Kelderek pasó la mirada por el sombrío y cavernoso recinto, el templo de sangre más siniestro y bárbaro que hubiera albergado los trofeos de una tiranía. Debido a lo macilenta que era la luz de arriba, las antorchas, fijadas a soportes de hierro, ardían continuamente, y esto había descolorido la mampostería y las columnas de piedra, marcándolas con listas irregulares y oscuras, en forma de conos. En el aire inmóvil las llamas gruesas y amarillas se balanceaban, perezosas como gusanos en una tierra cavada en el invierno. De vez en cuando, un chorrito de resina llameaba a un lado, o estallaba un nudo con un crujido. El humo, que se estancaba en el techo y mezclaba su olor a pinos con el olor del oso, parecía el sonido crujiente de la paja que se hubiera hecho visible. Entre los soportes de las antorchas había unas panoplias fijadas en las paredes, espadas cortas y yelmos con orejeras de Belishba, los escudos redondos de cuero de los mercenarios de Deelguy y las lanzas con picas y bolas que Santil-ke-Erketlis había traído por primera vez al Norte, desde Yelda. Aquí también estaba el estandarte desgarrado y sangriento del Cáliz de Deparioth, que Gued-la-Dan en persona había tomado en la batalla de Sarkid dos años antes, abriéndose camino entre las empalizadas de ramas cruzadas del enemigo a la cabeza de doce hombres, ninguno de los cuales había dejado de ser herido cuando terminó la lucha. El Canathron de Lapán, con su cabeza de serpiente y sus alas de cóndor abiertas para volar, estaba enguirnaldado con sarmientos de viña y pimpollos rojos, porque había sido traído a Bekla como una forzada (aunque dudosa) garantía de la lealtad de Lapán por unos sacerdotes rehenes a quienes se les permitía continuar el rito en forma atenuada. En el muro más lejano, como cúpulas amarillas a la luz de las antorchas, estaban alineadas las calaveras de los enemigos de Shardik. Se diferenciaban poco entre ellas, salvo en las formas de los dientes descubiertos, aunque dos o tres estaban partidas como arcilla vieja y una no tenía cara, sino unas meras astillas en torno a un maltrecho agujero desde la cabeza hasta la mandíbula. Las sombras de las órbitas se movían a la luz de las antorchas, pero hacía ya tiempo que Kelderek no prestaba atención a aquellos restos sin enterrar. Para él el despliegue era tedioso nada más que un mendrugo para los comandantes subordinados en campaña, entre los que de vez en cuando había alguno que afirmaba haber matado enemigos de rango y merecer, por lo tanto, la distinción de presentar las calaveras a Shardik. Las mujeres las mantenían limpias, aceitadas y alambradas, como habían hecho con sus azadas en los Arrecifes de Quiso. Y, sin embargo, pese a todos los recuerdos acumulados de la victoria y demás (pensaba Kelderek paseando de uno a otro lado del recinto, volviéndose ante el ruido de algo que se dejaba caer detrás de los barrotes) el lugar seguía siendo lo que siempre había sido, algo desordenado, impermanente, un lugar de almacenaje más que un altar; tal vez porque la vida de la ciudad se había convertido en la de una base detrás de un ejército, una sociedad con pocos hombres jóvenes y muchas mujeres solitarias. ¿No había estado Shardik mejor servido entre las flores escarlata de trepsis junto al estanque, y en la selva crepuscular, seca, donde él se había internado por primera vez para ofrecerle su vida?
Cuando atrapamos un pez en la red —pensó— vemos que el brillo va desapareciendo lentamente de sus escamas. Pero: ¿hay otra manera de comer pescado?
Se volvió una vez más, esta vez al oír pasos que se aproximaban por el corredor. El gong del reloj cerca de la Puerta del Pavo Real no hacía mucho que había señalado la hora décima y no esperaba que Gued-la-Dan volviera tan pronto. Zilthé, un poco más vieja, pero todavía acicalada, rápida y de pasos ligeros apareció en el recinto, se llevó la palma de la mano a la frente y sonrió como una amiga. De todas las mujeres que habían venido desde Quiso o habían entrado a partir de entonces en el servicio de Shardik, sólo Zilthé poseía gracia y corazón leve, y el sombrío humor de Kelderek se suavizó al devolverle la sonrisa.
