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Guelt-Ethlin

Sin duda no podía pasar más de un día —dos días como máximo— pensó Guelt-Ethlin, sin que estallaran las lluvias. Durante horas los truenos se habían vuelto cada vez más oprimentes y ráfagas cada vez más fuertes de viento cálido lanzaban polvaredas que se arremolinaban sobre la llanura de Bekla. Santil-ke-Erketlis, comandante del ejército patrullero del Norte, que se había sentido indispuesto por el calor, había abandonado la columna dos días antes y había vuelto a la capital por el camino directo del Sur, confiando a Guel-Ethlin, su segundo lugarteniente, la tarea de completar la marcha del ejército hasta Kabin de las Aguas a través de Tonilda y desde allí por el Oeste hasta Bekla. Esta excursión era algo muy serio, había que reparar una fortificación en un punto, algunos impuestos que cobrar en otro, tal vez una o dos querellas que resolver y, por supuesto, los informes que había que oír a los espías y agentes locales. Ninguno de estos asuntos podía ser muy urgente y, ya que el ejército estaba uno o dos días atrasado, Santil-ke-Erketlis le había dicho a Guel-Ethlin que disolviera las formaciones en cuanto empezara a llover en serio y tomara el camino más directo de vuelta en cualquier parte en donde se encontrara.

Y por cierto que ya es tiempo, pensaba Guel-Ethlin, de pie junto al estandarte de mando con el emblema del halcón, mientras contemplaba el paso de la columna. Ya han marchado bastante. La mitad de ellos está en un estado lamentable. Cuando más pronto vuelvan a cuarteles de lluvia, tanto mejor. Si la fiebre de las aguas estancadas los asalta ahora, van a caer como moscas.

Miró hacia el Norte, donde la llanura terminaba en unas estribaciones que se elevaban hasta las cordilleras precipitadas y empinadas que rodeaban a Guelt. La línea del cielo, oscura y amenazadora, con nubes que ocultaban las cumbres, le parecía a Guel-Ethlin muy promisoria: era la promesa de un temprano alivio. Si tenían suerte, la tarea podía abreviarse decentemente en Kabin y con una marcha forzada, con las lluvias y la perspectiva de la vuelta a casa como aliciente, podían estar sanos y salvos en Bekla en un par de días.

Los dos ejércitos de patrullaje de Bekla, el del Norte y el Sur, por lo general permanecían todo el verano en el campo cuando aumentaban los riesgos de revueltas o, probablemente, de ataques de algún país lindero. Cada ejército realizaba dos veces una marcha más o menos semicircular de unos trescientos kilómetros a lo largo de las fronteras. A veces los destacamentos efectuaban algunas acciones contra bandidos o merodeadores, y ocasionalmente el destacamento recibía órdenes de realizar una incursión punitiva a través de la frontera para demostrar que Bekla tenía dientes y podía morder. Pero la mayoría de las veces se trataba de tareas rutinarias: entrenamiento y maniobras, trabajos de información, recolección de impuestos, escoltas de enviados o caravanas comerciales, compostura de puentes y caminos; lo más importante consistía sencillamente en dejarse ver por aquéllos que los temían un poco menos que lo que temían a las invasiones y a la anarquía. Cuando se iniciaban las lluvias el ejército del Norte volvía a invernar en Bekla, mientras que el del Sur se acuartelaba en Ikat Yeldashay, ciento veinte kilómetros al Sur. En el verano siguiente los roles de los ejércitos se intercambiaron.

Sin duda el ejército del Sur ya estaba de vuelta en Ikat, pensó Guel-Ethlin con envidia. El ejército del Sur tenía la tarea más fácil: la ruta era menos fatigosa y la estación seca resultaba menos penosa cuando se andaban más de cien kilómetros en dirección Sur. En ese momento llegó un mensajero del gobernador de Kabin, situada veinticinco kilómetros al Este. El gobernador anunciaba que estaba preocupado por la llegada de las lluvias y la retirada del ejército a Bekla antes de que éste llegara a su zona. En los últimos diez o doce días el nivel de las represas de Kabin, a las que llegaba agua por un canal a una distancia de cien kilómetros de Bekla, había bajado hasta tal punto que las paredes más bajas estaban al aire y el calor las había rajado en parte. Si se quería prevenir un desastre las obras de reparación debían iniciarse en seguida, antes de que las lluvias hicieran subir nuevamente el nivel: pero los recursos locales no permitían terminar el trabajo en uno o dos días.

