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A través del Vrako

En Bekla había oído hablar de la comarca al Este de Kabin —el estercolero del imperio, la había llamado uno de sus gobernadores provinciales— una provincia sin haciendas y sin gobierno, sin rentas públicas y sin ninguna ciudad. Sesenta kilómetros abajo de Ortelga doblaba el Telthearna, trazando una gran curva, para correr hacia el Sur, más allá de la extremidad oriental de las montañas de Guelt. Al Sur de estas montañas y al Oeste del Telthearna había un remoto yermo de mesetas boscosas, pantanos y riachos y selva, sin caminos ni viviendas, como no fuera algunas aldeas miserables cuyos habitantes vivían de la pesca, de cerdos semisalvajes y de lo que podían extraer del suelo. En tal región buscar y encontrar a un hombre era prácticamente imposible. Muchos criminales y fugitivos habían desaparecido en estas soledades. Había un proverbio beklano: «Mataría a Fulano si valiera el viaje a Zeray». Las madres decían a los muchachos rebeldes y desobedientes: «Terminarás en Zeray». Se rumoreaba que desde el lugar desolado —porque no podía ser considerado un pueblo— donde el Telthearna se angostaba hasta formar un estrecho de menos de un cuarto de cuatrocientos metros, un hombre que pagara podía ser llevado a la ribera oriental sin que se le hicieran preguntas. En tiempos pasados, incluso el ejército patrullero del Norte había fijado el límite oriental de sus marchas en Kabin, y ningún cobrador de impuestos o asesor cruzaba el Vrako por temor a perder la vida. Tal era la comarca en que Kelderek había entrado ahora y el lugar en el cual, por la misericordia de Elleroth iba a seguir vivo Lodo el tiempo que le fuera posible.

Tras sacar del morral el calzado nuevo se lo puso y caminó rápidamente un trecho por el sendero cubierto de maleza. Era muy probable, pensó, que una vez que abrieran el portal y dejaran libre el vado, alguien lo siguiera, esperando alcanzarlo y matarlo. Porque, aunque sabía que era probable que muriera en aquella comarca, y encontraba en sí mismo pocos deseos de salvar la vida, estaba decidido a no perderla en manos de cualquier yeldashay u otro enemigo de Shardik. Al cabo de una hora llegó a un lugar donde un sendero aún más salvaje se abría hacia el Norte, a la izquierda, y por aquí siguió, abriéndose paso por un tiempo entre los matorrales para evitar dejar huellas en el sendero mismo.

Al fin, un poco antes de mediodía, como no había visto ni oído a nadie desde que cruzara el Vrako, se sentó al borde de un arroyo y, después de comer, meditó sobre lo que debía hacer. Por debajo de todos sus pensamientos, como una roca sumergida en un estanque revuelto, estaba la convicción de que había pasado un misterioso, y no por eso menos real, linde espiritual, y que ya nunca podría volver atrás. ¿Cuál era el sentido de la aventura del Sendero de Urtah, noticia que los pastores habían escuchado con tanta reverencia y miedo? ¿Qué le había ocurrido al perder el sentido en el campo de batalla, cuando quedó a merced de los muertos no vengados? ¿Y por qué Elleroth había perdonado la vida a alguien cuyo gobierno había dado como resultado la pérdida de su propio hijo?

Meditando sobre estos hechos incomprensibles, comprendió que habían sofocado la fuerza y la fe que habían ardido en el corazón del rey-sacerdote de Bekla. Sentía que ahora era poco menos que un fantasma, un alma agostada que habitaba un cuerpo gastado por los pesares.

La más profunda de todas las campanas que doblaban en su corazón era la noticia que le había dado Elleroth sobre Shardik. Shardik había cruzado el Vrako y se suponía que se estaba muriendo… en esto no podía haber engaño. Y si él, Kelderek, todavía apreciaba en algo la vida, lo mejor era aceptar la cosa. En una comarca como ésta, buscar a Shardik era sólo provocar peligros y dificultades que ya ni su cuerpo ni su mente eran capaces de enfrentar. Probablemente iban a asesinarlo o moriría en los bosques de las colinas. Shardik, vivo o muerto, era irrecuperable; y en busca de la más remota posibilidad de vivir, Kelderek tenía que marchar hacia el Sur, lograr de algún modo llegar al Norte de Tonilda y después unirse al ejército ortelgano.

