21
Los pasos de Guelt

El incendio de Guelt no formaba parte de las intenciones de Ta-Kominion. Y tampoco pudo él descubrir al responsable, pues cada uno de los barones alegaba desconocer la forma y el lugar en que se había iniciado el fuego. Ta-Kominion, con sus hombres de confianza, había llegado a la desdichada plazuela en el centro de la ciudad y se había encontrado con que dos de los lados ya estaban tomados por las llamas y que el cadáver del jefe yacía en el suelo con una espada clavada en la espalda, mientras una multitud de ortelganos se entregaba al saqueo y a la bebida. Él y Zelda, con un grupo de los hombres mejores, lograron imponer cierto orden y —como no había agua en el lugar, salvo la que podía extraerse de dos pozos y un arroyito de montaña, muy disminuido— pararon el fuego echando abajo las cabañas que daban al viento y sacando los postes de madera y la paja. Fue Zelda quien señaló que, a cualquier costo, había que impedir que ningún aldeano bajara a llevar las noticias a la llanura.

Ta-Kominion se sentó en un banco de una de las tenebrosas cabañas, llenas de moscas que zumbaban, tratando de convencer a cuatro o cinco ancianos de la ciudad, asustados y mudos, de que no quería hacerles ningún daño. De cuando en cuando se interrumpía, fruncía el ceño y luchaba con las palabras mientras las paredes se bamboleaban ante sus ojos y los ruidos que llegaban de afuera aumentaban y asaltaban sus oídos como conversaciones oídas detrás de una puerta que continuamente se abre y se cierra Iba de un lado a otro, con la sensación de que tenía el cuerpo envuelto en cueros de vaca endurecidos. El antebrazo herido palpitaba y tenía una hinchazón blanda en la axila. Al abrir los ojos veía las caras de los viejos con la mirada clavada en él, una mirada llena de curiosidad cautelosa.

Habló del Señor Shardik, del destino revelado de Ortelga y de la inevitable derrota de Bekla, vio la incredulidad embotada y el miedo a las represalias y a la muerte, que ellos no podían arrancar de sus ojos. Por último, uno de ellos, tal vez más inteligente que los otros y que había estado calculando el probable efecto de lo que se le había ocurrido decir, contestó que el ejército de patrullaje del Norte, dirigido por el general Santil-ke-Erketlis debía estar cruzando en éstos momentos la llanura en su recorrido de las tierras de Kabin y más allá. ¿Tenía el joven señor intenciones de atacar a ese ejército o trataría de evitarlo? En cualquier caso, lo mejor, a su modo de ver, era no quedarse en Guelt, pues las lluvias eran inminentes y aun si no lo fueran —y se interrumpió, como dando a entender que él era un hombre que conocía su lugar y no tenía la presunción de dar consejos al jefe de un ejército tan magnífico.

Ta-Kominion, gravemente, le dio las gracias, fingiendo no darse cuenta que a ellos no podía importarles mucho que él fuera hacia adelante o hacia atrás, siempre que se fuera de Guelt. Probablemente los ancianos habían supuesto que él sólo intentaba saquear una o dos aldeas de la llanura e irse de vuelta a los montes con su botín —armas, ganado y mujeres— a salvo de persecuciones por la llegada de las lluvias.

Sin embargo, en un principio, Ta-Kominion no había tenido más intención que la de ir al encuentro de las fuerzas enemigas y destruirlas, por poderosas que fueran, si se interponían en el camino que llevaba a Bekla. Sus seguidores, él lo sabía, no se iban a contentar con nada menos. Tenían la intención de pelear sin demoras, pues sabían que no podían ser derrotados. Shardik mismo ya les había mostrado lo que ocurría a sus enemigos, y para Shardik no podía haber diferencia si sus enemigos eran barones traidores de Ortelga o soldados patrulleros de Bekla.

La idea de la existencia del ejército de Bekla, con el cual el astuto anciano de Guelt había intentado inquietarlo, llenó a Ta-Kominion de una alegría intensa y salvaje, devolviéndole la fuerza de voluntad necesaria para movilizar su cuerpo enfermo y su mente afiebrada.

