¡Bekla, ciudad de mito y conjetura, oculta en el tiempo como Tiahuanaco en las fortalezas de los Andes, como Petra en los montes de Edom, como Atlantis bajo las aguas! Bekla de enigma y secretos, envuelta más profundamente en su misterio religioso que Eleusis la del trigo cosechado, que los gigantes de piedra del Pacífico o las tierras del Preste Juan. Sus muros grises y derruidos, —sobre cuyos parapetos sólo pasaban las nubes, en cuyos huecos soplaba el viento y cesaba como el clarín de Cracovia o la estatua de Memnón en las arenas— las estrellas que se reflejaban en sus aguas, las flores que perfumaban sus jardines se han convertido en palabras oídas en un sueño que no puede ser recordado. Su misma historia yace enterrada, ignota, monedas, cuentas y tableros de juego, calle bajo calle, almacén bajo almacén, chimenea bajo chimenea, ceniza bajo ceniza. La tierra ha sido cavada en Troya y en Micenas; la selva talada en torno a Zimbabué; y encerradas en mapas y relojes están las temibles ligas en tomo a Urumchi y Ulan Bator. Pero ¿quién dispersará la oscuridad lunar que cubre a Bekla o la elevará hasta la luz desde profundidades más solitarias y remotas que esas en donde Basoguigas y Etusa nadan en el silencio negro? Tan solo a través de cuentos se puede adivinar a veces, como las maderas enigmáticas y labradas de las Américas que flotaban siglos ha y llegaban a las costas de Portugal y España; o tal vez en sueños puede ser atisbado el enigma, desde las cubiertas de la flota imper-térrita de dioses y de imágenes que navegan de noche y que llevan a los pasajeros en bodegas que no son otras que las que llevaron, en su breve tiempo, a la mujer de Pilatos, a José de Canaán y a la prudente Penélope de Itaca con sus veinte gansos. Bekla la incomparable, el lirio del llano, el jardín de piedra esculpida y que danza, la ciudad que surge entre la bruma y el crepúsculo, leve como las huellas del mismo Shardik en selvas hace mucho tiempo desaparecidas.
Los muros se extendían por 10 km a la redonda, levantándose en el Sur para rodear la cumbre del monte Crándor, que corona con su ciudadela la ladera frontal de las canteras más abajo. Una serie de escalones empinados lleva a ese frente y desaparece a una altura de veinticinco metros, dentro de la boca de un túnel que corre a través de la roca y emerge a la luz crepuscular del gran granero-bodega. La otra entrada a la ciudadela es el llamado Portón Rojo en el muro del Sur, un arco bajo por el cual fluye una corriente desde su fuente interior hasta las varias cascadas —llamadas las Niñas Blancas— en la ladera graduada del Sur. Junto al Portón Rojo antiguos hombres trabajaron para ampliar y profundizar el cauce de la corriente y dejaron hecho, dos pies por debajo de la superficie del agua, un canal angosto y serpenteante de roca viva.
No era el monte Crándor que solicitaba la mirada del recién llegado a Bekla, sino la cordillera de los Montes del Leopardo, más abajo, con sus terrazas de viñas, flores y tendriona cítrica. En la cresta, por encima de los jardines circundantes, se levantaba el Palacio de los Barones con su serie de torres que reflejaban la luz en sus balcones de mármol rosa y pulido. En total había veinte torres redondas, ocho a lo largo del Palacio, y cuatro a lo ancho, que se afinaban en los extremos, y la pared circular era tan tersa y simétrica que, a la luz del sol, ni un solo borde de piedra arrojaba sombra sobre la piedra de abajo, y la única negrura visible era la de las aperturas de las ventanas, redondas, trazadas como cerraduras, que daban luz a las escaleras en espiral. Muy arriba, tan arriba como árboles altos, los balcones circulares avanzaban como capiteles de columnas y sus suelos eran lo bastante anchos para que dos hombres pudieran caminar por ellos lado a lado. Las balaustradas de mármol eran idénticas en altura y forma, pero cada una estaba decorada de distinto modo, labrada a cada lado en bajorrelieve con imágenes de leopardos, azucenas, pájaros o peces; de tal modo que un señor podía decirle a su amigo: «Me veré contigo esta noche en la Torre Bramba», o un amante a su amada: «Encontrémonos esta noche en la Torre de Trepsis y contemplemos la puesta del sol antes de la cena». Por encima de estos maravillosos nidos de cuervos las torres culminaban en campanarios esbeltos, pintados de rojo, azul y verde, con postigos, y que encerraban sonoras campanas de cobre.
El Palacio mismo se levantaba dentro de sus torres y estaba a una distancia de varios metros de sus bases. Pero, y la cosa era maravillosa de ver, a la altura del techo, la parte de la pared que estaba detrás de cada torre se inclinaba hacia afuera, apoyada en gruesos puntales, la abrazaba y sobresalía un poco más allá, de tal modo que las torres mismas, con sus campanarios puntiagudos, parecían picas clavadas, a intervalos regulares, en las paredes, que soportaban el techo como un dosel es soportado en la periferia.
