El desnudo recinto, destinado a rancho de la soldadesca, era sombrío y mal ventilado, porque las únicas ventanas estaban cerca del techo, y el lugar había sido creado para ser usado en el atardecer y de noche. Era rectangular y formaba el centro del edificio de los cuarteles: las cuatro arcadas estaban rodeadas por un pasillo tras el cual estaban los cuartos de almacenaje y las armerías, los cuartos privados, los lavatorios, el hospital, los dormitorios y demás. Casi todos los arcos de las arcadas habían sido cegados con ladrillos por los ortelganos hacía unos cuatro años, y este trabajo, sin revoque entre las columnas de piedra, no sólo aumentaba la fealdad del recinto, sino que le daba también ese aire incongruente o de uso erróneo que suele instalarse en los edificios adaptados torpemente a un propósito que no es el que se tuvo originariamente. En el centro los mosaicos alternados de una parte del suelo habían sido retirados y reemplazados por cemento, en donde habían colocado una hilera de pesadas barras de hierro con una puerta en el extremo. Las barras eran altas —dos veces la estatura de un hombre— y se curvaban en la parte de arriba para terminar en picas que apuntaban hacia abajo. Las barras transversales —había tres hileras— aseguradas con cadenas a anillos colocados aquí y allá en las paredes y en el suelo. Nadie sabía cuál era la fuerza entera de Shardik, poro, con tiempo y todos los recursos de Guelt a su disposición, Baltis había hecho un buen trabajo.
En un extremo del recinto la abertura central de la arcada había quedado abierta y a ambos lados se había construido una pared en ángulo recto, cortando el pasillo de atrás. Estas paredes formaban un corredorcito entre el recinto y la puerta de hierro de la pared exterior. Desde la puerta una rampa descendía al Pozo de Roca.
Entre la puerta y los barrotes, el suelo estaba profusamente cubierto de paja y un olor a establo, mezcla de estiércol y orina, impregnaba el aire. Desde hacía algunos días Shardik permanecía adentro, inquieto e inapetente, aunque de pronto se sobresaltaba y se movía de aquí para allá, como acuciado por el dolor y buscando algún enemigo en quien vengarse. Kelderek, que observaba de cerca, rogaba continuamente con las mismas palabras que había usado hacía cinco años en la oscuridad del bosque: «Paz, Señor Shardik. Duerme, Señor Shardik. Tu poder es de Dios. Nada puede dañarte».
En la fétida tiniebla él, el rey-sacerdote, observaba al oso y esperaba noticias de que Gued-la-Dan hubiera llegado a la ciudad. El Consejo no iba a iniciarse sin Gued-la-Dan, porque los delegados de provincia se habían reunido primero con el propósito de satisfacer a los generales ortelganos en relación a la contribución de tropas, dinero y otros suministros requeridos para la campaña de verano, y en segundo lugar para oír lo que se considerara oportuno decirles de los planes ortelganos para la derrota del enemigo. De estos planes Kelderek no sabía nada, aunque sin duda ya habían sido formulados por Zelda y Gued-la-Dan con ayuda de algunos comandantes subordinados. Antes de la iniciación del Consejo, los generales iban a buscar su consentimiento en hombre del Señor Shardik, y cualquier cosa que, en su plegaria y meditación, él pudiera encontrar dudoso o desagradable, podía, si quería, pedir que fuera cambiado en nombre de Shardik.
