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El prisionero de Shardik

Poco a poco llegó a Kelderek la conciencia de que era un vagabundo en una comarca desconocida, sin amigos, lejos de toda ayuda, apurado por la necesidad y rodeado de peligros. Solo fue más tarde cuando comprendió que también se había convertido en prisionero de Shardik.

Era evidente que el oso se había debilitado más con la última herida. Su paso era más lento y, aunque seguía marchando hacia las colinas —ahora claramente visibles en el horizonte norteño—, con la misma decisión, se detenía más veces a descansar y de vez en ruando mostraba su inquietud con bruscos retrocesos y movimientos crispados. Kelderek, que ahora temía menos el ataque brusco y sin salvación posible, lo seguía más de cerca, y a veces gritaba:

—¡Valor, Señor Shardik! —o bien—: ¡Paz, Señor Shardik, tu poder es de Dios! —En una o dos ocasiones le pareció que Shardik reconocía su voz y que incluso obtenía consuelo.

La noche llegó bruscamente y aunque Shardik descansó varias horas tendido a la vista, en campo abierto, Kelderek no pudo permanecer tranquilo; paseaba de un lado a otro y vigilaba a la distancia hasta que, cuando por fin terminó la noche, el oso se paró de golpe, tosiendo penosamente, y se puso otra vez en marcha: su laboriosa respiración se oía en el silencio.

El hambre de Kelderek se volvió desesperada y más tarde esa mañana, al ver a la distancia a dos pastores que colocaban un vallado, corrió casi un kilómetro hasta llegar a ellos, con intención de pedir cualquier cosa —una cáscara, un hueso— sin perder de vista a Shardik. Ante su sorpresa, lo trataron amistosamente; eran unos hombres sencillos que evidentemente se compadecían de su necesidad y su fatiga y estuvieron dispuestos a ayudarlo cuando les dijo que, aunque estaba ligado por un voto religioso a seguir a la gran criatura que podían ver a la distancia, tenía una desesperada necesidad de enviar un mensaje a Bekla. Alentado por la buena voluntad de ellos, les contó su escapada del día anterior. Cuando terminó, vio que los pastores se miraban entre ellos miedosos y consternados.

—¡El Sendero! ¡Que Dios se apiade de nosotros! —murmuró uno.

El otro puso medio pan y un poco de queso en el suelo y retrocedió, diciendo:

—Ahí tienes comida —y después como el hombre de la lanza—: No nos hagas daño, señor… pero vete. —Y en esto ambos fueron más rápidos que Kelderek, porque emprendieron la fuga dejando sus tijeras de podar y sus martillos donde estaban entre las vallas.

Aquella noche Shardik enderezó a una aldea y por ella pasó Kelderek, sin ser visto ni provocado por nadie, como si hubiera sido un fantasma o un espíritu maldito de leyenda, condenado a vagar invisible para los ojos terrenos. En las afueras Shardik mató dos cabras, pero los pobres animalitos hicieron poco ruido y no se dio alarma. Cuando terminó de comer, el oso se alejó cojeando y Kelderek comió también, acurrucado en la oscuridad, y desgarrando la carne fresca y caliente con los dedos y los dientes. Más tarde durmió, demasiado cansado para preguntarse si Shardik se habría ido cuando despertara.

El canto de los pájaros llegó a sus oídos antes de que abriera los ojos y, en el primer momento, aquello pareció natural y esperado, el ruido familiar del amanecer, hasta que recordó, con un instantáneo sobresalto del corazón, que ya no era un muchacho de Ortelga sino un miserable hombre solo, echado en la llanura de Bekla. Pero en la llanura, como él sabía, apenas había árboles y, por lo tanto, tampoco pájaros, como no fueran buitres y alondras. En aquel momento oyó hablar muy cerca a unos hombres y, sin moverse, abrió a medias los ojos.

Estaba echado cerca del sendero por el que había seguido a Shardik en la noche. A su lado, las moscas se apiñaban ya en la pata de cabra que él había descoyuntado y traía consigo. La comarca ya no era del todo una llanura, sino un terreno arbolado cortado por campitos y huertos frutales. A poca distancia, la baranda de madera de un puente mostraba el punto donde el sendero cruzaba el río, y, más allá, había una selva tupida y enmarañada.

Cuatro o cinco hombres estaban a unos veinte pasos de él; hablaban en voz baja y hacían muecas en dirección a Kelderek. Uno llevaba un mazo y los otros toscos machetes en forma de hoz, el único instrumento de labranza de los campesinos. Sus expresiones airadas tenían también algo de incierto y, cuando Kelderek comprendió que probablemente eran el dueño de las cabras y sus vecinos, también, se dio cuenta que debía haberse convertido en una imagen de terror; armado, escuálido, harapiento y sucio, con la cara y las manos manchadas de sangre seca y un cuarto de carne cruda al lado. Se puso de pie de un salto: los hombres se sobresaltaron y retrocedieron. Pero, aunque eran campesinos, tenía que tomarlos en cuenta. Tras una breve vacilación los hombres avanzaron hacia él y se detuvieron sólo cuando Kelderek desenvainó la espada de Kavass, apoyó la espalda contra un árbol y los amenazó en ortelgano, sin preocuparse de que le entendieran, cobrando ánimo ante el sonido de su propia voz.

—Deja esa espada y ven con nosotros —gruñó uno de los hombres.

—¡Ortelgano… de Bekla! —gritó Kelderek, señalándose.

