Al caer la tarde sobre las terrazas de los Montes del Leopardo, con un cielo verdoso, rayado de amarillo, en el Oeste y un aletear de murciélagos contra la última luz, la luna nueva, visible toda la tarde, empezó a lucir más brillante y parecía, al avanzar hacia su temprana puesta, frágil y tenue hasta ser casi insustancial. Todo abajo yacía en silencio, en una oscuridad iluminada por las estrellas, la ciudad más quieta que la medianoche, todos los fuegos apagados, todas las voces en silencio, no brillaba ni una luz, ninguna muchacha cantaba, no ardía ninguna llama, ningún mendigo pordioseaba. Era la hora del Apagón. Las calles estaban desiertas, las arenosas plazas, rastrilladas al terminar el día, estaban vacías, rayadas y desamparadas como estanques helados por el viento.
Arriba en la Torre de la Serpiente, Sheldra, envuelta en una capa que la abrigaba del aire nocturno, miraba hacia occidente, esperando que el cuerno inferior de la luna declinante se pusiera a la par del pináculo de la torre de Bramba, en la esquina opuesta. Cuando se puso, el vasto silencio de los campos se quebró con el grito ululante de «¡Shardik, el fuego del Señor Shardik!». Un instante después una lengua de llama oscura y dividida trepó por los diez metros de altura del tronco de pino embreado del techo del palacio, y apareció ante la ciudad de abajo como una columna de fuego en el cielo del Sur. A lo largo de las paredes que dividían la ciudad alta de la ciudad baja, el esperado llamado de la sacerdotisa fue contestado y repetido, mientras cinco llamaradas similares, aunque menores, se elevaron, una tras otra, desde los techos de los torreones equidistantes. Cada llamarada se irguió en la noche con la velocidad de un gimnasta que trepa por una cuerda, y los postes ardieron en oleadas largas y ardientes, pues el fuego brotaba de sus lados como agua. Por un momento estuvieron solos, señalando el ancho y el largo de la ciudad que yacía en la llanura como una gran balsa anclada en la pendiente del Crándor. Y mientras ardían sólo sus crepitaciones rompían el silencio que había vuelto tras el cese de los gritos de las torres, las calles empezaron a llenarse de un número creciente de gente que salía de las puertas: algunos simplemente se mantenían de pie como centinelas en la oscuridad, otros se abrían paso a tientas pero deliberadamente hacia el Mercado de Caravanas. Pronto muchos se reunieron allí; todos sin hablar, todos esperando con paciencia en la luz de la luna que se ponía, en una penumbra rodeada de llamas, una luz como de lechuzas, que apenas dejaba reconocer al vecino.
Entonces, a lo lejos, sobre los Montes del Leopardo, apareció la llama de una única antorcha. Se movió rápidamente, inclinándose, descendiendo, corriendo por las terrazas hacia la Púa, por los jardines hacia el Portón del Pavo Real, abierto esperando al corredor que había de entrar por la calle de los Armadores y llegar al Mercado ante la reverente multitud que lo aguardaba. ¿Cuántos había allí reunidos? Centenares, miles. Muchos hombres y mujeres, cada uno jefe de una casa; jueces y funcionarios civiles, comerciantes extranjeros, contadores, constructores y carpinteros, la viuda respetable al lado de las muchachas alegres, picapedreros de duras mano; fabricantes de arneses y tejedores, los dueños de las posadas para labradores trashumantes, el propietario de «El soto verde», el guardián del hospicio de correos de provincia y más, muchos más: estaban de pie hombro contra hombro, en silencio, la única luz era el distante resplandor de las llamas altas que los habían convocado desde sus casas, y cada uno llevaba una antorcha sin encender, para buscar, como don de Dios, la bendición de la renovación del fuego. El corredor, un joven oficial de la casa de Gued-la-Dan, honrado con esta tarea en reconocimiento de valerosos servicios prestados en Lapán, llevaba su antorcha, encendida en el nuevo fuego del techo del palacio, hasta el plinto de las Grandes Balanzas, donde se detuvo al fin, callado y sonriente; esperó unos momentos para recobrar el aliento y estar seguro del efecto que producía antes de tender la llama al suplicante más cercano, un viejo envuelto en una capa verde remendada, que se apoyaba en un báculo.
—¡Bendito sea el fuego! —exclamó el oficial, en una voz que resonó por toda la plaza.
—¡Bendito sea el Señor Shardik! —replicó el viejo con voz quebrada y, al hablar, encendió su antorcha en la del joven.
Una hermosa mujer de edad mediana se adelantó llevando en una mano su antorcha y, en otra, una varita pintada de amarillo, en prueba de que representaba a su marido, ausente en la guerra. Había muchas como ella entre la multitud.