Desde el día en que Shardik había golpeado a los comandantes beklanos y desaparecido en el lluvioso crepúsculo de las colinas, la autoridad y la influencia de Kelderek se había hecho más grande de lo que había sido nunca la de Ta-Kominion. Ante los ojos del ejército era evidente que era él quien había hecho el milagro de la victoria, él quien primero había adivinado la voluntad de Shardik y la había obedecido. Kelderek mismo sabía sin duda alguna que él y no otro era el elegido de Shardik, y que debía llevarlo a la ciudad de su pueblo. Usando su propia autoridad había ordenado a Sheldra y las otras mujeres que salieran con él, en cuanto llegara la primavera, para buscar a Shardik hasta encontrarlo. Los barones ortelganos, aunque no discutían su autoridad, se habían opuesto con vehemencia a la idea de que su presencia mágica dejara la ciudad mientras Santil-ke-Erketlis no fuera derrotado en la ciudadela de Crándor; y Kelderek, impaciente ante la demora cuando volvieron los días cálidos, había reprimido su asco personal ante los métodos con que Zelda y Gued-la-Dan habían obligado al general beklano a evacuar su ciudadela. Este asco, pensaba, aunque fuera bastante natural en un hombre común, como él lo había sido una vez, era indigno de un rey, en quien el desprecio y la falta de piedad por el enemigo son una necesidad para su propio pueblo porque ¿cómo ganar guerras de otra manera? En todo caso el asunto estaba por debajo de su esfera de autoridad, porque él era un rey mágico y religioso, que se ocupaba de percibir e interpretar la voluntad divina; y por cierto no había ninguna cuestión religiosa implicada en la decisión de Gued-la-Dan de levantar una horca a vista de la ciudadela y colgar dos niños beklanos todos los días, hasta que Santil-ke-Erketlis consintiera en abandonar la ciudad. Sólo cuando Gued-la-Dan dijo a Kelderek que debía asistir a cada ahorcamiento en nombre de Shardik, él hizo conocer su propia voluntad al replicar de manera cortante que era él y no Gued-la-Dan quien había sido nombrado por Dios para discernir donde y en qué ocasiones su presencia era necesaria para la manifestación de los poderes que le había conferido Shardik. Gued-la-Dan, que secretamente temía ese poder, no había dicho más y Kelderek, por su parte, aprovechó lo que se había hecho sin tener que presenciarlo. Tras algunos días el general beklano consintió en marchar hacia el Sur, dejando a Kelderek libre para buscar a Shardik en las colinas al Oeste de Guelt.
De aquella ardua y larga búsqueda ni el oso ni el rey volvieron como habían ido. Shardik, gruñendo y luchando en medio de sus cadenas hasta quedar exhausto y casi estrangulado, había sido llevado por la noche a la ciudad bajo un toque de queda forzoso a fin de que la gente no presenciara lo que podía parecer la humillación del Poder de Dios. Las cadenas le habían herido un lado del pescuezo y la articulación de la pata delantera izquierda; y las heridas se curaban con lentitud, dejándolo algo cojo y con una manera extraña y forzada de llevar la gran cabeza, que ahora movía de una a otra parte, como si todavía sintiera el tirón de la cadena, que ya no tenía. Muchas veces, los primeros meses, había sido violento, había golpeado los barrotes y las paredes con enormes manotazos que resonaban en el edificio como el martillo de un herrero. En una ocasión la nueva mampostería que cubría uno de los arcos se partió y cayó y, por un tiempo, el oso vagó por el pasillo de atrás, golpeando, hasta quedar agotado, las paredes externas. Kelderek había discernido en esto una señal propicia para atacar a Ikat; y de hecho los ortelganos, siguiendo su interpretación, habían forzado a Santil-ke-Erketlis a retirarse hacia el Sur a través de Lapán, sólo para ser obligados una vez más a detener su avance en los límites de Yelda.
De todos modos, en menos de un año Shardik se había vuelto taciturno y como aletargado, sufría de lombrices y padecía un prurito que le hizo rascarse furiosamente una oreja hasta que quedó rota y deformada. Sin la presencia de Rantzay y de la Tuguinda, e incómodo por la ferocidad continua y sombría del oso, Kelderek abandonó la esperanza que había tenido una vez de reiniciar la adoración cantada. De hecho todas las mujeres, aunque alimentaban asiduamente a Shardik, atendían, todas sus necesidades y limpiaban y se ocupaba n del edificio que era ahora su morada, le temían tanto que, poco a poco, llegó a aceptarse que, acercarse al oso como no fuera detrás de los barrotes ya no formaba parte de sus obligaciones. Sólo Kelderek, entre todo el grupo, sabía en el fondo de su corazón que debía presentarse ante él, ofrecía su vida sin pedir recompensa y murmuraba una y otra vez, en su plegaria de entrega: «Senandril, Señor Shardik, acepta mi vida. Soy tuyo y nada te pido en cambio». Pero, de todos modos, incluso cuando rezaba, se contestaba a sí mismo: «Nada… fuera de tu libertad y mi poder».