—¡Un ladrón, eso es lo que eres! —dijo otro, un viejo—. En cuanto a Bekla, queda muy lejos y no van a ayudarte, porque tienen ya bastantes dificultades, según he oído. Pero has cometido un delito, seas quien seas. Ven con nosotros.

Kelderek guardó silencio esperando que se precipitaran sobre él; los hombres seguían vacilando y, después de un momento, él empezó a retroceder, sin perderlos de vista, por el sendero. Lo siguieron, gritando amenazas en su dialecto, que Kelderek apenas entendía Gritó también enojado, y, tanteando con la mano izquierda la baranda del puente que tenía detrás, ya iba a volverse y correr cuando súbitamente uno de los hombres señaló detrás de él, con una sonrisa de triunfo. Kelderek se volvió con rapidez y vio dos hombres que se acercaban por el otro lado del puente. Evidentemente habían iniciado una amplia cacería del ladrón de cabras.

El puente no era alto y Kelderek estaba a punto de saltar por el parapeto —aunque esto sólo hubiera servido para prolongar la cacería— cuando todos los hombres, los que estaban al frente y los que venían por atrás, gritaron y corrieron dispersándose en todas direcciones. Inconquistable y decisivo como la caída de la noche sobre un campo de batalla, Shardik había salido del bosque y estaba cerca del sendero, parpadeando a la luz del sol y hurgando lastimeramente su cuello herido con su enorme pata. Lentamente, como dolorido, se acercó al borde del arroyo y bebió, agazapado sólo a unos pasos del puente. Después, con los ojos opacos, el hocico reseco y el pelo erizado se alejó cojeando a protegerse en la espesura.

Kelderek siguió en el puente, sin pensar ya si los campesinos iban a volver. Al comienzo de este día, el cuarto desde que había salido de Bekla, se sentía casi agotado, más allá del mero agotamiento del cuerpo, con una duda total respecto al futuro y una nostalgia, como la que se apodera de los abrumados soldados de un ejército que está perdiendo, pero que aún no ha perdido, una batalla, y que desean, a toda costa abandonar la lucha, descansar, pase lo que pase, aunque saben que, hacer esto significa que la lucha sólo puede reanudarse con gran desventaja. El músculo de la pantorrilla izquierda estaba tenso y le dolía. Dos de las puñaladas de Molí o, la del hombro y la de la cadera, palpitaban continuamente. Pero más desalentador que esto era el saber que había fracasado en la tarea que se había impuesto, pues ahora era imposible capturar a Shardik antes de que llegara a las colinas. Al mirar hacia el Norte, sobre los árboles, vio claramente las cuestas más cercanas, verdes, pardas y purpúreas en la luz matinal. Quizá estaban a unos diez kilómetros de distancia. Shardik también las había visto probablemente. Llegaría allí a la caída de la noche. Ahora habría que pasar semanas —quizás meses— persiguiéndolo en aquella comarca, ya que era un oso viejo, despabilado y desesperado a consecuencia del primer „ cautiverio. Sin remedio, los ortelganos debían emprender la más abrumadora de todas las tareas: la que consiste en poner al derecho lo que nunca debió torcerse.

Aquella mañana él se había salvado de ser herido, o probablemente muerto, porque era poco probable que la ruda justicia de los campesinos perdonara a un ortelgano, y ¿quién iba a creer ahora que él era el rey de Bekla? Era sólo un rufián armado, obligado a mendigar o robar para comer, que podía seguir su camino a riesgo de perder la vida o algún miembro. ¿De qué utilidad era para él ahora seguir persiguiendo a Shardik? El camino pavimentado debía estar a medio día de distancia hacia el Este… quizá menos. Había llegado el momento de volver, de convocar a sus súbditos y proyectar los próximos pasos a tomar en relación a Bekla. ¿Habrían atrapado a Elleroth? Y ¿qué noticias habían llegado del ejército en Tonilda?

Emprendió la marcha hacia el Sur, decidido a seguir por un tiempo el arroyo y tomar hacia el Este sólo cuando estuviera lejos de la aldea. Pronto su paso se volvió más lento, más vacilante. Había marchado casi dos kilómetros cuando se detuvo frunciendo el ceño y golpeando los matorrales de pura perplejidad. Ahora que realmente había dejado a Shardik, empezó a ver su situación a una luz distinta, deprimente. Las consecuencias del regreso eran incalculables. Su monarquía y poder en Bekla eran inseparables de Shardik. Si él había llevado a Shardik a la batalla del Pie de las Colinas, era Shardik que lo había llevado al trono de Bekla y lo había mantenido allí. Más aún: la fortuna y el poder de los ortelganos se apoyaban en Shardik y en la continuidad de su propio y extraño poder de plantarse ante él desarmado. ¿Podía regresar tranquilamente a Bekla con la noticia de que había abandonado al herido Shardik y ya no sabía dónde estaba, ni siquiera si estaba vivo o muerto? Con la guerra en la situación actual, ¿qué efecto tendría esto sobre su pueblo? Y ¿qué iban a hacerle a él?

Después de una hora de dejar el puente, Kelderek volvió allí y siguió corriente arriba hacia el extremo Norte del bosque. Aquí no había huellas: se escondió y esperó. Fue sólo por la tarde cuando apareció Shardik otra vez y continuó su lento viaje… alentado quizás ahora por el olor de las colinas en el viento del Noroeste.