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El portillo

Cuentan… ah, se cuentan muchas cosas del paso de Shardik por Bekla, y de la manera en que inició su oscuro viaje hacia la imprevisible meta señalada por Dios. ¿Muchas cosas? ¿Por cuánto tiempo anduvo suelto dentro de los muros de Bekla, bajo la cumbre del Crándor? Quizás por el tiempo que tarda una nube, ante los ojos del que observa, en pasar por el cielo. Una nube cruza el cielo y uno ve un dragón, otro un león, otro una ciudadela con torreones o un promontorio azul con árboles. Algunos dicen lo que han visto y otros dicen lo que les han dicho… muchas cosas. Se dice que el sol se’ oscureció cuando partió el señor Shardik, que las paredes de Bekla se separaron para dejarlo pasar, que las trepsis, antes blancas, han dado pimpollos rojos desde el día en que la huella de sus patas ensangrentó las flores al pasar. Se dice que Shardik derramó lágrimas, que un soldado levantando de entre los muertos se acercó a él con la espada desenvainada, que se volvió invisible para todos, salvo para el rey. Se contaron muchas cosas, y maravillosas. Pero ¿qué valor tiene el grano de arena en el corazón de una perla?

Shardik, avanzando en la niebla y espantando al ganado aterrado que, de paso hacia el mar, turba a los peces menores al cruzar un estanque, dejó la ribera Sur del lago y empezó a ascender la cuesta del áspero pastizal. Kelderek lo siguió, mientras oía tras de sí el tumulto y los clamores que se extendían por la ciudad. A la derecha el Palacio de los Barones se levantaba indistinto e irregular, como una isla de rocas altas a la caída de la noche; y al detenerse, vacilante acerca de la dirección que había tomado Shardik, una única campana empezó a repicar, ligera y rápida, desde una de las torres. Siguiendo las huellas del oso hasta un pedazo de terreno blando, se sorprendió al ver sangre fresca junto a ellas, ya que las huellas mismas no eran sangrientas. Unos momentos después, en un claro casual entre la niebla, volvió a ver nuevamente a Shardik, casi a tiro de flecha sobre el declive, y divisó entre sus omóplatos el tajo rojo de la herida reabierta.

Este era un toque de mala suerte que volvía más dificultosa su tarea, y meditó en la cosa mientras avanzaba con cautela. Volver a capturar a Shardik era sólo cuestión de tiempo, porque la Puerta del Pavo Real y la, Puerta Roja de la ciudadela eran las únicas salidas de la ciudad alta. Elleroth, igualmente, estuviera donde estuviere, no iba a poder trepar los muros, ya que sólo podía usar una mano. Sería mejor ahora, si lo encontraban, matarlo en el lugar, sin capturarlo de nuevo. Su culpa había sido demostrada al máximo. ¿Acaso no había hablado él mismo de una acción de guerra deliberada? Como fugitivo dentro de los muros era imposible que continuara mucho tiempo suelto. Sin duda Maltrit, aquel competente oficial de toda confianza, ya había salido en su búsqueda. Kelderek miró alrededor para ver si había alguien a quien poder llamar. La primera persona a mano podía ser enviada a Maltrit con un mensaje: cuando encontraran a Elleroth tenían que matarlo en el acto. Pero ¿qué pasaría si los que lo buscaban tropezaban con Shardik en medio de la niebla? En aquel estado ofuscado y asustado, enfurecido además por el dolor de la herida que le había infligido Mollo, el oso iba a ser mortalmente peligroso… demasiado peligroso para que se pudiera intentar capturarlo por el momento. La única treta consistía en retirar todo el ganado de la ciudad alta, junto con todo lo que pudiera ser alimento, y dejar el Pozo de Roca abierto y con una trampa, esperando que el hambre obligara a Shardik a volver. Pero no se podía dejar que el Poder de Dios vagara solo, sin vigilancia ni atención, mientras todo su pueblo se protegía de él. Había que mostrar que el rey-sacerdote dominaba la situación. Además, era probable que Shardik empeorara antes de volver al foso. En aquel frío desa-costumbrado, herido y sin alimentos, podía morir incluso en las solitarias alturas orientales de Crándor, hacia donde parecía dirigirse. Había que vigilarlo —tanto de noche como de día— una tarea que no se podía confiar a ninguno de los que habían quedado en la ciudad. Si había que realizarla de veras, el rey debía dar el ejemplo.