En los largos meses de búsqueda, en el curso de los cuales habían muerto dos mujeres, había contraído malaria: esta fiebre volvía de vez en cuando y quedaba estremecido y sudando, sin poder comer y —especialmente cuando la lluvia golpeaba el techo de madera— se veía a sí mismo en medio de confusos sueños siguiendo nuevamente a Shardik que surgía de entre los árboles para destruir a las atónitas y aterradoras huestes de Bekla; otras veces buscaba a Melathys, sumergiéndose desde los Arrecifes a la luz de las estrellas hacia un fuego que retrocedía ante él, mientras, entre los árboles, la voz de la Tuguinda gritaba: «No cometas sacrilegio, sobre todo en este momento».
Llegó a conocer los días en que estaba seguro que Shardik no iba a hacer ningún movimiento, los días en que podía pararse junto al oso que parecía adormecido y hablarle de la ciudad, de los peligros que la asediaban y de la necesidad de protección divina.
Incapaz de comprender qué verdad podía haber oculta en aquel terrible lugar, esa verdad hacia la cual, como el compás de una brújula, lo guiaba su inalterable devoción hacia Shardik, buscaba de todos modos, torpe y concienzudamente, obtener algún sentido de su sufrimiento, algún mensaje divino aplicable a la suerte de la gente y de la ciudad. Algunas veces sabía dentro de sí mismo que aquellos vaticinios eran todos mendaces, materia misma de los tramposos. Sin embargo, aquellos que sabía con más certeza que habían sido acuñados con la incomprensión, el reproche de sí mismo y un mero sentido del deber, resultaban luego realizados, daban de veras fruto; o, de todos modos, eran recibidos por sus seguidores como verdad evidente.
Shardik lo absorbía noche y día. Los despojos de Bekla —que eran para los barones, los soldados e incluso para Sheldra y sus compañeras un fin valioso en sí mismo— no lo atraían. Aceptaba el honor y la situación de rey, y el papel que daba ánimo y seguridad a los barones y al pueblo era desempeñado por él con un profundo sentido de la necesidad de ellos y de su propia adecuación, ya que Dios lo había elegido. Y sin embargo, cuando cavilaba en el tétrico recinto lleno de ecos, y contemplaba al oso en sus ataques de furor y en sus letargos, quedaba convencido que todo lo que había realizado —todo lo que parecía milagroso y casi divino en términos humanos— carecía de importancia frente a lo que quedaba por ser revelado. El poder de Shardik lo había tocado y, ante sus ojos y los ojos de otros, había entrado al mundo como emisario de Dios, había visto con certeza y claramente, a través del conocimiento divino que le habían impartido, la naturaleza de su tarea y lo que era necesario para realizarla. El alto Barón de Ortelga había demostrado ser de poco peso. Y había parecido de suprema importancia su determinación aparentemente suicida de llevar a Quiso la noticia de la llegada de Shardik. Pero ahora, aunque Shardik era señor en Bekla, esta percepción ya no le parecía suficiente. Continuamente era perseguido por la sensación intuitiva de que todo lo que había pasado hasta entonces apenas había rozado el borde de la verdad de Dios, que él era todavía ciego y había que buscar y encontrar una gran revelación, por la que había que rogar para que fuera concedida… una revelación del mundo ante cuya luz su propia situación y monarquía significarían tan poco para él como para la acurrucada criatura de la jaula, con su pelo erizado y su estiércol hediondo. Una vez, en sueños, se vio vestido y coronado para el festival de la victoria, que se celebraba todos los años al empezar las lluvias, mientras empujaba con un remo su balsa de cazador en la ribera Sur de Ortelga. Al despertar vio a Shardik paseando de un lado a otro entre los barrotes, no incorporó y, mientras avanzaba el alba, siguió un rato largo en una plegaria: «Toma todo lo demás, Señor Shardik; mi poder y mi reino si quieres. Pero dame ojos nuevos para percibir tu verdad… esa verdad a la que todavía no he llegado. Senandril, Señor Shardik. Acepta mi vida si quieres, pero concédeme, a cualquier precio, encontrar lo que todavía estoy buscando».
