Guel-Ethlin miraba a derecha e izquierda en la luz crepuscular la lluvia. Su línea permanecía invicta. Durante más de una hora las tropas de Bekla se habían limitado a mantener el terreno, rechazando los ataques furiosos pero fragmentarios de los ortelganos. Al cabo de un rato de ansiedad resultó claro que el enemigo, que lo había atacado tan inesperadamente como él había calculado, no poseía un comando central efectivo y atacaba sencillamente siguiendo órdenes de jefes individuales, grupo por grupo, de acuerdo a la decisión de cada barón. Comprendió que, aunque probablemente lo sobrepasaban en algo así como tres a dos, esto no tenía porque significar la derrota mientras el enemigo careciera de coordinación y disciplina auténticas. Sólo era necesario defender y esperar. Mientras los ortelganos continuaran efectuando ataques esporádicos sobre la línea, era bastante fácil para las compañías de Bekla no interesadas en la refriega ir hacia el interior y tratar de romper las líneas. Al caer la noche —muy pronto ahora— sus tropas ya iban a estar al límite de la resistencia, pero lo que habría que hacer entonces iba a depender del estado de cada ejército. Lo más prudente era volver a la llanura. Era improbable que estas tropas irregulares fueran capaces de seguirlos y ni siquiera, ahora que habían empezado las lluvias, de mantener el terreno. Los suministros de alimentos de ellos eran probablemente escasos, mientras que él contaba con raciones —de cierta clase— para dos días y, a diferencia del enemigo, iba a tener la oportunidad de requerir más si entraban en territorio amistoso.
Mantenerse firme hasta que oscureciera, pensaba Guel-Ethlin: esa era la cosa. ¿Por qué correr el riesgo de romper filas para atacar? Y después retirarse, dejando que la lluvia terminara con la tarea.
Otro ataque fue lanzado contra la ladera, esta vez directamente hacia su centro. Las tropas de Tonilda, formadas por soldados de segundo orden, si alguna vez los hubo, rompían filas en una especie de anticipación nerviosa y avanzaban con aire vacilante para enfrentarlos. Guel-Ethlin se adelantó, gritando:
—¡Firmes, firmes! ¡Tonilda viene!
Por lo menos, nadie hubiera podido decir que su voz de mando era floja. Era una voz que rajaba la algarabía como un martillo que rompe un pedernal. La gente de Tonilda retrocedió y volvió a formar líneas, mientras la lluvia les goteaba de los hombros. Unos instantes después el ataque de Ortelga se precipitó a través de los últimos metros golpeando como un pisón contra un muro. Entrechocaban las armas y los hombres avanzaban y retrocedían, resollando y jadeando como nadadores en aguas difíciles. Se oyó un grito y un hombre cayó fuera de las filas, llevándose las manos al estómago: se desplomó en el barro y allí quedó pataleando, semejante en su desgracia desatendida a un pez magullado que echan a morir sobre la arena.
—¡Firmes! ¡Es Tonilda! —gritó de nuevo Guel Ethlin.
Un ortelgano pelirrojo y huesudo se precipitó dentro de un claro que había en las filas y corrió unos pocos pasos, mirando en derredor y blandiendo la espada. Un oficial se tiró contra él, erró el cuerpo cuando el hombre hizo un movimiento inesperado y lo hirió en el brazo. El hombre giró, dio un aullido y volvió corriendo por el mismo claro.