Pero una hora después subía nuevamente en dirección al Norte, manteniéndose, sin tentativas de ocultarse o de protegerse, en el sendero que se internaba por las colinas bajas. Elleroth, pensó con amargura, lo había juzgado con bastante precisión: «Os doy mi palabra que ni él ni el oso pueden dañamos ahora». En verdad no, porque él era el sacerdote de Shardik y nada más. Temeroso del desprecio de Ta-Kominion e influido por él en la creencia de que la voluntad de Dios era que Shardik conquistara Bekla, había permanecido inmóvil cuando ataron a la Tuguinda como a un criminal, y se estableció él mismo como mediador del favor de Shardik ante el pueblo. Sin Shardik él no era nada; invocador de la lluvia que masculla en una sequía, un mago cuyos hechizos habían fracasado. Volver a Zelda y Gued-la-Dan con las noticias (si es que ya no lo sabían) de que Elleroth estaba con los yeldashay y Shardik perdido para siempre era firmar su propia sentencia de muerte. No perderían ni un día en librarse de una figura que representaba la derrota. Elleroth lo sabía. Y sabía que Kelderek, fueran cuales fueren las esperanzas con que lo tentara la fortuna, era incapaz de separar su destino del destino del oso. Y fue por esto que, como sabía —o suponía que sabía, pensó Kelderek con un súbito arranque de impugnación desolada— que Shardik estaba muriendo, no había visto peligro en dejar con vida al rey-sacerdote.

Pero ¿por qué había llegado al extremo de imponer u voluntad en este asunto a los que lo rodeaban? ¿Sena posible, se preguntó Kelderek, que su propia persona estuviera marcada por alguna señal, visible para alguien como Elleroth, la señal de estar maldito, de haber pasado por sufrimientos merecidos hasta una inviolabilidad final en la que debía permanecer ahora, esperando el castigo de Dios?

Incluso en aquella notoria tierra de nadie no había esperado un vacío tan total. En todo el día no encontró un alma, no oyó una voz, no vio humo. Cuando la tarde se convirtió en atardecer, se dio cuenta que estaba forzado a pasar la noche en el claro. En otras épocas, como cazador, había pasado a veces la noche en el bosque, pero rara vez solo y nunca sin fuego ni armas. Enviarlo del otro lado del Vrako sin dejarle siquiera un cuchillo, y sin medios para encender el fuego: ¿no habría sido proyectado después de todo, como una manera cruel de darle muerte? Y Shardik —a quien ya nunca iba a encontrar— ¿estaba ya muerto Shardik? Sentado con la cabeza entre las manos se sumergió en una especie de olvido que no era sueño, sino más bien el agotamiento de una mente incapaz ya de aferrarse al pensamiento, que resbalaba y patinaba como ruedas en el barro de las lluvias.

Cuando finalmente levantó la cabeza, vio inmediatamente entre las matas un objeto tan familiar que, aunque había sido escondido con cuidado, se sorprendió de no haberlo percibido antes. Era una trampa, una trampa de madera, como las que él mismo había tendido en épocas pasadas. Tenía como anzuelo un pedazo de carne podrida y fruta seca, pero no habían sido tocadas y el palo sujetaba todavía la piedra que debía caer.

Faltaban unas dos horas para la caída de la noche, y, como él bien sabía, los que dejan sin visitar las trampas por la noche suelen encontrarse al día siguiente con que animales carroñeros han llegado primero. Raspó con una rama las huellas de sus pasos, trepó a un árbol y esperó.

En menos de una hora oyó que se acercaba alguien. El hombre que apareció era moreno, robusto y de pelo revuelto, vestido en parte con pieles y, en parte, con ropas viejas y harapientas. Un cuchillo y dos o tres flechas estaban metidos en su cinturón, y llevaba un arco. Se inclinó, examinó la trampa bajo las matas y ya se volvía cuando Kelderek lo llamo. El hombre se sobresaltó, sacó de golpe el cuchillo y se metió en la espesura. Kelderek comprendió que, si no quería perderlo del todo, debía arriesgarse. Se dejó caer al suelo gritando:

—¡Por favor no te vayas! ¡Necesito ayuda!

—¿Qué quieres, entonces? —contestó el hombre, invisible entre los árboles.

—Un techo… y un consejo. Soy un fugitivo, un desterrado… lo que quieras. Estoy en dificultades.

—¿Quién no las tiene? ¿Estás de este lado del Vrako, no?

—Estoy desarmado. Puedes ver por ti mismo —tendió el bolso, levantó los brazos y se volvió hacia una y otra parte.

—¿Desarmado? Entonces estás loco —el hombre salió ele entre las matas y se acercó. Era, en verdad, un rufián de aspecto amenazador, moreno y con el ceño fruncido, una mucosidad amarillenta que le manaba de los ojos y una cicatriz desde la boca hasta el cuello que le recordó la de Bel-ka-Trazet.

—No estoy en situación de hacer alguna treta o discutir un acuerdo —dijo Kelderek—. Esta bolsa está llena de comida y nada más. Tómala y dame refugio por esta noche.

