La taberna más cercana en la columnata, con una insignia que la anunciaba cómo «El soto verde», estaba al abrigo del viento, pero, de todos modos, en esta temprana época del año la calentaban con un brasero de carbón, puesto bastante bajo para impedir que las ráfagas enfriaran los pies. Las mesas estaban todavía húmedas por el lavado de la mañana y el salón, que enfrentaba la plaza, estaba adornado con alfombrillas de brillantes colores que, aunque un poco gastadas, estaban limpias y bien cepilladas. El lugar parecía frecuentado por la mejor clase de hombres que trabajaba o hacía negocios en el mercado: compradores, mayordomos de mansiones, encargados de caravanas, comerciantes y dos o tres funcionarios del mercado, con sus capas verdes de uniforme y sus redondos sombreros de cuero. Había calabazas y tendrionas secas que colgaban en redes de la pared, y berenjenas escabechadas, quesos, nueces y pasas en platos. Por una puerta trasera se podía ver el patio, con palomas blancas y una fuente. Elleroth y Mollo se sentaron en un rincón, y esperaron sin impaciencia.
—Bueno, Muerte, no vengas todavía —exclamó un joven caravanero de pelo largo, echando hacia atrás su capa para dejar libre el brazo al beber y mirando por encima del vaso de cuero, como si esperara a medias que el malhadado personaje apareciera de golpe en un rincón—. Tengo que hacer más plata en el Sur, y vaciar algunos vasos más aquí… ¿verdad, Tarys? —añadió dirigiéndose a una muchacha bonita, con una larga trenza negra y un collar de cuentas de plata que acababa de poner ante él una fuente de huevos duros con crema agria.
—Sí, es posible —contestó ella— hasta que te hagas matar en un viaje al Sur. Plata, plata… siempre vas a Zeray por plata…
—Ah, siempre voy… —se burló él, teniendo una hilera de monedas extranjeras, una bajo cada dedo, para que ella tomara lo que le debía—. Sírvete. ¿Por qué no me tomas a mí ahora, en lugar del dinero?
—Todavía no estoy tan pobre —replicó la muchacha, tomando tres monedas y atravesando el recinto. Tenía los párpados pintados de color índigo y se había prendido unas flores rojas de tectron en el corpiño. Sonrió a Mollo y Elleroth, no muy segura de cómo debía dirigirse a ellos, ya que, por un lado, eran extranjeros y evidentemente caballeros y, al mismo tiempo, habían observado sus coqueteos con el caravanero.
—Buenos días, hija mía —dijo Elleroth, hablando como si fuera el abuelo de la joven y, mirándola al mismo tiempo de arriba abajo, con un aire de admiración evidente que la dejó más confundida que antes—. Me pregunto si tienes verdadero vino del Sur… yeldashay, o simplemente lapano… Lo que se necesita beber en una mañana como ésta es luz de sol.
—Hace mucho tiempo que no llega nada, señor, es una lástima —contesto la muchacha—. Es la guerra, ¿sabes? No se consigue.
—Estoy seguro que no aprecias los recursos de este espléndido establecimiento —contestó Elleroth, poniendo dos monedas de veinte meld en la mano de la muchacha—. Y siempre puedes echar el vino en una jarra, para que nadie vea lo que es. Pregunta a tu padre. Trae el mejor que tengas, siempre que sea… eh… bueno… antes del oso, ya sabes, de antes del oso. Lo reconoceremos si es del Sur.
Dos hombres pasaron por la entrada con cortinas encadenadas y llamaron a la muchacha en chistol, sonriéndole.
—¿Supongo que has tenido que aprender muchos idiomas con tantos admiradores? —dijo Mollo.
—Ellos tienen que aprender el mío si quieren que los atienda —sonrió ella, yéndose y asintiendo con la cabeza a Elleroth para indicar que iba a hacer lo que le había pedido.