No había nadie que no supiera que Kelderek era prisionero de una integridad que lo consumía, que no gozaba con las joyas y el vino, las mujeres, las flores y las fiestas de Bekla. «Ah, habla con el Señor Shardik —decían al verlo pasar por las calles y plazas siguiendo el suave resonar del gong—. Vivimos en el sol porque él carga sobre sí la oscuridad de la ciudad».
Para él su integridad no era forzada: estaba enraizada en la compulsión de descubrir la verdad que él sentía más allá de la fortuna que había hecho para Ortelga, más allá de su papel de rey-sacerdote. En sus profecías e interpretaciones no traicionaba su integridad, sino que buscaba un arreglo para ganar tiempo, puesto que quería lograr lo que buscaba. Kelderek, que hubiera narcotizado a Shardik para tener la certeza de no correr riesgos ante él en los días señalados en presencia del pueblo, que hubiera podido introducir sacrificios humanos o elaboradas en forma de adoración obligatoria, tan grande era la veneración que le tenían, soportaba en cambio el peligro mortal y el crepuscular aislamiento del recinto donde rezaba y meditaba continuamente sobre un misterio inasible. Esto era lo que iba a constituir el supremo don de Shardik a los hombres. Era esto que, por su tremenda naturaleza, trascendería —incluso justificaría— todo el mal hecho en el pasado, toda la violencia hecha a la verdad, incluso… incluso… y aquí la línea de sus pensamientos fallaba.
Porque el recuerdo de la Tuguinda no lo dejaba en paz, aunque los hechos habían demostrado claramente que Ta-Kominion había tenido razón y que la sacerdotisa hubiera frustrado el don milagroso de la victoria y la conquista de Bekla. Después que Shardik fue llevado a la ciudad y todas, salvo las provincias sureñas alrededor de Ikat, hubieron reconocido la regla de los conquistadores, los barones decidieron, con total acuerdo de Kelderek, que sería magnánimo y prudente enviar mensajeros a la Tuguinda para asegurarle que se había olvidado su error de cálculo y que había llegado el momento de que fuera a ocupar su puesto entre ellos; pese a todo lo que significaba ahora Kelderek, ningún ortelgano había perdido el terror numinoso por Quiso que le habían inculcado desde el nacimiento, y no pocos estaban inquietos al ver que, en la prosperidad, los nuevos jefes habían dejado de lado a la Tuguinda. Muchos habían esperado que Shardik, una vez recobrado, fuera llevado a Quiso, como en tiempos pasados. Pero Kelderek, desde el momento en que había salido de Bekla para buscar al oso, jamás había pensado en eso, porque si iba con Shardik a la isla de la Tuguinda, tendría que perder su supremacía como rey-sacerdote y, sin la presencia real de Shardik, no podía reinar en Bekla.
—Y ahora podemos subrayar esto con fuerza —dijo Gued-la-Dan a otros miembros del consejo de barones— porque no hay que equivocarse: ella ya no es la figura que teníamos en tiempos de Bel-ka-Trazet. Se equivocó al interpretar la voluntad del Señor Shardik, y Ta-Kominion y Kelderek no se equivocaron. El honor de la Tuguinda es tan grande y no más que el que estemos dispuestos a concederle, que será medido de acuerdo a la extensión de su utilidad para nosotros. Y, como mucha gente todavía la honra, sería prudente consolidar nuestra seguridad trayéndola aquí. La verdad es que, si no viene, yo mismo la traeré.
Kelderek no dijo nada en contra de esta áspera apreciación, porque estaba seguro que la Tuguinda iba a alegrarse de recobrar su antiguo cargo y que, una vez que ella estuviera en Bekla, él podría ayudarla a recobrar su ascendiente sobre los barones.
Los mensajeros volvieron sin Neelith. Al parecer, en Quiso, había interrumpido el discurso que tenía preparado, se había arrodillado llorando a los pies de la Tuguinda, suplicando que la perdonara y afirmando apasionadamente que nunca más volvería a dejarla, mientras viviera Tras oír lo que los demás tenían que decir, la Tuguinda les recordó que había sido mandada a Quiso como prisionera. No tenía, dijo, más libertad que la concedida ahora a Shardik para decidir por sí misma si podía ir o no ir a un lugar.