A cierta distancia del pie del Monte del Leopardo estaba el Pozo de Roca, recién excavado, e inmediatamente encima estaba la Casa del Rey, una construcción severa y cuadrada de habitaciones y corredores rodeados por un vestíbulo —en un tiempo cuartel para los soldados—, pero reservado ahora a otros usos y otro ocupante. Cerca, agrupados en el lado Norte de los jardines de cipreses y del lago que llamaban la Púa, había unos edificios de piedra, parecidos a los de Quiso, pero de mayor tamaño y más numerosos. Algunos de estos eran usados como viviendas por los jefes de Ortelga, y otros se reservaban para los huéspedes o las delegaciones de los pueblos de provincia, cuyas idas y venidas, con embajadas ante el rey, o peticiones que exponer ante los generales, eran incesantes en este imperio siempre en guerra a causa de sus discutibles fronteras. Más allá de los jardines de cipreses un camino amurallado conducía al Portón del Pavo Real, único camino a través de la rampa fortificada que dividía a la ciudad alta de la ciudad baja.
La ciudad baja, la ciudad propiamente dicha, con sus calles pavimentadas y callejones polvorientos, sus olores y clamores durante el día, su luz lunar y su perfume a jazmines por la noche, sus inválidos y mendigos, sus animales, sus mercancías, sus diseminadas huellas de guerra y de saqueo, sus puertas clausuradas y paredes ennegrecidas por los incendios —¿también pueden volver las ciudades desde la oscuridad?—. Aquí había una calle de cambistas; más allá, a ambos lados de una angosta avenida de acebos, se levantaban las casas de los joyeros, con ventanas altas y tapiadas y un par de recios mocetones en la entrada que debían informarse sobre las intenciones del forastero.
El mercado de ganado había sido quemado hasta los cimientos durante la guerra, y en una de las puertas vencidas y abiertas del templo de Kram alguien había pintarrajeado la imagen de un oso, dos ojos y un hocico amenazador, en medio de dos orejas redondas. El portón Tamarrik, esa maravilla, inferior tan solo al Palacio, había desaparecido para siempre; habían desaparecido las concéntricas esferas en filigrana, el reloj de sol con su gnomo fálico y su ninfoléptica espiral de las horas, los increíbles rostros que escudriñaban entre las hojas verdes del sicómoro, los grandes helechos y los líquenes de lenguas azules, el arpa de viento y el tambor de plata que resonaban solos cuando las palomas sagradas pidiendo comida se posaban en ellos al anochecer. Los fragmentos de la obra maestra de Fleitil, construida en una época en que nadie creía posible que la guerra pudiera llegar a Bekla, habían sido recogidos secretamente y con lágrimas amargas durante la noche antes de que Gued-la-Dan y sus hombres hicieran una inspección del edificio, buscando hombres para el trabajo obligatorio en una nueva pared que debía cerrar el hueco. Los dos portones que quedaban, el Portón Azul y el Portón de los Lirios, eran muy fuertes y enteramente adecuados al presente de Bekla y a su peligrosa condición de ciudad que no sabía distinguir entre amigos y enemigos.
En esta nebulosa mañana de primavera la superficie de la Púa, erizada por el viento del Sur, tenía el brillo mate y quebrado del cristal tallado. En los jardines de cipreses protegidos, había hombres que paseaban en grupos de a dos y de a tres, o sentados, a resguardo del viento, en las glorietas de siempreverdes. Algunos eran acompañados por sirvientes que caminaban detrás de ellos con capas, papel y material para escribir, mientras que otros, de voces ásperas e hirsutos como bandidos, estallaban de cuando en cuando en carcajadas o se palmeaban los hombros, revelando, pese a que trataban de ocultarlo, la falta de comodidad que sentían en este ambiente elegante y desusado. Después de un rato, una cierta inquietud, incluso impaciencia, empezó a notarse entre ellos. Evidentemente estaban esperando algo que se demoraba.
Por último, se vio la figura de una mujer que llegaba desde la Casa del Rey, con una capa escarlata y un cetro de plata en la mano. Hubo un movimiento general en dirección a la puerta que llevaba al camino amurallado, de tal modo que, cuando la mujer lo alcanzó, cuarenta o cincuenta hombres ya esperaban allí. Al entrar ella, algunos formaron grupos a su alrededor; otros, con aire displicente, miraron á otra parte o pretendieron indiferencia, manteniéndose al alcance. La mujer, solemne y estólida en sus maneras, miró en derredor a los hombres y levantó una mano a guisa de saludo: la mano tenía anillos de madera carmesí. Empezó a hablar y aunque hablaba en beklano, era evidente que no era éste su idioma. La voz tenía las cadencias lentas y monótonas de la provincia de Telthearna y, como todos sabían, la mujer era una sacerdotisa de los conquistadores, una ortelgana.