Y el conocimiento que él tenía de Shardik, de su astucia y ferocidad, del fluir y refluir de la marea de su furor salvaje, le hizo abarcar la extensión del peligro.

Casi a trescientos metros sobre Bekla, una estribación corría hacia el Este desde la cumbre de Crándor. La línea del muro de la ciudad, aprovechando las rajaduras y los puntos abruptos en el flanco de la montaña, trepaba por el declive oriental de esta cresta y se volvía hacia el Oeste a la altura de la Puerta Roja de la ciudadela. Era un lugar salvaje, lleno de matorrales, que revelaba poco a los ojos de alguien que llegara desde abajo, y Kelderek, sudando en el aire frío y echando hacia atrás la pesada túnica que lo estorbaba, se detuvo bajo la cresta, escuchando y observando el bosquecito donde había visto a Shardik desaparecer entre los árboles. Un poco a la izquierda corría el muro, de unos seis metros de alto, y el cielo nublado mostraba aquí y allá su blancura por las estrechas troneras que daban sobre el declive exterior. A la derecha un arroyuelo saltaba por una barranca rocosa, desde la espesura. Era el último lugar por el cual un hombre en su sano juicio podía seguir a un oso herido.

No oía nada, fuera de los ruidos naturales de la ladera de la montaña. Un buitre, que voló sobre sil cabeza, lanzó su grito áspero y plañidero y desapareció. Una brisa agitó los árboles y se esfumó. El rumor incesante y cercano del agua se convirtió al fin en el sonido del silencio… eso y el ruido todavía perceptible de la ciudad abajo. ¿Dónde estaba Shardik? No podía estar lejos, limitado como estaba por la curva del muro. O bien estaba ya del otro lado de la cresta y marchaba al Oeste, hacia la Puerta Roja, o lo que parecía más probable, se había refugiado entre los árboles. Si ahora estaba allí no podía moverse sin ser oído. No quedaba más remedio que esperar. Tarde o temprano uno de los soldados, buscando, se iba a acercar y él podría mandarlo con un mensaje.

Bruscamente, desde los árboles de arriba, llegó ruido de madera que se astillaba y el rechinar y golpear de piedras que caían. Kelderek se sobresaltó. Mientras escuchaba, llegó el mismo grito que le había llegado desde los jardines de cipreses por la noche: un violento rugido de dolor, que nadie podía emitir fuera de Shardik. Ante esto, temblando de terror y moviéndose como en un trance, se abrió paso al tanteo por el sendero que ya había roto el oso entre los matorrales y las enredaderas y espió en la media luz, entre los árboles.

El bosquecillo estaba vacío. En el extremo oriental, donde los árboles y matas se apretaban contra el abrupto muro, había una abertura dentada e irregular, brillante a la luz del día. Al acercarse, con cautela, vio atónito que era un zaguán abierto. Varias piedras apiladas a los lados habían sido forzadas fuera de sus jambas y yacían esparcidas. La pesada puerta de madera, que se abría hacia afuera, debía haber sido dejada abierta por alguien que había pasado por allí, porque no había picaporte y los cerrojos estaban bajos. El gozne superior había sido removido de su sitio en la jamba y la puerta astillada estaba vencida, con el extremo de abajo metido entre la tierra. El arco de piedra, aunque dañado, estaba, todavía en su sitio, pero arriba, la sagita central estaba totalmente cubierta de sangre, como un arma arrancada de una herida.