—Pero —dijo— podéis decir a los de Bekla que, cuando el Señor Shardik recobre otra vez la libertad, yo también recobraré la mía. Y podéis decir a Kelderek que, aunque piense lo contrario, yo estoy ligada como él, y él está ligado como yo lo estoy. Y que esto lo descubrirá algún día.
Con esta respuesta se vieron forzados a volver.
—¡Qué harpía! —dijo Gueld-la-Dan—. ¿Cree acaso que está en situación de ocultar su resentimiento con discursos atrevidos, cuando ella está en el error y nosotros en la verdad? Cumpliré mi palabra: y no tardaré en hacerlo.
Gued-la-Dan estuvo un mes ausente, lo cual costó al ejército un serio revés táctico en Lapán. Volvió sin la Tuguinda y guardó silencio sobre el motivo, hasta que el relato hecho por sus criados, al ser interrogados por los otros barones, lo convirtieron en un hazmerreír a sus espaldas. Al parecer, había realizado dos intentos separados e infructuosos de desembarcar en Quiso. En cada caso un letargo había caído sobre él y los que estaban con él y la canoa se había deslizado junto a la isla. En la segunda ocasión había encallado en una roca, había zozobrado y él y sus compañeros apenas habían salvado la vida. Era evidente que la cosa le había costado cara. Durante muchos meses, incluso en el campo, evitó dormir solo y no quiso volver a viajar por agua.
Acaso para expiar el recuerdo de la Tuguinda, a Kelderek le importaba poco lo que comía o bebía, vivía una vida casta y dejaba que otros gastaran las riquezas que se consideraban adecuadas a la grandeza del rey. Muchas veces sentía que éste era el motivo, incluso cuando se preguntaba por milésima vez qué podía haber hecho para ayudarla. Intervenir en favor de ella hubiera sido declararse contra Ta-Kominion. Y, pese a su reverencia por la Tuguinda, él había apoyado con pasión a Ta-Kominion y había estado dispuesto a seguirlo en cualquier aventura. Kelderek nunca había entendido el concepto que tenía la Tuguinda del poder de Shardik, en tanto que el de Ta-Kominion era claro.
El recuerdo de la Tunguinda nunca estaba lejos de su mente.
Ella había sabido lo que quería, y él no lo había sabido y se había engañado al suponer que ella iba a consentir en formar parte de los que tenían cautivo a Shardik en Bekla A veces tenía ganas de renunciar a la corona y volver a Quiso a suplicar el perdón, como Neelith. Pero esto significaba dejar el poder y la búsqueda de la gran revelación, de cuya inminencia a veces estaba seguro. Además sospechaba que, si intentaba el viaje, los barones no iban a dejar con vida a alguien que les había sido hasta tal punto infiel.
Su refugio para escapar de este dilema era Shardik. Aquí no había una inmerecida recompensa de lujo, halagos o quejas, murmullos de placer por la noche, riquezas o adulación… aquí sólo había soledad, ignorancia y peligro. Cuando servía al Señor Shardik en medio del miedo y del sufrimiento del alma y del cuerpo, por lo menos no se acusaba a sí mismo de haber traicionado a la Tuguinda para su propio beneficio. Sólo una vez Shardik lo había atacado: había dado un manotazo cuando Kelderek franqueaba la puerta de barrotes, quebrándole el brazo izquierdo como si fuera una rama seca. Se había desmayado de dolor, pero Sheldra y Nito, que lo seguían, le habían salvado la vida, sacándolo fuera enseguida. El brazo se había soldado de manera torcida, aunque todavía podía usarlo. Y, dejando de lado las súplicas de las mujeres y los avisos de los barones, había continuado, en cuanto pudo hacerlo, plantándose de vez en cuando ante Shardik, pero el oso no había vuelto a mostrarse feroz. La verdad es que parecía indiferente a la presencia de Kelderek y muchas veces, después de levantar la cabeza para asegurarse que era él y no otro, seguía echado en la paja. En esos momentos Kelderek se le ponía al lado, y obtenía consuelo, mientras rezaba, con el conocimiento de que, pese a todo lo que había pasado, él y sólo él era el compañero humano y mediador de Shardik. En los cuatro años pasados desde su vuelta a Bekla con Shardik había participado de lleno en los consejos de los ortelganos y había mantenido no solo mi buen número de espías sino también un cuerpo de consejeros con conocimientos especiales de las diversas provincias, sus características principales y sus recursos. Mucha de la información recibida tenía importancia militar.
