31
El ascua ardiente

La noche se puso fría, a punto de helar, y poco después de la medianoche una niebla blanca empezó a invadir la ciudad baja, subió lentamente, cubrió las tranquilas aguas del Barb y se espesó en torno al Palacio y la ciudad alta, hasta que ya no fue posible ver de uno a otro edificio. Ahogaba las toses de los centinelas y el pataleo de sus pies para calentarse —¿o acaso era, pensó Kelderek, que estaba de pie envuelto en una capa frente a la ráfaga fría que entraba por la ventana de su cuarto, que se dan palmadas y patean el suelo para quebrar el silencio cercano y solitario?— La niebla entró en el cuarto y volvió más densa su respiración; las mangas, la barba estaban frías y húmedas al tacto. En un momento oyó sobre su cabeza un rumor de alas de cisnes que volaban sobre la niebla, con un sonido rítmico, no turbado que le recordó el lejano Telthearna. Se perdió en la distancia, conmovedor como el silbido de un pastorcito para los oídos de un hombre en la celda de una cárcel. Pensó en Elleroth, sin duda también despierto, y se preguntó si los dos habrían oído a los cisnes. ¿Quiénes eran sus guardias? ¿Le habrían permitido enviar algún mensaje a Shardik para arreglar sus asuntos, elegir algún amigo para que actuara en su nombre? ¿No le correspondía a él averiguar estas cosas… hablar con Elleroth? Se acercó a la puerta y gritó:

—¡Sheldra!

No hubo respuesta y Kelderek salió al corredor y volvió a llamar.

—Monseñor —contestó la muchacha adormilada y, poco después fue hacia él con una lámpara: la cara soñolienta asomaba por la capucha de la capa.

—Escucha —dijo él— iré a ver a Elleroth. Tú tienes que…

Vio la mirada atónita de ella cuando el sueño desapareció de su mente. Sheldra retrocedió un paso, levantó más alta la lámpara. En su cara él leyó la imposibilidad de lo que había dicho, las cabezas que se meneaban a sus espaldas, los cálculos de los soldados, las preguntas finales de Zelda y Gued-la-Dan; la glacial indiferencia del mismo Elleroth ante la solicitud fuera de lugar del curandero ortelgano; y como crecía y se expandía entre la gente del pueblo algún relato deformado.

—No —dijo— no importa. He dicho algo que no pensaba… el resto de un sueño. Vine a preguntarte si has visto al Señor Shardik desde el anochecer.

—Yo no, monseñor, pero dos mujeres están con él. ¿Quieres que baje?

—No —dijo él de nuevo—. Vuelvo a la cama. No es nada. La niebla me ha turbado… imaginé que al Señor Shardik le había ocurrido algo…

Ella siguió quieta: su cara espesa expresaba una sorpresa atónita. Él se dio vuelta, la dejó y volvió a su cuarto. La llama de la lámpara formaba un nimbo tristón en la niebla que flotaba en el aire. Se echó boca abajo en la cama, con la cabeza apoyada en el brazo doblado.

Sin saber cómo fue presa de un presentimiento, una premonición tan vaga e indefinida que no podía desentrañarla. No, pensó, no podía ser adivinación de su parte. La pura verdad era que, pese al horror por la fechoría de Elleroth, sentía náuseas ante aquella muerte a sangre fría. «Debían haberlo matado cuando bajó del techo» exclamó en voz alta; se estremeció de frío y se cubrió con las mantas.

Dormitó un poco, despertó, dormitó y volvió a despertar. El pensamiento se disolvió en fantasía y, entre dormido y despierto, se imaginó saliendo de aquella ventana como de la fisura abierta en una caverna; y, al emerger, volvió a ver la luz de las estrellas los Arrecifes que descendían entre los árboles de Quiso. Estaba a punto de bajar por la pendiente hacia el fondo cuando se detuvo al oír detrás un ruido; se volvió y se encontró cara a cara con la Vieja bruja de Guelt, que se inclinó y se echó a sus pies.

Despertó con un grito. La niebla seguía llenando el cuarto, pero ya había una grisácea luz diurna y en el corredor oyó las voces de los criados. Sus heridas vendadas palpitaban y le dolían. Llamó, pidió agua y después, vistiéndose sin ayuda, dejó la corona y el cetro sobre la cama y se sentó a esperar a Sheldra.