—Bueno, supongo que siempre hay que pararles el carro a muchos Elleroth, echándose hacia atrás en el asiento, tomando una berenjena escabechada y metiéndose la mitad en la boca. ¡Lástima que tantos muchachos furiosos sigan insistiendo! ¿Te molestaría que siguiéramos hablando en yeldashay? Estoy harto de hablar beklano y mucho me temo que el deelguy ya no esté a mi alcance. Una ventaja de este lugar es que a nadie le parecerá demasiado raro, creo, si nos ponemos a hablar con toses o golpeamos la mesa con largos palitos de dientes. Un poco de yeldashay será para ellos parte del trabajo de toaos los días.
Ese muchacho a quien le diste dinero después que me robó el cuchillo… —dijo Mollo— ¿qué significaba, el agujero de la oreja? Parecías saber bastante bien lo que buscabas.
—¿No tienes ninguna sospecha, gobernador de la provincia?
—Ninguna.
—Ojalá puedas continuar sin tenerlas. Me dijiste que habías conocido en Deelguy a ese hombre que se llama Lalloc. Me pregunto si has oído hablar de Guenshed…
—No.
—¡Maldice la guerra, entonces! —gritó un hombre que acababa de entrar, evidentemente en respuesta a alguna frase del propietario, que estaba con él con los labios apretados, los hombros encogidos y las manos a cada lado—. ¡Trae cualquier cosa, pero pronto! ¡Salgo para el Sur en media hora!
—¿Qué noticias hay de la guerra? —gritó Elleroth, desde el otro lado del salón.
—Ah, va a volver a ponerse feo ahora que llega la primavera, señor —contestó el hombre—. No vendrá ya nada del Sur… quiero decir, por algunos meses. El general Erketlis está avanzando… es probable que llegue por el Este hasta Lapan, según he oído.
Elleroth asintió. La muchacha llegó con una simple jarra de terracota, vasos de cuero y un plato de rábanos y berros. Elleroth llenó los dos vasos, bebió profundamente y la miró con la boca abierta, con una exagerada expresión de sorpresa y deleite. La chica se alejó, entre risitas.
—Mejor de lo que podía esperarse —dijo Elleroth—. Bueno, no te preocupes por ese pobre muchacho, Mollo. Es una excentricidad de mi parte. Ya te contaré algún día. De todos modos, no tiene nada que ver con lo que hablábamos en el lago.
—¿Cómo recobraron su oso? —preguntó Mollo, mascando un rábano y tendiendo las piernas hacia el brasero—. Lo que he oído… y si es verdad me asusta, y nadie me ha dicho nunca que no lo sea… es que el oso destrozó las líneas beklanas y mato a Guel-Ethlin como si supiera de quién se trataba. Es algo que todos te dirán en Deelguy, porque había un contingente deelguy en el ejército beklano, y el oso mató a su comandante al mismo tiempo… le abrió la garganta. Debes reconocer que es bastante raro.
—¿Y después?
—Después, cuando caía la tarde, desapareció el oso. Pero ya sabes dónde está ahora… allá en lo alto de la colina… —señaló con el pulgar por encima del hombro.
—Ese hombre, Crendrik, el rey, pasó casi todo el verano siguiente tras huellas —replicó Elleroth—. En cuanto terminaron las lluvias, fue con sus sacerdotisas, o como las llamen, y recorrió toda la comarca desde Kabin hasta Terekenalt y desde Guelt hasta el Telthearna Creo que antes era cazador. Bueno, lo fuera o no, lo cierto es que encontró al fin al oso, en una parte muy inaccesible de las colinas: e incendió toda la ladera, incluso dos desdichadas aldeas, para obligar al oso a bajar a la llanura. Después lo insensibilizó con una especie de droga, lo maniató con cadenas…
—¿Lo maniató? —interrumpió Mollo—. ¿Cómo es posible maniatar a un oso?