Detrás de las filas Guel-Ethlin, seguido por su abanderado, su trompeta y su criado, corrió sobre su izquierda hasta que estuvo más allá del punto de ataque. Luego, atravesando la formación frontal de los mercenarios de Deelguy, se volvió y miró la lucha a su derecha. Los ortelganos habían aprendido ahora, sin duda, —o habían encontrado un jefe sensato— a proteger los flancos de su ataque, habían roto la línea de Tonilda formando una cuña de unos sesenta metros de ancho. Peleaban, como ya lo habían hecho toda la noche, con una especie de ferocidad estulta, pródiga de vidas. El suelo barroso y pisoteado que habían ganado estaba cubierto de cuerpos. Y sus propias pérdidas aumentaban rápidamente, de ello no había ninguna duda. El ataque se había vuelto peligroso, y tenía que ser detenido y rechazado antes de que el enemigo lo reforzara. Se dio vuelta y se dirigió al comandante de línea que tenía más cerca —Kreet-Liss, un soldado secreto y reticente, capitán de los mercenarios de Deelguy. Kreet-Liss, aunque no por cierto un cobarde, siempre tendía a retobarse y era un aliado que súbitamente tenía dificultades para entender las frases beklanas más sencillas cuando las órdenes no eran de su agrado. Escuchó a Guel-Ethlin, a quien obligaba el ruido a gritarle casi al oído, cuando le dijo que hiciera retroceder a sus hombres, los colocara en el centro y contraatacara a los ortelganos.
—Sí, sí —gritó en su pesado acento finalmente— la cosa anda mal ahí. Mejor confiar en nosotros. ¿Eh, eh?
Los tres o cuatro barones jóvenes, de negras cabelleras enruladas, que lo rodeaban, sonrieron entre ellos, sacudieron un poco de lluvia de sus enlodados y multicoloridos atavíos y fueron a reunir a sus hombres. Cuando la gente de Deelguy retrocedió, Guel-Ethlin no pudo, en la luz que disminuía, atraer la atención de Shaltnekan, el comandante que estaba a su izquierda, a quien quería encargarle que llenara el claro. Envió a su sirviente con la orden.
El joven Shaltnekan y sus hombres se acercaban ahora con las cabezas inclinadas para evitar la lluvia que les azotaba las caras. Guel-Ethlin fue al encuentro de ellos, sacudiéndose los brazos contra el pecho, porque estaba empapado.
—¿No podríamos romper filas y atacarlos, señor? —preguntó Shaltnekan antes de que su superior pudiera hablar.
—Mis hombres están cansados de estar a la defensiva frente a esta horda de salvajes piojosos. Una buena arremetida y los deshacemos.
—De ningún modo —contestó Guel-Ethlin—. ¿Sabes acaso si no tienen reservas allí detrás, en los bosques? Nuestros hombres estaban cansados cuando llegaron aquí, y una vez que rompan filas van a ser pan comido para cualquiera. Lo único que podemos hacer es aguantar. Actualmente estamos bloqueando el camino a la llanura y, una vez que se den cuenta que no nos pueden mover, se van a venir abajo.
—Como digas, señor —dijo Shaltnekan— pero uno se siente a contrapelo quedándose quieto… cuando se podría hacer correr a esos bastardos por los montes como cabras.
—¡Y yo digo que hay que aguantar! —contestó vivamente Guel-Ethlin.
Guel-Ethlin caminó hacia la retaguardia, sintiendo la ropa mojada y pegajosa contra su cuerpo. El crepúsculo se acentuaba y tuvo que escudriñar unos instantes antes de divisar a Kreet-Liss. Corrió hacia él y llegó justamente en el instante en que los Deelguy se lanzaban al ataque. El grito concertado y rítmico de «¡Bek-la-Maut! ¡Bek-la-Maut!» fue repetido por toda la columna, pero se interrumpió en el centro, cuando los Deelguy se pusieron en contacto con el enemigo. Era claro que los ortelganos estaban dispuestos a pagar un precio caro para mantener la brecha que se había abierto. Tres veces rechazaron a los mercenarios, y cada vez que caía un enemigo, el ortelgano que se le oponía se agachaba rápidamente para apoderarse de las armas extranjeras que él creía que debían ser mucho mejores que las suyas, aunque unas y otras habían sido forjadas con hierro de Guelt.
De repente, un nuevo ataque de Bekla fue lanzado sobre el flanco derecho de Ortelga, y una vez más el grito firme y rítmico, «¡Bek-la-Maut!», se elevó sobre el clamor circundante. Guel-Ethlin, que había estado a punto de dar a Kreet-Liss la orden de atacar una vez más, trataba de escudriñar a su izquierda para descubrir lo que había ocurrido, cuando alguien le dio un tirón de la manga. Era Shaltnekan.
