A la tarde del día siguiente Kelderek estaba a punto de desplomarse. El hambre, el cansancio y la falta de sueño habían trabajado su cuerpo como las cucarachas un techo, el herrumbre una cisterna o el miedo el corazón de un soldado… tomando siempre un poco más, dejando un poco menos que oponer a las fuerzas de la gravedad, el clima, el peligro y el miedo. Ya el rey de Bekla no existía, pero de esto no se había dado cuenta el cazador ortelgano.
Shardik llegó al borde de las colinas un poco después del alba. El lugar era salvaje y solitario, la comarca cada vez más áspera. Kelderek trepó entre árboles densos o entre rocas desmoronadas, donde muchas veces no podía ver treinta pasos al frente. A veces, siguiendo el sentimiento intuitivo de que aquél debía ser el camino tomado por el oso, llegaba a un claro, sólo para ocultarse cuando Shardik surgía de la selva a sus espaldas. A cada momento su vida estaba en peligro. Pero en el oso se había producido un cambio —un cambio que, con el correr de las horas, se hizo más evidente para Kelderek— impregnando de piedad sus propios sufrimientos y, finalmente, de miedo por lo que pudiera suceder.
Como en la espléndida casa de una gran familia, donde una vez han brillado las luces en cantidad de ventanas por la noche y han llegado coches trayendo parientes, amigos y las noticias han ido y venido como verdadera evidencia y medio de grandeza y autoridad en toda la comarca de los alrededores, pero donde ahora el señor, viudo, con su hijo muerto en el campo de batalla, ha perdido ánimo y ha empezado a declinar, como en una casa semejante arden algunas velas, encendidas en el crepúsculo por un viejo criado que hace lo que puede y debe dejar necesariamente el resto, así, los fragmentos de la fuerza y la ferocidad de Shardik titilaban, y eran como una sombra que sugería la presencia de lo que habían sido. Seguía vagando, sin peligro de ataques, pues ¿quién iba a atreverse a atacarlo?… Pero casi, o por lo menos así parecía, casi sin fuerzas para defenderse. En una ocasión, al tropezar con el cuerpo de un lobo muerto hacía poco, hizo una penosa tentativa de comerlo. A Kelderek le pareció que la vista del oso se había debilitado y de esto, tras un tiempo, empezó a sacar ventaja, siguiéndolo de más cerca de lo que él o la más ágil de las muchachas hubiera osado en los antiguos tiempos de Ortelga; y de este modo pudo prolongar su aguante, aunque disminuía la esperanza de encontrar, en aquella soledad, nadie que lo ayudara o llevara noticias a Bekla.
Por la tarde treparon un abrupto valle y emergieron sobre una cresta que corría hacia el Este, sobre los bosques; y por aquí continuaron el lento y misterioso viaje. Una vez Kelderek, despertando de una fantasía diurna en la cual sus dolores parecían adormiladas moscas prendidas de su cuerpo, vio el oso al frente, sobre una roca alta, destacándose contra el cielo y contemplando la llanura de Bekla, abajo. A Kelderek le pareció que el animal ya no podía avanzar más. Su cuerpo estaba agobiado de manera no natural y, cuando finalmente se movió, un hombro quedó más bajo en una especie de contracción. Pero cuando él mismo llegó a la roca vio a Shardik que ya cruzaba el ramal y estaba tan lejos como antes.
Al pie de la cresta se encontró en la parte alta de un terreno desolado limitado a lo lejos por bosques, como los que habían atravesado el día anterior. No había señales de Shardik.
Fue en ese momento, cuando empezó a fallar la luz, que las facultades de Kelderek se desintegraron al fin. Le faltaron por igual la fuerza y el pensamiento. Quiso buscar las huellas del oso, pero olvidó el terreno que ya había examinado y después olvidó lo que estaba buscando. Al llegar a un manantial bebió y después, metiendo los pies para aliviarlos en el agua, grito por el dolor feroz, penetrante. Encontró un sendero estrecho —no más del paso de un conejo— entre las matas y avanzó por allí a gatas, murmurando: «Acepta mi vida, Señor Shardik», aunque ya no entendía el sentido de las palabras. Procuró incorporarse, pero la vista se le nubló, unos sonidos le llenaron los oídos, como agua, y supo que eran irreales.