En el lado interno del zaguán, donde un hombre debía detenerse para poner los cerrojos, Kelderek vio algo que brillaba a medias pisoteado en el suelo. Se inclinó y lo recogió. Era el emblema, de oro con el ciervo de Santil-ke-Erketlis, el pendiente todavía sujeto a la fina cadena arrancada.

Atravesó el zaguán. Debajo de él se levantaba la niebla desde la gran expansión de la llanura Beklana. Shardik, con el lomo y los hombros cubiertos de sangre, con la herida desgarrada de nuevo por la sagita del marco de la puerta, descendía la montaña unos setenta metros más abajo.

Al seguir de nuevo, abriéndose camino y sujetándose con las manos en las peñas, Kelderek empezó a darse cuenta que no estaba en condiciones de realizar una empresa larga o ardua. Mollo, antes de morir, lo había tajeado o desgarrado en una media docena de lugares y estas heridas curadas a medias, bastante soportables cuando estaba en su cuarto, empezaban ahora a palpitar y a lanzar punzadas de dolor a través de sus músculos. Una o dos veces trastabilló y casi perdió el equilibrio. Sin embargo, ni siquiera cuando sus pies inseguros hicieron rodar piedras ruidosas y sueltas por el declive, Shardik, que estaba allá abajo, se dio vuelta para mirar o prestar la menor atención y, al llegar al pie oriental del Crándor, continuó en la misma dirección. Por miedo a los salteadores, las matas a ambos lados del camino de las caravanas habían sido cortadas a una profundidad de un tiro de flecha. El oso cruzó el espacio abierto sin vacilar y entró en los terrenos salvajes de la llanura misma.

Kelderek, al acercarse al camino, se detuvo y miró la cara oriental a medida que descendía Le sorprendió que, aunque tantos viajaban por ese camino, nunca había oído hablar de la portezuela en la cresta oriental. El muro, según veía ahora, no seguía en modo alguno una línea recta, y estaba oculto por peñascos para quien mirara desde abajo. La portezuela debía quedar —y ya no dudaba que había sido puesta allí de manera deliberada— en algún ángulo oblicuo de la pared, porque no podía verla ya, aunque sabía dónde buscarla. Al volverse para seguir, preguntándose para qué dudoso propósito había sido hecha y maldiciendo la mala suerte a la que habría servido, vio un hombre que se acercaba por el camino desde el Sur. Esperó: el hombre se acercó y Kelderek vio que estaba armado y llevaba el bastón rojo de los correos del ejército. Aquí, por lo menos, había una oportunidad para mandar noticias a la ciudad.

Reconoció luego al hombre como a un ortelgano bastante mayor que él, un antiguo maestro arquero que estaba antes al servicio de la familia de Ta-Kominion. Era sorprendente que estuviera a su edad en servicio activo, aunque probablemente fuera por voluntad propia. En los antiguos días de Ortelga los muchachos habían cambiado su nombre de Kavass por el de «Viejo-Bésame-el-Culo», debido a la marcada deferencia y respeto con que trataba siempre a sus superiores. Excelente artesano, hombre honrado, sencillo e irritantemente infantil, parecía tener un verdadero deleite en afirmar que los que estaban por encima de él (fueran cuales fueran sus orígenes) sabían más que él y que la fe y la lealtad eran los primeros deberes de un hombre. Ahora, al reconocer al rey, desaliñado y solo en el camino, en seguida se llevó la palma de la mano a la frente y cayó sobre una rodilla, sin la menor muestra de sorpresa. Sin duda habría hecho lo mismo si lo hubiera visto adornado con trepsis y parado sobre la cabeza.

Kelderek le tomó la mano y lo hizo poner de pie.

—Eres viejo para correo, Kavass —dijo—. ¿No podían acaso mandar a un hombre más joven?

