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La aldea

Todo aquel día, con el sol avanzando en el cielo a sus espaldas, Kelderek siguió a Shardik, que proseguía. El paso del oso variaba poco. A veces iniciaba un pesado trote, pero después de hacer una corta distancia vacilaba y movía la cabeza repetidas veces, como para librarse de un dolor irritante. Aunque la herida entre los omóplatos ya no sangraba, era claro, por su paso inquieto y a tropezones, un aire general de incomodidad que no lo dejaba en paz. A menudo se erguía sobre las patas traseras y miraba la llanura en tomo y Kelderek, asustado y sin protección en aquel espacio abierto, se quedaba quieto o se dejaba caer de rodillas y se acurrucaba. Pero al menos era fácil no perderlo de vista a la distancia; y por muchas horas, a la distancia de un tiro de flecha o más, Kelderek avanzaba serenamente sobre la hierba o las matas, listo para huir si el oso se volvía y corría hacia él. Pero Shardik parecía no haberse dado cuenta de que lo seguían. Una vez, al llegar a un manantial, se detuvo para beber y chapotear en el agua; y otra vez descansó en un bosquecillo de mirtos, plantado como señal en tomo a uno de los manantiales usados, en tiempo inmemorial, por los pastores vagabundos. Pero ambas detenciones terminaron bruscamente; el oso parecía impacientarse de tanta demora y volvía a emprender la marcha por la llanura.

Dos o tres veces avistaron ganado que pastaba. A pesar de lo lejos que estaban, Kelderek percibió que las bestias se volvían y levantaban todas la cabeza, inquietas y desconfiadas ante la criatura desconocida que se acercaba. Kelderek esperó tener la suerte de poder llamar a algún muchacho pastor para enviarlo con un mensaje, pero siempre Shardik pasó bastante alejado de los rebaños y Kelderek, antes que dejarlo, prefirió esperar otra oportunidad.

Al caer la tarde dedujo por el sol que Shardik ya no se movía hacia el Noreste sino hacia el Norte. Habían penetrado profundamente en la llanura —todavía no sabía qué distancia— tal vez quince kilómetros al Este del camino que corría desde Bekla hasta las colinas de Guelt. El oso no daba señales de detenerse o de retroceder. Kelderek, que había esperado que vagara hasta encontrar comida y que durmiera después, no había previsto aquel viaje continuo, sin pausa para descansar o comer, de una criatura recientemente herida y tanto tiempo encerrada. Comprendió ahora que Shardik debía estar movido por una abrumadora determinación de escapar de Bekla, de no detenerse ante nada hasta haberla dejado muy atrás, y evitar en su trayecto todos los lugares en los que se refugiaba el hombre. El instinto lo llevaba hacia las montañas y podía llegar a ellas, si esa era su intención, en dos o tres días. Una vez en ese terreno iba a ser difícil capturarlo, la última vez había costado vidas y quemar parte de un sendero de una comarca en parte habitada. Pero, si podían reunirse ahora hombres suficientes, se lo podría hacer dar vuelta y, pese a lo peligroso que era, llevarlo con antorchas y ruido hasta algún cercado o algún otro lugar seguro. En verdad iba a ser un asunto desesperado, pero, fuere cual fuere el resultado, lo más necesario era interrumpir su huida. Había que enviar un mensaje y tenían que mandarle ayuda.

Cuando el sol empezó a hundirse Kelderek estaba muy cansado y molesto por el dolor de la puñalada de la cadera. Concentrado en permanecer alerta ante Shardik, fue consciente sólo gradualmente, como un hombre que despierta, de distantes voces humanas y del mugir del ganado. Al mirar alrededor vio en una hondonada, lejos, a la izquierda, una aldea: cabañas, árboles y la mancha gris brillante de un estanque. Con facilidad podía haberla dejado de lado, porque las construcciones bajas y poco notables, irregulares de línea y casuales como las rocas o los árboles, parecían, en su mezcla de barro, gris y terracota, casi parte natural del paisaje. Todo lo que penetró en su visión y oído fatigados fue un poco de humo, el movimiento del ganado y los gritos lejanos de los muchachos que llevaban de vuelta los rebaños.

En este momento Shardik, que marchaba unos cuatrocientos metros por delante, se detuvo y se echó sobre sus huellas, como demasiado fatigado para seguir. Kelderek esperó, contemplando la débil sombra de una brizna de hierba junto a un guijarro. La sombra alcanzó y cruzó el guijarro, pero Shardik no se levantó. Finalmente Kelderek se dirigió a la aldea, mirando continuamente hacia atrás para estar seguro del camino recorrido.

Pronto llegó a un sendero, y éste lo llevó a los rediles del ganado en las afueras de la aldea. Allí había una batahola y los pastores charlaban excitados, recriminándose, lanzando gritos, golpeándose, empujándose y corriendo de aquí para allá, como si nunca hubiera sido guardado el ganado en unos corrales desde que empezó el mundo. Las flacas bestias ponían los ojos en blanco, se babeaban, topaban, bajaban y tendían las cabezas sobre los lomos mientras se amontonaban en los rediles. Hubo coletazos, olor a estiércol fresco y una nube de polvo flotó brillante en la luz del crepúsculo. Nadie notó a Kelderek, que se quedó quieto unos momentos, reconfortado y alentado por la escena familiar y antiquísima.

De repente, uno de los muchachos lo vio, lanzó un grito, señaló, estalló en llanto y empezó a tartamudear con una voz descompuesta por el miedo. Los otros, siguiendo su mirada, contemplaron con los ojos muy abiertos, dos o tres retrocedieron, con los nudillos apretados sobre la boca abierta. El ganado, abandonado a sí mismo, siguió entrando en los rediles por su propia cuenta. Kelderek sonrió y se adelantó, tendiendo ambas manos.

