22
La jaula

En la última parte de la noche y ya avanzado el amanecer, que se presentó gris y esfumado detrás de las nubes que se amontonaban en el Este, Baltis y sus hombres acarrearon la jaula por encima de los bosques del Telthearna.

El oso yacía inerte, como muerto. Los ojos seguían cerrados, la lengua seca salía de la boca y con el traquetear del entablado la cabeza temblaba como vibra un bloque de piedra en el suelo de una cantera cuando las masas rocosas caen en derredor. Algunas de las muchachas, cubiertas de polvo y con las plantas de los pies ulceradas, se agarraban de la construcción desvencijada para impedir que se bamboleara con la marcha, mientras otras iban adelante, retirando piedras del camino y rellenando agujeros antes de que las ruedas los pasaran. Detrás de la jaula marchaba Sencred, el carpintero de carretas, atento a que las ruedas no cedieran y a que los ejes no se fueran a aflojar; de cuando en cuando daba orden de detenerse a los que tiraban de las sogas y se ponía a examinar las grampas.

Kelderek tiró de las sogas cuando le llegó su turno, junto con los otros, pero cuando finalmente se pararon a descansar —y las muchachas pusieron unas grandes piedras detrás de las ruedas, para sujetarlas— él y Baltis dejaron a los hombres y fueron a reunirse con Sencred y Zilthé, que estaba apoyada contra la jaula. Zilthé había metido un brazo entre los barrotes y acariciaba una de las patas delanteras del oso, con sus garras encorvadas y más largas que la mano de ella.

—Despierta, despierta: tienes que destruir a Bekla.

—Despierta, Señor Shardik, na kora, na ro —cantaba dulcemente, frotando su frente cubierta de sudor contra el hierro frío.

Lleno de repentina inquietud, Kelderek contempló el cuerpo del oso, quieto como un cadáver.

—¿Qué droga le dieron? ¿Estás segura que no lo han matado?

—No está muerto, señor —dijo Zilthé, sonriendo—. ¡Mira!

Desenvainó su cuchillo, se inclinó y lo puso delante de los hoyos de la nariz de Shardik. La hoja se empañó levemente y quedó limpia, se empañó y quedó limpia una vez más.

—El telthocarna es poderoso, señor; pero la que ahora está muerta sabía (nadie lo sabía mejor) cómo había que darlo. Él no morirá.

—¿Cuándo va a despertar?

—Tal vez al atardecer, o durante la noche. No sé decir.

—¿Podrá comer, entonces? ¿Beberá?

—Los seres que despiertan del sueño del theltocarna son siempre peligrosos. A menudo entran en un frenesí más violento que el que tenían antes del trance, y en esos casos atacan todo lo que encuentran.

—Si lo que dices es cierto, entonces estos barrotes no lo van a retener.

—El techo no es bastante fuerte para retenerlo, de todos modos —dijo Sencred—. No tiene más que erguirse y el techo se va a rajar como una costra de pastel.

—Tendremos que darle de nuevo la droga, entonces —dijo Kelderek.

—Lo mataría sin ninguna duda, señor —dijo Sheldra—. El theltocarna es un veneno: no se puede usar dos veces… No, no se puede usar dos veces en un plazo de diez días.

Hubo un murmullo de aprobación entre las muchachas.

—¿En dónde está la Tuguinda? —preguntó Nito—, ¿esta con el señor Ta-Kominion? Ella puede saber qué es lo que hay que hacer.

Kelderek no contestó y, volviendo sobre sus pasos, hizo poner de pie a los hombres.

Un hora después la marcha era más fácil: la subida era más pareja y el camino menos empinado. De acuerdo a lo que podía juzgar por el cielo turbio y vago, era cerca de mediodía cuando llegaron finalmente a Guelt. La plaza estaba cubierta de deshechos, como si hubiera habido un altercado.

—Hay olor a jauría de monos —refunfuñó Baltis.

—Di a tus hombres que coman y descansen —dijo Kelderek—. Voy a tratar de averiguar cuándo se ha ido el ejército.