Ni por un momento se le ocurrió decidir si debía pelear o no. El Señor Shardik y él mismo ya habían decidido ese punto. Pero sobre él, como general de Shardik, caía la responsabilidad de elegir el cuándo y el dónde. Incluso esto no le llevó mucho tiempo, pues todos sus pensamientos llevaban a la única conclusión: había que marchar directamente sobre Bekla y luchar con el enemigo en cualquier punto de la llanura abierta en donde apareciera. Apenas había alimentos disponibles en Guelt, y los acontecimientos de la tarde le habían demostrado hasta qué punto era dudoso el ascendiente que él tenía sobre sus hombres. Las lluvias podían sobrevenir en cualquier instante, y pese al cordón de Zelda las noticias de que Guelt había caído en manos de los ortelganos no podía seguir mucho tiempo en secreto. Más inmediato que todo esto, porque era algo que sentía dentro de su propio cuerpo, estaba el conocimiento de que muy pronto él iba a ser incapaz de dirigir un ejército. Una vez ganada la batalla su enfermedad ya no importaba, pero el colapso antes de la lucha habría influido inquietud entre los hombres y miedo supersticioso. Por otra parte, él sólo debía dirigir la batalla. De otro modo, ¿cómo iba a llegar a ser el dueño de Bekla?

¿En dónde estaba el ejército de Bekla y cuándo iba a ser posible enfrentarlo? Muy probablemente podía esperar un encuentro en la llanura no después de pasado mañana. Este debía ser su plan. No podía trazar ninguno mejor: sólo podía ofrecer al Señor Shardik su valor y su celo para que él hiciera el uso de ellos que quisiera. En cuanto a Shardik, a él correspondía demorar las lluvias y ponerlas en el camino del ejército de Bekla.

¿En dónde estaba Shardik y qué había logrado Kelderek —si había logrado algo— desde que lo había dejado? No había vuelta que darle: el tipo era un cobarde. Pero la cosa no importaba si él podía de algún modo u otro llevar el oso hasta el ejército antes de la lucha Si ganaban —y tenían que ganar— si llegaban a tomar a la misma Bekla… ¿cuál habría de ser entonces la posición de Kelderek? Y la Tuguinda —esta mujer inoperante pero molesta, que él había mandado de vuelta a Quiso con custodia— ¿qué se iba a hacer con ella? No podía haber ninguna autoridad que no reconociera la suya, la de Ta-Kominion. ¿Librarse de los dos, tal vez, y modificar también de algún modo el culto de Shardik? Más adelante habría tiempo de decidir estas cosas. Lo que importaba ahora era la batalla inminente.

De repente se sintió mareado y se sentó sobre los restos de una cabaña incendiada para recobrarse.

Se puso de pie, se recostó un poco contra el poste de la puerta, todavía levantado, hasta que el mareo pasó y pudo volver a la cabaña. Los ancianos se habían ido. Llamó a Numiss y le dio un breve mensaje que debía llevar a Kelderek, subrayando que esperaba la lucha para dentro de dos días. En cuanto se cercioró que el hombre había aprendido de memoria sus palabras, le pidió a Zelda que le preparara un salvoconducto y se echó a dormir, dando órdenes de que todos estuvieran listos para continuar la marcha al amanecer del día siguiente.

Tuvo un sueño pesado, que no fue perturbado por el saqueo, las violaciones y la borrachera general que reinaron de nuevo al caer la noche y continuaron sin freno, ya que ni uno solo de los barones quiso arriesgarse a intentar parar la cosa Cuando finalmente se despertó, se dio cuenta en seguida no sólo que estaba enfermo, sino que estaba peor de lo que nunca había estado en su vida El brazo estaba tan hinchado que el vendaje le cortaba la carne, pero le pareció que no tenía fuerzas para aflojarlo. Los dientes le castañeteaban y tenía la garganta tan seca que casi no podía tragar; al incorporarse sintió detrás de los ojos un dolor palpitante. Se levantó y se arrastró hasta la puerta. Ráfagas de aire cálido soplaban del Oeste y el cielo estaba cubierto de nubes bajas.

El ejército sólo se puso en marcha una hora antes de mediodía. El ritmo de la marcha era lento; algunos soldados estaban atiborrados con lo que habían podido saquear —cacerolas, zapapicos, taburetes—, posesiones lamentables, sin valor, de gente más pobre que ellos. Muchos avanzaban con puntadas en la cabeza y ardor en el estómago. Ta-Kominion, incapaz ya de disimular su enfermedad, deambulaba en medio de un sueño confuso y perturbado. Apenas recordaba lo que había ocurrido esa mañana o lo que había hecho para poner a los hombres de pie. Podía recordar la vuelta de Numiss con el informe de que Shardik había sido narcotizado al precio de la vida de una sacerdotisa. Kelderek, decía el mensaje, esperaba alcanzarlos al anochecer. El último anochecer, pensaba Ta-Kominion, antes de que el ejército de Bekla sea destruido. Cuando la cosa estuviera hecha, él iba a descansar.