Pronto llego desde la terraza ruido de pasos y de voces bajas. Los que iban a asistir a la ejecución debían estar llenando el recinto. No miró, sino que siguió en el borde de la cama, con la mirada fija al frente y la oscura túnica cubriéndolo desde los hombros hasta el suelo. Elleroth, pensó, también esperaba; no sabía dónde; tal vez no muy lejos… tal vez lo bastante cerca para oír los pasos y las voces que disminuían y el silencio que volvía… un silencio atento, expectante.

Cuando oyó los pasos de Sheldra en el corredor se levantó bruscamente y llegó a la puerta antes que ella. Comprendió que quería evitar el oír la voz de la mujer, esa voz que no hubiera sonado diferente si viniera a decirle que el Señor Shardik había dado vida a los muertos y establecido la paz desde Ikat hasta el Telthearna. Cuando él atravesó el umbral ella esperaba ya y lo miró impasible, con una cara que no expresaba ni miedo ni excitación. Él saludó gravemente con la cabeza y ella, sin hablar, se volvió para precederlo. Detrás de Sheldra esperaban las otras mujeres, y sus vestiduras tiesas llenaban el estrecho corredor de pared a pared. Él levantó la mano para que cesaran los murmullos y preguntó:

—El Señor Shardik… ¿en qué estado de ánimo se encuentra? ¿Está incómodo por la multitud?

—Está inquieto, monseñor, y mira enfurecido alrededor —contestó una de las muchachas.

—Está impaciente por ver a su enemigo —dijo otra. Tuvo una rápida risita y se calló, mordiéndose los labios, cuando Kelderek volvió la cabeza y la miró fríamente.

Él dio una orden y ellas lo siguieron lentamente por el corredor, precedidos por el retumbar del gong. Al mirar hacia abajo, cuando llegó a lo alto de la escalera, Kelderek vio la niebla que se infiltraba por el zaguán abierto y el joven soldado que estaba a la entrada y que levantó la mirada hacia ellos. Una de las muchachas tropezó y se sostuvo con una mano que resbaló sobre el muro. Apareció un oficial, miró a Sheldra, asintió y salió por la puerta Sheldra volvió la cabeza y murmuró:

—Ha ido a traer al prisionero, monseñor.

Entraron al recinto. Apenas pudo reconocerlo, porque parecía mucho más cerrado y pequeño. Este no era el gran espacio lleno de ecos y de llamas que surgían en la penumbra, donde había pasado tantas noches en soledad. Aunque las ropas de los espectadores eran de todos los tonos —algunos chillones y bárbaros como de nómades o de salteadores de caminos— en la húmeda tiniebla todo el brillo y la variedad se apagaban, como los colores de las hojas mojadas en otoño.

Habían cubierto el suelo con una mezcla de arena y viruta, de manera que ningún sonido provenía de sus pasos o de los pasos de las mujeres que lo precedían. En el centro del recinto se había dejado un espacio abierto frente a los barrotes y aquí, en una tentativa de aclarar y calentar el aire, se había instalado un brasero de carbón El leve humo y el vaho iban de aquí para allá. Los hombres tosían y partes del combustible amontonado resplandecían cuando una ráfaga les daba más fuerza. Cerca del brasero había un grueso banco, donde los tres soldados encargados de la ejecución habían depositado su equipo: una larga espada de mango doble, una bolsa de afrecho para absorber la sangre y tres capas, cuidadosamente dobladas, para cubrir la cabeza y el cuerpo en cuanto se diera el golpe.

En el centro del espacio un disco de bronce había sido colocado en el suelo y sobre éste Kelderek, flanqueado por las mujeres a ambos lados, ocupó su sitio, enfrentando el banco y los soldados que esperaban. Por un instante le entrechocaron los dientes. Los apretó, levantó la cabeza y se encontró mirando a Shardik a los ojos.