El hombre recogió el bolso, lo abrió y miró, volvió a arrojarlo a Kelderek y asintió. Después, volviéndose, se puso en marcha en la dirección por la que había venido. Después de un rato dijo:

—¿Nadie te sigue?

—No desde que crucé el Vrako.

Siguieron en silencio. Kelderek estaba sorprendido por la total ausencia de curiosidad amistosa que generalmente se da en los encuentros entre desconocidos. Si el hombre se preguntaba quién era él, de dónde venía y por qué, era evidente que no pensaba preguntarlo; y había en él algo que hizo que Kelderek dedujera que, por su parte, era mejor que no hiciera preguntes. Comprendió que aquel debía ser el tipo normal de trato en este país con vergüenza del pasado y desesperanza sobre el futuro, la cortesía de las prisiones y los manicomios. De todos modos, tal vez fuera permitido algún tipo de pregunta, porque después de un rato el hombre le espetó:

—¿Has pensado lo que vas a hacer?

—Todavía no… morir, creo.

El hombre le lanzó una mirada penetrante y Kelderek se dio cuenta que había hablado de más. Aquí los hombres eran como bestias a la defensiva, desafiantes hasta que los hacían pedazos. Toda la comarca, como la cueva de un salteador de caminos, se dividía en matones y víctimas, el último lugar para hablar de la muerte, ya fuera en broma o aceptación. Confundido y demasiado agotado para disimular, dijo:

—Bromeaba. Tengo una idea, aunque es probable que te parezca raro. Busco un oso que se supone anda por estos sitios. Si pudiera encontrarlo…

Se interrumpió porque el hombre, con la boca y la mandíbula tendida hacía adelante, le clavaba la mirada de sus ojos supurantes con una mezcla de miedo y rabia, la rabia de quien ataca todo lo que no entiende. Pero no dijo nada y, después de un momento, Kelderek tartamudeó.

—Es… la verdad. No quiero tomarte de tonto…

—Mejor que no lo hagas —contestó el hombre—. ¿Entonces no estás solo?

—Nunca he estado más solo en mi vida.

El hombre sacó el cuchillo, agarró a Kelderek por la muñeca y lo obligó a ponerse de rodillas. Kelderek miró la cara violenta, contraída.

—¿Qué es eso del oso, entonces? ¿En qué andas… qué sabes de la otra… la mujer, eh?

—¿Qué otra? Por el amor de Dios, no sé a qué te refieres.

—¿No lo sabes?

Sin aliento, Kelderek meneó la cabeza y tras unos instantes el hombre lo soltó.

—Mejor que vengas y veas, mejor venir y ver. Pero cuidado, nada de trampas.

Siguieron marchando, el hombre siempre aferrado a su cuchillo y Kelderek con ciertas ganas de huir entre los bosques. Sólo su agotamiento lo retenía, porque probablemente el hombre lo iba a perseguir, lo iba a alcanzar y lo iba a matar. Cruzaron una cresta y descendieron una barranca hasta un arroyo estancado y triste. Había humo entre los árboles. Un pedazo de terreno sobre la ribera, en cierto modo despejado, estaba lleno de huesos, plumas y otras basuras. A uno de los lados, cerca del agua, había una choza torcida, sin chimenea, hecha de ramas, palos y barro. Había enjambres de moscas, tres o cuatro pieles tendidas a secar y algunos pájaros negros —grajos o cuervos— metidos en una jaula de madera sobre el terreno pantanoso. El lugar, como una canción fuera de tono, parecía una ofensa al mundo, para la cual el único remedio posible era el olvido total.

El hombre nuevamente asió de la muñeca a Kelderek y lo condujo y en parte lo arrastró hacia la cabaña. Una cortina de pieles polvorientas colgaba de la entrada. El hombre sacudió la cabeza e hizo señas con el cuchillo, pero Kelderek, estupidizado por la fatiga, el miedo y el asco, no entendió que debía entrar primero. El hombre, agarrándolo del hombro, lo empujó, de modo que cayó contra la cortina. La hizo a un lado, bajó la cabeza y entró.

Las paredes rodeaban un único espacio maloliente y en un extremo ardía un fuego. Había poca luz porque, fuera de la puerta encortinada y de un agujero en el techo, por el cual escalaba un poco del humo, no había aberturas; en un rincón, sin embargo, distinguió una forma humana, envuelta en una capa y sentada dándole la espalda, en un tosco banco junto al fuego. Mientras trataba de ver, inclinándose y evitando el cuchillo que lo pinchaba por detrás, la figura se levantó, se dio vuelta y lo miró. Era la Tuguinda.