Atravesó la plaza, mirando a su alrededor, perplejo, las puertas cerradas y los callejones vacíos. De repente sintió un dolor agudo, como una picadura de insecto, en el lóbulo de la oreja izquierda. Se llevó la mano allí y, al retirarla, los dedos estaban cubiertos de sangre; al mismo tiempo comprendió que la flecha que lo había rozado se había clavado en la jamba de una puerta. Giró rápidamente sobre sus talones pero sólo vio otra calle desierta entre puertas cerradas y ventanas con postigos. Sin volver la cabeza, retrocedió lentamente hacia la plaza y se quedó a la espera de alguna señal de movimiento.

—¿Qué ocurre? —preguntó Baltis, apareciendo detrás de él. Kelderek se tocó nuevamente la oreja y mostró los dedos. Baltis silbó.

—Está feo —dijo—. ¿Están tirando piedras?

—Fue una flecha —dijo Kelderek.

En ese instante se oyó el chirrido de una puerta cercana al abrirse. En el umbral apareció una vieja sucia, con ojos inflamados. Parecía bambolearse por obra del peso de una niña que llevaba en sus brazos. Cuando llegó cerca de Kelderek, éste se dio cuenta, con un sobresalto, de que la niña estaba muerta. La vieja dio unos pasos vacilantes hacia él y depositó a la niña en el suelo, a sus pies. Era una niña de unos ocho años, con sangre coagulada en los cabellos y los ojos, abiertos, cernidos por un flujo amarillo. La vieja, doblada y murmurando, siguió de pie ante él.

—¿Qué quieres, abuela? —preguntó Kelderek—. ¿Qué ha pasado?

—Creen que nadie ve. Creen que nadie ve —murmuró—. Pero Dios ve. Dios todo lo ve.

—¿Qué ha pasado? —preguntó de nuevo Kelderek, agachándose sobre el cuerpo de la niña y asiendo la delgada muñeca bajo los harapos.

—Sí, eso es, pregúntales a ellos… pregúntales qué pasó —dijo la vieja—. Si corres los alcanzaras. No es tan lejos… No han ido lejos.

En ese momento llegaron dos hombres, uno al lado del otro, por una de las esquinas. Mantenían la mirada fija ante ellos y sus rostros tenían la expresión tensa y resuelta de los que están conscientes de correr un riesgo. Sin hablar a Kelderek, asieron a la vieja por los brazos, la pusieron en medio de ellos y se la llevaron.

Kelderek y Baltis dejaron el cuerpo de la niña en el suelo y atravesaron de nuevo la plaza. Los hombres habían formado un círculo en torno a la niña y lanzaban miradas nerviosas en torno.

Creo que no debemos quedarnos aquí —dijo Sencred, señalando al derredor—. No somos bastantes para estar seguros.

Unos hombres se habían reunido en el extremo de una de las calles que daban sobre la plaza y hablaban entre ellos, gesticulando. Unos pocos estaban armados.

Kelderek se quitó el cinturón, dejó el carcaj y el arco sobre el suelo y avanzó hacia ellos.

—¡Cuidado! —gritó Baltis detrás de él. Kelderek no le hizo caso y siguió caminando hasta que estuvo a unos treinta pasos de los hombres. Levantó las dos manos abiertas y gritó:

—¡No queremos herirlos! ¡Somos amigos vuestros!

Hubo un estallido de risotadas sardónicas y un hombre grandote, de pelo gris y con el puente de la nariz roto, salió del grupo, y dijo:

—Ya hiciste bastante. ¡Déjanos en paz o te mataremos!

Kelderek sintió menos miedo que exasperación.

—¡Entonces tratad de matarnos, estúpidos! —gritó—. ¡Tratadlo!

—Ah, para traer a sus amigos de vuelta —dijo otro hombre—. ¿Por qué no vas y traes a tus amigos? No hace una hora que se fueron.

—Yo diría que hay que seguir el consejo —dijo Baltis, que se había acercado y estaba de pie junto a Kelderek—. Nada se gana esperando.

—¡Pero nuestra gente está cansada! —contestó Kelderek de mal tono.

—Va a estar mucho peor, hijo mío, si no salimos de aquí —dijo Baltis—. Vamos… no soy cobarde y tampoco lo son estos muchachos pero nada se gana quedándonos. —Luego, como Kelderek aún vacilaba, dijo a los hombres—: Mostradnos el camino, pues, y nos iremos.