Guel-Ethlin era capaz de reconocer un peligro cuando lo tenía por delante. Sin perder tiempo mandó buscar a uno de los oficiales que le inspiraban más confianza y también a un cierto capitán Han-Glat, un extranjero oriundo de Terekenalt, que sabía más que nadie, en el ejército sobre puentes, diques y movimientos del terreno. En cuanto se presentaron, él les contó lo que había ocurrido y los dejó en libertad para elegir las tropas que les parecieran más convenientes, hasta la mitad de las fuerzas totales, para efectuar una marcha sobre Kabin esa noche. Después de llegar debían ponerse sin demoras a componer la represa. El mismo, con el resto de los hombres, habría de unirse con ellos antes del anochecer del día siguiente.

Al atardecer ya habían partido: los soldados protestaban pero, al parecer, no iban a sublevarse. Hubo abundantes cojeras y el ritmo de la marcha era muy lento. De todos modos, esto era menos inquietante que la idea del estado en que iban a estar al llegar a Kabin. Sin embargo, lo probable era que Han-Glat sólo necesitara unas pocas horas para examinar la represa y decidir lo que había que hacer, y esto sólo les iba a permitir descansar un poquito.

A la mañana siguiente se levantó tan temprano que tuvo la satisfacción de poder despertar personalmente a algunos de sus oficiales. Pero el desánimo que notó en la tropa le produjo mucho menos satisfacción. Había corrido la noticia de que no sólo habría que hacer una marcha forzada sobre Kabin, con lluvias o sin ellas, sino que había muchísimo que hacer allí. Hasta las tropas más capaces tienden a tomar a mal que se les ordene realizar una tarea ardua después que se les ha hecho creer que su trabajo está virtualmente concluido.

El campamento estaba alertado, las columnas estaban preparadas ya para la marcha y los piquetes, que habían sido revistados en sus puestos y habían comido, iban a ser llamados en último término cuando el comandante de guardia se presentó con un hombre de los montes, cojeando y ensangrentado. Era poco más que un muchacho: tenía la boca abierta y miraba alrededor con ojos asombrados, llevándose todo el tiempo una mano a la boca y lamiéndose una herida de los nudillos, que sangraba.

—Traigan al muchacho aquí —dijo Guel-Ethlin.

El joven se había recobrado y hablaba con dignidad. La historia era convincente. Decía que un enorme oso había aparecido en Ortelga probablemente Huyendo del incendio que había estallado más allá del Telthearna. Los isleños creían que esta aparición anunciaba el cumplimiento de una profecía según la cuál Bekla iba a caer un día ante el ejército invencible de la isla, y había provocado una sublevación dirigida por uno de los barones jóvenes. En medio de ésta, el gobernante previo y otros habían sido liquidados o desterrados. Guel-Ethlin se dio cuenta que esto, si era cierto, podía explicar la interrupción de la corriente normal de informaciones que llegaba al ejército de Bekla. En la tarde de ayer, decía el joven, los ortelganos se habían presentado repentinamente en Guelt, lo habían incendiado y habían asesinado al jefe antes de que éste pudiera organizar la defensa de la ciudad. Fanáticos e indisciplinados, habían arrasado el lugar y, al parecer, subyugado totalmente a la población. Muchos ciudadanos, al ver destruidos sus hogares y medios de vida, se habían pasado al ejército invasor por no tener nada mejor que hacer. Sin duda, decía el joven, no podía haber hombres más dispuestos que los ortelganos a labrar la ruina de Guelt. Ellos creían que el oso encamaba el poder de Dios, que marchaba junto con ellos, invisible, noche y día, que podía aparecer y desaparecer a voluntad y que, a su debido tiempo, iba a destruir a sus enemigos como un incendio quema las parvas. Siguiendo las órdenes del joven jefe —que era sin duda valiente y capaz, aunque estaba enfermo, al parecer— habían puesto un cerco de centinelas en tomo a Guelt para impedir que corrieran las noticias. El joven, sin embargo, había trepado a un precipicio empinado por la noche, trabajo que sólo había tenido que pagar con una mano malamente herida y, enterado de la existencia de los pasos, había hecho treinta kilómetros en seis horas, durante la noche y hasta el romper del día.