—Oh, me presenté como voluntario, monseñor —replicó Kavass—. Esos jóvenes de hoy en día no son tan de confiar como un hombre mayor, y cuando partí no se sabía si un correo podría llegar finalmente a Bekla.

—¿De dónde vienes, pues?

—De Iapán, monseñor. Nuestro grupo estaba adjunto al flanco derecho del ejército del general Gued-la-Dan, pero parece que él tuvo que hacer una marcha forzada y no se detuvo para decimos dónde. Entonces el capitán me dijo: «Bueno, Kavass, ya que hemos perdido contacto con el general Gued-la-Dan, y parece que tenemos un flanco abierto a la izquierda, dentro de lo que puedo ver, es mejor que vayas a buscar órdenes de Bekla. Pregunta si debemos seguir aquí, si debemos retroceder, o qué».

—Dile de mi parte que inicie la marcha hacia Thettit-Tonilda. Debe enviar allí otro correo en seguida, para enterarse dónde está el general Gued-la-Dan, y obtener nuevas órdenes. El general Gued-la-Dan puede necesitarlo mucho.

—¿A Thettit-Tonilda? Muy bien, monseñor.

—Ahora escucha, Kavass —y lo más sencillamente posible Kelderek explicó que Shardik y un enemigo escapado de Bekla estaban sueltos en la llanura, y que debían ser convocados unos exploradores para buscar al fugitivo y reemplazarlo a él en la tarea de seguir al oso.

—Muy bien, monseñor —dijo otra vez Kavass—. ¿De dónde deben venir?

—Yo voy a seguir al Señor Shardik lo mejor que pueda hasta que ellos me alcancen. No creo que vaya lejos o que marche muy de prisa. Sin duda podré enviar otro mensaje desde alguna aldea.

—Muy bien, monseñor.

—Otra cosa, Kavass. Tendré que pedirte prestada la espada y el dinero que tengas. Es probable que los necesite. También tendremos que cambiar de ropa, como en los viejos cuentos, y me pondré ese jubón y esos pantalones que llevas. Esta ropa no es buena para cazar.

—Llevaré tus ropas a la ciudad, monseñor. ¡Caramba, van a preguntarse qué he hecho hasta que se los diga! Pero no te preocupes… seguirás bien al Señor Shardik. Si hubiera más gente que confiara sencillamente en él, como tú y yo, sin preguntar nada, entonces el mundo andaría bien.

—Sí, claro. Bueno diles que se den prisa —dijo Kelderek, y sin más se internó por la llanura. Pensó que ya se había demorado bastante y que no iba a serle fácil volver a ver a Shardik. Sin embargo, al pensar inconscientemente en los términos del bosque que había conocido cuando ejercía su oficio, había olvidado que esta comarca era diferente. Casi en seguida volvió a ver al oso, ochocientos metros hacia el Noreste, avanzando tan tranquilamente como un viajero por un camino. Fuera de las chozas de una aldea distante, a la derecha, la llanura se extendía desierta hasta donde podían ver los ojos.

Kelderek no dudaba que debía seguir avanzando. En Shardik yacía todo el poder de Ortelga. Si se lo dejaba vagar solo y sin cuidados, se iba a volver claro a los ojos de los campesinos —sin duda había, muchos hostiles a los dirigentes ortelganos— que algo andaba mal. Las noticias de los lugares por donde andaba podían ser inventadas o escondidas. Alguien podía herirlo de nuevo, o quizás, matarlo mientras dormía. Ya había sido bastante difícil seguirlo cinco días años atrás, después de la caída de Bekla y la retirada de Santil-ke-Erketlis. Pese a su dolor y cansancio y al peligro implícito, a la larga iba a ser más fácil ahora seguir las huellas. Además, podía confiar en Kavass, y los exploradores seguramente iban a encontrarlos antes de la caída de la noche. Aunque débil, iba a estar a la altura de la tarea.