—Señores: el rey os saluda y os da la bienvenida a Bekla. Da las gracias a cada uno de vosotros porque sabe que os preocupáis por la fuerza y la seguridad del imperio. Como ya sabéis…
En ese instante fue interrumpida por la explosión tartamudeante de un hombre grueso, de pelo liso y largo, que habló con el acento de un occidental de Paltesh.
—Señora Sheldra, säiyet, dinos, al rey… al señor Crendrik… ¿no le ha ocurrido nada malo?
Sheldra se volvió hacia él, muy seria, y lo miró fijamente, en silencio. Luego continuó diciendo:
—Como todos sabéis, él tenía intenciones de daros esta mañana audiencia en el Palacio, y asistir de tarde a la primera sesión del consejo. Pero se ha visto obligado a cambiar sus planes.
Se interrumpió, aunque nadie la había interrumpido. Todos escuchaban atentamente. Los transeúntes que estaban a cierta distancia se acercaron e intercambiaron miradas con las cejas levantadas.
—El general Gued-la-Dan debía llegar a Bekla anoche, junto con los delegados de Lapán oriental. Pero se han visto demorados inesperadamente. Un mensajero llegó hasta el rey en la madrugada con las noticias de que ellos no estarán aquí hasta esta noche. Por lo tanto, el rey os pide que tengáis paciencia un día más. La audiencia se celebrará a esta misma hora, mañana, y el Consejo se reunirá en la tarde. Hasta entonces sois huéspedes de la ciudad y el rey dará la bienvenida a quienes deseen cenar con él una hora después de la puesta del sol.
Un hombre alto, sin barba, que llevaba una capa de zorros sobre una túnica tableada, y una blusa de damasco purpúreo, adornada con tres espigas de maíz, se aproximó, meneándose elegantemente por la terraza, y volvió los ojos hacia la multitud, como si acabara de notarla por primera vez. Se detuvo, esperó un momento y le habló a Sheldra por encima de las cabezas de los otros, con el tono cortés, casi de disculpa, que tiene un caballero cuando interroga al sirviente de otro.
—Me pregunto qué puede haber demorado al general. ¿Acaso tú tendrías la amabilidad de decírmelo?
Sheldra no contestó inmediatamente y, al parecer, el dominio que tenía de sí misma no estuvo a la altura ni de la pregunta ni de quien la hacía. Se tuvo la impresión de que tomaba en cuenta la pregunta con la esperanza de ponerla de lado, como si fuera una especie de insecto molesto. No demostró ninguna confusión, en realidad, pero manteniendo los ojos fijos en el suelo se volvió, y evitó la mirada del hombre alto como una gobernante o cuidadora de casa adinerada que pierde compostura al verse obligada a contestar amablemente a alguna atención no buscada de amigos de la familia. Ya iba a retirarse cuando el recién llegado, inclinando sus lustrosa cabeza, y persistiendo en su manera amable y condescendiente, avanzó ágilmente entre la multitud y se puso a su lado.
—Tengo muchos deseos de saber qué pasa, porque, si no me equivoco, el ejército del general está ahora en la provincia de Lapán, y cualquier desgracia que pueda haberle ocurrido sería también una desgracia para mí. Estoy seguro de que, dadas las circunstancias, habrás de disculpar mi importunidad.
La respuesta de Sheldra, no fue digna de un heraldo regio, fue la frase torpe y malhumorada que podría contestar una mujer de servicio en las cocinas de un campesino acaudalado.
—Se quedó con el ejército, creo… Es decir, eso me han dicho. Ya está por llegar.
—Gracias —contestó el hombre alto—. ¿Había una razón para ello, sin duda? Estoy seguro que tú querrías ayudarme, si pudieras.
Sheldra echó atrás la cabeza, como una yegua molestada por las moscas.
—El enemigo que está en Ikat… el general Erketlis… el general Gued-la-Dan quería dejar todo asegurado antes de salir para Bekla Y ahora, señores, debo irme… Hasta mañana…
Abriéndose paso entre ellos casi a la fuerza se fue del jardín con un apuro torpe y muy poco sentador.
El hombre de la túnica con espigas de trigo marchó hacia una mata de plantas junto al lago y se puso a contemplar las grullas que comían mientras jugaba con un puñal de plata que tenía fijado al cinto por una hermosa cadena de oro. El viento hizo que se estremeciera, y se arrebujó mejor dentro de su capa, levantando el ruedo sobre la hierba húmeda con una especie de gracia estilizada, casi como la gracia de una muchacha en un salón de baile. Se había detenido a mirar el brillo escarchado, salpicado de lila, en los pétalos de unas salvis que había florecido antes de tiempo, cuando alguien le tiró de la manga desde atrás. Miró por encima del hombro. El hombre que llamaba su atención estaba de pie detrás de él y sonreía. Tenía un aspecto rudo y fogueado, el aire escéptico de un hombre que ha tenido muchas experiencias, que ha realizado progresos y ha obtenido la prosperidad en una escuela muy dura, y que contempla estas dos últimas cosas con un cierto desapego.