El sendero llevaba a una cañada seca, y permaneció allí largo tiempo con la espalda apoyada contra un árbol, contemplando sin ver la marca negra que un rayo había trazado en la roca opuesta, en forma de lanza quebrada.
Ya había oscurecido cuando al fin llegó arrastrándose al otro extremo. Su colapso físico —porque no podía andar— trajo el sentimiento de una criatura a quien le falta el movimiento, pasivo como un árbol en el viento o una caña en la corriente. Su última sensación fue la de yacer postrado, estremecido y queriendo avanzar mientras se aferraba a las fibrosas hierbas con las manos.
Cuando despertó era de noche, la luna estaba entre nubes y la soledad se extendía ante él, amplia e indistinta. Se sentó, tosiendo, y en seguida sofocó el ruido poniendo un brazo contra la boca. Tenía miedo.
Súbitamente se sobresaltó, contuvo el aliento y volvió la cabeza, escuchando, incrédulo. ¿En verdad había oído o sólo imaginado el sonido de voces no lejanas? No, no había nada. Se incorporó; y descubrió que ahora podía caminar, aunque lentamente y con dolor. Pero ¿hacia dónde debía ir y con qué propósito? ¿Hacia el Sur, en dirección a Bekla? ¿O debía procurar encontrar algún refugio y permanecer allí hasta que amaneciera en la esperanza de tropezar nuevamente con Shardik?
Y entonces, sin duda alguna, por un instante, oyó un lejano clamor de voces en la noche. Vino y se fue; pero esto no es raro, porque venía de muy lejos y lo que había llegado a su oído debía ser una gritería momentánea y fuerte. Si la distancia y su propia debilidad no lo engañaban, debía haber muchas voces. ¿Era posible qué el ruido proviniera de alguna aldea en donde se realizaba alguna festividad? No se veían luces. Ni siquiera estaba seguro de la dirección del sonido. Pero, ante la idea de un techo y comida, de descansar seguro entre hombres y terminar con la soledad y el peligro, empezó a apresurarse —o más bien a trastabillar— en cualquier dirección y en ninguna hasta que, comprendiendo su insensatez, se sentó nuevamente a escuchar.
Finalmente —no pudo decir después de cuánto tiempo— el ruido llegó de nuevo a él, percibido y luego muriendo en su oído, como una ola que se agota entre cañaverales altos y nunca llega a la costa. Liberada y al mismo tiempo sofocada, como si una puerta lejana se hubiera abierto un momento y cerrado luego con alguna reunión dentro. Pero no era el mido de una invocación o de una fiesta, sino un desorden tumultuoso de revuelta y confusión. A él la cosa en sí le importaba poco —una ciudad levantada era, de todos modos, una ciudad— pero ¿qué ciudad en aquel lugar? ¿Dónde se encontraba? Y ¿podía estar seguro de obtener ayuda cuando superan quién era?
Se dio cuenta que nuevamente se abría camino a tientas hacia lo que ahora le parecía la dirección del sonido. La luna, todavía oculta entre nubes, daba escasa luz, pero pudo sentir y ver que estaba bajando suavemente la colina, entre peñascos y arbustos, acercándose a lo que parecía una masa más oscura en la casi oscuridad: podía ser terreno boscoso o la ladera de una colina al frente.
La capa se le enredó en una zarza y se volvió para desenredarla. En este momento, desde alguna parte, a la distancia de un tiro de piedra en la oscuridad, llegó un grito de dolor, como de un hombre que ha recibido una herida atroz. La sorpresa, como un rayo que hubiera caído cerca, momentáneamente lo privó de la razón. Mientras esperaba, temblando y mirando fijamente la oscuridad, oyó un resoplar rápido y fuerte, seguido por algunas palabras ahogadas en Beklano proferidas por una voz que cesó como un hilo que cortan.