—Comprendieron que ninguna jaula podía guardarlo, según me han dicho, de modo que, cuando estaba dormido le ataron las patas a una cadena que le pasaba por el pescuezo, de manera que, cuando más pateaba, más se sofocaba. Después lo llevaron a Bekla en una plataforma abierta, sobre ruedas, en menos de dos días… más o menos unos noventa kilómetros. Los hombres se turnaban en grupos y en ningún momento se detuvieron. De todos modos el oso casi murió… no le gustaban mucho las cadenas, ¿sabes? Pero esto sólo demuestra, mi querido Mollo, la gran importancia que dan los ortelganos al oso, y hasta qué punto están dispuestos a ir lejos en todo lo que a él se refiere. Es posible que sean muchachos zambullidores del Telthearna, pero también es evidente que ese animal los inspira a grandes alturas.
—Lo llaman el Poder de Dios —dijo Mollo—. ¿Estás seguro de que no lo es?
—Querido Mollo, ¿qué quieres decir?… Deja que te llene ese vaso de cuero, me pregunto si tendrán más de este vino…
—Bueno, no veo otra manera de explicar todo lo que ha pasado. El viejo Smarr siente lo mismo… dice que no podían ganar. En el primer momento los beklanos no tuvieron noticias de lo que había pasado, después dividieron el ejército en dos, llegaron las lluvias y el oso mató a Guel-Ethlin justamente cuando los había vencido y nadie en Bekla se enteró de nada hasta que los ortelganos estuvieron encima… No dirás que todo eso es mera coincidencia…
—Sí, lo digo —replicó Elleroth, dejando su manera burlona e inclinándose para mirar fijamente a Mollo a la cara—. Un pueblo súper-civilizado se volvió complaciente y descuidado y dejó la puerta abierta a una tribu de salvajes fanáticos que, por una mezcla de suerte, traición y horrenda inhumanidad, logró usurpar el lugar de ellos por algunos años.
—¿Algunos años? ¡Ya han pasado cinco!
—Cinco años son pocos años. ¿Están acaso seguros? Sabes que no es así. Tienen como oponente a un general brillante y con base en un lugar tan cercano como Ikat. El imperio beklano está reducido a la mitad. Las provincias del Sur se han separado… Yelda, Belishba, acaso Lapán. Paltesh querría separarse y no se atreve. Deelguy y Terekenalt son enemigas cuando tienen tiempo para dedicar a sus propias dificultades. Los ortelganos serán derrotados este verano. Ese Crendrik… terminará en Zeray, no lo olvides.
—Son bastante prósperos: todavía hay mucho comercio en Bekla.
—¿Comercio? Sí, pero, me pregunto qué clase de comercio. Y basta mirar alrededor para darse cuenta hasta qué punto ha sido afectado incluso un lugar como éste. ¿Qué era lo que traía más prosperidad a Bekla? La construcción, la albañilería, los tallados… todo ese tipo de artesanía. Ese comercio está arruinado. No hay trabajo, los grandes artesanos se han ido quedamente a otra parte y estos bárbaros no entienden nada de esos trabajos. En cuanto a las provincias exteriores y los reinos vecinos, esos sólo envían ahora a Bekla un parroquiano ocasional. ¿Mucho comercio? ¿Qué clase de comercio, Mollo?
—Bueno el hierro viene de Guelt y el ganado…
—¿Qué clase de comercio, Mollo?
—¿Te estás refiriendo al comercio de esclavos? Bueno, hay comercio de esclavos en todas partes. La gente que pierde la guerra cae prisionera…
—Tú y yo hemos luchado juntos una vez para que las cosas siguieran así. Estos hombres están desesperados por comerciar para pagar por sus guerras y alimentar a los súbditos que han sometido… están desesperados por entablar cualquier tipo de comercio. De modo que las cosas ya no están quietas. ¿Qué clase de comercio, Mollo?
—¿Te quieres referir a los niños? Bueno, si quieres conocer mi opinión…
—Perdón, caballeros, ignoro si la cosa podrá interesar a los señores, pero me dicen que el rey se acerca. Atravesará el mercado dentro de unos minutos. Y pensé que, como los caballeros parecen estar visitando la ciudad…
El propietario estaba de pie junto a ellos, sonreía con obsecuencia y señalaba a la distancia.
—Gracias —contestó Elleroth—. Muy cortés de tu parte. Tal vez… —deslizó otra moneda de oro en la mano del propietario— si pudieras conseguir un poco más de este excelente brebaje… ¡Qué chica encantadora es tu hija!… ¿O acaso tu sobrina? Deliciosa… volveremos en unos minutos.