—¡Mollo! —grito el hombre alto, abriendo los brazos en un gesto de bienvenida—. ¡Mi querido amigo: una agradable sorpresa! Creí que estabas en Terekenalt, sobre el Vrako, en las nubes, en cualquier lugar salvo aquí. Si no estuviera medio congelado en esta ciudad pestífera podría demostrarte todo el placer que siento al verte: solo puedo demostrarte la mitad…
Y, al decir esto, abrazó a Mollo, que pareció un poco confundido, aunque lo tomó a buena parte. Luego, asiéndolo de la mano a la distancia del brazo, como si fuera a dar un paso de baile cortesano, lo miró de arriba abajo, meneó lentamente la cabeza y siguió hablando como había empezado, en yeldashay, el idioma de Ikat y del Sur.
—¡Dilapidando, dilapidando! Sin ninguna duda lleno de cabezas de flechas arrancadas por los hombres de la tribu y botijas de las barracas de allá. Uno se pregunta por qué los agujeros que hicieron las primeras no pueden chupar un poco de las últimas. Pero ¡vamos!, explícame cómo te encuentras aquí y cómo está Kabin y todos esos simpáticos chicos acuáticos.
—Ahora soy el gobernador de Kabin —contestó Mollo con una sonrisa— de tal modo que el lugar ha decaído en la opinión del mundo.
—¡Mi querido amigo: te felicito! ¿De modo que las ratas de agua han alquilado los servicios de un lobo? ¡Muy prudente, muy prudente!
Y canturreó un estribillo:
Un ladrón de ganado le dijo a su mujer:
(San, tan… tan, te-te-ne-fe-ri)
«Quiero vivir bien por el resto de mi vida…».
—Eso es —dijo Mollo con una sonrisa— después de ese asuntito de las Guerras de los Esclavos, en que nos vimos metidos…
—Cuando me salvaste la vida…
—Cuando te salvé la vida (¡Dios me asista: debo haber estado enteramente chiflado!) no me pude quedar en Kabin. ¿Qué podía hacer yo allí? Mi padre ciego en el rincón de su chimenea y mi hermano mayor dedicado muy en serio, a que, ni Shraín ni yo, pudiéramos recibir nada de la herencia Shraín juntó cuarenta hombres y se unió al ejército de Bekla, pero a mí eso no me gustaba, y decidí seguir mi propio camino. Cabezas de flechas y botijas… bueno, tienes razón: eso es.
—Robo, saqueo y robo, como si dijéramos…
—Si uno no puede robarlo, uno tiene que luchar por ello, ¿no es así? Me hice útil. Terminé como gobernante de provincias del rey de Deelguy… un trabajo honrado, por una vez…
—¿En Deelguy, Mollo? Bueno, bueno…
—Bueno, bastante honrado, digamos. Me da bastantes dolores de cabeza y preocupaciones… Demasiada responsabilidad…
—Me puedo imaginar muy bien tus sentimientos al descubrirte a ti mismo en el Norte del Telthearna con el Fuerte Horrible a tu solo cuidado.
—En realidad fue la provincia de Klamsid. Bueno, es una manera de prepararse el nido, si uno tiene que sobrevivir. Allí estaba yo cuando me dieron la noticia de la muerte de Shraín… Lo mataron los ortelganos, hace cinco años ahora, en la batalla al pie de los montes, cuando Guel-Ethlin perdió su ejército. ¡Pobre muchacho! De todos modos, hará unos seis meses un mercader de Deelguy se me presenta y me pide un permiso de tránsito —una bestia repulsiva, viscosa, que responde al nombre de Lalloc—. Cuando quedamos solos me dice: «¿Eres el señor Mollo… de Kabin de las Aguas?». «Soy Mollo el gobernador, —le contesto—. Y suelo ser pesado con los aduladores viscosos». «¿Por qué dice eso, señor? —me dice—. No hay ninguna adulación».
—¡Ad-o-lación!, querrás decir.
—Bueno, sí, ad-o-lación. No puedo imitar ese acento asqueroso. «Vengo de pasar la temporada de las lluvias en Kabin —me dice— y te traigo noticias. Tu hermano mayor ha muerto y la propiedad es tuya. Pero nadie sabía dónde te podía encontrar. La ley te concede tres meses para el reclamo». «¿Y con eso a mí qué?», pensé. Pero más adelante me puse a meditar en la cosa y me di cuenta que tenía ganas de volver a casa. De modo que nombre a mi delegado como gobernador por propia autoridad, envié un mensaje al rey comunicándole lo que había hecho… y partí.