El oso parecía insustancial, monstruoso, sombrío en la penumbra humeante y nebulosa, como algún espectro que hubiera emergido del fuego y que meditara oscuramente allí, en la media luz. Se había acercado a los barrotes y, parado sobre las patas traseras, miraba hacia abajo, con las manos apoyadas en las barras transversales de hierro. Visto entre el calor y el vaho del brasero su silueta temblaba, espectral e indistinta. Al mirarlo Kelderek quedó pasmado un instante, vencido por ese estado onírico que se tiene a veces en la fiebre, cuando la mente se engaña sobre el tamaño y la distancia de los objetos. A través de una gran distancia Shardik, a la vez oso y cumbre de montaña, inclinaba su divina cabeza para percibir a su sacerdote, diminuto en la llanura de abajo. En aquellos lejanos y gigantescos ojos Kelderek —y aparentemente sólo él, porque nadie se movió o habló— podía percibir inquietud, peligro, un desastre inminente, torvo y amenazador como el tronar de un volcán que ha estado largo tiempo en silencio.

También vio piedad por él, como si fuera él y no Elleroth la víctima condenada a arrodillarse ante el banquillo y Shardik su grave juez y verdugo.

—Acepta mi vida, Señor Shardik —dijo en voz alta y, al pronunciar las palabras familiares, despertó del trance. Las cabezas de las mujeres a ambos lados se volvieron hacia él, la ilusión desapareció, la distancia disminuyó a unos pocos metros y el oso, más de dos veces su propia estatura, se dejó caer sobre las cuatro patas y continuó su inquieto paseo de un lado a otro junto a los barrotes. Vio el pus de la herida aún no curada que tenía en el lomo y oyó el ruido de sus patas que pisaban la paja tupida y seca.

«No está bien» pensó y, olvidando todo lo demás, se hubiera adelantado en aquel mismo momento si Sheldra no le hubiera puesto la mano en el brazo, señalando con los ojos la abertura del pasadizo a la derecha.

Al lento y continuo redoblar del tambor dos filas de soldados ortelganos entraron al recinto, y sus pies sobre la arena eran tan silenciosos como habían sido los suyos. Entre ellos caminaba Elleroth, Ban de Sarkid. Estaba muy pálido, la frente sudorosa en el frío, la cara tensa y marcada por la falta de sueño; pero su paso era firme; y cuando giró los ojos a uno y otro lado pareció estar observando la escena en el recinto con un aire desprendido y condescendiente. Más allá de él Shardik había empezado a agitarse con más violencia, con una ferocidad inquieta y dominante de la que nadie en el recinto dejó de ser consciente; pero Elleroth lo ignoró, y su interés pareció concentrarse en la abigarrada masa de espectadores a la izquierda. Kelderek pensó: «Ya ha pensado en la mejor manera de mantener la dignidad y ha elegido el papel que va a representar». Recordó cómo una vez él mismo, seguro de la muerte inmediata, había esperado que el leopardo saltara desde el banco que tenía encima; y pensó: «Tiene tanto miedo que los ojos y los oídos se le nublan. Pero sabía que iba a ser así y ha ensayado estos momentos». Trajo a la mente el complot del que Elleroth era culpable y procuró recobrar la rabia y el odio que lo habían llenado la noche del festival del fuego: pero sólo tuvo una creciente sensación de miedo e inquietud como si una precaria torre de error apilado sobre error estuviera tambaleante y a punto de caer. Cerró los ojos pero sintió que se bamboleaba, volvió a abrirlos cuando cesaron los tambores, los soldados se apartaron y Elleroth se adelantó entre ellos.

Estaba vestido sencilla y elegantemente, en el estilo tradicional de un noble de Sarkid, como hubiera podido vestirse, pensó Kelderek, para festejar a sus arrendatarios en su provincia para recibir en una comida de amigos. Su veltron, en pliegues azafranados y blancos, era de tela nueva, bordado con seda, y las polainas acuchilladas estaban entrecruzadas con un intricado paño de filigrana de plata en el que dos mujeres habían trabajado durante un mes. El largo alfiler que llevaba en el hombro también era de plata y muy sencillo, como el que hubiera podido tener cualquier hombre de buena posición. Kelderek se preguntó si sería el recuerdo de algún camarada de las guerras de esclavos… quizás del mismo Mollo. No llevaba joyas, ni cadena en el cuello, ni brazaletes, ni anillos; pero, al adelantarse entre los soldados, sacó de la manga un pendiente de oro y una cadena, la deslizó sobre su cabeza y se la ajustó al cuello. Al reconocerla, hubo murmullos entre los espectadores: representaba un ciervo echado, el emblema personal de Santil-ke-Erketlis y su gente.