Salieron a la columnata. La plaza estaba más calurosa y más poblada y los criados del mercado, con cántaros y largas escobas hechas de ramas retorcidas, caminaban de un lado a otro, quitando el polvo brillante y arenoso. A la distancia, en lo alto, el frente Norte del Palacio de los Barones permanecía en la sombra y el sol detrás brillaba aquí y allá sobre las balaustradas de mármol de las torres y los árboles de las terrazas de abajo. Mientras Mollo seguía mirando con renovada admiración, los gongs de los relojes de la ciudad dieron la hora. Unos momentos después oyó, en la calle por la cual él y Elleroth habían llegado esa mañana, el sonido de otro gong, más suave y de una sonoridad más profunda, más vibrante. Mollo se abrió paso entre los que estaban más cerca y estiró el pescuezo, escudriñando por encima riel brazo de las Grandes Balanzas.
Dos filas de soldados descendían de la colina y caminaban lentamente a los dos lados de la calle. Aunque estaban armados a la manera de Bekla, con yelmo, escudo y una espada corta, sus ojos oscuros, su pelo negro y recio, su apariencia salvaje mostraban que eran ortelganos. Tenían las espadas desenvainadas y miraban con aire vigilante. El hombre que llevaba el gong, que marchaba a la cabeza y entre las filas, estaba vestido con una capa gris bordeada de oro y una túnica azul bordada de rojo, con la máscara del Oso. El pesado gong estaba sostenido por el brazo izquierdo y en la mano derecha llevaba la vara y golpeaba suave y regularmente, anunciando que el rey se acercaba y marcando el paso a los soldados. Pero el ritmo no era de hombres que marchan, sino más bien de procesión solemne.
Detrás del hombre del gong venían seis sacerdotisas del Oso, con capas escarlatas y adornadas con joyas pesadas y bárbaras, collares de zitate y penapa, cinturones de bronce incrustado y cantidades de anillos de madera tallados, tan gruesos que los dedos de las manos cruzadas tenían que mantenerse separados. En medio de ellas caminaba la solitaria figura del rey-sacerdote.
A Mollo no se le había ocurrido la idea de que el rey no fuera llevado en una litera o un asiento, o tal vez en algún carro, con bueyes engalanados y cuernos dorados. Quedó sorprendido ante esta curiosa falta de ceremonia, ante este rey que marchaba entre el polvo del mercado, que se hacía a un lado para evitar un rollo de cuerda que estaba en su camino y que, un momento después, volvía la cabeza, deslumbrado por un rayo de luz reflejado en un balde de agua. Lleno de curiosidad trepó con dificultad al plinto de la columna más cercana y miró sobre las cabezas de los soldados que pasaban.
La cola de la larga capa azul y verde del rey era levantada y sostenida detrás de él por dos sacerdotisas. Cada panel azul llevaba en oro la marca del Oso y cada panel verde el emblema del sol, —como un ojo con párpados y radiante— el Ojo de Dios. Su largo cetro, de pulida madera de zoán, estaba decorado con filigrana de oro, y de los dedos de sus guantes pendían unas garras combadas, de plata. Su porte, que no parecía ni de soldado ni de dirigente, poseía, de todos modos, una misteriosa y críptica autoridad, grave y ascética, la del hombre del desierto y del anacoreta. La cara morena, austera y retraída, era la de un hombre que trabaja a solas, la cara de un cazador, un poeta o un contemplativo. Era joven, pero parecía mayor que sus años, encanecido antes de tiempo, y tenía una tiesura en el movimiento de uno de los brazos que sugería alguna antigua herida mal curada. Sus ojos parecían clavados en alguna escena interior que no lo dejaba en paz, de modo que, incluso cuando miraba alrededor, levantando la mano de vez en cuando en un sombrío saludo a la multitud, parecía preocupado y casi turbado, como si sus pensamientos lucharan con alguna solitaria ansiedad más allá de las preocupaciones vulgares de sus súbditos, más allá de la riqueza y la pobreza, de la salud y la enfermedad, del apetito, el deseo, la satisfacción. Al caminar como otros hombres por la polvorienta plaza del mercado a la luz de la mañana, estaba separado de ellos por algo más que los soldados que lo flanqueaban y las silenciosas mujeres: estaba separado por la vocación arcana de una tarea inefable. Mientras Mollo contemplaba, llegaron a su mente las palabras de una antigua canción:
¿Qué grita la piedra al cincel?