—¿Los habitantes quedaron muy afligidos? ¿Los cerdos lloraron lágrimas regias en los dormitorios?
—Puede ser que lo hayan hecho… No lo advertí. De todos modos, no se los puede distinguir de los habitantes. Fue un mal viaje en esa época del año. Casi me ahogué al cruzar el Telthearna de noche.
—¿Tenía que ser de noche?
—Bueno… estaba apurado…
—¿No querías ser visto…?
—No quería ser visto. Tomé el camino de los montes a través de Guelt. Quería ver el lugar en donde había muerto Shraín, decir unas pocas plegarias en su nombre y hacer una ofrenda. Ya me entiendes. ¡Dios mío! ¡Qué lugar espantoso! No quiero ni hablar de él… Los fantasmas deben ser más abundantes allí que las ranas en un pantano. No iría yo allí de noche ni por todo el oro de Bekla. De todos modos, Shraín está en paz y yo hice todo lo que había que hacer. Bueno, cuando tuve que atravesar el paso que lleva a la llanura —y tenía que pagar peaje en el extremo meridional, lo cual era nuevo— ya era el fin de la tarde y yo pensé: «No voy a llegar a Kabin esta noche. Iré a verlo al viejo Smarr-Torruin, ese que les daba de comer a los toros premiados cuando mi padre estaba vivo». Cuando llegué allí, sólo yo y un par de tipos… bueno, nunca habré visto un lugar más cambiado… sirvientes a montones, todo hecho de plata, todas las mujeres de seda y alhajadas. Smarr era el mismo, sin embargo, y se acordaba bien de mí. Cuando estábamos bebiendo juntos después de la comida, yo le dije: «Al parecer, los toros son rendidores». «Oh, —me dijo— ¿no has oído? Me han hecho gobernador de los Montes y custodio del Paso de Guelt». «¿Cómo es posible una cosa semejante?», le pregunté. «Bueno —me dice— uno tiene que estar listo para saltar en el momento apropiado, cuando los tiempos son críticos… Es uno de esos casos de ganar o perder todo. Después oí lo que había ocurrido en la batalla al pie de los Montes. Supe que estos ortelganos tenían que tomar a Bekla: la razón era evidente… tenían que ganar. Vi la cosa muy claramente, pero al parecer nadie más podía verla Me fui derecho a ver a los generales. Los alcancé cuando marchaban al Sur, atravesando la llanura hacia Bekla, y les prometí toda la ayuda que podía darles. Bueno, la noche antes de la batalla la mayor parte del ejército de Guel-Ethlin había sido enviado a Kabin para componer el dique… y si eso no es el dedo de Dios, ¿qué es?… Las lluvias empezaban, pero de todos modos esos beklanos, en Kabin, estaban a la zaga de los ortelganos cuando marchaban hacia el Sur. No es el tipo de riesgo que a un general le hace sentirse contento. Me arreglé para que les resultara imposible moverse. Reuní a mis hombres y destruí tres puentes, envié falsos informes a Kabin, intercepté a los mensajeros de ellos…». «Señor, —le digo a Smarr— ¡qué juego es éste de alcanzar a los ortelganos!». «En absoluto —me dijo Smarr—. Sé decir cuando el rayo está por caer y no necesito saber exactamente dónde. Te digo que los ortelganos tenían que ganar. Ese ejército a medias del pobre Guel-Ethlin se desmoronó sencillamente… Nunca luchó de nuevo. Salieron de Kabin bajo la lluvia, volvieron otra vez, recibieron medias raciones, hubo un amotinamiento, deserciones en masa En el momento en que pudo llegar un mensajero de Santil-ke-Erketlis, una facción de los amotinados había tomado el mando, y casi habían ahorcado al pobre tipo. Buena parte de esto era obra mía, y ¿no dejé por cierto que el rey Crendrik se enterara?… Así fue como los ortelganos me hicieron gobernador del Pie de los Montes y Custodio del Paso de Guelt. Así fue, hijo mío, y un nombramiento muy lucrativo, por cierto». De repente Smarr me mira. «¿Has vuelto aquí a reclamar la herencia de la familia?», me pregunta. «Así es» —le digo—. «Bueno —me dice— tu hermano nunca me gustó. Era un tipo de puños duros, alborotador, pendenciero, pero tú estás bien. Hace falta un gobernador en Kabin. Hasta hace poco hubo allí un extranjero, un tal Orka-at, que estuvo antes al servicio de Bekla. El tipo sabe algo sobre la represa, algo que a los ortelganos no les puede ocurrir… pero lo acaban de asesinar. Bueno, tú eres un muchacho del lugar, así que a ti no te van a asesinar, y a los ortelganos les gustan los hombres del lugar, siempre que sientan que pueden confiar en ellos. Después de lo ocurrido, confían en mí, naturalmente, y si yo le digo una palabra al general Zelda, probablemente te nombrará». Bueno, en pocas palabras, me las arreglé para estar a la altura de la recomendación de Smarr, y así fue como llegué a ser gobernador de Kabin.
