Desde la oscuridad de la llanura más allá de la aldea, Kelderek contemplaba el tumulto como un hombre que contempla, trepado a un árbol, una pelea abajo. El ejemplo dado por el alcalde tuvo poco efecto sobre los campesinos y no se logró ninguna acción concertada contra Shardik. Algunos habían puesto cerrojos en las puertas y era evidente que no pensaban salir. Otros habían salido —o por lo menos habían gritado a voz en cuello que salían— en una tentativa de recobrar, a la luz de la luna, todo el ganado que se pudiera encontrar. Un grupo de hombres con antorchas se atropellaba en tomo del aljibe en el centro de la aldea, pero no daba señales de apartarse de allí. Unos pocos habían acompañado al alcalde a los corrales y hacían lo que podían para reparar la empalizada e impedir que el ganado que quedaba tirara abajo las paredes. En una o dos ocasiones Kelderek vio la enorme silueta de Shardik moviéndose contra la temblorosa luz de las antorchas, mientras vagaba por las afueras de la aldea. Era evidente que temía poco aquellas llamas, tan similares a las que se había acostumbrado a ver durante su largo cautiverio. No parecía probable que los aldeanos lo atacaran.
Cuando finalmente la media luna emergió de entre las nubes, no sólo permitiéndole ver a la distancia sino volviendo a darle conciencia de la gran extensión de llanura nebulosa, Kelderek comprendió que Shardik se había ido. Sacando la corta espada de Kavass y rengueando hasta un brete vacío y roto, llegó primero hasta el cuerpo de la bestia que el oso había estado devorando y después tropezó con un ternero tembloroso y abandonado, atrapado por el casco en un poste partido. En la pasada media hora aquella indefensa criatura había estado más cerca de Shardik que ningún otro ser vivo, hombre o animal. Kelderek liberó el casco, llevó en brazos el ternero hasta el próximo corral y lo puso junto a un hombre que, dando la espalda, se inclinaba sobre la baranda. Nadie le prestó atención y por algunos momentos permaneció rodeando con el brazo al ternero, que le lamió la mano cuando volvió a ponerlo de pie. Después salió corriendo y se alejó.
Unos gritos confusos estallaron a la distancia y Kelderek se dirigió allí. Donde había miedo y clamor, era probable que Shardik no estuviera lejos. Tres o cuatro hombres pasaron junto a él, corriendo hacia la aldea. Uno gimoteaba de pánico y ninguno se detuvo o le habló. Apenas se habían ido cuando distinguió a la luz de la luna, la negrura lanuda de Shardik. Probablemente los había estado persiguiendo —tal vez habían, tropezado inesperadamente con él— pero Kelderek, al presentir el estado de ánimo y el furor del oso con su familiaridad de largos años, supo, por algo que no hubiera podido nombrar, que el oso había sido turbado más que enfurecido por aquellos traseros. Pese al peligro, su orgullo se rebeló ante la idea de unírseles en la fuga. ¿Acaso no era él el señor de Bekla, el Ojo de Dios, el rey-sacerdote de Shardik? Mientras el oso se acercaba bajo la solitaria luz lunar, se echó al suelo boca abajo, con los ojos cerrados, la cabeza oculta entre los brazos y esperó.
Shardik llegó sobre él como una carreta con bueyes sobre un perro dormido en el camino. Una garra lo tocó: sintió las garras y las oyó tabletear. Sintió la humedad del aliento del oso sobre su cuello y sus hombros. Una vez más sintió la antigua exaltación y el terror, un transporte que lo mareaba, como alguien que se balancea sobre un precipicio en la cumbre de una montaña. Aquel era el misterio del rey-sacerdote. Ni Zelda, ni Gued-la-Dan, ni Elleroth, Ban de Sarkid, podían echarse así y poner sus vidas en el poder del Señor Shardik. Pero ahora no había nadie que lo viera y nadie iba a saberlo. Aquel era un acto de devoción más sincero entre él y Shardik que cualquiera de los que había realizado en Ortelga o en la Casa del Rey en Bekla. «Acepta mi vida, Señor Shardik —rogó en silencio— acepta mi vida, porque es tuya». Después, de pronto, se le ocurrió la idea: «¿Y si llegara ahora la gran revelación que he buscado tanto tiempo en Bekla, la gran verdad sin velos de Shardik?». ¿No podía ser este el momento, cuando él y Shardik estaban solos como no habían vuelto a estarlo desde el día en que había yacido indefenso ante el leopardo?