Golpea, que tengo miedo.
¿Qué dice la tierra al labriego?
¡Ah, la hoja brillante!
Los últimos soldados se perdían en el extremo de la plaza; y cuando el sonido del gong ya no se oyó, volvieron a reanudarse los negocios en el mercado. Mollo se unió a Elleroth y juntos se dirigieron a «El soto verde» y ocuparon sus asientos. Faltaba menos de una hora para el mediodía y la taberna estaba más llena, pero como suele suceder, esto aumentaba el aislamiento de ellos.
—Bueno, ¿qué te ha parecido el regio muchacho? —preguntó Elleroth.
—No es lo que esperaba —contestó Mollo—. No me ha parecido el dirigente de un país en guerra: no me pareció estar a la altura.
—Querido amigo: eso se debe a que no entiendes las ideas dinámicas que prevalecen en el extremo del río, donde todas las cañas se estremecen. Las cosas allí son determinadas por una especie de abracadabra, birlibirloque, chismografía y demás… y los grados de diferencia son muy sutiles, ¿sabes? Algunos bárbaros abren a los animales y observan portentos revelados en las humeantes entrañas, ¡ay, ay! Otros atisban el cielo esperando pájaros o tormentas, ¡las nubes… querido! Estos son lo que podría llamarse los métodos de sangre y trueno. Los muchachos del Telthearna emplean un oso. Final-mente todo es lo mismo… impide pensar a esas personas, y te aseguro que no son demasiado buenos en esto de usar la mente. Los osos, encantadoras criaturas… y cuento con muchos osos entre mis mejores amigos… tienen que ser interpretados como las entrañas y los pájaros, y es necesario encontrar alguna persona mágica que lo haga Es verdad, ese hombre, Crendrik, no podría comandar un ejército en el campo de batalla ni administrar justicia Es un campesino… bueno, de todos modos no pertenece a la nobleza. Es el maravilloso Qué-es-Eso que ha salido del Arco Iris… ¡una figura familiar, caramba, sí! Su monarquía es mágica: ha tomado a su cargo el ser mediador para su pueblo del poder del oso… el poder de Dios, como ellos creen.
—Y ¿qué hace, entonces?
—Ah, esa es una buena pregunta. Me alegro que la hayas hecho. ¿Qué hace, realmente? Todo menos pensar, de eso podemos estar seguros. No tengo idea de los métodos que emplea… probablemente el oso orina en el suelo y él descifra portentos en el humeante líquido. ¿Cómo quieres que lo sepa? Pero debe haber alguna especie de bola de cristal. Sé algo sobre ese hombre… y eso tiene valor real. Posee una habilidad curiosa para acercarse al oso sin ser atacado; parece que incluso lo ha tocado y se ha echado a su lado. Mientras pueda seguir haciendo eso, la gente creerá en su poder y, por lo tanto, en el de ellos mismos. Y sin duda eso explica, mi querido Mollo, su aire general de persona que se encuentra en una canoa que hace agua y que sabe muy bien que no puede nadar.
—Explica eso.
—Bueno, algún día, tarde o temprano, el oso se levantará de mal humor. Gruñidos, rugidos, resoplidos. ¡Caramba! Se podrá pedir desde ya asiento para ver la cosa desde ubicaciones interesantes. Ese, de una u otra manera, es el final inevitable que espera al rey-sacerdote al fin del camino. ¿Y por qué no? No tiene que trabajar, no tiene que luchar: obviamente tendrá que pagar por eso de alguna manera.
—Si es rey, ¿por qué anda por las calles con sus propios pies?