Elleroth se acercó al banquillo y se detuvo, mirando lo que allí había. Los que estaban cerca vieron que trato de dominar un rápido temblor. Después, inclinándose, palpó con el dedo el borde del tajo. Al erguirse, sus ojos encontraron los del verdugo y, con una sonrisa tensa, forzada, habló por primera vez.

—Sin duda sabes cómo usar este utensilio, porque de lo contrario no estarías aquí. Te daré poco trabajo y espero que hagas lo mismo por mí.

El hombre se inclinó torpemente, evidentemente sin saber qué debía contestar. Pero, cuando Elleroth le tendió una bolsita de cuero, diciendo:

—Que esto quede entre nosotros —el hombre tiró de los cordones, miró dentro de la bolsa y, con los ojos muy abiertos, empezó a tartamudear las gracias en palabras tan banales y fuera de lugar que parecieron a la vez vergonzosas y macabras. Elleroth lo hizo callar con un gesto, se adelantó para enfrentar a Kelderek e inclinó la cabeza en la fría sugerencia de un saludo formal.

Kelderek había dado orden al gobernador para que un heraldo describiera el crimen cometido por Elleroth y Mollo y terminara anunciando la sentencia de muerte. No hubo interrupciones cuando se hizo esto, y los únicos sonidos que se oían fuera de la voz del heraldo era el gruñido intermitente del oso y sus movimientos espasmódicos sobre la paja seca. «Todavía está afiebrado», pensó Kelderek. «Este trajín y la muchedumbre lo han inquietado y se demorará su curación». Cada vez que levantaba la vista encontraba la fría y despreciativa mirada del hombre condenado, una parte de su cara en sombras debido a la luz que provenía del brasero. Indiferente o real, no podía mirar de frente aquella indiferencia; y finalmente inclinó la cabeza, fingiendo estar abstraído, mientras el heraldo describía el techo ardiendo, la herida de Shardik y la manera enloquecida con que él había matado a Mollo en el recinto. Murmullos de presentimientos parecían rodearlo, intermitentes e impalpables como la ráfaga helada del pasadizo y las leves cintas de niebla que se arrastraban como telarañas por las paredes.

El heraldo cesó al fin y se hizo el silencio. Sheldra le tocó la mano y, recomponiéndose, empezó a mascullar para Elleroth, en imperfecto beklano, las palabras que había preparado.

—Elleroth, antiguo Ban de Sarkid, has oído el relato de tu crimen y la sentencia que se ha dado. Esta sentencia, que deberá llevarse a cabo ahora, es misericordiosa, como corresponde al poder de Bekla y a la divina majestad del Señor Shardik. Pero, como nueva muestra de esa misericordia y del poder del Señor Shardik, que no tiene por qué temer a sus enemigos, te concedo ahora el derecho de hablar si lo deseas: tras lo cual te deseamos una muerte valerosa, digna y sin dolor, y llamamos a todos para que vean que la crueldad no forma parte de nuestra justicia.

Elleroth permaneció tanto tiempo en silencio que por fin Kelderek miró, pero sólo encontró una vez más su mirada fija y comprendió que el condenado debía haber esperado que él hiciera esto. Pero no podía sentir ira, ni siquiera cuando bajó nuevamente los ojos y Elleroth empezó a hablar en beklano.

Sus primeras palabras sonaron altas y débiles, con pequeñas pausas, como si le faltara el aliento, pero pronto se dominó y continuó de manera tensa pero más firme, ganando fuerza a medida que hablaba.

—Beklanos, delegados de las provincias y ortelganos. A todos los aquí reunidos hoy, en este frío y niebla del Norte, para verme morir, os agradezco por escucharme. Y, cuando un hombre muerto habla, no esperéis más que palabras simples.

En aquel momento Shardik se acercó de nuevo a los barrotes, se irguió sobre las patas traseras detrás de Elleroth y miro con intención a través del recinto. El resplandor del brasero lanzaba una luz ambarina sobre su pelambre, de manera que Elleroth dio la impresión de estar de pie ante una puerta elevada, iluminada por el fuego, hecha en forma de oso, de tamaño mayor que el natural. Dos o tres soldados miraron por encima del hombro, recelosos y fueron llamados al orden con una palabra dicha en voz baja por el oficial; pero Elleroth no volvió la cabeza y no les prestó atención.