Pero ¿cómo reconocer el secreto y qué debía esperar? ¿Cómo iba a ser impartido? ¿Cómo una inspiración en lo profundo de su mente o por alguna señal exterior? ¿E iba entonces a morir o sería salvado para trasmitir el secreto a la humanidad? Si el precio era su vida, pensó, que así fuera.
La enorme cabeza se inclinó muy abajo, olfateó a su lado, la brisa quedó cortada y el aire inmóvil como bajo el alero de una casa. «Hazme morir si es necesario», rogó. «Hazme morir… el dolor no es nada… pasaré a lodo el conocimiento, a toda la verdad».
Entonces Shardik se alejó. Desesperado, rogó una vez más:
—Una señal, Señor Shardik… oh, Señor, dame al menos una señal, algún indicio sobre la naturaleza de la verdad sagrada.
El sonido del aliento bajo y rugiente del oso se volvió inaudible antes que su paso dejara de hacer temblar el suelo.
Después, como alguien que vuelve a recoger un pesado fardo, empezó a seguir a Shardik por la noche, atravesando la llanura.
El oso siguió avanzando hacia el Norte y un poco hacia el Oeste, según podía ver por las estrellas. Se movieron toda la noche atravesando el cielo, y nada fuera de las estrellas se movió o cambió en aquella soledad. Había sólo un viento leve y continuo, el srip, srip de los pastos secos en tomo a sus tobillos y de tanto en tanto, algún charco que brillaba suavemente, ante el que pudo arrodillarse para beber. Al llegar la primera luz, que subió por el cielo tan gradual y seguramente como una enfermedad que se va apoderando del cuerpo, estaba cansado hasta el agotamiento. Al pasar un arroyuelo de corriente lenta sus pies descansaron sobre piedras tersas y parejas, pero el sentido de esto no atravesó en el primer momento la nube de la fatiga. Se detuvo y miró en tomo. Las piedras chatas se extendían a lo lejos, a la derecha y a la izquierda. Acababa de vadear el canal que corría desde la represa de Kabin hasta Bekla y estaba ahora en el camino pavimentado que llevaba a las colinas de Guelt.
A pesar de ser tan temprano miró a la distancia, en la débil esperanza de ver algún viajero, pero no vio a nadie; ni siquiera pudo divisar una choza o el humo distante de algún campamento de caminantes. Sabía que buena parte del camino corría por una comarca poco frecuentada; pero tal vez estuviera cerca de algunas de las estaciones donde acampaban los ganaderos y las caravanas, donde hubiera algunas cabañas, un manantial y un refugio desmoronado para el ganado. Pero no veía nada de esto. Era mala suerte haber llegado al camino a aquella hora y haber caído en un tramo, tan solitario. ¿Mala suerte o había sido acaso la astucia de Shardik que lo había hecho mantenerse alejado del camino hasta que sintió que podía cruzar sin ser visto? El oso ya estaba a alguna distancia y trepaba por la ladera opuesta. Pero Kelderek se demoró aún, tambaleante y mirando a uno y otro lado en medio de la desilusión y la frustración. Poco después comprendió que, aun en el caso de que alguien hubiera aparecido a la distancia, no hubiera podido hablar con esa persona y recobrar las huellas del oso, pero siguió en el camino, como si con una parte de la mente supiera muy bien que nunca más iba a posar sus ojos en aquella gran construcción del imperio que había conquistado y dominado. Al fin, con un largo suspiro que fue como un rugido, como alguien que, tras haber esperado ayuda en vano, ignora qué va a ocurrir ahora, se lanzó hacia el punto en que Shardik había desaparecido sobre la cumbre.