—¡Me dará una bolsa llena de oro!
En seguida volvió el silencio, no quebrado por el más leve rumor de lucha o de huida.
—¿Quién está ahí? —gritó Kelderek.
No hubo respuesta, ni ruido. El hombre, fuera quien fuere, estaba muerto o desmayado. ¿Quién… qué… lo había herido? Kelderek se dejó caer sobre una rodilla, desenvainó la espada y aguardo. Procurando controlar la respiración y sus intestinos que se aflojaban, se agazapó aún más mientras la luna brillaba un instante y volvía a ocultarse.
El miedo lo inhabilitaba y comprendió que estaba demasiado débil para dar un golpe.
¿Era Shardik que había matado al hombre? ¿Por qué no se oía nada? Miró el cúmulo de nubes vagamente iluminado y, más allá, un trozo de cielo abierto. En cuanto volviera a salir la luna, debía estar listo para mirar alrededor y actuar.
Abajo, al pie de la cuesta, los árboles se movían. El viento que los agitaba iba a llegar hasta él en unos momentos. Esperó. No llegó ningún viento, pero el rumor entre los árboles aumentó. No era el susurro de las hojas, no eran las ramas lo que se movía. Hombres se movían entre los árboles. Sí, sus voces… seguramente… ya se habían ido… no, volvían otra vez… las voces que había oído… ¡sin duda posible eran voces humanas! ¡Eran voces de ortelganos… incluso pescaba aquí y allá alguna palabra… ortelganos que se acercaban!
Tras tantos peligros y sufrimientos ¡un increíble golpe de buena suerte! ¿Qué había pasado y dónde estaba ubicado el lugar al que había llegado? ¿Era posible que, de manera inexplicable, hubiera tropezado con soldados del ejército de Zelda y Gued-la-Dan que podían, después de todo, haber marchado por todas partes en los últimos siete días, o más probablemente, hombres de su propia guardia en Bekla, que lo buscaban a él y a Shardik, como se había ordenado? Lágrimas de alivio llegaron a sus ojos y su sangre ardió, como para un encuentro de amantes. Mientras esperaba, vio que la luz aumentaba. La luna estaba casi al borde de las nubes. Las voces estaban ahora más cerca, descendían la colina entre los árboles: Con un grito se precipitó por la cuesta hacia ellos, gritando:
—¡Soy Crendrik, soy Crendrik!
Era un camino, un sendero hecho de pisadas, que descendía hacia el bosque. Era evidente que los soldados, que marchaban en la noche, estaban también en este camino. En un momento vería sus luces, porque seguramente llevaban luces. Tropezó y cayó, pero luchó por ponerse de pie y se apresuró, siempre gritando. Llegó al pie de la cuesta y se detuvo, mirando a uno y otro lado, entre los árboles.
Había silencio: ni voces ni luces. Contuvo el aliento y escuchó, pero no llegó ningún sonido desde el camino de arriba. Gritó con toda la voz:
—¡No os vayáis! ¡Esperad, esperad! —y los ecos se desvanecieron y murieron.
Por el declive abierto detrás de él llegaron gritos de furor y miedo. Parecían extrañamente lejanos, fluctuaban, morían y volvían, como las voces de los hombres enfermos cuando procuran hablar de cosas pasadas hace tiempo. En el mismo momento el último velo de nubes dejó a la luna, el suelo ante él quedó envuelto en una luz nebulosa y reconoció el lugar en que estaba.