—No temáis —dijo al chico que estaba más cerca—, soy un viajero y yo…

El muchacho se dio vuelta y salió corriendo; y en seguida todo el grupo huyó, precipitándose entre los cobertizos, hasta que ninguno quedó a la vista. Kelderek, atónito, caminó hasta que estuvo entre las polvorientas casas. Aún no se veía a nadie. Se detuvo y gritó:

—Soy un viajero de Bekla. Necesito ver al alcalde. ¿Dónde queda su casa? —Pero nadie contestó y, yendo a la puerta más cercana, golpeó en las maderas con el dorso de la mano. Un hombre con el ceño fruncido, que llevaba un grueso palo, abrió la puerta.

—Soy ortelgano y capitán en Bekla —dijo rápidamente Kelderek—. Si me haces daño esta aldea será quemada sin dejar huellas.

Adentro una mujer empezó a llorar. El hombre contestó:

—Ya han tomado la cuota. ¿Qué quieres?

—¿Dónde vive el alcalde?

El hombre señaló en silencio hacia una casa más grande, un poco apartada, hizo una seña con la cabeza y cerró la puerta.

El alcalde era canoso, astuto y digno, un hombre que sabía tomar su tiempo, que usaba las convenciones y la cortesía para medir a su hombre y lograr una oportunidad de pensar. Con impenetrable amabilidad saludó al desconocido, dio orden a sus mujeres y, mientras le traían, primero agua y una toalla delgada, luego comida y bebida (que Kelderek no hubiera rehusado aunque el sabor hubiese sido dos veces más rancio), habló con cuidado de las perspectivas del pastoreo de verano, del precio del ganado, de la sabiduría e invencible fuerza de los actuales dirigentes de Bekla y de la prosperidad que sin duda habían traído al país. Mientras lo hacía, sus ojos no perdían nada de la apariencia ortelgana del desconocido: sus ropas, su hambre y las heridas vendadas de la pierna y del antebrazo. Al fin, cuando evidentemente descubrió que había averiguado todo lo que podría averiguar y que no iba a sacar más ventajas esquivando el punto (fuera cual fuere), hizo una pausa, se miró las manos cruzadas y esperó en silencio.

—¿Podrías prestarme dos muchachos para un viaje a Bekla? —preguntó Kelderek—. Pagaré bien.

El alcalde siguió un rato en silencio, pesando sus palabras. Finalmente replicó:

—Señor: tengo la nota que me dio el gobernador provincial cuando pagamos nuestra cuota el último otoño. Te la mostraré.

—No entiendo. ¿Qué quieres decir?

—Esta aldea no es grande. La cuota es dos muchachas y cuatro muchachos cada tres años. Lógicamente damos al gobernador un regalo en ganado, o le mostramos nuestra gratitud no aumentando el precio. Por dos años y medio no deberemos nada. ¿Tienes alguna orden?

—¿Orden? Aquí hay un error…

El alcalde lo miró bruscamente, oliendo algo turbio y dispuesto al ataque.

—¿Puedo preguntarte si eres un comerciante con licencia? Si es así, seguramente conoces los acuerdos impuestos a esta aldea.

—No tengo nada que ver con los comerciantes. Yo…

—Perdona, señor —dijo cortante el alcalde, y su tono se volvió algo menos deferente—. No puedo menos de encontrar eso difícil de creer. Eres joven, y, sin embargo, adoptas un aire de autoridad. Llevas las ropas mal ajustadas y… eh… probablemente adquiridas de un soldado. Es evidente que has caminado mucho, acaso por algún camino solitario, porque estabas muy hambriento; te han herido hace poco en varias partes… las heridas sugieren una lucha cuerpo a cuerpo más que una batalla… y, si no me equivoco, eres ortelgano. Me has pedido dos muchachos para un viaje a Bekla, según dices, y afirmas que pagarás bien. Tal vez, al oírte decir i-so, algunos alcaldes contestarían: «¿Cuánto?». Por mi parte, quiero conservar el respeto de mi pueblo y morir en mi cama, pero, dejando eso de lado, no me interesa tu tipo de propuesta. Todos somos aquí pobres, pero, sin embargo, esta gente es mi gente. Estamos obligados a obedecer la ley ortelgana, pero como te he dicho, hemos pagado durante dos otoños. No puedes forzarme a tratar contigo.

Kelderek se puso de pie.

—Te digo que no soy comerciante de esclavos. No me has entendido ¡en absoluto! Si soy un traficante de esclavos sin licencia, ¿dónde está mi gente?

—Eso es lo que me agradaría saber… dónde y cuántos son. Pero te prevengo que mis hombres están alerta y resistiremos hasta morir.

Kelderek volvió a sentarse.

—Señor, debes creerme… no soy un traficante de esclavos… soy un señor de Bekla. Si nosotros…

La profunda luz de afuera se llenó de pronto de clamores, hombres que gritaban, ruido de cascos de caballos y los mugidos del ganado aterrado. Las mujeres empezaron a chillar, las puertas se golpeaban y se oyeron pasos que corrían por el sendero. El alcalde se puso de pie cuando un hombre se precipitó dentro del cuarto.

—Una bestia, señor, algo como nunca se ha visto… una bestia gigante que se pone de pie… tres veces la altura de un hombre… rompió los barrotes del gran corral como si fueran astillas… el ganado se ha enloquecido… se ha espantado y ha salido a la llanura. ¡Oh, señor, el diablo… el diablo ha caído sobre nosotros!

Sin una palabra y sin vacilar el alcalde pasó junto a Kelderek y cruzó la puerta. Kelderek oyó que llamaba a sus hombres por el nombre, y su voz se volvía más débil a medida que se acercaba a los rediles, en el límite de la aldea.