Una hora más tarde, después de subir dolorosamente hasta lo alto de otra meseta, casi dos millas al Noroeste, se encontró de pronto mirando una tierra sorprendentemente distinta. Ya no era una llanura solitaria de hierbas esparcidas, sino un gran recinto natural, cuidado y frecuentado. A lo lejos sierras redondeadas marcaban el límite lejano y entre él y este límite yacía un fértil valle verde, que se extendía por varias millas. Se dio menta que aquella era una única y enorme pradera de pastoreo, en la cual, separados, pastaban ya tres o cuatro rebaños en el amanecer. Pudo ver dos aldeas, y en el horizonte unas huellas de humo sugerían otras, que obtenían alimento del verde lugar.
No lejos de él, en una hondonada profunda, el terreno estaba quebrado —dentado en verdad— de la manera más curiosa, y Kelderek lo contempló maravillado. Era como si, en épocas idas un gigante hubiera marcado y arañado la superficie de la llanura con una horquilla puntiaguda. Aquellos tajos o aberturas, rudamente paralelos y de casi igual longitud, se tendían uno junto al otro por espacio de casi un kilómetro. Tan abruptas y estrechas eran aquellas extrañas gargantas que, en cada una, las ramas de los árboles que se tendían de una a otra pendiente, casi se tocaban y cerraban la abertura. Cubierta de este modo, la profundidad de los cañones no podía verse. El sol, que brillaba detrás de la meseta en donde Kelderek estaba de pie, intensificaba las sombras que, según supuso, debían ser perpetuas dentro de aquellos bosques casi subterráneos. Un los bordes la hierba crecía alta y ningún sendero parecía llegar allí desde punto alguno. Mientras contemplaba la brisa se detuvo un momento, la sombra de las nubes en la llanura onduló en largas olas y en las hondonadas las hojas de las ramas más altas, que apenas se elevaban entre la hierba que las rodeaba, se sacudieron todas a la vez y quedaron quietas.
Ante esto Kelderek sintió un rápido estremecimiento de terror, el atisbo de una amenaza que no podía definir. Era como si algo —algún espíritu que habitara esos lunares— se hubiera despertado, lo hubiera observado y se hubiera apresurado ante lo que percibía. Pero no podía ver nada, como no fuera, es verdad, el arqueado Imito de Shardik abriéndose camino hacia la más cercana de las tres aberturas. Lentamente pisoteó la alta hierba y se detuvo en el borde, volviendo la cabeza a uno y otro lado y mirando hacia abajo. Después, tan suavemente como una nutria que se escabulle en el banco de un río, desapareció en el escondite del despeñadero.
Ahora iba a dormir, pensó Kelderek; había pasado un día y una noche desde su fuga, y ni siquiera Shardik podía vagar desde Bekla hasta las montañas de Guelt sin descansar. No cabía duda que, si la llanura hubiera ofrecido alguna cubierta o refugio, se hubiera detenido antes. Para Shardik, criatura de colinas y bosques, la llanura debía ser en verdad un lugar maligno, y su nueva libertad tan incómoda como el cautiverio del que había escapado. Las hondonadas estaban sin duda desiertas, incluso debían ser evitadas por los pastores, porque sin duda eran un peligro para el ganado y muy probablemente su misma rareza las convertía en objeto de temor supersticioso. La enmarañada penumbra, que no olía ni a bestia ni a hombre, debía parecer a Shardik un escondrijo oportuno. Lo cierto es que tal vez no tuviera ganas de salir de allí, a menos que se viera forzado a buscar comida.
Cuanto más pensaba Kelderek más le parecía que la hondonada ofrecía una excelente oportunidad de capturar a Shardik antes de que llegara a las montañas. Su abrumado ánimo se fue levantando mientras planeaba lo que convenía hacer. Esta vez debía convencer a toda costa a la gente local de su buena fe. Iba a prometerles sabrosas recompensas —cualquier cosa que pidieran, de hecho: liberarlos de las tarifas del mercado, de la cuota de esclavos, del servicio militar— siempre que mantuvieran a Shardik en la hondonada hasta que volvieran a capturarlo. Tal vez no fuera tan difícil. Unas pocas cabras, algunas vacas… allí ya debía haber agua. Un mensajero podía llegar a Bekla antes del anochecer y la gente para ayudarlo podría estar aquí antes del atardecer del día siguiente. Había que decir a Sheldra que trajera consigo las drogas necesarias.