—Sé que hay entre los presentes algunos que no vacilarían en reconocer que tienen por mí amistad, si no supieran que eso no serviría de nada; pero temo que algunos de vosotros estéis secretamente desilusionados y quizás… unos pocos… avergonzados de verme a mí, el Ban de Sarkid, traído aquí para morir como un criminal y un conspirador. A esos debo decir que, lo que puede parecer una muerte vergonzosa, no es sentida por mí como tal. Ni Mollo, que ha muerto, ni yo, que voy a morir, hemos quebrado ningún juramento hecho a nuestros enemigos. No hemos dicho mentiras y no hemos traicionado. El hombre que maté era un soldado, armado y que cumplía con su deber. Lo peor que puede decirse de nosotros es que una pobre muchacha, que vigilaba en el recinto, fue golpeada y dañada malamente, y en cuanto a esto, aunque yo no di el golpe, debo decir que lo lamento sinceramente. Pero debo deciros y lo digo sencillamente, que lo que Mollo y yo hicimos fue una acción de guerra contra rebeldes y ladrones, y en contra de un culto bárbaro, cruel y supersticioso, en cuyo nombre se han realizado actos perversos.

—¡Silencio! —gritó Kelderek por encima de los murmullos y comentarios de atrás—. No hables más de eso, señor Elleroth, o me veré obligado a hacerte terminar el discurso.

—Terminará bastante pronto —contestó Elleroth— si lo dudas, mago del oso, pregunta a los habitantes de Guelt; o a aquellos que aún recuerdan a aquel decente y honrado individuo, Guel-Ethlin y sus hombres… pregúntales. O puedes buscar más cerca, y preguntar a los que construyen horcas para niños en las pendientes de Crándor. Ellos te dirán cuán rápidamente tus ortelganos pueden cortar el aliento que necesita un hombre… o un niño… para hablar. De todos modos, no diré más sobre esto, porque ya he dicho lo que quería: mis palabras han sido escuchadas y hay otro asunto del que quiero hablar antes del fin. Es algo que concierne únicamente a mi hogar y a mi familia y a la casa de Sarkid, de la que pronto cesaré de ser cabeza. Por este motivo hablaré en mi propio idioma… pero no por mucho tiempo. Pido paciencia a los que no me entiendan. A los que me entiendan, pido ayuda después de mi muerte. Porque, aunque parezca la más tenue de las posibilidades, puede que en alguna parte, de alguna manera, alguno de vosotros tenga la ocasión de ayudarme cuando ya esté muerto, y remediar la desgracia más amarga que nunca haya ensombrecido el corazón de un padre y llevado el duelo a una casa antigua y honorable. Muchos de vosotros habéis oído el lamento conocido como «lágrimas de Sarkid». Escuchad pues, si no se derramarán por mí, como se derramaron antaño por el señor Deparioth.

Cuando Elleroth empezó a hablar en yeldashay, Kelderek se preguntó cuántos entre los presentes entenderían sus palabras. Había sido un error permitirle hablar. Pero este privilegio siempre había sido acordado en Bekla a cualquier noble condenado a morir, y quitárselo hubiera estropeado bastante el efecto de haberlo concedido una muerte misericordiosa. Por lo tanto, había aceptado la cosa, pensó con amargura, pero un hombre como Elleroth, con el dominio que tenía de sí mismo y su aplomo aristocrático, tenía forzosamente que anotarse un tanto y contribuir a mostrar a los ortelganos como toscos e incivilizados.

Bruscamente su atención fue solicitada por una alteración en el tono de la voz. Kelderek quedó atónito al ver el cambio que se había producido en la orgullosa y demacrada figura que tenía ante él. Elleroth, con ojos de súplica intensa, se inclinaba hacia adelante y hablaba con apasionada intensidad, mirando a unos y otros en el recinto. Kelderek, sorprendido, vio que tenía lágrimas en los ojos. El Ban de Sarkid lloraba; pero era evidente que no lloraba por su propia desventura, pues por aquí y allá, detrás de él, Kelderek pudo oír murmullos de simpatía y de aliento, Frunció el ceño en un esfuerzo por reavivar sus conocimientos de yeldashay y entender lo que Elleroth decía.