El angosto camino serpenteaba entre los despeñaderos boscosos, protegidos del viento, contra paredes de roca con helechos pardos, mustios por la falta de lluvia.

La horda informe recorrió más de tres kilómetros del camino y no había manera de trasmitir las órdenes, salvo oralmente. Sin embargo, dos o tres horas después de mediodía, cuando ya estaba debajo de las brumas y las colinas más altas, se produjo un alto sin que se diera ninguna orden, y las varias divisiones y compañías que habían venido a reunirse con la vanguardia se disolvieron y descansaron en el claro de un bosque. Ta-Kominion cojeaba entre los hombres, charlando y chanceando con ellos como en medio de un trance, menos para alentados que para dejarse ver y saber por sí mismo en qué estado de ánimo estaban. Ahora que habían dejado atrás las zonas solitarias que los perturbaban y los inquietaban, el entusiasmo estaba volviendo y parecían tan dispuestos como siempre a dar batalla. Sin embargo Ta-Kominion, que siendo un adolescente de diecisiete años había luchado junto a Bal-ka-Trazet en Clenderzard y tres años después había dirigido la compañía local que su padre había mandado a Yelda para luchar en las guerras de los esclavos. Podía apreciar hasta qué punto era bisoño y poco maduro ser un punto a favor, pues en las primeras batallas los hombres gastan lo que ya no pueden recobrar más, de tal modo que esa batalla, incluso para aquellos para quienes no será la última, puede ser muy bien la mejor. Pero el precio que hay que pagar por este fervor poco experimentado suele ser muy grande. De tropas como éstas puede esperarse muy poco en lo que se refiere a movimientos disciplinados o firmeza bajo el ataque. La mejor manera de utilizar esta cualidad en bruto, no fogueada, consistía en llevarlos rápidamente a la llanura y dejarlos atacar al enemigo con todas sus fuerzas y en terreno abierto.

Tuvo un espasmo y los árboles que tenía ante sus ojos se disolvieron en círculos de color amarillo, verde y pardo, que giraban.

Alguien le estaba hablando. Abrió los ojos una vez más y levantó la cabeza. Era Kavass, el arquero de su padre, un hombre sencillo y decente que le había enseñado a usar el arco de niño. Con él había cuatro o cinco compañeros que —así le pareció a Ta-Kominion— habían logrado que viniera Kavass y le pidiera al comandante que resolviera un diferendo que había surgido entre ellos. El arquero, que era un hombre alto, tan alto como él, lo miraba con comprensión respetuosa y piedad. Como respuesta, él tuvo una mueca y se forzó a sonreír agriamente.

—¿Un poco de fiebre, señor, no? —dijo Kavass deferentemente. Todo en esté hombre, su manera de pararse, su aspecto y el sonido de su voz, tendía a confirmar a Ta-Kominion en su puesto de jefe y al mismo tiempo subrayaba la humanidad común.

—Así parece, Kavass —contestó. Sus propias palabras resonaron dentro de la cabeza, pero no hubiera podido decir si estaba hablando a gritos o en voz baja—. Ya pasará. —Apretando los dientes para evitar el castañeteo no pudo oír lo que Kavass le respondió, y ya se daba vuelta cuando advirtió que todos estaban esperando su respuesta. Guardó silencio, pero miró fijamente a Kavass, como esperando que añadiera algo más. Kavass pareció confundido.

—Bueno, lo que quise decir, señor… y con todo respeto, por supuesto… Cuando él salió a la orilla esa mañana y tú estabas con él, y te dijo que iba a aparecer de nuevo… que iba a estar aquí para asegurar que ganáramos la batalla —dijo Kavass.

Ta-Kominion continúo con la mirada clavada en él, adivinando el sentido de lo que decía. Los hombres se sintieron incómodos.

—No tiene nada que ver con nosotros —murmuró uno de ellos—. Esto no tiene nada que ver con nosotros.

