El oficial, atónito, tomó el emblema y lo examinó, pasando la cadena por el anillo y apretando con cuidado el cierre, como tomándose tiempo para pensar. Finalmente, con una incertidumbre que no había mostrado antes, dijo:
—¿Quieres tener la amabilidad de decirme… estoy seguro que entiendes por qué debo saberlo… si esto te pertenece?
Kelderek tendió la mano en silencio, pero el oficial, tras vacilar un momento, meneó la cabeza.
—¿Vienes aquí en busca del comandante en jefe? ¿Eres acaso miembro de su casa? Si me lo dices, facilitarás mi tarea.
Kelderek, cuya memoria empezaba ahora a recordar mucho de lo que le había pasado después de Bekla, se sentó en la cama y escondió la cabeza entre las manos. El oficial esperó con paciencia a que hablara. Al fin Kelderek dijo:
—¿Dónde está el general Zelda? Si esta aquí, debo verlo inmediatamente.
—¿El general Zelda? —replicó el oficial, atónito.
Uno de los soldados le habló en voz baja y juntos se dirigieron al extremo del cuarto.
—Si este hombre no es ortelgano, señor —dijo el soldado— yo lo soy.
—Ya lo sé —contestó Tan-Rion—. Y ¿qué hay con eso? Es algún agente del señor Elleroth que ha perdido el juicio.
—Lo dudo, señor. Si es ortelgano, evidentemente no es oficial de la casa del comandante en jefe. Ya le has oído preguntar por el general Zelda. Estoy de acuerdo en que algún golpe le ha trastornado el cerebro, pero mi idea es que se ha metido en medio del ejército enemigo sin darse cuenta. Si se piensa en ello, es dudoso que esperara encontrarnos aquí, en Kabin.
Tan-Rion meditó.
—Pero es posible que ese emblema haya llegado a sus manos por medios honestos. En su caso, podría ser nada más que una señal para demostrar por quién está trabajando. Nadie sabe la clase de gente rara que puede estar en contacto con el general Erketlis o que ha llevado mensajes en los últimos meses. Supongamos, por ejemplo, que el señor Elleroth haya utilizado a este hombre cuando estaba en Bekla. ¿Tienes idea de cuándo se espera el regreso del general Erketlis?
—No lo esperan hasta pasado mañana, señor. Se ha enterado que hay una gran columna de esclavos en marcha al Oeste de Thettit-Tonilda, en dirección a Bekla; alcanzarla a tiempo significa una marcha bastante dificultosa, de modo que el general ha tomado unos cien hombres del regimiento de Falaron y ha dicho que él mismo se encargará de la tarea.
—¡Es muy de él! Sólo temo que intente este tipo de cosas con demasiada frecuencia. Bueno, en tal caso supongo que debemos guardar este hombre hasta que él vuelva.
—Sugiero que preguntemos al Señor Sin Mano… al señor Elleroth… si quiere verlo. Si lo reconoce, como creo que supones, al menos sabremos dónde estamos, aunque el hombre no se recobre lo bastante para decirnos nada.
Tras algunas nuevas preguntas infructuosas a Kelderek, Tan-Rion, con dos soldados, lo llevó fuera de la casa, hacia las murallas de la ciudad. Aquí, caminando bajo el sol primaveral, veían por un lado la ciudad y, por el otro, las chozas y vivaques del campamento en las praderas exteriores. El humo de las fogatas era llevado por la brisa y en la plaza del mercado había una multitud que se congregaba obedeciendo a los estilizados llamados de un pregonero con una capa roja.
Descendieron de la muralla por unos peldaños cerca de la puerta por la que Kelderek había entrado en la ciudad la noche antes y, atravesando una plaza, llegaron a una gran casa de piedra donde había un centinela a la puerta. Kelderek y su escolta fueron llevados a un cuarto que había pertenecido antes al mayordomo de la casa, mientras Tan-Rion, tras unas palabras con el capitán de la guardia, acompañó al oficial por las dependencias, hasta llegar al jardín.
El jardín, verde y formal, estaba a la sombra de unos árboles de adorno y unos matorrales de lexis, cresset púrpura y la planella de penetrante aroma, que abría ya sus florecitas salpicadas de tila en el temprano sol. En el medio, murmurando en el lecho de guijarros, corría un arroyuelo canalizado desde la represa. En el borde conversaba Elleroth con un oficial yeldashay, un barón de Deelguy y el gobernador de la ciudad. Estaba flaco y pálido, la cara consumida por el dolor y las recientes privaciones. La mano izquierda, que llevaba en cabestrillo, estaba metida hasta la muñeca en un gran guante acolchado de corteza de abeto, que cubría y protegía las vendas de abajo. Su túnica color azul cielo, regalo del guardarropas de Santil-ke-Erketlis (porque había llegado en harapos al ejército) estaba bordada en el pecho con las espigas de trigo de Sarkid, y la hebilla de plata de su cinturón llevaba el emblema del ciervo. Caminaba apoyado en un bastón y los que lo acompañaban adecuaban cuidadosamente su paso al de él. Saludó cortésmente con la cabeza a Tan-Rion y al comandante de la guardia, que se mantenían apartados, con deferencia, esperando que se les permitiera hablar.