En una pesadilla un hombre puede sentir que lo tocan en el hombro, volverse y encontrar la mirada vidriosa y llena de odio de su enemigo mortal, que sabe está muerto; puede abrir la puerta de un cuarto que le es familiar y caer en un pozo lleno de gusanos; puede contemplar como se marchita la sonriente cara de su amada, como cae y se pudre ante sus ojos, hasta que los dientes que reían quedan rodeados por la desnuda y amarilla calavera. ¿Y qué pasaría si esas cosas —tan imposibles de ocurrir, tan horrendas que parecen entrevistas por una ventana que se abre sobre el infierno— no fueran sueños sino que, destruyendo de golpe todo fragmento vivo de certidumbre, llevaran a la mente, como el cocodrilo a su presa, al fondo, a un plano más bajo e increíble de realidad, donde la razón y el juicio, tratando de aferrarse enloquecidos, descubrieran que todos los soportes ceden en la oscuridad? Allí, a la luz de la luna, corría el camino desde Guelt: en la desnuda, ondulada meseta, entre peñascos y arbustos, hasta la cúspide sobre la que se vislumbraban las rocas de la garganta de más allá. A la derecha, en la sombra, estaba la línea de la hondonada que había protegido el flanco de Guel-Ethlin, y detrás de él se levantaban los bosques donde, cinco años atrás, Shardik había emergido como un demonio sobre los jefes beklanos.
El declive estaba salpicado por montículos, y un poco más lejos aparecía la masa oscura de túmulos mayores, sobre los que crecían dos o tres árboles nuevos. Junto al camino había una piedra chata y cuadrada, toscamente tallada, con el emblema de un halcón y algunos símbolos de escritura. Uno de estos, inscripción corriente en las calles y plazas de Bekla, significaba: «En este lugar…». Alrededor, sin que se viera un hombre, débiles sonidos de batalla crecían y disminuían, como olas, tan semejantes a los ruidos del día y de la vida, como un alba neblinosa se parece a un claro mediodía. Gritos y furor y muerte, órdenes desesperadas, sollozos, súplicas de misericordia, el ruido de las armas, el golpear de los pies, todos leves y apenas sentidos, como las patas filamentosas de un enjambre de inmundos insectos sobre la cara de un hombre herido, que yace indefenso en un charco de sangre. Kelderek, cubriéndose la cabeza con los brazos, se balanceó, gritando con los tartamudeos de un idiota, un habla que bastaba para conversar con los malignos muertos, palabras suficientes para articular la locura y la desesperación. Como una hoja que, tras haber vivido todo el verano en la rama, es arrancada en otoño y barrida por los aires turbulentos y rugientes hacia la empapada oscuridad de abajo, igualmente separado, arrastrado, agotado y descartado se sentía.
Cayó al suelo tartamudeando y sintió una caja torácica sin enterrar que cedía bajo su peso. Se bamboleó en la luz blanca, entre tumbas, sobre armas herrumbradas y rotas, sobre una rueda que cubría los restos de un desdichado que, años antes, se había metido debajo de ella buscando una vana protección. La breña que le llenaba la boca se convirtió en gusanos, la arena en sus ojos fue el pestilente polvo de la corrupción. Su capacidad de sufrimiento se hizo infinita mientras, pudriéndose con los caídos, se disolvía en innumerables granos suspendidos sobre las oleadas de voces, que eran tragadas y avanzaban para quebrarse una y otra vez en la ribera de aquel desolado campo de batalla donde, sobre él más atrozmente que sobre cualquier otro que allí estuviera perdido, sin que nada lo previniera, los muertos asesinados descargaban su miseria desenterrada y su malignidad.
¿Quién puede describir el camino hasta el fin del sufrimiento, cuando ya nada puede soportarse? ¿Quién puede expresar la visión insoportable de un mundo creado sólo para el horror y el tormento, la lucha del escarabajo semiaplastado y pegado al suelo por sus propias entrañas; el pez quebrado que se agita, picoteado por las gaviotas sobre la arena; el mono moribundo lleno de gusanos; el joven soldado sin vísceras, que chilla entre los brazos de sus camaradas; el niño que llora solo, herido para toda la vida por el abandono de aquellos que han seguido sus propios egoísmos? Sálvanos, oh Dios, colócanos donde podamos ver el sol y comer un poco de pan hasta el momento de la muerte, y no pediremos nada más. Y cuando la serpiente devore al pichón caído ante nuestros ojos, entonces nuestra indiferencia es Tu misericordia.
