Al ver a Elleroth la memoria de Kelderek, hasta ese momento recobrada a medias, como la seguridad de un nadador cuyos pies flojos, mientras flota, han tocado tierra, o la conciencia de alguien que está dormido y despierta, cuyo oído ha percibido sin reconocer todavía que lo que oye es el canto de los pájaros y el sonido de la lluvia, se aclaró tan inmediatamente como la superficie nebulosa de un espejo limpiado por una mano impaciente. Las voces de los oficiales yeldashay, el estandarte con estrellas que flotaba en los muros sobre el jardín, las casacas que llevaban los soldados que lo rodeaban… todo esto adquirió en el momento un único y aterrador sentido. Kelderek lanzó un rápido y sofocado grito, trastabilló y hubiera caído si los soldados no lo hubieran sujetado por debajo de los brazos. Él luchó entonces brevemente, después se recobró y quedó mirando fijamente, tenso y con los ojos desorbitados, como un pájaro en la mano de un hombre.
—¿Cómo has llegado aquí, Crendrik? —preguntó Elleroth.
Kelderek no contestó.
—¿Buscas refugiarte de tu propia gente?
Kelderek meneó la cabeza mudo y pareció a punto de desmayarse.
—Sentémonos —dijo Elleroth.
No había otro banco y uno de los soldados corrió a traer un taburete de la casa. Al volver, dos o tres guardias que hacían de centinelas lo siguieron y espiaron entre los árboles, hasta que el trizat les ordenó bruscamente que volvieran a su puesto.
—Crendrik —dijo Elleroth, inclinándose hacia Kelderek, que estaba agobiado sobre el taburete—. Vuelvo a preguntarte. ¿Has llegado aquí como fugitivo de Bekla?
—Yo… no soy un fugitivo —replicó Kelderek en voz baja.
—Sabemos que ha habido un levantamiento en Bekla. ¿Dices que eso nada tiene que ver con tu venida aquí, solo y exhausto?
—No sé nada de eso. Dejé Bekla una hora después de ti… salí por la misma puerta.
—¿Me perseguías?
—No.
La cara de Kelderek estaba tensa. El comandante de la guardia pareció a punto de golpearlo, pero Elleroth levantó la mano y esperó, mirándolo intensamente.
—Seguía al Señor Shardik. Es la tarea que Dios me ha encomendado —exclamó Kelderek con súbita violencia y levantando la vista por la primera vez—. Lo he seguido desde Bekla hasta las colinas de Guelt.
—¿Y después?
—Lo perdí… y después tropecé con tus soldados.
Tenía sudor en la frente y el aliento salía entrecortado.
—¿Creíste que eran tus soldados?
—No importa lo que haya creído.
Elleroth buscó un momento entre un montón de pergaminos y cartas que yacían a su alrededor en el banco.
—¿Es este tu sello? —preguntó, tendiendo un papel.
Kelderek miró.
—Sí.
—¿Qué es este papel?
Kelderek no contestó.
—Te diré qué es —dijo Elleroth—, es un permiso que concediste en Bekla a un hombre llamado Nigon, autorizándolo para entrar en Lapán y tomar una cuota de niños como esclavos. Tengo aquí varios papeles similares.
El odio y el desprecio de los hombres que estaban cerca fue como la opresión de la nieve que aún no ha caído desde un cielo de invierno. Kelderek, agobiado sobre el taburete, temblaba como ante un frío intenso.
—Bueno —dijo Elleroth de golpe, levantándose del banco— he recobrado este emblema, Crendrik, y tú no tienes nada que decirnos, según parece; por lo tanto, volveré a mi trabajo y es mejor que tú vuelvas al tuyo de seguir buscando al oso.
Tan-Rion contuvo de golpe el aliento. El joven oficial yeldashay se adelantó.
—Monseñor…
Otra vez Elleroth levantó la mano.
—Tengo motivos para hacer esto, Dethrin. Si alguien tiene derecho a dejar en libertad a este hombre, ese soy yo.
—Pero, monseñor —protesto Tan-Rion— este hombre maligno… el rey-sacerdote de Shardik en persona… la Providencia lo ha puesto en nuestras manos… el pueblo…
—Te doy mi palabra que ni él ni el oso pueden dañarnos ahora. Y si es sólo una venganza lo que te preocupa, te ruego que convenzas al pueblo que la olvide, para hacerme un favor. He recibido una información que me convence que debemos dejar a este hombre con vida.