—… una miseria no distinta de la que sufren muchos hombres del vulgo… —pudo entender, pero perdió el hilo y no captó las palabras siguientes. Después—: …crueldad a los inocentes y desamparados… larga búsqueda que no lleva a nada… —después de un rato entendió—: …el heredero de una gran casa… —y después, en medio de un sollozo—: …el vil y vergonzoso comercio de esclavos de Ortelga…

A la derecha Kelderek vio a Maltrit, el capitán de la guardia, que llevaba la mano a la empuñadura de la espada y miraba rápidamente alrededor, mientras los murmullos crecían en el recinto. Le hizo una seña con la cabeza e indicó dos veces con la mano, la palma hacia arriba. Maltrit tomó una lanza, clavó la punta en el suelo y gritó:

—¡Silencio, silencio! —y una vez más Kelderek se forzó a mirar a Elleroth en los ojos.

—Ya debes haber terminado, señor —dijo—. Hemos sido generosos contigo. Te pido que nos pagues con contención y valor.

Elleroth hizo una pausa, como recobrándose tras sus palabras apasionadas, y Kelderek vio que a su cara gris volvía la expresión de alguien que lucha por dominar el miedo. Después, en un tono en que se casaban curiosamente la histeria dominada con un punzante desprecio, dijo en beklano:

—¿Contención y valor? Mi querido curandero y brujo orillero… creo que ambas cosas me faltan… casi tanto como a ti. Pero por lo menos yo tengo una ventaja… no tengo ya que seguir adelante. ¿Sabes? ¡Va a ser un camino tan largo el tuyo! No sabes hasta qué punto. ¿Recuerdas cuando saliste del Thelthearna listo para una juerga? Fuiste a Guelt… lo recuerdan bien, según me han dicho… y seguiste después. Fuiste a las colinas y vagaste en el atardecer y la lluvia. Y después tus forzudos muchachos destrozaron la Puerta Tamarrik… ¿lo recuerdas o tal vez no te diste cuenta de cómo era la cosa? Y después, claro, te viste metido en una guerra con personas que, inesperadamente, sintieron que no les gustaba. ¡Cuánto, cuánto camino recorrido! Por suerte ahora descansaré. Pero no tú, mí querido brujo del agua. No, no… el cielo se oscurecerá, caerá la lluvia y se borrará toda huella del camino recto. Estarás solo. Y tendrás que seguir. Habrá espectros en la oscuridad y voces en el aire, horrendas profecías se cumplirán, no lo dudo, y caras ausentes se presentarán a cada lado, como dice el refrán. Y tendrás que seguir. El último puente se desmoronará tras de ti y se apagarán las últimas luces, seguidas por el sol, la luna y las estrellas; todavía tendrás que seguir. Llegarás a regiones más desoladas y miserables que lo que jamás has soñado, lugares de pesar creados enteramente por esa mezquina superstición que tú mismo has fomentado desde hace tanto tiempo. Y tendrás que seguir.

Kelderek le había clavado la mirada, helado por la intensidad y convicción de las palabras. Sus propias premoniciones volvían, más cerca ahora, con un contorno más nítido… una sensación de soledad, peligro y calamidad cercana.

—La idea me da frío —dijo Elleroth, dominando el temblor con un esfuerzo—. Tal vez deba calentarme por un ratito antes que el hombre de la cortadora interrumpa estos instantes alegres y despreocupados.

Se volvió velozmente. En dos pasos estuvo junto al brasero. Maltrit se adelantó, sin comprender la intención, fiero preparado para impedir cualquier irregularidad o acción desesperada; Elleroth simplemente le sonrió, sacudiendo la cabeza con tanta facilidad y gracia como si declinara los avances de la misma Hydraste. Después, cuando Maltrit retrocedió, en instintiva respuesta a sus maneras suaves y autoritarias, Elleroth, con aire selectivo, deliberadamente metió la mano izquierda en el brasero y sacó un carbón encendido. Sosteniéndolo con los dedos, como si presentara a la admiración de unos amigos una preciosa joya o un cristal artístico, miró nuevamente a Kelderek. El atroz dolor le había contraído la cara en una imitación asqueante de sereno buen humor y sus palabras, cuando surgieron, estaban deformadas —articulaciones grotescas, una aproximación al habla— que, sin embargo pudo ser entendida bastante bien. El sudor le corría por la frente y temblaba de dolor, pero no soltó el ascua que tenía en la mano y remedó horriblemente los modales de alguien que está a gusto entré camaradas.