—Bueno, la cosa es así, señor —siguió diciendo Kavass—. Yo fui uno de los primeros que estuvo a tu lado esa mañana, y cuando el Señor Shardik se fue al agua, tú nos dijiste que él sabía, que Ortelga estaba prácticamente tomada, y se fue a Ortelga… tal vez para mostrarnos el camino. Lo que los muchachos se preguntaban, señor, era si él iba a estar allí para hacer que ganáramos cuando nos presentáramos…

—Tenemos que ganar, ¿no es así, señor? —dijo otro de los hombres—. Es la voluntad de Shardik… la voluntad de Dios.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó un cuarto, un tipo receloso, de aire escéptico, con dientes ennegrecidos, que escupió al suelo. ¿Crees que un oso puede hablar? ¿Un oso que habla?

—No a ti —contestó Kavass con desdén—. Claro que no habla a sujetos como tú… o como yo, ¿para qué negarlo? Lo que dije es que el Señor Shardik dijo que íbamos a marchar sobre Bekla y que él mismo iba a estar allí. Así que es claro que habrá de aparecer cuando demos la batalla Si no confías en el Señor Shardik, ¿por qué estás aquí?

—Bueno, todo es según se vea… ¿no es así? —dijo el hombre de los dientes ennegrecidos—. Puede estar ahí y puede muy bien no estar. Todo lo que yo digo es que Bekla es un lugar duro de pelar. Hay soldados…

—¡Silencio! —gritó Ta-Kominion. Avanzó hacia el hombre tan firmemente como pudo, le asió la barbilla con una mano y le levantó la cabeza, tratando de fijar la mirada en la cara de él—. ¡Imbécil blasfemo! El Señor Shardik te puede oír… ¡Y también te puede ver! Pero tú… tú no lo verás hasta que llegue el tiempo indicado, porque él quiere probar tu fe.

El hombre, que por lo menos tenía veinte años más que Ta-Kominion, lo miró con aire enfurruñado, sin decir una palabra.

—Puedes estar seguro de esto —dijo Ta-Kominion con una voz que podía ser oída por todos los que estaban cerca—. El Señor Shardik quiere pelear por aquellos que confían en él. Y habrá de aparecer cuando ellos peleen… ¡se mostrará a aquellos que lo merezcan! Pero no a quienes hacen de su Dios una pulga.

Al alejarse pesadamente se preguntó de nuevo cuánto tiempo necesitaría Kelderek para alcanzarlos. Si Kelderek no alcanzaba al ejército, él iba a tener que enviar a Zelda de vuelta para que lo viera y le hablara. En cuanto a él, ya no podía seguir mucho tiempo sin descansar. Tenía que echarse al suelo y dormir. Pero si lo hacía, ¿podría levantarse de nuevo?

Se reanudó la marcha. El ejército prosiguió el camino a través del bosque y la ladera de más allá. Ta-Kominion ocupó un lugar en la parte media de la columna, pues sabía que si se ponía en la retaguardia no iba a poder seguirlos. Por un rato se apoyó en el brazo se Numiss hasta que, al darse cuenta que el pobre hombre estaba exhausto, mandó buscar a Kavass para reemplazarlo.

Siguieron avanzando en la tarde bochornosa que se oscurecía. Ta-Kominion trataba de calcular a qué distancia por delante estaría la vanguardia. Hasta la llanura no debía haber más que unas pocas millas. Lo mejor habría sido enviar un mensajero a decirles que se detuvieran en cuanto la alcanzaran. En el momento en que iba a llamar al hombre que tenía más próximo resbaló, se torció un brazo y el dolor casi lo hizo caer al suelo. Kavass lo ayudó a levantarse.

—No voy a llegar, Kavass —murmuró.

—No te preocupes, señor —contestó Kavass—. Después de lo que dijiste a los muchachos, ellos van a pelear bien de todos modos, aunque tú tengas que quedarte sentado. La cosa ha estado dando vueltas, señor, la cosa que dijiste cuando estabas allá. La mayoría de ellos nunca vio al Señor Shardik cuando él vino a Ortelga, y quieren pelear para estar allí cuando él aparezca. Saben que él va a venir. De modo que, aunque tú tengas que descansar un poco…

De repente llegó a los oídos de Ta-Kominion un clamor confuso y distante, los gritos familiares, guturales, de los ortelganos y, claramente perceptibles, a intervalos rítmicos, el sonido más alto y claro de otras voces que gritaban al unísono.

Ta-Kominion se dio cuenta ahora que estaba delirante, pues era evidente que ya no podía distinguir la realidad de las alucinaciones. Pero también Kavass parecía escuchar.