¡Si por lo menos no estuviera tan agotado! También él tema que dormir, si no quería desplomarse. ¿Podía acaso echarse aquí confiando en que Shardik siguiera en la hondonada cuando despertara? Pero antes de dormir debía enviar el mensaje a Bekla. Tenía que llegar a una de las aldeas; pero antes había que encontrar algunos pastores y convencerlos de que custodiaran la hondonada hasta que él volviera.
De repente, oyó voces un poco alejadas y se volvió con rapidez. Dos hombres, que sin duda habían subido por el declive antes de que él los oyera caminaban lentamente, alejándose por la meseta. Parecía raro que no lo hubieran visto o, en caso de haberlo visto, que no le hubieran hablado. Llamó y corrió hacia ellos. Uno era un joven de unos diecisiete años, el otro un hombre viejo y alto, de aire solemne y autoritario, envuelto en un manto azul, que llevaba un báculo tan alto como él. Realmente no parecía campesino y Kelderek, al detenerse ante él, pensó que al fin se le había dado vuelta la suerte y que tenía ante sí a alguien capaz de entender lo que necesitaba y de tratar de procurárselo.
—Señor —dijo Kelderek— te ruego que no me juzgues por las apariencias. La verdad es que estoy agotado tras vagar un día y una noche en la llanura y necesito mucho tu ayuda. ¿Quieres sentarte conmigo, porque creo que ya no puedo tenerme en pie… y dejar que te diga por qué estoy aquí?
El viejo puso la mano sobre el hombro de Kelderek.
—Dime primero —dijo con gravedad, señalando con el báculo hacia los despeñaderos— si lo conoces, el nombre de esos lugares que tenemos abajo.
—No lo sé. Nunca he estado aquí antes. ¿Por qué me preguntas?
—Sentémonos. Lo siento por ti, pero, una vez que estás aquí, ya no necesitas seguir vagando.
Kelderek, tan confundido por la fatiga que ya no podía medir las palabras, empezó diciendo que era el rey de Bekla. El viejo no mostró sorpresa ni incredulidad, asintió con la cabeza y no apartó la mirada, que expresaba una especie de severa y desprendida piedad, como la de un verdugo, o un sacerdote ante el altar de los sacrificios. Tan turbadora era esta mirada que, tras unos momentos, Kelderek apartó los ojos y habló mirando hacia el valle verde y los extraños despeñaderos. No dijo nada de Elleroth y Mollo o de la marcha hacia él Norte de Santil-ke-Erketlis, pero habló de la caída del techo del palacio, de la huida de Shardik y de cómo lo había seguido, había perdido a sus compañeros en la niebla y enviado un mensajero casualmente encontrado, con órdenes de que sus soldados lo siguieran y se reunieran con él. Habló de su viaje por la llanura y, señalando al pie de la colina, contó como Shardik —cuya captura era de máxima importancia— se había refugiado en uno de los despeñaderos donde sin duda dormía.
—Y ten la seguridad de una cosa, señor —terminó diciendo enfrentando los impávidos ojos una vez más y forzándose a sostener la mirada— cualquier daño que se nos haga al Señor Shardik o a mí será terriblemente castigado en cuanto sea descubierto… y lo será. Pero la ayuda de tu gente… porque presiento que eres aquí un hombre de importancia… para que el Señor Shardik vuelva a Bekla, será apreciada con la máxima generosidad. Cuando terminemos la tarea, pide cualquier recom-pensa razonable y te será concedida.
El viejo siguió en silencio. Kelderek, intrigado, sintió que, aunque el hombre lo había escuchado con atención, no estaba preocupado ni por el miedo a la venganza ni por la esperanza de la recompensa. Una rápida mirada al joven le mostró únicamente que el muchacho esperaba hacer lo que su amo ordenara.
El viejo se levantó y ayudó a Kelderek a ponerse de pie.
—Ahora necesitas dormir —dijo, hablando con voz afable pero firme, como un padre que habla a un hijo tras escucharle su cuentito de las aventuras del día—. Voy contigo…
La impaciencia se apoderó de Kelderek, junto con la perplejidad: aparentemente se prestaba muy poca atención a sus palabras.
—Necesito comida —dijo—, y hay que mandar un mensajero a Bekla. No es lejos… un hombre puede llegar a Bekla a la caída de la tarde, aunque te aseguro que mucho antes tropezará con algunos de mis soldados en el camino.