—Ya ves… rey oso… tú sosteniendo un ascua ardiente… —Kelderek sintió olor a carne quemada, vio que los dedos se ennegrecían y supuso que debía haberse quemado hasta el hueso; sin embargo, transfigurado por los blancos ojos que se movían en la cara, siguió donde estaba—. ¿Cuánto tiempo seguirás? Arde, arde, horrible dolor, llevando este fuego ardiente…

—¡Detenlo! —gritó Kelderek a Maltrit. Elleroth se inclinó.

—No es necesario… gra… cías a todos. Vamos, dolorcito… —se bamboleo un momento, pero se recobró— dolorcito… nada como… el he… cho por los or… telganos, te aseguro. Apurémonos.

Con fingido descuido y sin mirar hacia atrás arrojó el carbón por encima del hombro, saludó con la mano a la multitud que colmaba el recinto, se dirigió a zancadas al banquillo, y se arrodilló. El carbón, que ardió más al volar por el aire, cayó entre los barrotes, sobre la paja en que Shardik se había detenido un momento en su inquieto paseo. En pocos segundos brotó un nido de fuego y las llamitas, nítidas entre las briznas de paja, parecieron, al principio, tan quietas como esos musgos que crecen entre las ramas de los árboles, en los pantanos. Después empezaron a subir, nuevo humo se unió al aire neblinoso y un ruido crujiente se oyó cuando el fuego se extendió por el piso.

Con un grito penetrante y salvaje de terror, Shardik saltó hacia atrás, arqueando el enorme bulto del lomo como un gato que enfrenta un enemigo. Después, en medio del pánico, corrió por la extensión del recinto. Ciego, golpeó contra una de las columnas del lado opuesto y; al retroceder, a medias atontado, toda la pared vibro como con un golpe de pisón.

El oso se incorporó, se balanceó mareado, miró alrededor y de nuevo corrió alejándose del fuego, que se expandía rápidamente ahora. Golpeó los barrotes con todo su peso y siguió luchando, como si estuviera preso en una red. Al levantarse sobre las patas traseras, una de las barras que iban desde los barrotes a la pared le apretó el pecho y, frenético, golpeó una y otra vez. El extremo incrustado en la pared fue arrancado, arrastrando las dos piedras en que lo habían empotrado.

En aquel momento Kelderek oyó sobre su cabeza un rumor como de molienda y, al mirar, vio una raja de luz en el techo, que lentamente se enangostaba. Al mirar fijamente comprendió que la gran viga que tenía encima se estaba moviendo, se balanceaba, lentamente giraba como una llave en una cerradura. Un momento más y uno de los extremos, que ya no se sostenía en la pared, empezó a raspar y abrirse paso en la mampostería, como el dedo de un gigante.

Al caer la viga, Kelderek se echó al suelo, alejándose de los barrotes. La viga cayó oblicua sobre los hierros, destrozándolos en un cuarto de la longitud total y en una profundidad de tres o cuatro pies. Después quedó allí, un extremo suspendido entre los hierros y el otro metido en la pared opuesta, los barrotes doblados y gachos, como briznas de hierba. Lentamente, toda la masa del descalabro continuó descendiendo. Detrás el fuego seguía extendiéndose y la paja y el aire se llenaron de humo.

Hubo gritos y el tumulto se extendió por el recinto. Muchos buscaban el camino más cercano para huir, otros procuraban mantener el orden o reunir a los amigos. En las puertas los soldados vacilaban, esperando las órdenes de los oficiales, que no podían hacerse oír en medio de la batahola.

Sólo Shardik —Shardik y otro ser— se movieron con seguridad, sin vacilar. Desde la paja que ardía, sobre los barrotes rotos, emergió el oso, arañando el hierro con un ruido como el que hace una brecha que se abre. Shardik, en la ferocidad del miedo, se abrió paso destrozando y trepando sobre los barrotes quebrados.

Y, del mismo modo que los que están al pie de una represa y viven o trabajan en el camino del agua, perciben con terror que un desastre que nadie ha previsto ha caído sobre ellos, inflexible y sin dejar otra salida que la inmediata huida enloquecida… del mismo modo los que estaban en el recinto comprendieron que Shardik se había soltado y estaba entre ellos.