—Confieso que no estoy seguro, pero tal vez eso tenga que ver con el hecho de ser distinto de otros de su clase. Generalmente, entre estos palurdos, el sacerdote es él mismo una manifestación de Dios. Lo matan de vez en cuando, ¿sabes?, para que no lo olvide. Aquí el oso es la criatura divina y el caballero que hemos estado admirando representa, siempre que pueda seguir cerca del oso, una prueba de que el animal lo ha elegido, y por lo tanto ha venido para hacerles el bien a él y a su pueblo, y a no dañarlos. La ferocidad del oso trabaja a favor de ellos y contra sus enemigos. Lo han arrinconado hasta que él, a su vez, se ha arrinconado. Tal vez todo el asunto resida en que es claramente vulnerable y, sin embargo, no ha sido dañado… una treta mágica. Por eso se da trabajo por demostrar que es un ser humano real y ordinario, recorriendo la ciudad todos los días.
Mollo bebió y reflexionó en silencio. Finalmente dijo:
—Eres como muchos hombres de Ikat…
—Vengo de Lapán, Lapán, amigo: de Sarkid, en verdad; no de Ikat.
—Bueno, como muchos de los sureños. Vosotros lo pensáis todo, y tenéis confianza en vuestras mentes y en nada más. Pero la gente aquí no es así. Los ortelganos han establecido su poder en Bekla…
—No lo han hecho.
—Lo han hecho, y principalmente por un motivo. No sólo porque han peleado bien, y no es sólo que haya habido muchos matrimonios con mujeres de Bekla… esas son cosas que vienen después del verdadero motivo, que es Shardik ¿Cómo es posible que hayan sobrevivido contra toda posibilidad, a menos que Shardik sea en verdad el poder de Dios? ¡Date cuenta lo que ha hecho por ellos! Mira lo que han conseguido en su nombre. Cualquiera que sepa lo que ha pasado…
—Al contarlo nada se pierde…
—Todos sienten ahora lo que Smarr sintió al principio… están destinados a ganar. No razonamos como los otros, vemos lo que tenemos ante los ojos, y lo que tenemos ante los ojos es Shardik y nada más.
Elleroth se apoyó en los codos, inclinó la cabeza sobre la mesa y habló en voz baja y con serenidad.
—Te diré algo, Mollo, algo que evidentemente no sabes; ¿te das cuenta que toda la adoración a Shardik, como se realiza aquí, en Bekla, es totalmente contraria al culto tradicional y ortodoxo de los ortelganos, del cual ese hombre llamado Crendrik no es y nunca ha sido jefe legítimo?
Mollo lo miró con fijeza.
—¿Qué?
—No me crees, ¿verdad?
—No pelearé contigo, Elleroth, tras todo lo que hemos pasado juntos, pero tengo autoridad en nombre de esta gente… han hecho mi fortuna, si quieres… y tú quieres que crea que son…
—Escucha —Elleroth lanzó una rápida mirada alrededor y después siguió—: No es la primera vez que esta gente ha dominado en Bekla. Hace mucho tiempo ya lo hicieron; y, en aquellos tiempos, también adoraban un oso. Pero no lo tenían aquí. Lo guardaban en una isla en el Telthearna… en Quiso. El culto era dirigido por mujeres… no había rey-sacerdote, ni Ojo de Dios. Cuando finalmente perdieron Bekla y el poder, sus enemigos tuvieron cuidado de que no les quedara ningún oso. La sacerdotisa principal y las otras mujeres pudieron quedarse en la isla, pero sin el oso.
—Bueno, el oso volvió al fin. ¿No es acaso una señal segura?
—Oh, espera, mi bueno, mi honesto Mollo. No te he dicho todo. Cuando el oso volvió, como has dicho… cuando adquirieron este nuevo modelo… había una sacerdotisa principal en la isla… una mujer que tiene reputación de no ser tonta. Sabe más sobre enfermedades y curaciones que cualquier médico al Sur del Telthearna… o al Norte, creo. No cabe duda que ha efectuado curas muy notables.