—Ya veo. ¿Y tú tienes contacto con la represa desde las profundidades de tus conocimientos acuáticos, verdad?
—No tengo idea de qué hay que hacer con una represa, pero mientras esté aquí tengo intenciones de encontrar a alguien que lo sepa y llevármelo conmigo.
—¿Y ha venido aquí para intervenir en el Consejo tu encantador amiguito, el que se ocupa de la cría de toros?
—¿Smarr? Él, no. Envió un delegado. No es tonto.
—¿Cuánto tiempo has sido gobernador de Kabin?
—Hace tres días. Te digo: todo esto acaba de pasar. El general Zelda estaba reclutado en esta zona y, —así se presentó la cosa—. Smarr lo vio al día siguiente. No hacía más que una noche que yo había vuelto a casa cuando él me mandó un oficial a anunciarme que me habían nombrado gobernador y a ordenarme que me presentara personalmente en Bekla. Así que aquí me tienes, Elleroth, como ves, ¡y la primera persona con quien me encuentro eres tú!
—Elleroth Ban. Inclínate tres veces antes de dirigirme la palabra.
—Bueno, nos hemos convertido en una pareja prestigiosa, esa es la verdad. ¿Ban de Sarkid? ¿Cuánto tiempo hace que eres Ban Elleroth?
—Oh, hace unos pocos años. Mi pobre padre murió hace bastante tiempo. Pero dime, ¿cuánto sabes tú de Bekla nueva, la Bekla moderna y sus humanitarios y esclarecidos dirigentes?
En ese momento dos de los otros delegados los alcanzaron. Hablaban gravemente en ketrián-chistol, el dialecto del Terekenalt oriental. Uno de ellos, al pasar, dio vuelta la cabeza y continuó mirando seriamente por encima del hombro un rato, antes de retomar la conversación.
—Tendrías que ser más prudente —dijo Mollo—. Observaciones como esa no deben ser hechas en un lugar como éste, y mucho menos oídas.
—Querido mío, ¿hasta qué punto crees tú que entienden yeldashay estas calabazas cultivadas? Sus cuerpos apenas cubren púdicamente a sus mentes. Su incultura está indecentemente en cueros.
—No se puede decir. Discreción: eso es algo que he aprendido y estoy vivo para probarlo.
—Muy bien, satisfaremos tu deseo de conversaciones privadas, por decepcionante que sea la cosa. Allí hay un tipo con un bote, ¡eh, tú!, y sin duda tiene su precio, como todos en este mundo.
Y dirigiéndose al botero en un beklano excelente, como ya lo había hecho con Sheldra, sin que pudiera notarse ni rastro de acento yeldashay, le dio una moneda de diez meld, se ajustó la capa de zorros a la garganta, levantó el espeso cuello que le rodeaba la nuca y entró al bote seguido por Mollo.
Mientras el hombre remaba en dirección al centro del lago y las olitas golpeaban regularmente debajo de la popa, Elleroth mantuvo silencio, contemplando intensamente los campos de pastoreo que se extendían desde la orilla Sur de la Casa del Rey y doblaban por la orilla Oeste del lago hasta las estribaciones del Norte del Grandor a la distancia.
—Solitario, ¿verdad? —dijo finalmente, hablando siempre en yeldashay.
—¿Solitario? —contestó Mollo—. Yo no diría.
—Bueno, digamos poco frecuentado… y el terreno es terso y suave, sin obstáculos. Bueno —hizo una pausa sonriendo ante el ceño fruncido de Mollo, que no entendía.
—Para retomar el punto en que fuimos interrumpidos —tan dramáticamente—. ¿Qué más sabes de Bekla y de esos ribereños hechizados por un oso de Telthearna?
—Ya te dije… casi nada. Apenas tuve tiempo de averiguarlo.
—¿Sabías, por ejemplo, que después de la batalla al pie de las colinas, hace cinco años y medio, no enterraron a los muertos… ni los propios ni los de Guel-Ethlin? Los dejaron para que los comieran los lobos y los milanos.
—No me sorprende. He estado en ese campo, como te dije, y nunca me he alegrado más de salir de un lugar. Mis dos compañeros estaban casi locos de miedo… y era durante el día. Hice lo que debía hacer por Shraín y volví sin más.
—¿Viste algo?
—No, fue sólo lo que todos sentimos. Oh, ¿quieres decir los despojos de los muertos? No… no nos apartamos del camino, ¿sabes?, y los retiraron poco después de la batalla unos hombres que vinieron de Guelt, según me dijeron.
—Sí, los ortelganos, naturalmente, no se preocuparon. Pero no podía esperarse que lo hicieran, ¿verdad?