Las benévolas palabras fueron dichas con una decisión firme, que no dejaba lugar a discusiones. Los oficiales guardaron silencio.
—Irás hacia el Este, Crendrik —dijo Elleroth—. Eso nos conviene a los dos, ya que no solo es la dirección opuesta a Bekla, sino también la dirección que ha tomado el oso.
Desde la plaza, afuera, se oía crecer el ruido; murmullos, quebrados por gritos de furia, gritos rencorosos e inarticulados, y las voces más agudas de los soldados, tratando de contener a la multitud.
—Te daremos comida y calzado nuevo —dijo Elleroth— y eso es todo lo que puedo hacer por ti. Me doy cuenta que estás bastante mal, pero, si te quedas aquí, te harán pedazos. No debes olvidar que Mollo era de Kabin. Debes entender esto claramente: si alguna vez vuelves a caer en poder de este ejército, puedes darte por muerto. Repito: serás muerto. No podré salvarte de nuevo —se volvió hacia el comandante de la guardia—. Que le den una escolta hasta el recodo de Vrako, y di al pregonero que informe que es mi deseo personal que nadie lo toque.
Saludó con la cabeza a los soldados, que nuevamente agarraron a Kelderek por los brazos. Ya empezaban a llevarlo cuando bruscamente se resistió.
—¿Dónde está el Señor Shardik? —gritó—. ¿Qué quieres decir con eso de que ya no puede dañarte?
Uno de los soldados lo agarró del pelo y le echó atrás la cabeza, pero Elleroth, con un gesto indicó que lo soltaran y lo enfrentó de nuevo.
—No hemos hecho daño a tu oso, Crendrik —dijo—. No es necesario.
Kelderek le clavó la mirada, temblando. Elleroth se interrumpió un momento. El ruido de la multitud llenaba ahora el jardín y los dos soldados que esperaban se miraron de reojo.
—Tu oso se está muriendo, Crendrik —dijo con deliberación Elleroth—. Una de nuestras patrullas tropezó con él en las colinas hace tres días y lo siguió hacia el Este, hasta que vadeó el alto Vrako. No les cabe duda. También he recibido otras noticias. No importa cómo… de que tú y el oso salieron vivos del Sendero de Urtah. Lo que te haya pasado en el Sendero, tú lo sabes mejor que yo, pero es por esto que te dejamos con vida. No quiero tomar parte en una sangre requerida por Dios. Vete ahora.
En el cuarto del mayordomo uno de los soldados asomó la cabeza y escupió a Kelderek en la cara.
—Bastardo inmundo —dijo— ¿le quemaste la mano, eh?
—Y ahora él dice que te soltemos —dijo otro soldado— ¡a ti, maldito, podrido ortelgano, traficante de esclavos! ¿Dónde está su hijo, eh? Tú te encargaste de oso, ¿eh? ¡Fuiste tú quien dijo a Guenshed lo que debía hacer!
—¿Dónde está su hijo? —repitió el primer soldado, pero Kelderek no contestó y permaneció con la cabeza baja, mirando el suelo.
—¿No me has oído? —y tomando en la mano el mentón de Kelderek lo obligó a mirar hacia arriba y le clavó una mirada de desprecio.
—Te he oído —logró balbucear Kelderek, con la voz deformada porque el soldado lo mantenía aferrado— pero no sé a qué te refieres.
Ambos soldados lanzaron unas breves carcajadas burlonas.
—Oh, no —dijo el segundo soldado— ¿no eres acaso el hombre que volvió a imponer el tráfico de esclavos en Bekla?
Kelderek asintió, sin hablar.
—Ah, ¿lo reconoces? ¿Y naturalmente no sabes que el hijo mayor del señor Elleroth desapareció hace más de un mes y que nuestras patrullas lo han buscado desde Lapán a Kabin? No estás enterado de nada, ¿verdad?
Levantó la mano abierta y rió cuando Kelderek retrocedió.
—No sé nada de eso —replicó Kelderek— pero ¿por qué echáis la culpa de la desaparición del muchacho al comercio de esclavos? Un río, algún animal feroz…
El soldado lo miró fijamente un momento y luego, al parecer no convencido de que Kelderek no sabía más de lo que decía, contestó:
—Sabemos quién tiene al muchacho. Es Guenshed, de Terekenalt.
—Nunca he oído hablar de él. Ningún hombre así llamado tiene permiso para traficar en las provincias beklanas.