—Creo que he oído algo de ella, ya que lo dices, pero nada en relación a Shardik.
—Cuando este oso apareció por primera vez, hace cinco o seis años, ella era jefe reconocido e indiscutido del culto, y su cargo se heredaba regularmente, Dios sabe desde hace cuánto tiempo. Y esa mujer no quiso tener nada que ver con el ataque a Bekla. Sostuvo siempre que ese ataque no era la voluntad de Dios, sino un abuso del culto del oso; como consecuencia, fue puesta en prisión virtual, con algunas sacerdotisas, en esa isla del Telthearna, aunque el oso… su oso… esté en Bekla.
—¿Por qué no la asesinaron?
—Ah, querido Mollo, siempre eres un realista tan penetrante, siempre vas al punto. ¿Por qué, en verdad, no la asesinaron? No lo sé, pero supongo que le tienen miedo como hechicera Lo que indudablemente ha mantenido es su reputación de curandera. Por eso mi cuñado viajó doscientos kilómetros el último verano.
—¿Tu cuñado? ¿Ammar-Tiltheh está casada, entonces?
—Ammar-Tiltheh está casada. Ah, Mollo, me parece ver que una leve sombra cruza tu cara, proveniente, quizás, de antiguos recuerdos. Ella también tiene de ti muy tiernos recuerdos, y no olvida que te atendió aquella herida que tuviste la imprudencia de hacerte al salvarme. Bueno, Sildaín es un hombre audaz, inteligente… le tengo respeto. Hace cerca de un año se le envenenó un brazo. No se curaba, nadie en Lapán podía hacer nada, entonces, finalmente, decidió ir a ver a esa mujer. Tuvo mucho trabajo para llegar a la isla… parece que la tienen muy incomunicada. Pero al fin lo dejaron ir, en parte porque los sobornó y, en parte, porque pensaron que iba a morirse si no lo hacían. Estaba ya bastante mal. Ella lo curó perfectamente… de manera muy sencilla en apariencia, aplicándole una especie de barro; eso es lo malo de los médicos, siempre nos imponen algo asqueroso, como beber sangre de murciélagos… ¿Quieres, más vino?… Pero cuando estuvo allí él aprendió algo… no mucho… de la extensión con que los ortelganos han abusado del culto del oso. Dije que no averiguó mucho porque parece que tienen miedo que la existencia misma de la sacerdotisa traiga dificultades, y la vigilan y la espían todo el tiempo. Pero Sildaín me dijo más o menos lo que te he dicho… que es una mujer sabia, honorable y valerosa; que es la verdadera cabeza del culto del oso; que, según su interpretación de los misterios, no había señales divinas de que estuvieran destinados a atacar a Bekla; y que ese hombre, Crendrik, y el otro individuo… Minion, Pinion, como se llame… se apoderaron a la fuerza del oso para sus propios fines y que todo lo que se ha hecho desde entonces sólo ha sido una blasfemia: esa es la palabra justa.
—Me pregunto todavía, con más motivo, por qué no la han asesinado.
—Parece que las cosas son al revés… la echan de menos y no han abandonado la esperanza de convencerla que vuelva a Bekla. Pese a todo lo que ha hecho, ese hombre, Crendrik, le tiene gran respeto, pero aunque ha enviado muchas veces gente a suplicarle que viniera, ella ha rehusado siempre. No es como tú, Mollo: ella no quiere participar en ese robo y en este derramamiento de sangre.
—Nada de esto cambia el extraordinario éxito que han tenido y la confianza con que luchan. Tengo todos los motivos para apoyarlos. Me han hecho gobernador de Kabin y, adonde ellos vayan, iré.
—Bueno, a mí me han dejado como Ban de Sarkid, si de eso se trata. De todos modos, los «vivas» que doy por ellos quedan reducidos a dos. ¿Crees que podría vender el honor de Shardik por unos pocos meld de estos inmundos asesinos…?
Mollo le puso la mano en el brazo y lanzó una rápida mirada de costado, sin mover la cabeza. El propietario estaba de pie junto al asiento, aparentemente ocupado en acomodar el pábilo de una vela que estaba fijada a la pared.