—Esos que atacan ahora son mis hombres, señor —dijo.
—¡En contra de las órdenes! —gritó Guel-Ethlin—. ¿Qué quiere decir esto? ¡Vuelve y…!
—Están a punto de aflojar en cualquier momento, señor, si no me equivoco —dijo Shaltnekan—. No querrás que los detenga ahora, cuando los están persiguiendo…
—¡No harás nada de eso! —contestó Guel-Ethlin.
—Señor —dijo Shaltnekan— si los dejamos salir del campo en forma más o menos ordenada, ¿qué se va a decir de nosotros en Bekla? No podríamos sobrevivir a eso. Tienen que ser derrotados. Hay que hacerlos pedazos. Y ahora es el momento de hacerlo, o van a desaparecer en la oscuridad.
No podía negarse que había sido una hermosa iniciativa, y tampoco podía negarse que era bastante fuerte el argumento de que la huida del enemigo, después de la batida que había sufrido, iba a ser mal visto en Bekla. Por otra parte, si los destruía, su reputación iba a quedar establecida e iba a silenciar cualquier crítica posible do Santil-ke-Erketlis.
Los oficiales beklanos, obedientes a las órdenes, habían hecho detener a sus hombres en la línea defensiva original y los ortelganos corrían cuesta abajo sin que nadie los persiguiera, algunos ayudando a sus heridos o cargados del equipo que habían robado a los beklanos.
—¡Sigue, señor, sigue! —jadeó el muchacho—. ¡Termina con ellos!
Guel-Ethlin, ya decidido, se volvió hacia el trompa.
—Bueno, Lobo —le dijo, dirigiéndose a él por su apodo— ¡de nada sirve que estés ahí sin hacer nada! Romper filas: persecución general. ¡Y sopla con fuerza: que todos puedan oírle!
La trompa apenas acababa de sonar cuando va varias compañías beklanas empezaron a bajar las laderas: las de los extremos se dispersaban muy a lo ancho y trataban de volver al camino. Cada hombre esperaba superar a sus compañeros en el saqueo, no importaba de qué.
Sin duda iba a haber poco o nada que sacar de estos bárbaros, fuera de sus piojos, pero una pareja de esclavos se vendía a buen precio en Bekla, y siempre había la posibilidad de encontrar un barón con adornos de oro o incluso alguna mujer entre el equipo que quedaba detrás.
Guel-Ethlin también corrió entre los primeros, con su porta-estandarte a un lado y Shaltnekan del otro.
De cerca, desde alguna parte dentro del bosque, llegó un retumbo, un ruido como de molienda, que se fue acercando y se convirtió en un ruido de maderas rajadas y entrechoque de hierros. Inmediatamente después se oyó por encima del tumulto un rugido salvaje, como de algún animal grande que está dolorido. Luego unas ramas se apartaron frente a él y Guel-Ethlin quedó duro de horror, desprovisto de todo sentimiento que no fuera el pánico.
Ante él, a unos pocos metros de distancia, estaba de pie, con una altura que era más de dos veces la estatura de un hombre, un animal que no tenía cabida en el mundo de los mortales. Más que nada parecía un oso, pero un oso creado en el infierno para atormentar a los condenados con su mera presencia. Las orejas estaban agachadas, como las de un gato rabioso, los ojos tenían rojos resplandores en la luz que disminuía, una espuma ocre salía de entre unos dientes parecidos a cuchillos de los Deelguy. Sobre uno de los hombros —y esto casi lo enloqueció de miedo, pues era la prueba que la criatura no era humana— llevaba una estaca enorme y puntia-guda, que chorreaba sangre. También tenía cubiertas de sangre las garras encorvadas y una de las patas levantada por encima de la cabeza, como en un horrendo saludo de muerte. Sus ojos —los ojos de un ser enloquecido, que habita un mundo de crueldad y de dolor— miraban a Guel-Ethlin con una especie de oscura inteligencia, pero que bastaba para su único propósito. Al encontrar esa mirada él dejó caer la espada de su mano y; al hacerlo, el animal le dio un golpe que le aplasto el cráneo y le hundió la cabeza entre los hombros.