Al oír esto, como una jauría de perros, todos dieron unos pocos pasos cautelosos hacia adelante y se pusieron a gritar y hacer ademanes señalando hacia el Sur. En cuanto estuvo seguro de la dirección, Kelderek trazó una línea en el polvo del suelo, con el pie, y les advirtió que no debían cruzarla hasta que se hubieran retirado los ortelganos.

—Sí, Guelt puede pasarla sin vuestra ayuda —gritó Baltis, poniéndose a tirar de nuevo de las sogas para alentar a sus hombres cansados.

Se alejaron lentamente, mientras la gente de la ciudad los contemplaba, charlando y señalando el enorme cuerpo oscuro echado detrás de los barrotes.

Fuera de la ciudad el camino bajaba. Muy pronto llegó a ser tan empinado que la tarea ya no consistió en empujar la jaula, sino en sostenerla para que no se escapara cuesta abajo.

Poco tiempo después Kelderek notó que las ruedas estaban aflojándose y que toda la estructura se había desplazado y no encajaba bien. Consultó con Baltis.

—No vale la pena tratar de arreglarla. La verdad es que dentro de una o dos horas la maldita jaula se va a caer hecha pedazos. ¿Qué quieres que hagamos, muchacho? ¿Seguimos?

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —contestó Kelderek. Y lo cierto es que, a pesar de las penurias y de estar prácticamente exhaustos, ninguno de los hombres se había quejado. Pero cuando se pusieron a descansar en un punto en que el camino se ensanchaba y formaba un bosque abierto, por primera vez Kelderek se permitió pensar en qué habría de terminar la cosa. Aparte de las muchachas, que eran iniciadas en los misterios y que de todos modos no iban a poner en tela de juicio nada que él les hubiera ordenado hacer, ninguno de los que estaban con él tenía experiencia de la fuerza y la ferocidad que Shardik podía mostrar. Si se despertaba en medio del ejército de Ortelga y rompía su frágil jaula, ¿cuántos iban a ser ultimados por su furia? ¿Y cuantos más, en razón de esto, iban a quedar convencidos de que estaba enojado con Ortelga y la condenaba? Pero si les decía a Baltis y al resto que, por razones de seguridad, debían abandonar a Shardik ahora, ¿qué podría decirle él a Ta-Kominion después de haber dado éste orden de que se trajera a Shardik a cualquier costo?

Decidió seguir adelante hasta estar a la zaga del ejército. Entonces, si Shardik aún seguía inconsciente, él se adelantaría, informaría a Ta-Kominion y volvería con nuevas órdenes.

Pero ahora había que encontrar hombres bastante fuertes para aguantar las sogas. Después de las últimas doce horas algunos apenas eran capaces ya de poner un pie delante del otro. Pero incluso en esta situación extrema, la creencia apasionada en el destino de Shardik los llevaba a avanzar a tumbos, a arrastrarse, a trastabillar y seguir adelante.

Dentro de este mal sueño empezó a caer la lluvia, mezclándose con el sudor, formando regueros salados sobre los labios hinchados, quemando las llagas abiertas, silbando entre las hojas, limpiando de polvo el aire. Baltis levantó la cabeza hacia el cielo, dio un paso en falso y tropezó con Kelderek.

—Lluvia —gruñó— ¡lluvia, muchacho! ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Qué? —murmuró Kelderek, parpadeando como si el herrero lo hubiera despertado.

—¡Digo que es la lluvia, la lluvia! ¿Qué va a ser de nosotros ahora?

—¡Dios lo sabrá! —contestó Kelderek—. Seguiremos… seguiremos.

—Bueno… pero ellos no van a encontrar el camino hasta Bekla bajo la lluvia ¿Por qué no volvemos mientras sea posible… y salvamos nuestras vidas?

—¡No! —gritó Kelderek con pasión—. ¡No! —Baltis gruñó y no dijo nada más.

Muchas veces el cansancio hizo que se detuvieran y muchas veces reanudaron la marcha. Una vez Kelderek intentó contar el número de soldados, que disminuía, pero se confundió y abandonó el proyecto. En menos de una hora iba a estar oscuro. No había señales de ejército y Kelderek comprendió, con desesperación, que probablemente su banda de soldados sueltos y mojados se iba a ver forzada a pasar la noche en las estribaciones de los montes.