—¿Puedes oír eso, Kavass? —preguntó.

—Sí, señor. Parece que hay lío. Parte de ese ruido no es de los nuestros, señor.

La conmoción estaba invadiendo la columna. Los hombres empezaban a correr colina abajo, mirando hacia atrás y gritando a los que estaban a la zaga. Kavass se arrojó sobre un hombre que corría, lo detuvo a la fuerza, lo sujetó cuando se debatía, lo tiró a un lado y volvió junto a Ta-Kominion.

—No puedo entender qué pasa, señor, pero allí abajo hay algo así como una pelea, o por lo menos es lo que me ha dicho.

—¿Pelea? —repitió Ta-Kominion. Por unos instantes no pudo entender qué significaba esa palabra. Tenía la visión nublada y, con ella, la curiosa sensación de que los ojos se le habían derretido y le goteaban por la cara, pese a que aún conservaba, aunque de modo fragmentario, el poder de la vista. Se llevó la mano a la cara para secarse el líquido que corría. Sin duda ya no podía ver más. Kavass estaba gritando a su lado.

—¡La lluvia, señor, la lluvia!

Realmente era lluvia lo que le cubría las manos, le nublaba los ojos y llenaba los bosques con los sonidos sibilantes, como de hojas, que él había creído que provenían del centro de su cabeza. Marchó hacia el medio del camino y trató de descubrir por sí mismo lo que estaba ocurriendo al pie de la colina.

—¡Ayúdame a bajar hasta allá, Kavass! —gritó.

—Firme, señor, firme —dijo el arquero, tomándolo del brazo.

—¡Qué firme ni que…! —gritó Ta-Kominion—. Los que están allí abajo son de Bekla ¡y los idiotas nuestros los están atacando de a uno, sin esperar siquiera a que se desplieguen! ¿En dónde está Kelderek? ¡Las lluvias… esa maldita sacerdotisa… ojalá reviente… nos ha echado una maldición! ¡Ayúdame a bajar!

—Firme, señor —repitió el hombre, sosteniéndolo. Saltando, tropezando, arrastrándose, Ta-Kominion bajó el empinado camino, mientras el clamor resonaba cada vez más fuerte en sus oídos y empezaba a discernir el entrechoque de las armas, los gritos de los guerreros y los aullidos de los heridos.

De repente Zelda apareció entre las hojas, llamó a los soldados que estaban a su alrededor y señaló el campo abierto con su espada. Ta-Kominion gritó y trató de correr hacia él. Al hacerlo, sintió en el cuerpo un brusco tirón, seguido por una especie de derrame interno. Se llevó un tronco de árbol por delante y cayó con todo su peso sobre el camino. Al rodar se dio cuenta que ya no iba a poder levantarse, que nunca más se iba a levantar.

El rostro de Zelda apareció por encima de él, mirándolo y goteándole agua de lluvia en la cara.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ta-Kominion.

—Los beklanos —contestó Zelda— son menos que nosotros, pero no se arriesgan. Tienen el terreno a favor y no hacen más que mantenerse y cerrarnos el camino.

—¡Malditos sean! ¿Cómo llegaron aquí? Óyeme… todos tienen que atacar al mismo tiempo.

—¡Sí, si pudieran! No hay orden… nos lanzamos contra ellos en cuanto se muestran… cuando aparecen.

—Reúnelos… todos de vuelta… bajo los árboles… que formen de nuevo… ataca de nuevo —tartamudeó Ta-Kominion, articulando con un enorme esfuerzo las palabras. Su mente se hundía en una niebla. No le sorprendió encontrarse con que ya Zelda se había ido y estaba de nuevo frente a la Tuguinda en el camino a Guelt. Ella no decía nada y tenía un aire sumiso: sus muñecas estaban atadas con una venda empapada y mugrienta.

—¡Maldita! —gritó Ta-Kominion—. ¡Te estrangularé! —Se arrancó la venda y la herida profunda y supurante que tenía en el brazo derecho, y que durante más de dos días había estado segregando veneno y metiéndoselo en el cuerpo, quedó abierta sobre el polvo salpicado de lluvia del sendero en donde yacía. Por un momento irguió la cabeza, luego se dejó caer, abrió los ojos y gritó:

—¡Zelda!

Pero quien estaba a su lado era Kelderek, que se agachaba sobre él.