—Naturalmente —decía Elleroth al gobernador— no puedo decir lo que decidirá el comandante en jefe. Pero es evidente que el saber si el ejército permanecerá aquí, o durante cuánto tiempo, depende de los movimientos del enemigo, y también del estado de nuestros suministros. Estamos bastante lejos de Ikat —sonrió— y no nos querrán aquí mucho tiempo si comemos todo lo que tienen y los sacamos de sus casas. El ejército ortelgano está en medio de su propio país, o de lo que llaman su país. Creo que deberíamos buscarlos y presentarles pronto batalla, antes que la balanza deje de inclinarse a nuestro favor. Puedo asegurar que esto es lo que piensa el general Erketlis. Al mismo tiempo, hay dos motivos excelentes por los que convendría quedarse aquí un poco de tiempo, siempre que podáis toleramos… y os aseguro que, a la larga, no saldréis perdiendo. En primer lugar estamos haciendo lo que intentábamos… algo que el enemigo nunca supuso que pudiéramos hacer y que no podríamos haber hecho sin la ayuda de Deelguy… —hizo una leve reverencia al barón, un hombre moreno y pesado, vistoso como un guacamayo—. Creemos que, si continuamos reteniendo la represa, el enemigo se verá obligado a atacarnos con desventaja. Por su parte, es probable que estén esperando para saber si vamos a permanecer aquí. De manera que debemos darles la impresión de que así es.
—¿No pensarás destruir la represa, monseñor? —pregunto ansioso el gobernador.
—Sólo como último recurso —contestó alegremente Elleroth— pero estoy seguro que, con vuestra ayuda, eso no será nunca necesario, ¿verdad? —el gobernador contestó con una sonrisa que era como una mueca, y tras unos momentos Elleroth continuó:
—El segundo motivo es que, mientras estemos aquí, queremos dar caza a tantos traficantes de esclavos como sea posible. No sólo hemos capturado ya a varios que tienen permisos del llamado rey de Bekla, sino a dos o tres que no los tienen. Pero, como sabéis, la comarca más allá del Vrako, directamente hacia Zeray y hasta el abismo de Linsho, es salvaje y remota. Aquí estamos a las puertas: Kabin es la base ideal desde la que podemos buscarlos. Si ganamos tiempo, nuestras patrullas podrán registrar toda la zona. Y, lo creáis o no, hemos recibido una oferta de ayuda muy consistente de Zeray mismo.
—¿De Zeray, monseñor? —dijo el gobernador, incrédulo.
—De Zeray —contestó Elleroth—. Y me has dicho, ¿verdad? —prosiguió dirigiéndose con una sonrisa a Tan-Rion, que seguía esperando— que tenías informes de por lo menos un traficante de esclavos sin licencia que se supone está más allá de Vrako en este momento, o ya en marcha hacia Tonilda…
—Sí, monseñor —replicó Tan-Rion— el traficante de niños, Guenshed, un hombre cruel y malo, de Terekenalt. Pero Trans-Vrako va a ser una comarca difícil de recorrer, y es probable que se nos escape, incluso ahora.
—Bueno, tenemos que hacer todo lo posible. Así que…
—¿Alguna noticia de tus dificultades, monseñor? —exclamó el oficial, impaciente, en yeldashay.
Elleroth se mordió los labios e hizo una pausa antes de contestar.
—Me temo que no… por el momento. Así que… —prosiguió volviéndose rápidamente hacia el gobernador— vamos a necesitar toda la ayuda que puedas darnos. Y quisiera que me informaras cuál es la mejor manera de alimentar y dar suministros al ejército si nos quedamos aquí un poco más. Tal vez tengas la amabilidad de pensarlo y charlaremos con el comandante en jefe cuando regrese. Sinceramente queremos evitar que tu gente sufra y, como he dicho, pagaremos honradamente por su ayuda.
El gobernador estaba a punto de retirarse cuando Elleroth añadió súbitamente:
—A propósito, la sacerdotisa de la isla de Telthearna… la curandera ¿le has dado un salvo conducto, como te pedí?
—Sí, monseñor —contestó el gobernador— ayer a mediodía. Hace unas veinte horas que se ha ido.
—Gracias.
El gobernador se inclinó y se perdió entre los árboles. Elleroth permaneció inmóvil, contemplando una trucha en el borde del arroyo, inmóvil, como no fuera por el meneo de la cola. La trucha se precipitó luego corriente arriba y él se sentó sobre un banco de piedra, acomodó el brazo en el cabestrillo y sacudió la cabeza, como ante un pensamiento que lo preocupaba y lo inquietaba. Finalmente recordó a Tan-Rion y lo miró con una sonrisa interrogadora.
—Perdón por molestarte, señor —dijo rápidamente Tan-Rion—. Pero ayer por la noche una de nuestras patrullas trajo a un ortelgano que andaba vagando, que hablaba de un mensaje que debía enviar o que traía de Bekla. Esta mañana le encontramos esto y he venido en seguida a mostrártelo.
Elleroth tomó el emblema del ciervo, lo miró, se sobresaltó, frunció el ceño y lo examinó atentamente.
—¿Qué aspecto tiene ese hombre? —preguntó al fin.
—Como todos los ortelganos, señor —replicó Tan-Rion— es grandote y moreno. Es difícil decir más… está exhausto… medio muerto de hambre y trastornado. Debe haberlas pasado muy mal.
—Lo veré en seguida —dijo Elleroth.