En la primera luz del alba Kelderek se puso de pie, ya un hombre nuevo nacido del pesar, con la memoria perdida, sin propósito, incapaz de distinguir la noche del día o al amigo del enemigo. Ante él, a lo largo de la cresta, translúcido como un arco iris, estaba el campo de batalla beklano, la espada, el escudo y el hacha, el estandarte con el halcón, las largas lanzas de Yelda, los chillones adornos de Deelgy; y les sonrió, como un niñito que ríe y chilla y despierta para ver alrededor de su lecho rebeldes y amotinados, que vienen para sumar su asesinato al de los demás. Pero, mientras miraba, se desvanecieron como imágenes en el fuego, las armas se convirtieron en el primer resplandor de la mañana sobre las rocas y arbustos. Y siguió vagando en busca de ellos, de los soldados, recogiendo en la marcha flores de colores que le llamaban la atención, comiendo hojas y hierbas, y secando con un jirón arrancado de sus ropas harapientas, un largo tajo que tenía en el antebrazo. Siguió el camino hacia la llanura, sin saber dónde estaba, y descansando con frecuencia porque, aunque el dolor y la fatiga le parecían ahora la condición normal del hombre, procuraba aliviarlos. Un grupo de caminantes que lo alcanzaron le tiraron un pan viejo, al ver que era inofensivo, y este pan, al probarlo; le recordó que era bueno para comer. Cortó un bastón y con él cuando marchaba, golpeaba y hacía sonar las piedras, porque el frío de la sorpresa suprema lo acompañó todo el día. El sueño que obtenía era interrumpido, porque soñaba continuamente con cosas que no podía recordar del todo: de fuego y un gran río, de niños esclavizados que gritaban y de un animal lanudo con garras, informe y alto como un árbol.
¿Cuánto tiempo vagó y quiénes le dieron refugio y lo ayudaron? La lástima que inspira la desgracia se siente más fácilmente cuando es claro que quien sufre no debe ser temido, e incluso seguía armado, nadie podía temer a un hombre que cojeaba apoyado en un bastón, mirando alrededor y sonriéndole al sol Algunos, por las ropas, creían que era un soldado que había desertado, pero otros decían: «No, debe ser un vagabundo un poco imbécil, que ha robado el atuendo de un soldado o, quizás, por necesidad, ha despojado a algún muerto». Iba hacia el Este, como antes, pero cada día avanzaba sólo unos escasos kilómetros porque se sentaba ratos largos al sol en lugares solitarios y, generalmente, iba por comarcas poco frecuentadas al pie de las, colinas; él sentía que aquí, entre todos los lugares, quizás volvería a toparse con aquella poderosa criatura que recordaba a medias y a la cual, según le parecía había perdido, y con cuya vida su vida estaba de alguna manera sombría pero fundamental, ligada. Tenía mucho miedo al ruido de voces distantes y raras veces se acercaba a una aldea, aunque una vez dejó que un pastor borracho lo llevara a su casa, le diera de comer y le quitara, ya fuera como robo o en pago, la espada.
Tal vez vagó cinco o seis días. No podía haber pasado más tiempo cuando un anochecer, al avanzar lentamente por el reborde de las colinas bajas, vio allá abajo los techos de Kabin —Kabin de las Aguas— aquella agradable ciudad enmurallada con sus vergeles al Sudeste y, más cerca, al Norte, la sinuosa longitud de una represa que corría entre dos canales verdes; la superficie, ondulada y deslizándose en el viento, sugería algún flexible animal enjaulado detrás del dique, con su complejo de rejas y compuertas. La gente estaba allí muy atareada; pudo ver mucho movimiento dentro y fuera de los muros; y mientras esperaba en la ladera, mirando un montón de chozas y el humo que llenaba las praderas de afuera de la ciudad, se dio cuenta que había un grupo de soldados —ocho o nueve— que se acercaba entre los árboles.
Kelderek se puso de pie de un salto y corrió hacia ellos, levantando una mano a guisa de saludo y gritando:
—¡Esperad, esperad!