—¡Bendito sea el fuego! —gritó otra vez el joven oficial y ella contestó—: ¡Bendito sea el Señor Shardik!, —y lo miró a los ojos con una sonrisa que decía: «Bendito seas también tú, hermoso muchacho». Llevando en alto la antorcha encendida se volvió luego y se dirigió a su casa, en tanto que un nombre tosco y de contextura recia, vestido como un ganadero, ocupó su lugar ante el plinto.
No había amontonamiento ni prisa, sino una solemnidad medida y gozosa mientras se encendía antorcha tras antorcha. Ninguno debía hablar hasta que le hubieran concedido el don del fuego. Pero no todos esperaron a recibir directamente el fuego de la antorcha traída desde el palacio. Muchos, vehementes, tomaron el fuego que les ofrecían los que dejaban la plaza, hasta que por todas partes resonó el grito alegre de «¡Bendito sea el fuego»!, y «¡Bendito sea el Señor Shardik!». Gradualmente la plaza se llenó de más y más puntos de luz, como chispas que se extienden en un hogar o en la superficie de un tronco ardiente. Pronto las llamas agitadas y danzantes flamearon en todas direcciones a lo largo de las calles, las lenguas libres parlotearon como pájaros a la primera luz y las lámparas reencendidas empezaron a brillar en una ventana tras otra. Después, sobre los techos de las casas, de un extremo a otro de la ciudad, empezaron a arder fuegos menores. Algunos eran postes que imitaban los ya encendidos en las puertas y torres, oíros braseros llenos de leña o fogatas más ciaras de gomas perfumadas y carbón salpicado de incienso. Empezó el festín y la música, la bebida en las tabernas, los bailes en las plazas. En todas partes el don de la luz y el calor de la noche manifestaba el poder sobre el frío y la oscuridad otorgado por Dios al Hombre, y sólo al Hombre.
Junto a la Púa en la ciudad alta, por encima del Portón del Pavo Real, otro mensajero más grave había llegado con su antorcha, nada menos que el general Zelda y su armadura completa reflejaba apagadamente la luz humeante mientras marchaba hacia las ditas que lamían la costa. Aquí también esperaban suplicantes, pero menos y no tan fervientes, ya que las emociones estaban modificadas por ese desprendimiento y contención llena de auto-conciencia que caracteriza a los aristócratas, ricos o poderosos cuando participan en las expansiones populares. La invocación de Zelda, «Bendito sea el fuego», fue dicha, es cierto, en voz muy alta, pero con tono formal y moderado, en tanto que la respuesta de «Bendito sea el Señor Shardik», aunque dicha con sinceridad, carecía de la integridad calurosa de las voces de las muchachas floristas o de los portadores del mercado de la ciudad baja, que quebraban dos horas de oscuridad y silencio con las palabras señaladas para comenzar una de las grandes festividades del año.
Kelderek, vestido de azafrán y escarlata y asistido pollas sacerdotisas de Shardik, esperaba en la terraza más alta de los Montes del Leopardo, contemplando la ciudad a sus pies. Alrededor de él ardían las sales, ungüentos y aceites preparados para el festival del fuego, misteriosos y espléndidos en combustión —azul de Martín Pescador, cinabrio, violeta, limón y verde berilo— cada fuego transparente, como una gasa, en su bol de bronce, llevado entre varas sobre los hombros de dos mujeres. Resonaban las campanas, como gongs, de las torres del palacio, y su armonía estremecedora vibraba sobre la ciudad, se apagaba y volvía como olas en una ribera. Mientras miraba el trozo de luna nueva se hundió al fin en el horizonte del Oeste y sobre el lago apareció la forma resbaladiza de un gran dragón, un monstruo que mostraba sus dientes de fuego, de ojos verdes y con garras, mientras de sus mandíbulas salía una pluma de humo blanco que iba quedando detrás a medida que avanzaba. Gritos de admiración y excitación estallaron: los gritos de batalla de los hombres jóvenes y los estilizados llamados de la cacería. Después cuando el dragón llegó al centro de la Púa, surgió a la vida desde la otra ribera una forma feroz, erguida sobre las patas traseras, de diez metros de alto, orejas redondeadas, largo hocico mostrando los dientes y levantando una pata con garras. Cuando los gritos de «¡Shardik, el fuego del Señor Shardik!» arreciaron e hicieron eco en los muros que rodeaban el jardín, la figura de un hombre desnudo, llevando una antorcha en cada mano, apareció entre las mandíbulas del oso. Por un momento se detuvo en la elevada y (brillante plataforma; después saltó sobre el agua. Sujeta a sus hombros y desenvolviéndose, había una larga cinta de lona embreada que, al arder, daba la sensación de que el oso escupía fuego. El hombre, al zambullirse en el agua, se libró de sus arneses y empezó a nadar hacia la costa. Fue seguido por otro y ahora que la forma de una flecha ígnea lo que cayó al agua desde la boca del oso. Más y más velozmente llegaban los zambullidores, de manera que las formas flamígeras de espadas, lanzas y hachas brotaban de entre los dientes del oso para apagarse en el lago. Finalmente, cuando el dragón vomitando humo se deslizó bajo la imponente imagen de Shardik, un dogal ardiente cayó para rodear la proa que formaba su garganta. Las luces de los ojos calientes se apagaron y en medio de gritos de triunfo su aliento humeante fue muriendo, mientras flotaba, cautivo ante las resplandecientes patas de rescoldos.