Sin decir más el viejo hizo una seña al joven, que se puso de pie, abrió su morral y lo puso en las manos de Kelderek. Allí había pan negro, queso de cabra y media docena de tendrionas secas, sin duda lo último que quedaba del almacenamiento de invierno. Kelderek, decidido a mantener la dignidad, dio las gracias con un movimiento de cabeza y puso el morral en el suelo, a su lado.
—El mensaje… —empezó de nuevo.
Pero el viejo seguía sin decir nada y por encima del hombro el joven dijo:
—Yo llevaré tu mensaje, señor. Iré en seguida.
Mientras Kelderek le hacía repetir dos o tres veces el mensaje y las instrucciones, el viejo siguió apoyado en d báculo, mirando el suelo. Su aire no era precisamente abstraído sino paciente y contenido, como el que podría tener algún señor o barón que, durante un viaje, espera que su criado vaya a preguntar cuál es el camino a seguir o a interrogar al posadero. Cuando Kelderek pagó al joven, recalcando que iba a recibir mucho más, primero al trasmitir el mensaje y luego cuando regresara con los soldados, el muchacho no miró el dinero, dio las liradas con una inclinación y partió sin más. Kelderek, desconfiado, lo siguió hasta perderlo de vista. Después se volvió hacia el viejo, que no se había movido.
—Gracias por tu ayuda, señor —dijo— te aseguro que no lo olvidaré. Como dices, necesito dormir, pero no debo alejarme del Señor Shardik, porque, si por casualidad vuelve a vagar, mi deber sagrado es seguirlo. ¿Puedes disponer de un hombre que vigile junto a mí y me despierte si es necesario?
—Iremos a esa hondonada oriental —contestó el viejo. Ahí encontrarás un lugar a la sombra y yo enviaré a alguien a que vigile mientras duermes.
Apretándose con la mano los ojos doloridos, Kelderek hizo una última tentativa de quebrar la grave reserva del otro.
—Mis soldados… grandes recompensas… tu gente te bendecirá… confío en ti, señor… —perdió el hilo de sus pensamientos y tartamudeó en ortelgano— es una suerte haber venido aquí…
Dios te ha enviado. A nosotros nos toca cumplir Su voluntad replicó el viejo. Aquello, pensó Kelderek, debía ser la frase hecha para agradecer a un huésped o un viajero. Recogió el morral y se apoyó en el brazo que le ofrecía su compañero. En silencio bajaron el declive, entre las pequeñas cúpulas de los hormigueros, los matorrales pastosos y las conejeras, hasta que llegaron a la hierba alta que rodeaba las hondonadas. Aquí, sin una palabra, el viejo se detuvo, se inclinó y ya se alejaba cuando Kelderek comprendió que se iba.
—Volveremos a encontramos —gritó, pero el otro pareció no haber oído. Kelderek se encogió de hombros, tomó el morral y se sentó a comer.
El pan era duro y hacía tiempo que las frutas habían perdido el zumo. Al acabar de comer todo lo que había, tuvo sed. No había agua, a menos que hubiera algún manantial o estanque en alguna de las grietas; pero estaba demasiado cansado para buscar en las tres. Decidió examinar la más cercana —parecía poco probable que Shardik estuviera alerta o que lo atacara— y si no veía u oía agua, simplemente tendría que pasarse sin beber hasta quedar dormido.
Las hierbas enmarañadas y las breñas le llegaban casi a la cintura. En verano, pensó, el lugar debía ser prácticamente intransitable, una verdadera espesura. Había andado solo unos pasos cuando tropezó con un objeto duro, se inclinó y lo recogió. Era una espada, herrumbrada casi hasta quebrarse, que tenía la empuñadura adornada con un diseño de flores y hojas en una plata ennegrecida desde hacía tiempo: la espada de un noble. La maniobró, sobre la hierba, preguntándose cómo habría llegado allí y, al hacerlo, la hoja se desprendió como una costra vieja y cayó entre las ortigas. Kelderek tiró también la empuñadura y se volvió.