En lo referente a los negocios, las aduanas y los impuestos, Kelderek se había dado cuenta muy pronto de que sus propias luces, aunque con fallas e inexperiencia, eran más seguras que las de los barones, y valoraba más claramente que ellos la vital importancia que tenía el comercio para el imperio. Durante meses había discutido, ante la indiferencia de Zelda y Gued-la-Dan, que ni la vida de la ciudad ni la guerra contra las provincias sureñas podían ser mantenidas únicamente con los despojos y que era esencial mantener abiertas las rutas comerciales conocidas y no meter en el servicio militar a todos los artesanos jóvenes y capaces, a todos los traficantes y caravaneros que había dentro de los límites del imperio. Les había demostrado que en un año, los prósperos criadores de ganado y sus hombres, treinta, curtidores o veinte zapateros, podían no sólo ganarse la vida sino pagar bastantes impuestos para mantener en campaña dos veces el número existente de mercenarios.
Pero de todos modos los negocios habían declinado. Santil-ke-Erketlis, adversario más sagaz y experimentado que cualquiera de los jefes ortelganos, se había ocupado de que así fuera. El hijo del rey de Deelguy fue invitado a Ikat, lo trataron como conviene a un príncipe y, quizás no de manera fortuita, se enamoró de una dama noble de la ciudad, con quien se casó. Los recursos de las provincias rebeldes eran menores que los de Bekla, pero Santil-ke-Erketlis poseía olfato para husmear dónde un poco de gasto extra iba a ser provechoso. Los impuestos eran cada vez más difíciles de cobrar a un pueblo que sentía que le apretaban el cinto y Kelderek tuvo dificultades para pagar a los contratistas y artesanos que abastecían al ejército.
Había sido en este aprieto que había recurrido a una ampliación del tráfico de esclavos, Tal comercio había existido siempre en el imperio beklano, pero desde unos diez años antes de la conquista ortelgana había sido restringido. En los últimos días de gran prosperidad de Bekla, sin embargo, el número de grandes propiedades, mansiones y negocios había aumentado y, en consecuencia, también había aumentado la demanda de esclavos, hasta volverse provechoso para algunos hombres el convertirse en traficantes profesionales y abastecedores. Los secuestros e incluso la cría de seres humanos se habían extendido, al punto que varios gobernadores de provincia se habían visto obligados a protestar en nombre de los pueblos y ciudades que vivían en medio del terror —no sólo por las incursiones de los traficantes sino también por los esclavos prófugos que se convertían en salteadores— y de los ciudadanos respetables que habían sido ultrajados. Los esclavistas, sin embargo, no habían dejado de tener sostenedores, porque aquel comercio no sólo pagaba elevados impuestos, sino que daba trabajo a artesanos, como los roperos y los herreros; y, los compradores que visitaban Bekla traían dinero a los posaderos. El problema había llegado al punto culminante en el conflicto civil conocido como las Guerras de los Esclavos, cuando se habían librado media docena de campañas independientes en otras tantas provincias, con y sin la ayuda de aliados y mercenarios. De esta confusión Santil-ke-Erketlis, antiguo terrateniente yeldashay, de familia vieja pero no rica, había surgido como el jefe más destacado de ambos lados. Tras derrotar a los esclavistas en Yelda y Lapán, había enviado ayuda a otras provincias y finalmente había arreglado las cosas en la misma Bekla, con entera satisfacción de los Jeldril («gente a la antigua»), como se denominaba a su partido. El costo para el estado de la extradición de los traficantes y la liberación de todos los esclavos que demostraron ser nativos del imperio había sido enfrentado en parte por el empuje de los constructores, albañiles y talladores, por los que siempre había sido famosa Bekla, y en parte por medidas (de las cuales la construcción del gran estanque de Kabin había sido una) que aumentaron la prosperidad de los campesinos y los pequeños granjeros.