Entretanto Kelderek y su séquito habían ya empezado a bajar las terrazas en lenta procesión. El canto de las sacerdotisas se elevaba alrededor de él, con un sonido que le oprimía el corazón, porque era la misma antífona que había oído por primera vez en los bosques occidentales de Ortelga. Entonces las voces de Rantzay y de la Tuguinda habían formado parte de un muro de sonido que rodeaba una cúspide sublime y espiritual, por encima del mundo del miedo y de la ignorancia. Pero su cara grave y enjuta no mostró signos exteriores de este recuerdo.
—Shardik —rogó— senandril, Señor Shardik. Acepta mi vida Redime al mundo y empieza por mí.
Y ahora estaba ya en el jardín, donde los señores y las damas retrocedían ante él y los barones levantaban las espadas saludando el poder otorgado por Dios al rey-sacerdote. El canto de las sacerdotisas moría a lo lejos, las campanas de cobre guardaban silencio, el feroz oso y el dragón habían terminado su lucha y habían sido consumidos por el fuego sin que nadie mirara. La gente a lo largo de la ribera acalló sus gritos, sus salutaciones, y el distante ruido de la ciudad baja se elevó desde el pie de los muros. El rey-sacerdote avanzó solo, ante los ojos de los barones armados y los enviados de las provincias vasallas, hacia el borde del profundo estanque interno, el Estanque de la Luz. Allí, sin ayuda de hombre o mujer, debía despojarse de las pesadas vestiduras y de la corona y permanecer desnudo, en el penetrante aire de la noche, y meter los pies en sandalias de plomo puestas para él en el borde. Debajo, en lo profundo del estanque, ardía entre la oscuridad y el agua una única luz, una luz encerrada en una esfera de cristal hueca afirmada a la roca, alimentada por aire y que emitía su calor y humo por respiraderos escondidos. Este era el fuego de Fleitil, ideado hacía mucho tiempo para la adoración de Cran, pero que ahora formaba parte del festival de, Shardik. Por los peldaños que descendían hacia el agua debía marchar el rey, con los pies pesados que iban a llevarlo al suelo de] estanque, y después iba a soltarse y saldría del agua, trayendo el milagroso globo de luz. Ya se había adelantado, tanteando cada escalón de piedra con pies cuidadosos y bajando lentamente, en un silencio quebrado sólo por el agua que le golpeaba las rodillas, los riñones, el pescuezo.
Pero ¡oh! ¿Qué tremebundo mido es ese que quiebra el reverente murmullo de los guerreros ortelganos y de los señores de Bekla, que corta como una espada el jardín repleto y el lago vacío? Las cabezas se vuelven, las voces se oyen. Un momento de silencio y volvió a repetirse; el rugido de un gran animal enfurecido, lleno de terror y de dolor; tan fuerte, tan feroz y salvaje que las mujeres se aferraron a los brazos de los hombres, como ante el ruido del trueno o de la lucha, y los muchachos fingieron despreocupación, no logrando ocultar el miedo involuntario. La dama Sheldra, que asistía al rey junto a los peldaños, se dio vuelta y quedó tensa, levantando una mano para proteger los ojos de la luz de las teas, mientras procuraba ver del otro lado del jardín la oscura silueta de la Casa del Rey. Cesaron los rugidos y fueron seguidos por golpes pesados, que vibraban, como si algún objeto blando pero macizo golpeara contra las paredes de aquel lugar cavernoso y lleno de ecos.
Kelderek, que ya había cobrado aliento para sumergirse y dejarse caer desde el último peldaño hasta el lecho del estanque, lanzó un grito inarticulado y trató de librarse de las pesadas sandalias. En el instante siguiente salió del agua y quedó goteando en el borde del pavimento. Los murmullos alrededor de él aumentaron, inamistosos y alarmados.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué está haciendo?… Interrumpir así la ceremonia trae mala suerte… Una acción desdichada que no acarreará nada bueno… Sacrilegio…
Entre la multitud cercana una mujer empezó a llorar con gemidos de miedo, bruscos y nerviosos.