Visto de cerca, el borde de la grieta parecía todavía más inclinado y abrupto que a la distancia. En verdad había algo siniestro en aquel lugar, descuidado y estéril en medio de la tierra feraz de alrededor. También había algo extraño en el susurro de la brisa entre las hojas, un gemido intermitente y profundo, como el de un viento invernal en una gran chimenea, aunque débil, como lejano. Y ahora, para su fantasía desvelada, fue como si los lados de la grieta se abrieran en una herida, como los bordes de un gran tajo hecho con un cuchillo. Llegó al borde y miró.
Las copas de los árboles más bajos se tendían abajo. Había un zumbar, un volar de los insectos y la titilación de las hojas. Dos grandes mariposas, recién despiertas del sueño invernal, agitaban las alas rojas como sangre a corta distancia de sus ojos. Lentamente su mirada recorrió la extensión despareja de ramas y volvió al declive empinado a sus pies. Soplaba el viento, las ramas se movían y súbitamente, como un hombre que se da cuenta que el sonriente desconocido con quien conversa es en realidad un loco que piensa atacarlo y asesinarlo. Kelderek retrocedió, agarrándose aterrado a las matas.
Debajo de los árboles había sólo oscuridad, la oscuridad de una caverna, una oscuridad de aire viciado y sonidos débiles, huecos. Más allá de los troncos más bajos, el terreno, desnudo y pedregoso, se convertía poco a poco en penumbra y luego en negrura. Los ruidos que oía eran ecos; como los de un pozo, pero magnificados al surgir de una profundidad mayor, inimaginable. El aire frío sobre la cara traía un olor tenue y atroz, no a podredumbre, sino de un lugar que nunca ha conocido la vida o la muerte, un abismo sin fondo, sin luz y nunca visitado desde el principio de los tiempos. En una fascinación de horror, echado sobre la barriga, tanteó en busca de una piedra y la tiró entre las ramas. Al hacerlo un confuso recuerdo emergió a la superficie de su mente, la noche, el miedo y el portador de un destino desconocido se movían en la oscuridad; pero su terror actual era demasiado agudo, y el recuerdo lo dejó, como un sueño. La piedra se abrió paso entre las hojas, golpeó una rama y desapareció. No hubo otro ruido. ¿Tierra blanda… hojas secas? Arrojó otra piedra, apuntando bien al centro de la pantalla cóncava de hojas. Ningún ruido indicó el instante en que había tocado tierra.
Y Shardik… ¿dónde estaba? Kelderek, con su sudor en la palma de las manos, la planta de los pies cosquilleada por el miedo al abismo sobre el que se asomaba, espió en las tinieblas buscando por lo menos algún reborde. No lo había.
De repente, a medias rogando, a medias desesperado, gritó con fuerza:
—¡Shardik, Señor Shardik!
Y entonces fue como si todos los espectros malignos y los fantasmas que caminan por la noche, contenidos en aquella negrura, hubieran sido liberados y corrieran hacia él. Sus gritos abominables ya no eran ecos, no debían nada a su propia voz. Eran las voces de la fiebre, de la locura, del infierno. A la vez profundas e insoportablemente agudas, lejanas y deslizándose entre los nervios de sus oídos, pinchando sus ojos y metiéndose en sus pulmones como un polvo inmundo que lo sofocaba, le hablaron con maligno deleite de una eternidad de condenación, en la cual el mero espectáculo de ellos en las tinieblas era un tormento intolerable. Sollozando, escondiendo la cabeza entre los brazos, Kelderek se arrastró hacia atrás, acurrucándose y tapándose los oídos. Poco a poco los sonidos se desvanecieron, su percepción normal volvió, y, al calmarse, cayó en un sueño profundo.