—En la época en que se ganó la batalla habían llegado las lluvias y caía la noche, ¿no es así? Estaban desesperados por llegar a Bekla.
—Sí, pero tampoco ningún ortelgano hizo nada después que Bekla cayó, aunque debe haber habido muchas idas y venidas entre Bekla y la isla del Telthearna. Considero esto muy tedioso como tema de contemplación L ¿y tú? Es mortalmente aburrido.
—Nunca había pensado en la cosa desde ese punto de vista.
—Empieza ahora.
El bote, al girar, había seguido primero la ribera sureña y después la ribera oriental de la Púa y, cuando se acercaron, las grullas huyeron chillando, en una bandada de alas blancas. Después de un rato Mollo dijo:
—Nunca he entendido por qué cayó la ciudad. La tomaron por sorpresa e irrumpieron por la puerta Tamarrik. Bueno, de acuerdo, la puerta Tamarrik era una tontería militar. Pero ¿qué estaba haciendo Santil-ke-Erketlis? ¿Por qué no intentó mantener la ciudadela? Ese lugar podía resistir eternamente.
Señaló la cara abrupta de la cantera.
—Resistió —contestó Elleroth— mientras duraron las lluvias y después… un total de cuatro meses. Esperaba algún refuerzo de Ikat, e incluso de las tropas de Kabin… esas le interesaban a tu amigo de confianza, el criador de toros. Los ortelganos lo dejaron en paz por mucho tiempo… llegaron a sentir por él un sano respeto, diría… pero, cuando terminaron las lluvias y él todavía seguía allí, empezaron a preocuparse. Tenía que poner un ejército en campaña hacia Ikat, ¿sabes?, y no había nadie para mantener a Santil dentro de la ciudadela. Así que se libraron de él.
—Se libraron de él… ¿así no más? ¿Qué quieres decir? ¿Cómo?
Elleroth golpeó levemente la superficie con el borde de la mano, de manera que una medialuna fina y salpicada de gotas voló hacia atrás junto al bote.
—Mollo: parece que no has aprendido mucho sobre métodos militares durante tus viajes. Había muchos niños en Bekla, aunque no todos eran niños de la guarnición de la ciudadela Ahorcaban cada mañana dos niños a la vista de la ciudadela Y, naturalmente, había cantidad de madres que tenían libertad de ir a la ciudadela y suplicar a Erketlis que llegara a un acuerdo antes qué los ortelganos se volvieran más inventivos. Después de algunos días él ofreció retirarse, siempre que se le permitiera marchar armado y llegar sin molestias a Ikat. Los ortelganos aceptaron esas condiciones. Tres días después intentaron asaltarlo cuando estaba en marcha, pero él había esperado algo por el estilo y logró desalentarlos con bastante contundencia. Eso sucedió cerca de mi casa en Sarkid: lo vi.
Mollo estaba a punto de contestar cuando Elleroth, sentado detrás del botero, habló de nuevo, sin que se notara cambio en su tono tranquilo.
—Vamos a chocar con un tronco flotante, que probablemente nos hará un agujero.
El botero dejó de remar y volvió la cabeza.
—¿Dónde, señor? —preguntó en beklano—. No veo nada.
—Y yo veo que me entiendes cuando hablo yeldashay —contestó Elleroth— pero eso no es un crimen. Parece que está más frío y el viento ha refrescado. Creo que es mejor que nos lleves de vuelta, antes que pesquemos la fiebre del Telthearna. Te has portado muy bien: aquí tienes otros diez meld. Estoy seguro de que no charlarás.
—Que Dios te bendiga, señor —dijo el botero, tirando de un remo.
—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Mollo, cuando bajaron a tierra, en el jardín—. ¿A tu cuarto o al mío? Podemos seguir hablando allí.
—¡Vamos, Mollo, los arreglos para espiarnos deben estar terminados desde hace días! ¡Por Dios, esos instructores aficionados que tienes en Deelguy! Daremos un paseo por la ciudad… hay que esconder una hoja en el bosque, ¿sabes? Ahora, esa sacerdotisa que nos habló esta mañana… la que tiene cara de vaso de noche… ¿tú dirías que ella…?
Siguieron hacia abajo, por el camino cercado, hasta el Portón del Pavo Real, y llegaron a la habitación pequeña y cercada llamada el Cuarto de la Luna, mientras el portero, sin ser visto, maniobraba el mecanismo que abría la puerta trasera Sólo había comunicación entre la ciudad alta y la ciudad baja por esta puerta y los porteros, vigilantes y callados como sabuesos, no abrían a nadie que no conocieran. Cuando Elleroth siguió a Mollo a la ciudad baja, la puerta se cerró tras ellos, pesada, suave y chata, con sus goznes de hierro que sobresalían de las paredes a cada lado. Por unos momentos estuvieron aislados sobre el rumor de la ciudad, sonriendo el uno al otro como dos muchachos que van a zambullirse en una piscina.