—Vas a enojar a las estrellas —replicó el soldado—. Todos han oído hablar de ese cochino inmundo. Es posible que no le hayan otorgado licencia en Bekla… ni siquiera tú te atreverías a darle permiso. Pero trabaja para los que tienen licencias… si es que se puede llamar trabajo a eso.
—¿Y dices que ese hombre se ha apoderado del heredero del Ban de Sarkid?
—Hace un mes, en Lapán Oriental, capturamos a un traficante de nombre Nigon, junto con tres capataces y cuarenta esclavos. ¿No irás a decirnos que no conoces tampoco a Nigon?
—Recuerdo a Nigon.
—Él dijo al general Erketlis que Guenshed tenía al muchacho y marchaba al Norte, por Tonilda. Desde entonces las patrullas han buscado en Tonilda, hasta Thettit. Si Guenshed estuvo allí alguna vez, ahora ya no lo está.
—Pero ¿cómo queréis que yo esté enterado de esto? —exclamó Kelderek—. Si lo que dices es verdad, no comprendo por qué Elleroth me ha dejado con vida, o por qué vosotros no me la quitáis.
—El te ha perdonado, posiblemente —dijo el primer soldado— es un gran caballero, ¿verdad? Pero nosotros no lo somos, ¡hijo de puta, traficante de esclavos! Si alguien sabe dónde está Guenshed, ése eres tú. ¿Qué andabas haciendo aquí y de qué otra manera es posible que Guenshed haya escapado?
Tomó un pesado palo de medir que estaba sobre la mesa del mayordomo y rió cuando Kelderek se protegió con el brazo.
—¡Basta! —gritó el comandante de la guardia, apareciendo en la puerta—. Ya habéis oído lo que ha dicho el Sin Mano. ¡Dejadlo en paz!
—Si es que ellos lo dejan en paz, señor —contestó el soldado—. Escúchalos —acercó un taburete a la ventana alta, se paró encima y miró. El ruido de la multitud había aumentado, aunque las palabras no eran inteligibles—. ¡Estos sólo lo dejarán en paz si se los pide el Sin Mano!
Sentado en un rincón Kelderek cerró los ojos y procuró ordenar sus pensamientos, dando vueltas una y otra vez en su cabeza a las palabras que le había dicho Elleroth. Si Shardik se estaba muriendo… pero Shardik no podía estar muriéndose. Si Shardik se moría… si Shardik moría, ¿qué le quedaba a él en el mundo? ¿Por qué seguía brillando el sol? ¿Cuál era ahora la intención de Dios?
Siguió sentado tan tenso y quieto que finalmente los guardias dejaron de prestarle atención y ya no lo vigilaron, y Kelderek miraba la pared, como si viera allí un vacío enorme e incomprensible, que se extendía de polo a polo.
El hijo de Elleroth —su heredero— ¿había caído acaso en manos de un traficante de esclavos sin licencia? Él sabía —¿quién mejor?— cuán posible era la cosa. Había oído hablar de aquellos hombres, había recibido muchas quejas de sus actividades en los lugares remotos de las provincias beklanas. Sabía que, dentro de los dominios ortelganos, los esclavos eran capturados ilegalmente y nunca llegaban al mercado de Bekla, sino que los llevaban al Norte atravesando Tonilda y Kabin, o al Oeste, por Paltesh, para ser vendidos en Katria o Terekenalt. Aunque las penalidades legales eran pesadas, mientras durara la guerra las probabilidades que tenía un traficante sin licencia de ser capturado eran remotas.
Y aquel hombre Guenshed, fuera quien fuere, ¡se había apoderado del hijo y heredero del Ban de Sarkid! Sin duda iba a pedir un rescate, si lograba llevarlo a salvo hasta Terekenalt. Pero ¿por qué motivo inconcebible, con tal pesar en el corazón y una tal desgracia causada por el odiado rey-sacerdote de Bekla, Elleroth había insistido en salvarle la vida? Por un rato meditó sobre este acertijo, pero no encontró la respuesta. Sus pensamientos volvieron a Shardik, y finalmente casi cesó de pensar, y dormitó donde estaba, sin dejar de oír, más penetrante que el ruido de la multitud, el gotear de un alero en la saliente de la ventana. El comandante de la guardia regresó y con él un robusto oficial de barba negra, armado y con yelmo, que miró fijamente a Kelderek, golpeando la pierna impacientemente con la vaina.
—¿Es este el hombre?
El comandante de la guardia asintió.