Kelderek, sin prestarles atención, se inclinó para volver a vestirse con las rígidas y pesadas vestiduras que yacían a sus pies. En su apresuramiento, sus manos tironearon de los broches, la túnica cayó de costado y, arrojándola lejos, empezó a abrirse camino, desnudo como estaba, en medio del grupo de sacerdotisas. Sheldra le puso la mano en el brazo.
—Monseñor…
—¡Déjame pasar! —contestó Kelderek, empujándola con rudeza.
—¿Qué pasa, Kelderek? —dijo Zelda, adelantándose y hablando en voz baja y rápida junto a su hombro—. ¡No seas tonto, hombre! ¿Qué vas a hacer?
—¡Shardik, Shardik! —gritó Kelderek—. ¡Sígueme, por Dios!
Corrió, mientras las ramas y las piedras herían sus pies descalzos. Sangrando, su cuerpo desnudo empujó y se abrió paso entre hombres con armaduras y mujeres que chillaban escandalizadas, cuyos broches y hebillas de cinturones le arañaban la carne. Un hombre intentó cerrarle el paso, y él lo hizo caer de un puñetazo, mientras gritaba de nuevo:
—¡Shardik, dejad pasar!
—¡Detente, vuelve! —gritó Zelda, persiguiéndolo e intentando retenerlo—. ¡El oso sólo está asustado por el fuego, Kelderek! ¡Es el ruido y el olor al humo que lo han inquietado! ¡No sigas con esta blasfemia! ¡Detenedlo! —gritó a un grupo de oficiales que estaba al frente.
Ellos miraron indecisos y Kelderek se abrió paso, tropezó y cayó, se levantó y volvió a precipitarse, con el cuerpo mojado y sucio de la cabeza a los pies con barro, sangre y la hojarasca del jardín. Grotesco en apariencia, tan sucio y desprovisto de dignidad como un desdichado hazmerreír de alguna barraca que ha sido desnudado, golpeado y perseguido por sus patanes compañeros en busca de una mezquina diversión, siguió corriendo, sin prestar atención a nada que no fuera el mido del recinto que ya tenía ante él. Al llegar a la terraza en donde el día anterior había estado con Zelda, detuvo y se volvió hacia los que lo seguían.
—¡El techo, el techo está incendiado! ¡Subid y apagadlo!
—¡Ha perdido el juicio! —exclamó Zelda—. Kelderek, no seas tonto, ¿no comprendes que esta noche arde un fuego en cada techo de Bekla? Por Dios te pido que…
—¡No allí! ¿Crees que no lo sé? ¿Dónde están los centinelas? ¡Qué los traigan… manda hombres a inspeccionar el otro extremo!
Se precipitó por la puerta del Sur y corrió por el pasadizo hasta el gran recinto.
Shardik se movía de un lado a otro, como un abeto cuando los leñadores lo sacuden por la base para aflojar las raíces, estaba erguido en el rincón más lejano del recinto, golpeando con sus enormes patas la puerta cerrada y rugiendo con rabia y terror mientras el fuego ardía con fuerza por encima de él. En el lomo tenía un tajo dentado del largo del antebrazo de un hombre y, cerca de él, había una lanza ensangrentada, evidentemente de una de las panoplias del muro, que debía haber caído de la herida al pararse sobre las patas traseras.
Ante los barrotes, dando la espalda a Kelderek, estaba un hombre armado con un arco. También debía haberlo sacado de la pared, porque de cada extremo colgaban todavía los ganchos de cuero que lo habían sujetado. Una flecha de cabeza pesada estaba puesta en la cuerda y el hombre, sin duda acostumbrado a aquel arma, la estaba maniobrando. Kelderek, desnudo y desarmado como estaba, se precipitó. El hombre se volvió y lo esquivó con rapidez, saco la daga y lo apuñaló en el hombro izquierdo. En el momento siguiente Kelderek se le había echado encima, mordiendo, arañando, pateando, hasta tirarlo al suelo. No sentía las heridas que recibía, ni el dolor de los pulgares cuando los apretó, casi hasta quebrarlos, en la garganta del hombre, en tanto que le golpeaba la nuca contra el suelo. Hundió sus dientes en él como una fiera, lo soltó un momento para golpearlo, después volvió a agarrarlo y lo desgarró, como un sabueso guardián desgarra a un ladrón que ha capturado en la casa de su amo.
Cuando Zelda y los que lo acompañaban entraron en el recinto, trayendo el cuerpo de un centinela muerto y escoltando a Elleroth, Ban de Sarkid y enviado de Lapán, a quien habían apresado en el momento de bajar del techo, encontraron al rey cubierto de la cabeza a los pies de sangre y de mugre, sangrando por cinco o seis puñaladas y llorando al inclinarse sobre la joven sacerdotisa echada en el suelo. El cuerpo lacerado que tenía a su lado era el de Mollo, enviado de Kabin, que había sido desgarrado y golpeado hasta la muerte por las manos desnudas del rey.