—¿Ha llegado ya el señor Gued-la-Dan?
—No, monseñor —replicó ella—. Es el general Zelda quien desea verte. Dice que espera que sea éste un momento conveniente, porque necesita hablarte en seguida. No lo ha dicho, monseñor, pero creo que desea verte antes de que llegue el general Gued-la-Dan.
—Iré a verlo —dijo Kelderek—. Espera junto al Señor Shardik, tú u otra No hay que dejarlo solo.
—Le daré de comer, monseñor, es la hora…
—Entonces pon la comida en el Pozo de Roca. Si va allí por un rato, tanto mejor.
Zelda esperaba en la terraza de sol que corría por el lado Sur del recinto, embozado en su capa roja oscura para defenderse de la brisa fría. Kelderek se le acercó y juntos caminaron por los jardines hacia los campos que quedaban entre la Púa y los Montes del Leopardo.
—¿Has estado vigilando al Señor Shardik? —preguntó Zelda.
—Durante varias horas. Está inquieto y agitado.
—Hablas como si fuera un niño enfermo.
—En estos momentos lo tratamos como si lo fuera. Es posible que no sea nada… pero estaría más contento si supiera con certeza que no está enfermo.
—Quizás… puede ser —Zelda hizo una pausa y después dijo solamente—: Muchas enfermedades terminan cuando llega el verano. Pronto mejorará.
Rodearon la ribera occidental de la Púa y empezaron a atravesar la pradera herbosa que quedaba más allá, hasta que Zelda se detuvo extrañado.
—¿Quién es ese individuo que viene hacia nosotros? —preguntó Zelda, señalando.
Kelderek miró.
—Algún noble… un desconocido. Debe ser algún delegado de provincia.
—Un sureño por el aspecto… demasiado elegante para ser de alguna provincia norteña u occidental. Me pregunto por qué anda caminando por aquí solo.
—Supongo que es libre de ir a donde se le dé la gana. A muchos de los que visitan la ciudad les gusta decir que han recorrido todos los muros de la ciudad.
El desconocido se acercó, se inclinó graciosamente, con un movimiento algo afectado de su capa de piel, y pasó de largo.
—¿Lo conoces? —preguntó Zelda.
—Es Elleroth, Ban de Sardik… un hombre de quien he averiguado muchas cosas.
—¿Por qué? ¿No es caso seguro?
—Posiblemente sí… posiblemente no. Es raro que haya venido él mismo como delegado. Estuvo con Erketlis en las Guerras de los Esclavos… lo cierto es que era un notable jeldro en su época. No hay motivo para que haya cambiado de ideas, pero de todos modos, se me aconsejó dejarlo en paz y se me dijo que esto era más seguro que intentar librarme de él. Tiene mucha influencia y situación entre su gente y, dentro de lo que sé, nunca ha hecho ningún daño.
—Pero ¿nos ha ayudado?
—Se ha luchado tanto por Lapán que es difícil decirlo. Si un dirigente local se las arregla para estar bien con ambas partes, ¿quién se lo puede reprochar? No hay nada contra él, como no sea el informe de lo que era antes de nuestra llegada.
—Bueno, ya veremos lo que nos ofrece en el Consejo.
Zelda parecía no decidirse a hablar de lo que quería decir a Kelderek y, después de un rato, Kelderek retomó la conversación.
—Ya que hablamos de los delegados, debo mencionarte otro… el hombre recientemente nombrado como gobernador de Kabin.
—¿Mollo? ¿Qué hay con él? A propósito, ese hombre nos ha clavado la mirada, me pregunto por qué.
—No es raro que los desconocidos me miren —contestó Kelderek con débil sonrisa—. Ya estoy acostumbrado.
—Así debe ser, sin duda. Bueno, ¿qué pasa con Mollo? Smarr Torruín del Pie de las Colinas lo recomendó… dice que hace años que lo conoce. Parece un hombre excelente.