Baltis volvió junto a él.

—Las cosas no pintan bien, joven —dijo entre dientes—. Vamos a tener que pararnos muy pronto: se va a poner oscuro. Y, entonces: ¿qué vamos a hacer? Es mejor que tú y yo sigamos solos… Vayamos a buscar al joven barón y pidámosle ayuda. Pero te diré lo que pienso: él mismo va a tener que volver si quiere seguir vivo. Ya sabes lo que son las lluvias. Después de dos días ya ni una rata se puede mover. Mucho menos un hombre.

—¡Oye! —dijo Kelderek—. ¿Qué es ese ruido?

Habían llegado a la parte alta de una loma, donde el camino daba una curva y tomaba hacia abajo a través de una espesura boscosa Al principio no había ningún ruido, luego, levemente, llegó a los oídos de Kelderek el ruido que había oído antes: gritos distantes, agudos e instantáneos como chispas voladoras, voces confundidas y que se superponían unas a otras como ondas en un estanque. Miró a uno y otro hombre. Todos le devolvían la mirada, esperando que él confirmara el único pensamiento de ellos.

—¡El ejército! —gritó Kelderek.

—Sí, pero ¿por qué gritan? —dijo Baltis—. Me parece que hay algo que anda mal.

Sheldra se adelantó y puso la mano en el brazo de Kelderek.

—¡Señor! —gritó señalando con la mano—. ¡Mira! ¡El Señor Shardik se está despertando!

Kelderek se volvió hacia la jaula. El oso, con los ojos todavía cerrados, se había incorporado sobre el piso en una posición acurrucada, poco natural, que 110 parecía la posición de un ser que duerme, sino más bien la postura grotesca de algún insecto gigantesco, con la espalda arqueada y las patas recogidas bajo el cuerpo. La respiración era irregular, laboriosa, y en la boca se formaba espuma. Mientras ellos lo miraban, se movió, como incómodo, y luego, con un movimiento incierto e insensible de tanteo, levantó una pata hasta el hocico. Por un momento elevó la cabeza y los labios se recogieron como si fuera a mostrar los dientes; luego cayó de nuevo al suelo.

—¿Despertará ahora, en seguida? —preguntó Kelderek, encogiéndose involuntariamente al ver que el oso se movía una vez más.

—No en seguida, señor —contestó Sheldra— pero pronto lo hará… En menos de una hora.

Se oyeron claramente ruidos de batalla y, en medio de la gritería de los ortelganos, pudieron discernir un grito rítmico e intermitente, un sonido concertado, duro y compacto como el de un proyectil:

—¡Bek-la-Maut! ¡Bek-la-Maut!

—¡Empujad! —gritó Kelderek, sin saber muy bien qué decía—. ¡Empujad! ¡Shardik a la batalla! ¡Que el cansancio quede atrás! ¡Adelante!

Los hombres, chapoteando y tropezando en la lluvia, desataron las sogas mojadas, las engancharon del otro lado y empujaron la jaula cuesta abajo, sosteniéndola cuando corría más de lo debido. Sólo habían avanzado una corta distancia cuando Kelderek se dio cuenta que estaban más cerca de la batalla que lo que él había supuesto. La totalidad del ejército debía estar tomada, pues el clamor se extendía a derecha e izquierda. Avanzó un poco, pero no pudo ver nada a causa de los árboles espesos y la luz que decrecía. De repente un grupito de cinco o seis hombres llegó corriendo por la ladera, dándose vuelta y mirando por encima del hombro. Sólo dos de ellos llevaban armas. Uno, un pelirrojo huesudo, iba delante de los otros. Al reconocerlo, Kelderek lo tomó del brazo. El hombre profirió un grito de dolor, lanzó un juramento e intentó torpemente golpearlo. Kelderek dejó pasar la cosa y se limpió la mano ensangrentada en el muslo.

—¡Numiss! —gritó—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Todo terminado! ¡Eso es lo que ha ocurrido! Todo el maldito ejército beklano está allí… a millares. ¡Sácalos de allí si puedes!

Kelderek lo agarró del pescuezo.

—¿Dónde está el señor Ta-Kominion? ¡Maldito seas! ¿Dónde?