Un momento después Shaltnekan cayó sobre él, con el pecho roto como un tambor aplastado. Kreet-Liss, trastabillando en la ladera mojada, intentó dar un golpe con su espada antes de que su garganta fuera desgarrada y convertida en una fuente de sangre. Y este golpe de espada, al herirlo, llenó al animal de una furia tan violenta de destrucción que todos los hombres se pusieron a gritar cuando se lanzó cuesta arriba entre ellos, tratando de deshacer y destruir. Los hombres de los lados, deteniéndose e intentando averiguar a gritos qué había ocurrido, sintieron que las tripas se les aflojaban al oír la noticia de que el oso-dios, más aterrador que ninguna criatura imaginada en los limbos inferiores de la fiebre y la pesadilla, había aparecido finalmente, había reconocido y había matado deliberadamente al general y a dos comandantes.
Desde las ondulantes líneas de Ortelga se elevó un grito de triunfo Kelderek, cojeando y bamboleándose de fatiga fue el primer hombre que emergió de los árboles gritando «¡Shardik, Shardik el Poder de Dios!» y luego, a los gritos de «¡Shardik! ¡Shardik!», últimos sonidos que llegaron a oídos de Ta-Kominion, los ortelganos se precipitaron cuesta abajo, arrasando el quebrado centro beklano. Pocos minutos después Kelderek, Baltis y una veintena de los otros llegaban a la desembocadura del despeñadero, delante de la cresta y, sin atender a su aislamiento, miraron a todos lados, dispuestos a enfrentarse con cualquiera que intentara buscar una huida. De Shardik, desvanecido en medio de la oscuridad que todo invadía, no había quedado ni imagen ni sonido.
Después de media hora, cuando, la noche ya había puesto fin al derramamiento de sangre, toda resistencia beklana se había apagado, Los ortelganos, siguiendo el terrible ejemplo que los había redimido de la derrota, no mostraron piedad: mataron a sus enemigos y despojaron a los cuerpos de armas y de escudos, hasta que estuvieron tan bien pertrechados mino nunca lo estuvo fuerza alguna en la llanura de Bekla. Unos pocos de los hombres de Guel-Ethlin lograron escapar a Guelt.
Antes de medianoche el ejército, a quien Zelda y Kelderek habían hablado con tanto entusiasmo que ni siquiera se quedó para honrar a sus muertos, siguió cojeando en dirección a Bekla, proclamando las noticias de su victoria y de la total destrucción de las fuerzas de Guel-Ethlin.
Dos días más tarde, reducidos a las dos terceras partes de su fuerza por las fatigas y las privaciones de la marcha, los ortelganos, que avanzaban por el camino pavimentado que cruzaba la llanura, aparecieron ante los muros de Bekla: rompieron el portón labrado y dorado de Tamarrik —esa pieza única creada por el artesano Fleitil un siglo antes— después de sacudirla durante cuatro horas con un tambor improvisado y al costo de más de quinientos hombres; derrotaron a la guarnición y a los ciudadanos, a pesar de la valerosa dirección del enfermo Santil-ke-Erketlis; saquearon y ocuparon la ciudad e inmediatamente se pusieron a pertrechar las fortificaciones contra riesgos de contraataques posibles en cuanto terminaran las lluvias.
De este modo, en lo que sin duda debe haber sido una de las campañas más extraordinarias e imprevisibles que nunca se haya visto, cayó Bekla, capital de un imperio de provincias subyugadas que abarcaban 360 kilómetros cuadrados de extensión. De estas provincias, las más alejadas de la ciudad se escindieron y se declararon enemigas de los nuevos dirigentes. Las más próximas, ante la posibilidad de saqueos y el derramamiento de sangre de una resistencia, se pusieron bajo la protección de los ortelganos, de sus generales Zelda y Gued-la-Dan y de su misterioso rey-sacerdote Kelderek, llamado Crendrik, el Ojo de Dios.