—Me he enterado que, hasta hace poco tiempo, era gobernador provincial en Deelguy.
—¿En Deelguy? ¿Y por qué se fue?
—Exactamente… ¿Fue acaso para tomar el patrimonio de una pequeña propiedad en Kabin? Me parece dudoso. Nuestras relaciones actuales con Deelguy son tensas y difíciles… No sabemos qué pueden estar planeando. Me pregunto si debemos arriesgar ese nombramiento tuyo… podemos caer en una trampa. Un cuchillo en la espalda desde Kabin sería bastante malo en este momento.
—Creo que tienes razón, Kelderek. No sabía nada de esto. Hablaré yo mismo con Mollo, mañana. No podemos correr ningún riesgo en Kabin. Le diré que, después de todo, hemos decidido que necesitamos un hombre con conocimiento especial de la represa.
Volvió a guardar silencio. Kelderek torció un poco colina abajo, a la izquierda, pensando que, al sugerir de esta manera el regreso, se soltaría la lengua del barón.
—¿Qué piensas ahora de la guerra? —preguntó Zelda bruscamente.
—Pregunta a los milanos y a los cuervos, ellos saben —replico Kelderek, citando un proverbio de los soldados.
—En serio, Kelderek… y enteramente entre nosotros.
Kelderek se encogió de hombros.
—¿Te refieres a las perspectivas? Tú las conoces mejor que yo.
—Has dicho que el Señor Shardik parece inquieto —persistió Zelda.
—No todos los estados de ánimo ni las enfermedades del Señor Shardik son portentos de la guerra. Si así fuera, un niño vería los presagios.
—Puedes creer, Kelderek, que no discuto tu intuición como sacerdote de Shardik… ni tu mis condiciones de general, espero.
—¿Por qué dices eso?
Zelda se detuvo y miró alrededor la pradera desaliñada ante ellos. Después se sentó en el suelo. Tras unos momentos de vacilación, Kelderek se unió a él.
—Sentarnos aquí puede no ser muy apropiado para nuestra dignidad —dijo Zelda— pero prefiero hablar donde nadie nos oiga Y te prevengo, Kelderek, que en caso de necesidad negaré haber hablado.
Kelderek no contestó.
—Hace más de cinco años que tomamos esta ciudad; y no hay nadie que haya participado en la campaña que no sepa que lo hicimos por voluntad de Shardik. Pero ¿cuál es ahora su voluntad? Me pregunto si soy el único que está perplejo sobre el punto.
—Me atrevería a decir que no lo eres.
—¿Sabes qué cantaban mis hombres después de la toma de Bekla? «El Señor Shardik ganó la batalla, con las chicas nos acostaremos al sol». Ya no lo cantan. Cuatro años de marchas, yendo y viniendo por las provincias sureñas, les han quitado todo el ánimo.
—¿Cuál fue la voluntad de Shardik al traernos a Bekla? ¿Fue lo que los hombres suponían… es decir, que fuéramos prósperos y fuertes por el resto de nuestras vidas? Si es así: ¿por qué sigue Erketlis en campaña contra nosotros? ¿Qué hemos hecho para desagradar al Señor Shardik?
—Que yo sepa, nada.
—Shardik mató a Guel-Ethlin… él mismo dio el golpe… y, después de tomar Bekla, tú y yo y todos creímos que su voluntad era que derrotáramos a Erketlis y tomáramos Ikat. Entonces iba a haber paz. Pero eso no ha ocurrido.
—Ocurrirá.
—Kelderek, si no fueras rey de Bekla y sacerdote de Shardik, si fueras un gobernador de provincia o un comandante subordinado que me promete algo, yo diría: «Entonces es mejor que suceda cuanto antes». Así, directamente. Hace varios años que mis hombres luchan y mueren. Están dispuestos a seguir así otro verano, pero no tienen buen ánimo. La verdad, dejando de lado la voluntad de Shardik y hablando puramente como general, es que no veo motivos militares para que ganemos jamás esta guerra.
Alguien desde abajo pareció llamar al hombre de la torre. El hombre se inclinó sobre el parapeto, miró unos momentos hacia abajo y continuó esperando.