La calle de los Armadores llevaba barranca abajo a la plaza con columnas que llamaban el Mercado de Caravanas, donde las mercaderías que llegaban a la ciudad eran pesadas y fiscalizadas por los funcionarios de la aduana. A un lado estaban los galpones, con sus plataformas de cargar y descargar y las balanzas de bronce de Fleitil, que podían pesar un carro y dos bueyes tan fácilmente como una bolsa de harina. Mollo miraba cómo se apilaban las pesas contra cuarenta lingotes de hierro de Guelt cuando un muchacho de cara mugrienta, harapiento, que cojeaba y se apoyaba en una muleta, tropezó con él y se hizo a un lado con una especie de torpe cortesía y se puso a mendigar.
—Ni padre ni madre, señor… una vida dura… dos meld no son nada para un caballero como tú… tienes cara generosa… es fácil ver que eres hombre de suerte… te gustaría encontrar una linda chica… ten cuidado aquí con los ladrones… hay muchos ladrones en Bekla… muchos rateros… tal vez un meld… necesitas quien te diga la buenaventura… tal vez quieres jugar… te espero aquí esta noche… ayuda a un pobre muchacho que hoy no ha comido…
La pierna izquierda había sido cortada por encima del tobillo y el muñón, envuelto en trapos sucios, no llegaba a un pie del suelo. Al moverse la pierna caía floja, como si no tuviera fuerza debajo del muslo. Había perdido un diente delantero, y cuando ceceaba sus monótonos e inexpresivos ofrecimientos y súplicas una saliva manchada de betel le bajaba por el labio inferior y el mentón. Tenía una mirada huidiza, cautelosa y mantenía el brazo derecho doblado a un costado, la mano abierta, el pulgar y los otros dedos curvados, como garras.
De pronto Elleroth se adelantó, agarró el mentón del muchacho y le hizo levantar la cara para mirarle los ojos. El muchacho lanzó un chillido y trató de retroceder, soltando más palabras, que salían ahora desfiguradas, porque Elleroth le sujetaba la mandíbula.
—Pobre muchacho, señor, no te hará daño, el caballero no dañará a un pobre muchacho, que no tiene trabajo, que las ha pasado muy mal, que puede ser útil…
—¿Cuánto tiempo hace que llevas esta vida? —pregunto Elleroth con severidad.
El muchacho tartamudeó, esquivándole la mirada.
—No sé, señor, cuatro años, cinco años, no hago mal, señor, seis años tal vez, lo que tú digas…
Elleroth, con la mano libre, levantó la manga del muchacho. Atado alrededor del antebrazo había una amplia banda de cuero y, debajo de ésta, la hoja de un hermoso cuchillo de mango de plata. Elleroth lo sacó y se lo tendió a Mollo.
—No te diste cuenta cuando te lo sacó, ¿verdad? Eso es lo malo de llevar el cuchillo en una vaina sobre la cadera. Vamos, no aúlles, muchacho, o haré que te azoten en el mercado…
—Pues yo haré que lo azoten, aúlle o no —interrumpió Mollo— vo…
—Un momento, querido amigo. —Elleroth, siempre sujetando el mentón del muchacho, le torció la cabeza a un lado y, con la otra mano, echó hacia atrás el pelo sucio. El lóbulo de la oreja tenía un agujero tan grande como una semilla de naranja. Elleroth tocó el agujero con el dedo y el muchacho empezó a llorar en silencio.
—¿Gensheld u arkon lowt tha? —dijo Elleroth, hablando en terekenalt, idioma que Mollo no conocía.
El muchacho, a quien las lágrimas no dejaban hablar, asintió con aire aporreado.
—¿Genshed varon, shu varón il pekeronta? —El muchacho asintió de nuevo.
—Oye —dijo Elleroth, volviendo a beklano— voy a darte un poco de dinero. Cuando lo haga, te insultaré y fingiré pegarte, porque si no lo hago centenares de mendigos saldrán como cuervos de todos los rincones del mercado. No digas nada, esconde el dinero y vete, ¿comprendes? ¡Maldición! —gritó, agarrando el hombro del muchacho y empujándolo—. ¡Fuera, no te me acerques! ¡Mendigos roñosos!… —se dio vuelta y se alejó, seguido por Mollo.
—Bueno, ¿qué demonios…? —empezó a decir Mollo. Se interrumpió—: ¿Qué pasa, Elleroth? No… no puedes estar llorando… ¿verdad?
—Mi querido Mollo, si no eres capaz de sentir el cuchillo que te sacan de una vaina que llevas en la cadera, ¿cómo pretendes observar sin errores la expresión de una cara tan tonta como la mía? Vamos a tomar un trago… me parece que no me vendría mal, y el sol se ha puesto fuerte ahora. Será agradable sentarse.