—¿Podemos comer un poco de pan y queso? —dijo Elleroth en yeldashay. El propietario no dio señales de entender.
—Tenemos que irnos ahora, patrón —dijo Elleroth en beklano—. ¿Te debemos algo más?
—Nada, buenos señores, absolutamente nada —dijo el patrón, sonriendo y ofreciendo a cada uno un modelito chico, de hierro, de las Grandes Balanzas—. Permitid que os dé un pequeño recuerdo de la visita a «El soto verde». Las hace un vecino… las guardamos para los clientes especiales… estamos muy honrados… esperamos tener el mismo placer en otra ocasión… mi pobre casa… siempre seré feliz…
—Dile a Tarys que se compre alguna cosa bonita —dijo Elleroth, poniendo un meld sobre la mesa.
Ah, señor, eres muy bueno, muy generoso… estará encantada… es encantadora, ¿verdad? Claro que si queréis…
—Buenos días —dijo Elleroth. Y salieron a la columnata—. ¿Crees que quizás oculta sus habilidades lingüísticas? —preguntó, cuando se dirigían una vez más al mercado.
—Me gustaría saberlo —contestó Mollo—. No deja de extrañarme que tenga que arreglar los pábilos a mediodía. ¿Y por qué arregla los pábilos a cualquier hora, ya que es trabajo de mujeres y tiene la muchacha para que lo ayude?
Elleroth daba vueltas entre las manos al feo modelito.
—Lo temía… lo temía. Debe creer que somos unos tontos de capirote. ¿Cree acaso que podemos no reconocer la marca de hierro de Guelt si la vemos? En cuanto al vecino que las hace… ha sido pesado en las Grandes Balanzas y ha sido declarado inexistente.
Colocó el modelo en el alféizar de una ventana que daba a la calle y después, como si sólo entonces se le ocurriera, compró algunas uvas en un quiosco vecino. Luego de poner con cuidado una uva en cada platillo, tendió las que quedaban a Mollo y ambos siguieron andando, comiendo uvas y escupiendo las semillas.
—¿Realmente importa que el hombre te haya entendido o no? —preguntó Mollo—. Te previne cuando lo vi allí de pie, pero eso se ha convertido para mí en una segunda naturaleza después de todos estos años. No creo que puedan acusarte con su testimonio, mucho menos condenarte a cualquier cosa seria. De todos modos, será su palabra contra la mía, y naturalmente yo no recuerdo haberte oído decir nada contra los ortelganos.
No temo ser arrestado por una cosa así —contestó Elleroth— pero de todos modos tengo motivos para no querer que esta gente conozca mis verdaderos sentimientos.
Entonces debes ser más cuidadoso.
—De veras que sí. Pero soy precipitado, ¿sabes?… ¡Un muchacho tan impetuoso!
—Ya lo sé —dijo Mollo con una risita—. ¿No has cambiado, eh?
—Casi nada. Y ahora recuerdo donde estamos. Este arroyo es una caída de la Púa que corre hacia lo que fue una vez el Portón Tamarrik. Si marchamos corriente arriba, siguiendo este grato sendero, llegaremos) cerca del Portón del Pavo Real, por donde nos hizo salir esta mañana aquel grosero individuo. Después quiero caminar más allá de la Púa, hasta los muros del lado Este del Crándor.
—¿Para qué?
—Te lo diré después. Por el momento, hablemos de cosas pasadas. Ammar-Tilthe quedará encantada al saber que tú y yo hemos vuelto a vernos. Sabes, si alguna vez tienes que irte de Kabin, siempre serás bienvenido en Sardik, y te quedarás allí todo el tiempo que quieras.
—¿Irme de Kabin? Es poco probable que lo haga hasta dentro de uno o dos años, aunque es muy amable tu ofrecimiento.
—Nunca se sabe, nunca se sabe. Siempre es cuestión de lo que se puede… eh… tolerar, creo. El humo sale muy recto y los vencejos también vuelan alto. Tal vez el tiempo sea mejor durante nuestra estadía de lo que me atrevía a esperar.