Durmió largas horas, sin sentir el sol de la primavera ni las moscas que se posaban en sus miembros. Cuando al fin despertó, fue primero consciente de la luz del día —la luz del fin de la tarde— y después de un confuso resonar de voces humanas que se parecían un poco a las terribles voces de la mañana. Pero, ya fuera porque no estaba junto al abismo o porque no era él quien gritaba, estas voces no inspiraban el terror de las otras. Supo que aquellas eran voces de hombres vivos, junto con ecos naturales. Se incorporó con cuidado y miró alrededor. A la izquierda, en el lado Sur de la grieta, donde Shardik había desaparecido aquella mañana, tres o cuatro hombres trepaban y corrían. Eran unos hombrecitos desarrapados y llevaban lanzas, uno arrojó la suya al huir y era evidente que estaban aterrados. Mientras miraba, otro tropezó, cayó y se incorporó sobre las rodillas. Después las matas del borde se abrieron y apareció Shardik y permaneció un momento mostrando los dientes, antes de caer sobre el hombre arrodillado y matarlo en el segundo en que éste iba a gritar. Después se volvió y empezó a abrirse paso por el borde hacia el lugar donde estaba tendido Kelderek. Kelderek estaba postrado sobre la hierba alta, conteniendo el aliento, y el oso cruzó a cinco pasos. Pudo oír su respiración: un sonido líquido y ahogado, como el que hace un hombre herido a quien le falta el aire. En cuanto se atrevió, Kelderek miró. Shardik se alejaba. En su pescuezo había una nueva y profunda herida, un agujero rasgado que sangraba.
Kelderek corrió por el borde de la grieta hasta los hombres, que se habían reunido alrededor del cuerpo de su compañero. Cuando Kelderek se acercó, los hombres recogieron las lanzas y lo enfrentaron, cambiando rápidamente unas palabras en un tupido dialecto beklano.
—¿Qué habéis hecho? —gritó Kelderek—. ¡Por el hálito de Dios, te haré quemar vivo por esto! —y con la espada en la mano amenazó al hombre más cercano, que retrocedió, apuntando con la lanza.
—Atrás, señor —gritó el hombre— no nos obligues a…
—¡Vamos, mátalo ahora! —gritó otro.
—No —intervino con rapidez el tercero—. El nunca fue al Estrel. Y después de lo que ha pasado…
—¿Dónde está vuestro maldito jefe, sacerdote o como se llame? —gritó Kelderek—. El viejo de la capa azul. ¡Él os ha mandado a esto! ¡Y yo confié en ese traidor mentiroso! Juro que todas las aldeas de esta maldita llanura arderán. ¿Dónde está ese viejo?
Se interrumpió, atónito, cuando el primer hombre súbitamente dejó caer la lanza, se acercó al borde de la grieta y lo miró, señalando hacia abajo.
—Apartaos, entonces —dijo Kelderek—… no… com-pletamente… allí… ¡no confío en vosotros, asesinos comedores de mierda!
Una vez más se arrodilló al borde del abismo. Pero aquí los primeros metros del declive se inclinaban ligeramente. No muy lejos, semioculto entre los árboles, había mi desfiladero nivelado y pastoso; con un pequeño estanque. Shardik al echarse allí, había aplastado y achatado la hierba. En la mitad del estanque, boca abajo, estaba el cuerpo de un hombre, envuelto en una capa azul. La parte de atrás del cráneo estaba hecha trizas hasta los sesos y, cerca, yacía la punta ensangrentada de una lanza. En ninguna parte se veía el asta. Tal vez había caído al abismo.
Al oír un movimiento detrás, Kelderek se incorporó de un salto. Pero el hombre que se había acercado no estaba armado.
Ahora puedes irte, señor —murmuró, mirando fijamente a Kelderek y temblando como ante un ser sobrenatural—. Nunca he visto antes una cosa así, pero sé lo que espera a quien sale vivo del Sendero. Ahora que lo has visto, habrás comprendido que está más allá de nosotros y de nuestro poder. Es la voluntad de Dios. Pero ¡en su nombre, señor, no nos hagas daño y vete!
Y entonces los tres cayeron de rodillas, juntaron las manos y lo miraron con un miedo tan patente y tanta súplica, que Kelderek no supo qué pensar.
—Nadie te tocará ahora, señor —dijo al fin el primer hombre— ni nosotros ni nadie. Si quieres, iré contigo adonde tú quieras, hasta los límites de Urtah. Pero ¡vete!
—Bien —dijo Kelderek—, vendrás conmigo y si alguno de vosotros, bastardos alimentados a bosta, me traiciona, tú serás el primero en morir. No… deja la lanza y vamos.
Pero al cabo de unos kilómetros soltó al miserable y abyecto rehén, que parecía tenerle miedo como a un espectro salido de entre los muertos; y una vez más siguió solo, cautelosamente, la forma distante de Shardik, que avanzaba por el valle hacia el Norte.