—¡Entonces vamos, por Dios, mientras todavía podamos contenerlos! Yo quiero vivir, si a ti no te importa. Toma este paquete… hay calzado y comida para dos días… son órdenes del Ban. Después te cambiarás el calzado.
Kelderek lo siguió por el corredor y el patio en dirección a la vivienda del portero. Bajo el arco, detrás del portal cerrado, unos veinte soldados formaban dos filas. El oficial hizo que Kelderek se ubicara en el centro y después, tomando posición detrás de él, lo agarró del hombro y le habló en el oído.
—Debes hacer lo que yo te diga, si no quieres arrepentirte. Vas a atravesar esta maldita ciudad hasta la puerta Este, porque, si no lo haces yo no lo hago, y es adónde vas. Ahora están tranquilos, porque les han dicho que es el deseo personal del Ban, pero si algo los provoca, podemos damos por muertos. No les gustan los traficantes de esclavos y los carniceros de niños, ¿sabes? No digas una palabra, no muevas esos brazos malditos, no hagas nada; y, sobre todo, sigue marchando, ¿entiendes? ¡Adelante! —gritó el trizat que estaba al frente—. ¡En marcha y que Dios nos ayude!
Se abrió el portal, los soldados avanzaron y Kelderek se vio de pronto en medio de un sol deslumbrante que le daba directamente en los ojos. Cegado, trastabilló, e inmediatamente sintió la mano del capitán en el sobaco, sosteniéndolo y empujándolo.
—Si te detienes, te hago llevar por delante.
Velos de colores flotaban ante sus ojos, lentamente se disolvían y se desvanecían para dejar ver el camino a sus pies. Se dio cuenta que estaba inclinado, con el cuello tendido hacia adelante, mirando hacia abajo, como un mendigo que se apoya en un bastón. Enderezó los hombros, echo hacia atrás la cabeza y miró alrededor.
El choque inesperado fue tan grande que quedó petrificado y levanto la mano hacia la cara, como para protegerse de un golpe.
—¡Adelante, caramba!
La plaza estaba llena de gente; hombres, mujeres y niños de pie a cada lado del camino, apiñados en las ventanas, trepados a los techos. Ninguna voz hablaba, no se oía un murmullo. Todos lo miraban en silencio, cada par de ojos lo seguía sólo a él, mientras los soldados marchaban atravesando la plaza. Algunos hombres hicieron gestos y amenazaron con el puño, pero nadie dijo una palabra. Una muchacha con traje de viuda estaba con las manos juntas y las lágrimas corrían por sus mejillas, a su lado una mujer vieja temblaba continuamente mientras tendía el pescuezo y su boca entreabierta se contraía en una especie de mueca.
Dejaron la plaza y entraron en una calle estrecha y empedrada, donde los pasos resonaron entre los muros. Procurando con toda su voluntad mirar sólo al frente. Kelderek siguió sintiendo el silencio y la mirada de la gente como un arma levantada sobre él. Encontró la mirada de una mujer que tendió el brazo, haciendo la señal contra el mal, y Kelderek dejó caer una vez más la cabeza, como un esclavo amilanado que espera un golpe. Se dio cuenta que respiraba con dificultad, que sus pasos eran más rápidos que los de los soldados, que casi corría para mantenerse entre ellos. Se vio tal como debía aparecer a la multitud: consumido, encogido, despreciable, corriendo ante el capitán como una bestia que llevan por un campo.
La calle llevaba a la plaza del mercado y allí, también, estaban las innumerables caras y el terrible silencio. Ninguna mujer discutía, ningún comerciante anunciaba sus mercaderías; cuando se acercaron a la fuente. —Kabin estaba llena de fuentes— el chorro vaciló y cesó de manar. Se preguntó quién lo habría cerrado tan a tiempo, o si se habría detenido por sí solo; después trató de adivinar cuánto faltaba aún para la puerta oriental, cómo sería esa puerta y qué órdenes iba a dar el capitán.
Pero estos pensamientos en ningún momento impedían su horror ante el silencio y los ojos que no se atrevían a enfrentar. Si no era una fantasía enfermiza de su propio miedo y angustia, había en esta muchedumbre una tensión creciente, como la que se siente antes de que estalle la lluvia. «Tenemos que llegar allí —murmuró— a toda costa. Señor Shardik, tenemos que llegar antes que estalle la tormenta».
Sus pensamientos, como los de un niño abandonado, volvían al recuerdo de la pérdida y el dolor, volvían a las palabras de Elleroth en el jardín. «Tu oso se está muriendo, Crendrik».