Los soldados se detuvieron, contemplaron sorprendidos la confianza de aquel harapiento vagabundo y se volvieron indecisos hacia su trizat, un veterano paternal con una cara estúpida y bondadosa y el aspecto de alguien que, habiendo alcanzado el máximo de sus posibilidades en el servicio, sólo aspiraba ahora a una vida tranquila.
—¿Qué es esto, trizat? —preguntó uno cuando Kelderek se plantó ante ellos, con los brazos cruzados, mirándolos de arriba a abajo.
El trizat echó hacia atrás su yelmo de cuero y se frotó la frente con la mano.
—No sé —dijo al fin— alguna trampa de mendigo, supongo. Vamos —dijo, poniendo la mano sobre el hombro de Kelderek— aquí no vas a conseguir nada: es mejor que desaparezcas, como un buen muchacho.
Kelderek le retiró la mano y lo miró de frente.
—Soldados —dijo con firmeza— un mensaje… Bekla… —hizo una pausa, frunciendo el ceño cuando lo rodearon; después volvió a hablar:
—Soldados… Senandril, el Señor Shardik… mensaje… Bekla… —se interrumpió de nuevo.
—¿Nos quiere tomar el pelo, eh? —dijo uno de los hombres.
—No me parece, no lo creo —dijo el trizat—. Parece saber lo que busca. Es probable que sepa que no entendemos su idioma.
—¿Y cuál es ese idioma? —preguntó el hombre.
—Ortelgano —dijo el primer soldado, escupiendo en el suelo— dice algo sobre su vida y un mensaje…
—Entonces puede ser importante —dijo el trizat— pudiera ser, si es ortelgano y trae un mensaje de Bekla. ¿Puedes decimos quién eres? —preguntó a Kelderek, que enfrentó su mirada, sin contestar.
—Creo que viene de Bekla pero que algo le ha trastornado el juicio… algún choque… ese tipo de cosas —dijo el primer soldado.
—Así debe ser —dijo el trizat—, debe ser un ortelgano que ha estado trabajando en secreto para el señor Elleroth el Manco, quizás… y es probable que esos cerdos de Bekla lo hayan torturado… ya sabéis lo que hicieron al Ban… le quemaron totalmente la mano, los hijos de puta… o tal vez se haya enloquecido con toda esta marcha hacia el Norte, para encontramos.
—Pobre diablo, parece que está listo —dijo un hombre moreno, con un ancho cinturón de cuero repujado de Sarkid que llevaba el emblema de las espigas de trigo—. Debe haber caminado hasta caer exhausto. Después de todo, nosotros no podríamos estar mucho más al Norte si lo intentáramos, ¿verdad?
—Bueno —dijo el trizat— sea lo que se quiera, es mejor que lo llevemos con nosotros. Tenemos que hacer un informe al caer la tarde, y el capitán podrá encargarse de él entonces. Oye —dijo, levantando la voz y hablando muy lentamente, para tener la certeza de que el desconocido, que estaba parado a dos pies de distancia, podía entender un idioma que no conocía—: Tú… venir… con… nosotros. Tú… dar… mensaje… al… capitán… ¿sabes?
—Mensaje —replicó Kelderek en seguida, repitiendo la palabra Yeldashay—. Mensaje… Shardik… —se interrumpió y estalló en un ataque de tos, apoyándose en su cayado.
—Bueno, no te preocupes ya —dijo el trizat tranquilizador, mientras se ajustaba el cinturón, que había aflojado para hablar—. Nosotros… —señaló haciendo mímica con las manos— llevarte… ciudad… capitán… ¿entiendes? Es mejor que lo ayudéis —añadió volviéndose hacia dos hombres que estaban al lado—. De lo contrario, tardaríamos toda la noche en llegar.
