insana con una expresión de autoridad. Cuando sus ojos se cerraron, la Tuguinda habló desde atrás.
—¡Cálmate, Rúvit! Conozco a este hombre… es inofensivo. No debes herirlo.
—Estaba escondido en el bosque y habló del oso. «Trampas, pensé, trampas. Hazlo marchar, no le digas nada, así es. Averigua lo que busca, averigua y…».
—No te hará nada, Rúvit. Ven a reanimar el fuego y después de la cena volveré a lavarte los ojos. Deja ese cuchillo.
Llevó al hombre gentilmente hasta el fuego, hablándole como a un niño, y Kelderek los siguió, no sabiendo qué hacer. Al oír la voz de la Tuguinda se le llenaron de lágrimas los ojos, y las secó sin una palabra. El hombre ya no le prestó atención y Kelderek se sentó en un taburete desvencijado, observando a la Tuguinda, que se arrodilló para abanicar el fuego, puso una marmita y movió las brasas con un tizón roto. Una vez lo miró, pero él bajó la vista; y cuando volvió a mirarla, ella estaba ocupada con una lámpara de arcilla, que preparó y después encendió con una rama. La pálida y única llama lanzaba sombras por el suelo y, cuando llegó la oscuridad, pareció iluminar menos la destartalada cabaña que servir, mientras goteaba y se agitaba con las ráfagas que penetraban por las paredes mal construidas, como recuerdo de cuán indefensos estaban todos aquellos que, como Kelderek, tenían la desdicha de ser como ella, visibles y solitarios en esta triste comarca.
La Tuguinda había envejecido, pensó, y tenía la expresión de alguien que ha sufrido pérdidas y desilusiones. Sin embargo era inextinguible; un fuego que queda en los rescoldos, un árbol despojado por el huracán invernal. En aquel horrible lugar, sin ayuda y sin seguridad, sola con un hombre que la había traicionado y otro medio loco y probablemente asesino, su autoridad se afirmaba con tranquilidad y firmeza; en parte una autoridad tan mundana como la de algún granjero honrado y astuto que charla y convence que es mejor no intentar engañarlo. Pero detrás de aquel fondo abierto del espíritu percibía, como lo había percibido hacía tiempo —y comprendió que incluso el desposeído y asesino Rúvit debía sentirlo, del mismo modo que un perro percibe la alegría o el pesar en una casa— la comarca más profunda y misteriosa de la fuerza de ella. Poseía no sólo la inmunidad de la sacerdotisa, del peregrino y del médico, sino también la que le confería el misterio al cual servía, el poder que había sentido aun antes de conocerla, cuando había estado acurrucado en la canoa que se deslizaba hacia Quiso en la oscuridad: No era de extrañar, pensó, que Ta-Kominion hubiera muerto. No era sorprendente que la terca y feroz ambición que lo había cegado a la fuerza de la Tuguinda, lo hubiera envenenado sin remedio.
Se puso a considerar la forma de su propia muerte. Algunos, o así le habían dicho, habían arrastrado sus vidas más allá del Vrako, hasta que los precios que habían puesto sobre sus cabezas, e incluso la naturaleza de sus crímenes, quedaron olvidados, y sólo la propia desesperación y las mentes confundidas les impidieron volver a las ciudades donde ya no había nadie que pudiera recordar lo que habían hecho. Esta supervivencia no era para él. Shardik —¡si tan sólo pudiera encontrarlo!— por lo menos le iba a tomar la vida que tantas veces él le había ofrecido; iba a tomar su vida antes de que el despreciable deseo de sobrevivir en cualquier forma lo transformara en una criatura como Rúvit.
Perdido en estos pensamientos oyó poco o nada de lo que estaba pasando entre Rúvit y la Tuguinda cuando esta terminaba de preparar la comida. Vagamente estaba consciente de que, si bien Rúvit se había quedado tranquilo, tenía siempre miedo de la oscuridad que llegaba, y que la Tuguinda lo estaba animando. Se preguntó cuánto tiempo habría vivido aquí el hombre, enfrentando solo la noche, qué habría ocurrido para que esta vida —una vida dura, sin duda, incluso para un fugitivo que había pasado el Vrako— fuera la única que se atrevía a vivir.