—Cállate y sigue —dijo el oficial con los dientes apretados.
Kelderek ignoraba que había hablado en voz alta. El polvo fue levantado por una súbita ráfaga de viento, y, sin embargo, de todos los ojos que lo rodeaban, ninguno pareció cerrarse. El camino tenía ahora un declive: subían. Avanzó, dejando caer la cabeza como un buey que lleva una carga cuesta arriba, contemplando el suelo mientras caminaba. Dejaron la plaza del mercado, pero el silencio tiraba de él hacia atrás, el silencio era un hechizo que no lo soltaba. El peso de los miles de ojos era un fardo que nunca podría llevar a lo alto de esta cuesta, hasta la puerta del Este. Vaciló y entonces, tropezando con el capitán al retroceder, volvió la cabeza y murmuró:
—No puedo seguir.
Sintió la punta de la daga del capitán que le pinchaba la espalda, por encima de la cintura.
—¡Ban de Sarkid o no, te mataré antes que les pase algo a mis hombres! ¡Adelante!
De pronto el silencio fue quebrado por el grito de un niño. El ruido fue como el estallido de una llama en la oscuridad. Los soldados, que se habían detenido vacilantes cuando Kelderek tropezó, lo rodearon y, el capitán se sobresaltó, como si hubiera oído una trompeta y todas las cabezas se volvieron hacia el ruido. Una niñita, de unos cinco o seis años había corrido para atravesar el camino antes de la llegada de los soldados, pero había tropezado y caído de cabeza y ahora lloraba en el suelo, tal vez no de dolor sino por la torva apariencia de los soldados a cuyos pies estaba tendida. Una mujer salió de entre la multitud, recogió a la niña y se la llevó, y el sonido de su voz tranquilizó y calmó a la criatura, resonando por la pradera.
Kelderek levantó la cabeza y aspiró profundamente el aire. El ruido había quebrado la tela invisible y tremebunda en la cual, al igual que una mosca sujeta por un hilo pegajoso, había perdido casi la fuerza para luchar. Como cuando los hombres rompen al fin la trinchera seca, junto al río, en donde han estado reparando una canoa, y el agua invade, trayendo a la canoa a su verdadero elemento y levantándola hasta que flota, igualmente el sonido de la voz de la niña devolvió a Kelderek la simple voluntad y determinación de los hombres comunes de soportar y sobrevivir, pase lo que pase. Le habían perdonado la vida: no importaba por qué; cuanto antes se fuera de esta ciudad, tanto mejor. Si el pueblo lo odiaba, él tenía una respuesta: se iría.
Sin decir más al capitán, siguió marchando una vez más, hundiendo los talones en la arena blanda mientras ascendía por la colina. La gente se acercaba ahora más, los soldados la apartaban con las astas de las lanzas, el capitán gritaba:
—¡Atrás, atrás! —Dejando a la gente, dobló una esquina en lo alto y se encontró ante la puerta de la torre, la puerta abierta y la guardia afuera y a ambos lados para impedir que nadie los siguiera fuera de la ciudad. Marcharon bajo el arco lleno de ecos. Sin mirar alrededor, Kelderek oyó chirriar la puerta, oyó un golpe y se corrieron los cerrojos.
—No te detengas —dijo el capitán, siempre cerca de él.
Descendieron una colina entre árboles y llegaron al vado rocoso de un torrente que bajaba desde las sierras boscosas, a la izquierda. Aquí los hombres, sin esperar órdenes, rompieron filas, se arrodillaron a beber o se echaron sobre la hierba. El oficial nuevamente agarró el hombro de Kelderek y lo hizo volverse, de manera que quedaron frente a frente.
—Este es el Vrako, el límite de la provincia de Kabin, como debes sin duda saberlo. La puerta oriental de Kabin seguirá cerrada una hora por orden del Ban y yo mantendré cerrado este vado durante el mismo tiempo. Debes cruzar el vado y después puedes ir adonde te dé la gana —hizo una pausa—. Otra cosa: si el ejército recibe órdenes de patrullar al Este del Vrako, te buscaremos; y no volverás a escapar.
Hizo una inclinación de cabeza para mostrar que no tenía más que decir, y Kelderek, al oír detrás los gruñidos amenazadores de los soldados —uno le arrojó una piedra que golpeó una roca junto a su rodilla— tambaleando tomó por el vado y se alejó.