—Fue el Señor Shardik quien nos dio la victoria sobre Guel-Ethlin —prosiguió Zelda—. De no haber sido por lo que él hizo, nunca habríamos derrotado al ejército beklano… con una fuerza irregular como era la nuestra.
—Nadie ha dicho lo contrario. Ta-Kominion lo sabía antes de la batalla. Pero ganamos y tomamos Bekla.
—Ahora nos limitamos a contener a Erketlis. No podemos vencerlo… al menos no del todo. Hay muchos motivos para esto. Supongo que, cuando eras muchacho, has peleado, corrido carreras y demás. ¿No recuerdas que, algunas veces, sabías con certeza que el otro muchacho era mejor que tú? Como general, Erketlis es fuera de lo común, y la mayoría de sus hombres formaban parte del antiguo ejército sureño de patrullaje. Muchos sienten que están luchando por sus hogares y sus familias, y eso les hace soportar condiciones muy duras. No son como nosotros, invasores desalentados con la esperanza de obtener rápidos beneficios. Hace ya tiempo que nuestros hombres sienten que algo se les ha escapado de la red. Los alimentos de uno u otro tipo son fáciles de obtener en el Sur. No podemos privar de alimentos al ejército de Erketlis y ellos no necesitan mucho más. Pero su mera existencia nos crea dificultades. Mientras no sean derrotados, serán un foco de rebeldía y dificultades en cualquier parte del imperio, desde Guelt hasta Lapán… tendrán antiguos jendril como simpatizantes y demás. Lo único que necesita Erketlis es mantenerse en campaña, pero nosotros debemos hacer algo más; tenemos que derrotarlo antes de devolver al pueblo de Bekla la paz y la prosperidad de la que lo hemos privado. Y la pura verdad es, Kelderek, que no tengo base… base militar… para suponer que podemos hacerlo.
El hombre en la Torre de la Serpiente empezó de pronto a agitar los brazos y señalar hacia el Sudeste. Después juntó las manos como bocina, gritó algo hacia abajo y se fue del balcón.
—Gued-la-Dan estará aquí en menos de una hora —dijo Kelderek—. ¿Has hablado con él algo de esto?
—No, pero no tengo motivos para suponer que esté más satisfecho con nuestras perspectivas militares que yo.
—Y ¿qué opinas de la ayuda que esperamos mañana de los delegados al Consejo?
—Sea la que fuere, no bastará. Nunca ha bastado en el pasado. Debes entender que, por el momento, nos mantenemos en Lapán como podemos. No somos nosotros sino Erketlis quien piensa atacar.
—¿Puede hacerlo?
—Como sabes, recientemente ha recibido un refuerzo de Deelguy, dirigido por un barón de cuyas acciones el rey pretende no saber nada. Corren rumores de que Erketlis se considera ahora lo bastante fuerte para cubrir Ikat y atacarnos, y que proyecta internarse más hacia el Norte.
—¿Sobre Bekla?
—Eso dependerá del éxito que tenga una vez que empiece. Pero yo creo que dejará de lado a Bekla y procurará mostrar su poder en la comarca que está al Noreste de la ciudad. Supongamos, por ejemplo, que diga a los de Deelguy que los llevará al Norte en la marcha hacia su patria y que haga en el camino todo el daño que pueda. Supongamos que se encarguen ellos mismos de destruir la represa de Kabin.
—¿Y no puedes detenerlos?
—No lo sé, pero lo que propongo, Kelderek… y lo que nunca volveré a proponer si lo recibes de mala gana, es uno de dos caminos. El primero es que negociemos ya la paz con Erketlis. Nuestras condiciones serán que conservamos Bekla, con las provincias del Norte y toda la tierra que podamos conseguir al Sur. Esto, naturalmente, significa ceder Yelda, Belishba y probablemente Lapán, con Sarkid. Pero tendremos la paz.
—¿Y el segundo camino?