Numiss señaló con la mano.

—Allí… tirado en el camino. ¡Está listo! —Se libró de él y desapareció.

La jaula, siempre cuesta abajo, estaba ya un poco detrás de Kelderek. Este llamó a Baltis:

—¡Espera! ¡Mantenía ahí hasta que yo vuelva!

—¡No se puede! ¡Es demasiado empinado! —gritó Baltis.

—¡Ponle estacas, entonces! —contestó Kelderek por encima del hombro—. Ta-Kominion…

—Demasiado empinado, te digo, muchacho. ¡Es demasiado empinado!

Kelderek corrió hacia abajo de la colina y tuvo un atisbo de árboles y de una ladera que ascendía hacia un terreno abierto, rocoso, por el cual los hombres de Ortelga estaban avanzando en su dirección. De más lejos, firmes como un redoblar de tambores, llegaban los gritos concertados del enemigo. No habría avanzado una distancia mayor que un tiro de flecha, cuando encontró a su hombre. Ta-Kominion yacía de espaldas en el camino. Los regueros formados por la lluvia, con su resaca de ramillas y hojas, se habían detenido en torno al cuerpo, lo rodeaban como si hubiera sido un tronco caído. A su lado, frotándose las manos, estaba en cuclillas un hombre de pelo gris: Kavass el arquero. De repente Ta-Kominion pronunció algunas palabras incoherentes y se golpeó un brazo. Kelderek corrió hacia él, se arrodilló a su lado y sintió que por la garganta le subía una arcada por el olor a gangrena y putrefacción.

—¡Zelda! —gritó Ta-Kominion. La cara blanca estaba horriblemente convulsionada; tenía la forma de la calavera y parecía más espantosa por la vida que aún brillaba en los ojos. Miró fijamente a Kelderek pero ya no dijo nada.

—¡Señor! —dijo Kelderek—. Lo que me pediste está cumplido. El Señor Shardik está aquí.

—¡Sh… Sh… Shardik!

—Shardik ha vuelto, señor.

De repente un bramido más fuerte que el mismo clamor de la batalla invadió el sendero, que formaba una especie de túnel bajo los árboles. Siguió un entrechoque y un resonar de hierros, un crepitar de maderas que se quiebran, gritos de pánico y un ruido de raspones y arrastres. La voz de Baltis gritaba: «¡Dejadlo, tontos!». Luego se oía el bramido, lleno de ferocidad y furor. Kelderek se puso de pie de un salto. La jaula se había soltado y rodaba cuesta abajo, traqueteando y saltando cuando las rudimentarias ruedas se hundían en el barro y chocaban contra alguna piedra de punta. El techo se había hendido en dos y los barrotes colgaban hacia fuera, algunos raspando el suelo, otros rozando a los lados, como aspas gigantescas. Shardik se había erguido y estaba rodeado por pedazos de madera largos y astillados. La sangre le corría por un hombro y echaba espuma por la boca, golpeando los barrotes de hierro a su alrededor como los martilleros de Baltis nunca los habían golpeado. La punta de una estaca rota le había golpeado. La punta de una estaca rota le había entrado en el pescuezo y al moverse la agitaba a uno y otro lado, aullando de dolor y enojo. Con los ojos enrojecidos, lleno de espuma y de sangre, abriéndose paso con la cabeza entre las ramas más bajas de los árboles, que se cruzaban sobre el camino, se lanzó a la batalla como un animal-dios del apocalipsis. Kelderek tuvo tiempo de arrojarse sobre la orilla. La jaula pasó atronando a su lado, rechinando, sobre el mismo lugar en que él se había arrodillado, y tres de las ruedas, gruesas como el brazo de un hombre, pasaron por encima del cuerpo de Ta-Kominion, abriendo un canal sanguinolento entre la ropa, la carne y el hueso. La jaula siguió adelante, internándose entre los fugitivos de Ortelga como un carro demoníaco hasta que, al golpear de frente contra el tronco de un árbol, se ladeó y se hizo pedazos. Por unos instantes Shardik, tirado de espaldas, pataleó y se debatió buscando un punto de apoyo. Luego se puso de pie y, con la punta de la estaca todavía metida en el pescuezo, se abrió paso entre los árboles y marchó hacia el campo de batalla.