De todos modos quedaban, no sólo en Bekla sino en varias ciudades de las provincias occidentales, hombres ni fluyentes que lamentaban la victoria de los Jeldril. Eran estos los que Kelderek había buscado y puesto en el poder local, tras un acuerdo por el cual ellos debían apoyar la guerra a cambio de la renovación de un comercio esclavista sin restricciones. Defendió esta política ante sus propios barones —algunos de los cuales recordaban incursiones esclavistas en la comarca central, cerca de Ortelga, quince o veinte años antes— en parte como «la necesidad obliga» y, en parte, señalando que el país no quedaba abierto a un comercio totalmente sin frenos. Un número fijo de traficantes obtenía permisos cada año para «tomar» nada más que la cuota permitida de mujeres y niños en determinados distritos de provincia. Una cuota de hombres capaces físicamente era concedida a cualquier traficante particular, pero la quinta parte debía entregarse al ejército. Naturalmente no se disponía de tropas suficientes y estos acuerdos se estiraban al ponerlos en práctica, tarea que quedaba en manos de los gobernadores provinciales. A todos los que se quejaban de lo que había hecho, Kelderek contestaba lo mismo:
—Restringiremos otra vez el tráfico de esclavos cuando termine la guerra; ayudadnos, pues, a ganarla.
—Muchos de los que son tomados como esclavos son vagabundos y criminales que los traficantes compran en las cárceles —aseguraba a los barones— e incluso en el caso de los niños, hay muchos que, de todos modos, siempre serían abandonados y maltratados por madres que no los quieren. Por otra parte, un esclavo siempre tiene posibilidad de prosperar si tiene suerte y es capaz.
Jan-Glat, un ex esclavo de Dios sabía dónde, que estaba ahora a cargo de las tropas pioneras y de construcción del ejército, había dado un poderoso apoyo a Kelderek, manifestando que cualquier esclavo bajo su mando tenía tanta posibilidad de promoción como un hombre libre.
El beneficio del tráfico era grande, especialmente cuando se supo que en Bekla había de nuevo un mercado de esclavos protegido por el Estado, con amplio surtido de mercadería, y los agentes de otros países descubrieron que valía la pena viajar hasta allí, pagar los precios del mercado y gastar su dinero. Pese a los argumentos en favor de lo que había hecho, —el mejor argumento eran las cuentas públicas—. Kelderek descu-brió que no sólo esquivaba el mercado, sino también las calles por donde pasaban las consignaciones de esclavos. Se despreciaba a sí mismo por esto; sin embargo, dejando a un lado la involuntaria piedad que sabía que era debilidad en un dirigente, tenía también el incómodo sentimiento de que podía haber en su política alguna falla que él se esforzaba por no advertir. «La clase de expediente deletéreo y miope que uno puede esperar de un hombre común y un bárbaro» había escrito el antiguo gobernador Jeldril en una carta en que renunciaba a su cargo antes de huir a Yelda.
—¿Cree acaso que no sé tan bien como él que es un expediente? —comentó Kelderek a Zelda—. No podemos permitirnos ser bondadosos y tener generosidad hasta que no hayamos capturado Ikat y derrotado a Erketlis.
Zelda había estado de acuerdo y había añadido:
—Y, naturalmente, tampoco podemos enfrentar a tanta gente nuestra, incluso aunque no sean ortelganos. Ten cuidado que la cosa no se te escape de las manos.
Y Kelderek se encontró como un hombre en una urgente necesidad, que tiene cuidado de no escudriñar demasiado las especiosas afirmaciones de un prestamista afable. Aunque no tenía experiencia como dirigente, nunca había carecido de sentido común y había aprendido muy temprano en la vida a desconfiar de las hermosas apariencias y de cualquier premio demasiado fácil. «Cuando hayamos tomado Ikat —se dijo a sí mismo— podremos acabar con estos métodos vidriosos e inmediatos, ¡oh, Señor Shardik, danos otra victoria! Entonces terminaremos con el comercio de esclavos y estaré libre para buscar tu verdad». A veces, ante la idea de aquel gran día, las lágrimas brotaban de sus ojos con tanta facilidad como de las de un niño esclavo al recordar su patria.