Por primera vez Zelda se volvió y miró de frente a Kelderek, mientras sus ojos oscuros y su barba quedaban enmarcados en el cuello rojo de la capa. Lentamente extrajo su cuchillo, lo sostuvo un momento entre el índice y el pulgar y después lo dejó caer, con el mango hacia arriba: el cuchillo se clavó y tembló en el suelo. Torciendo la nariz y olfateando, como si hubiera olido algo quemado, recogió el cuchillo y lo volvió a la vaina. La alusión no pasó por alto a Kelderek.
—Supe desde el principio… sí, aquella misma noche… que en cierto modo tenías en tus manos el destino de Ortelga. Antes que tú y Bel-ka-Trazet partieran para Quiso, tuve la certeza de que habías venido para traemos suerte y poder. Después, cuando los primeros rumores llegaron a Ortelga, creí en el regreso de Shardik, porque te había visto enfrentar la ira de Bel-ka-Trazet y comprendí que sólo la verdad podía permitirte hacer eso. Fui yo quien aconsejó a Ta-Kominion que arriesgara la vida en el cruce del Cerco Muerto por la noche, para buscarte; y fui el primer barón que se unió a él al día siguiente, cuando bajó a tierra detrás del Señor Shardik. En la batalla del Pie de las Colinas, antes que Ta-Kominion llegara al campo, dirigí el primer ataque contra el ejército de Guel-Ethlin. Nunca dudé del Señor Shardik, y tampoco dudo ahora de él.
—Y entonces, ¿qué?
—¡Suelta al Señor Shardik! Suéltalo y espera lo que sea. Tal vez su voluntad es que no sigamos la guerra. Tal vez tenga otro propósito, enteramente distinto. Debemos estar listos para confiar en él, incluso para reconocer que hemos interpretado mal su voluntad. Si lo soltamos, tal vez nos revele algo desconocido. ¿Estás seguro, Kelderek, de que, después de todo, no negamos su propósito manteniéndolo en Bekla? He llegado a creer que ese propósito no puede ser la continuación de la guerra, porque, si así fuera, tendríamos que tener ahora el fin a la vista. En algún punto hemos perdido el hilo de nuestro destino. Suéltalo y ruega para que, en esta oscuridad en que vagamos, vuelva a poner las cosas en nuestras manos.
—¿Soltar a Shardik? —dijo Kelderek. No imaginaba nada menos favorable para la continuación de su reinado o para el secreto divino que todavía tenía que descubrir. A toda costa debía apartar a Zelda de aquella apresurada, supersticiosa idea, cuyas consecuencias podían ser imprevisibles—. ¿Soltar al Señor Shardik?
—Y seguirlo luego, confiando en lo que pueda pasar. Porque, si en verdad le hemos fallado, y ya que no ha sido el coraje o decisión en el campo de batalla, sólo hemos fallado por no confiar bastante en él.
Kelderek tuvo en la punta de la lengua decir que la Tuguinda había hablado una vez así y que Ta-Kominion había sabido cómo tratarla Hizo una pausa, calculando cuál era la mejor manera de iniciar la delicada tarea de disuasión cuando ambos vieron a la distancia un criado que corría hacia ellos entre el pastizal. Se levantaron y lo esperaron.
—Mañana por la noche es el festival de fuego de la primavera —dijo Kelderek.
—No lo he olvidado.
—No diré nada de esto a nadie, y volveremos a hablar después del festival. Necesito tiempo para pensar.
El criado llegó junto a ellos, levantó la palma de la mano a la frente inclinada y esperó, tratando de contener su jadeo.
—Habla —dijo Kelderek.
—Monseñor, el señor Gued-la-Dan está casi aquí. Lo han avistado en el camino y llegará al Portón Azul en media hora.
En la ciudad, abajo, resonaban nuevamente los gongs marcando la hora, y el más lejano seguía de inmediato al que lo antecedía, como un eco. Kelderek pensó que si retenía al criado, la conversación se interrumpía por el momento.
—Acompáñanos —dijo; y después a Zelda, cuando el hombre se puso en su puesto, detrás de ellos—: Yo y la sacerdotisa Sheldra iremos al encuentro de Gued-la-Dan en el camino. ¿Quieres venir con nosotros?