Y como los que están más lejos de la represa al oír, estén donde estén, el rumor del muro_ que se desmorona, el rugido del agua y el tumulto inesperado, permanecen quietos, mirándose entre sí con los ojos muy abiertos, y reconocen los ruidos del desastre, pero todavía ignoran que lo que han oído significa nada menos que el trabajo de varios años estropeado, la destrucción de su prosperidad y el descrédito de su nombre —del mismo modo los que estaban en la ciudad alta, fuera del recinto, los centinelas que espiaban desde los muros, los jardineros y los pastores que tosían y temblaban trabajando en las riberas de la Púa, los criados de los delegados que haraganeaban en las puertas de sus amos, los jóvenes que abandonaban esa mañana las prácticas de arquería, las damas de la corte, arrebujadas contra el frío y mirando hacia el Sur desde el techo del Palacio de los Barones, esperando que el sol iluminara la ladera del Crándor y dispersara la niebla— …todos oyeron la caída de la viga, el crujir de los barrotes y el tumulto que siguió. Cada uno a su manera comprendió que debía haber acaecido alguna calamidad y temerosos pero sin sospechar la verdad, empezaron a marchar hacia la Casa del Rey, interrogando a los que encontraban en el camino.

Cuando Shardik subió sobre la pila del naufragio, fragmentos de hierro y madera se desparramaron, se movieron y se hundieron bajo su peso. Por un momento se encaramó sobre la viga y quedó acurrucado, mirando hacia el recinto, como un gato en un travesaño que mira a los ratones que huyen chillando. Después, cuando la viga empezó a balancearse bajo su peso, saltó torpemente y aterrizó en las piedras, entre el brasero y el banquillo de los ajusticiados. Alrededor de él los hombres clamaban y empujaban, golpeándose y lastimándose en sus esfuerzos por escapar. Pero, en el primer momento, el oso no siguió avanzando, sino que permaneció amenazando de uno a otro lado, un movimiento aterradoramente expresivo de furia y de violencia a punto de estallar. Después se irguió sobre las patas traseras y miró, sobre las cabezas de los fugitivos, en busca de una salida.

Fue en aquel momento tremendo, cuando sólo unos pocos habían logrado abrirse paso a través de las puertas, y mientras Shardik permanecía aún amenazador sobre la multitud como un ogro atrida, que Elleroth se puso de pie. Apoderándose de la espada del verdugo, que tenía delante, corrió por el espacio desierto y vacío que rodeaba al oso, pasando muy junto a él. Una docena de hombres, apretujados y peleando, cerraban la entrada del Norte hacia el pasadizo, y por aquí se abrió paso, tajeando y empujando. Kelderek, todavía echado donde había saltado para evitar la caída de la viga, vio el brazo armado golpear y la mano izquierda contraída que colgaba a un lado. Después Elleroth desapareció por la arcada y la muchedumbre se cerró tras él.

Kelderek se incorporó sobre las rodillas e instantáneamente lo golpearon tirándolo al suelo. Su cabeza dio contra la piedra y él rodó atontado por el golpe. Cuando trató de mirar, vio a Shardik que desgarraba y pegaba, abriéndose paso hacia la misma puerta por la que él, con las mujeres, había entrado una hora antes en el recinto. Ya había tres o cuatro cuerpos que yacían en el camino del oso y, a ambos lados, los hombres clamaban histéricos y se pisoteaban, algunos golpeaban las columnas con las manos o trataban de trepar por la mampostería que cerraba las arcadas. Shardik llegó a la puerta y miró alrededor, grotescamente similar a un caminante que vacila antes de lanzarse fuera en una noche de tormenta. En el mismo momento la figura de Elleroth apareció un instante ante él, corriendo de izquierda a derecha del otro lado de la salida. Entonces el cuerpo de Shardik cerró toda la abertura, y cuando la atravesó, llegó desde lejos un único aullido aterrador.

Cuando Kelderek llegó a la puerta, lo primero que vieron sus ojos fue el cuerpo de un joven soldado, el mismo que le había clavado la mirada aquella mañana, en el momento de descender las escaleras. Estaba caído boca abajo, y del cuello casi separado del cuerpo manaba un torrente de sangre que se derramaba por el piso. Por aquí había salido el oso y las huellas sangrientas llevaban a la terraza y por la hierba. Kelderek las siguió hasta los jardines y se encontró frente a Shardik cuando el oso emergía de la densa niebla sobre la ribera. El oso, con un pesado trote, bordeó la orilla occidental de la Púa, pasó a su lado y desapareció en el declive pastoso de más allá.