Después de un tiempo la Tuguinda le trajo comida y, al pasársela, posó un instante la mano en su hombro. Él no dijo nada, y sólo agachó la cabeza con aire abatido, incapaz de encontrarle la mirada. Pero una vez que hubo comido, como suele ocurrir, algunos jirones de espíritu volvieron a él involuntariamente. Se sentó más cerca del fuego y se puso a contemplar a la Tuguinda, que enjugaba la supuración de los ojos de Rúvit y los lavaba con una infusión de hierbas. Él se mostraba tranquilo y dócil con ella y, por momentos, casi parecía ser lo que hubiera sido si el mal no lo hubiera consumido: un ganadero correcto y estúpido, tal vez, o algún tabernero de maneras ásperas.
Durmieron vestidos sobre el suelo, como lo imponía la necesidad. La Tuguinda no se quejó de la suciedad o de la falta de comodidades: ni siquiera de los parásitos, que no los dejaban en paz. Kelderek durmió poco, porque desconfiaba de Rúvit tanto en lo que a sí mismo se refería como en lo que se refería a la Tuguinda: al parecer sin embargo, el pobre hombre aprovechó la oportunidad de una noche de sueño sin temores supersticiosos, pues no se movió hasta la mañana.
Poco después de despuntar el día Kelderek encendió el fuego, encontró un balde de madera y, contento de levantarse en el aire fresco, se dirigió hacia la orilla, se lavó y volvió con agua para la Tuguinda. No podía decidirse a despertarla, pero volvió a salir de nuevo a la primera luz del sol. Su resolución no había cambiado. En verdad, veía ahora en sí mismo un abismo como el que había contemplado desde la llanura de Urtah. La maldad blasfema en la que había participado, que Ta-Kominion había infligido a la Tuguinda, era tan sólo parte de un mal más vasto, de mayores alcances, de su propia conducta; el sacrilegio contra Shardik mismo y todo lo que había derivado de ello. Rantzay, Mollo, Elleroth, los niños vendidos como esclavos en Bekla, los soldados muertos, cuyas voces habían revoloteado a su alrededor, en lo oscuro, aparecieron punzantes, lastimados y agudos en su mente, mientras permanecía de pie junto al riachuelo. Cuando la Puerta Tamarrik se había derrumbado finalmente, recordó, había habido una gran ruptura central, desde la cual habían irradiado fisuras y grietas, fragmentos de madera exquisitamente labrada, pedazos de plata abollados, imágenes aplastadas, ya irreconocibles en las ruinas. Los ortelganos habían vociferado y saludado, prorrumpiendo en medio del desastre con gritos de «¡Shardik, Shardik!».
Sus lágrimas corrían en silencio. «¡Acepta mi vida, Señor Shardik! ¡Oh, Dios, toma mi vida!».
Oyó unos pasos detrás de él y, dándose vuelta, vio que su plegaria había sido oída. A una distancia de unos pocos metros estaba Rúvit parado, mirándolo con un cuchillo en la mano. Él se arrodilló, ofreciendo su garganta y su corazón, y abriendo los brazos, como si éste fuera un huésped esperado.
—¡Golpea pronto, Rúvit! ¡Antes de que tenga tiempo de asustarme!
Rúvit lo contempló un momento asombrado; luego, envainando el cuchillo, dio un paso hacia adelante con una sonrisa oblicua y astuta, tomó la mano de Kelderek y lo hizo levantarse.
—¡Bah, bah, bah, viejo! ¡No hay que tomar las cosas de ese modo! Al principio se vuelve difícil la cosita, pero las anguilas se hacen al desuello, ya sabes lo que se dice: nunca hay que mirar atrás al Vrako, porque te vuelve loco. Yo estaba por matar un pájaro. Algunos le retuercen el pescuezo: yo siempre les corto la cabeza. —Miró por encima del hombro hacia la puerta que tenía detrás y murmuró—: ¿Sabes una cosa? Esa mujer es una sacerdotisa; es lo que es. Si puede volver, va a tener que poner una palabrita a mi favor, aunque ayer quería verte muerto. Pero no es así. ¡Ah…! Pon una palabrita por mí, me dice. Es la verdad. ¿Crees que es la verdad? ¿O no?
—Es la verdad —contestó Kelderek—. Podría conseguirte un indulto en cualquier ciudad, desde Ikat hasta Dellguy. Es para raí que no lo puede conseguir.
—Tienes que hacerte olvidar aquí, muchacho, hacerte olvidar, esa es la cosa. Cinco años, diez años, hazte amigo de las pulgas por diez años, como se dice.
Mató el pájaro, lo desplumó y lo destripó, dejando las vísceras sobre el suelo. Volvieron juntos a la cueva. Dos horas más tarde Kelderek, después de haber dado a Rúvit lo que quedaba de la comida que había traído de Kabin, se puso en marcha con la Tuguinda bordeando la orilla de la bahía.