Kelderek con los brazos sobre los hombros de los soldados como apoyo, descendió la colina. Estaba contento de recibir aquella ayuda, que le daban bastante respetuosamente, porque sabían qué rango ocupaba aquel hombre. Él, por su parte, apenas entendía alguna palabra de su conversación, y de todos modos estaba preocupado tratando de recordar cuál era el mensaje que debía enviar, ahora que al fin había encontrado los soldados que se habían desvanecido tan misteriosamente en el amanecer. Tal vez, pensó, les había sobrado algo de comida.
La mayor parte del ejército acampaba en las praderas junto a los muros de Kabin, porque la ciudad y sus habitantes eran tratados con clemencia, y en los edificios que se habían incautado o sólo había sitio para los oficiales importantes, sus ayudantes y criados y los especialistas, como exploradores y pioneros, que estaban bajo el mando directo del comandante en jefe. El trizat y sus hombres, que pertenecían a estos grupos, franquearon las puertas de la ciudad en el momento en que iban a cerrarlas por la llegada de la noche y desatendiendo las preguntas de camaradas y curiosos, llevaron a Kelderek a una casa bajo la muralla del Sur. Aquí un joven oficial que llevaba las estrellas de Ikat lo interrogó, primero en yeldashay y luego, al ver que apenas entendía, en beklano. Al oír esto, Kelderek dijo que traía un mensaje. Apremiado, repitió:
—Bekla —pero no pudo decir más; y el joven oficial, que no deseaba intimidarlo y estaba apiadado de su aspecto hambriento y lleno de mugre, dio órdenes para que lo dejaran lavarse y le dieran cama y comida.
A la mañana siguiente uno de los cocineros, un tipo bondadoso, estaba lavándole nuevamente el brazo herido, cuando entró en el cuarto un oficial de más edad, acompañado por dos soldados, y lo saludó con cortesía franca.
—Me llamo Tan-Rion —dijo en beklano— debes disculpar nuestra prisa y curiosidad, pero, para un ejército en campaña, el tiempo es siempre precioso. Necesitamos saber quién eres. El trizat que te encontró dice que te acercaste voluntariamente y dijiste que traías un mensaje de Bekla. Si traes tal mensaje; quizás podrías dármelo.
Dos comidas completas y un sueño nocturno largo y cómodo, junto con las atenciones del cocinero, habían calmado y, en cierto modo, normalizado a Kelderek.
—El mensaje… debe mandarse… a Bekla —dijo entrecortado— pero… ya hemos perdido… la mejor ocasión.
El oficial pareció intrigado.
—¿A Bekla? ¿Entonces no nos traes un mensaje?
—Yo… tengo que mandar un mensaje.
—¿Tu mensaje tiene algo que ver con la lucha en Bekla?
—¿La lucha? —preguntó Kelderek.
—¿No sabes que ha habido un levantamiento en Bekla? Se inició hace unos nueve días. Dentro de lo que sabemos, se sigue combatiendo. ¿Vienes de Deelguy o de dónde?
La confusión volvió a apoderarse de la mente de Kelderek. Quedó en silencio y el oficial se encogió de hombros.
—Lo lamento… veo que no estás en tus cabales… pero el tiempo apremia. Tendremos que registrarte… para empezar.
Kelderek, para quien la humillación ya no era algo nuevo no hizo resistencia cuando los soldados, sin urgencia y con una especie de ruda cortesía, iniciaron su tarea. Colocaron lo que encontraron sobre el alféizar de la ventana… un pan reseco, una tira de cuero de remendón, una piedra de segador que había encontrado dos días antes en una zanja, un puñado de hierbas secas aromáticas que la mujer del guardián de la puerta le había dado contra los piojos y las infecciones y un talismán hecho en piedra de vetas rojizas, que debía haber pertenecido a Kavass.
—Está bien, compañero —dijo uno de los soldados, tendiéndole el jubón—. Tranquilo ahora. Casi hemos terminado, no te asustes.
De pronto el otro soldado lanzó un silbido, juró conteniendo el aliento y, sin una palabra, tendió al oficial la palma de la mano con un objeto pequeño y brillante, que relumbraba al sol. Era el emblema del ciervo de Santil-ke-Erketlis.