—¡Qué broma tan pesada! —dijo Guel-Ethlin—. ¿Por dónde cree él que pueden llegar y cuándo?

El joven creía, al parecer, que iban a llegar por el camino más directo y a la brevedad posible. Lo cierto es que era probable que ya hubieran iniciado la marcha. Dejando de lado las ganas de pelear, tenían pocos alimentos: no había virtualmente en Guelt alimentos disponibles. Tenían que pelear sin demora o iban a verse forzados a dispersarse en busca de abastecimientos.

Guel-Ethlin asintió con la cabeza. Esto estaba de acuerdo con todas sus experiencias de rebeldes y campesinos sublevados. O peleaban en seguida o todo se desmoronaba.

—No me parece que puedan ir muy lejos —dijo Balaklesh, que tenía a su cargo el contingente lapano—. ¿Por qué no seguimos nuestra marcha hasta Kabin y dejamos que se deshagan en medio de las lluvias?

Como suele ocurrir, el mal consejo aclaró inmediatamente la mente de Guel-Ethlin y le hizo ver lo que había que hacer.

—No: eso no. Van a merodear durante meses. Grupos de bandoleros dedicados a asesinar y a saquear. Ninguna aldea va a estar segura Y finalmente habría que formar otro ejército para combatirlos. ¿Creéis todos que lo que este muchacho dice es verdad? Todos asintieron.

—Entonces tenemos que destruirlos inmediatamente, o las aldeas van a decir que un ejército de Bekla no cumplió con su deber. Y debemos alcanzarlos antes de que bajen al camino de Guelt que lleva a la llanura, en parte para impedir el saqueo y en parte porque, una vez que estén en la llanura, podrán ir a cualquier lado. Podríamos perderles el rastro y los hombres no están en condiciones de perseguirlos de un lado para otro. Tenemos menos tiempo ahora que antes, cuando pensábamos ir a Kabin. Kapparah: mantente cerca del jovencito. Lo vamos a necesitar como guía. Retiraos ahora y decid a vuestros hombres que debemos llegar esta tarde a los montes. Balaklesh: elige un centenar de lanceros de confianza y parte en seguida. Búscanos una buena posición defensiva al pie de las colinas. Mándanos un guía de vuelta y luego sigue adelante y trata de averiguar qué están haciendo los ortelganos.

Al cabo de una hora el cielo estaba cubierto de un horizonte al otro y el viento del Oeste soplaba sin parar. El polvo rojo se metía en los ojos, las orejas y las narices de los soldados, debajo de sus ropas, se mezclaba ásperamente con el sudor de sus cuerpos. Avanzaban tapándose las bocas y las narices con pedazos de tela o de cuero, refregándose todo el tiempo los ojos al no poder ver los montes que tenían por delante; cada compañía seguía a la delantera a través del polvo espeso que se inmiscuía por todos lados. Guel-Ethlin marchaba detrás de la columna, sobre el lado izquierdo, y desde aquí podía vigilar a los que tendían a apartarse y mantenerlos en cierto orden. El ritmo de la marcha decreció y sólo tres horas después del mediodía la compañía de vanguardia alcanzó el borde la llanura y, luego de hacer reconocimientos en un radio corto, encontró el camino que llevaba a Guelt, que serpenteaba entre los montecitos de mirtos y cipreses de las pendientes inferiores.

Después de haber andado un rato, llegaron a un desfiladero angosto donde los esperaban dos oficiales de la vanguardia Balaklesh, según informaron los oficiales, había encontrado una excelente posición defensiva a una distancia de unos dos mil metros por delante, más allá de la desembocadura del desfiladero, y sus exploradores ya estaban allí desde hacía más de una hora. Guel-Ethlin prosiguió la marcha para reunirse con él y ver por sus propios ojos la posición. Era más o menos lo que él había estado pensando: una meseta alta de ochocientos metros de ancho, con algunas características favorables para tropas disciplinadas, capaces de mantener las formaciones y defender el terreno. Por delante, hacia el Norte, el camino hacía una brusca curva hacia abajo, a lo largo de un recodo boscoso. Del lado derecho había una floresta espesa y, a la izquierda, un precipicio. Al pie del recodo el terreno se abría y se elevaba un poco, entre peñascos y matorrales, hasta llegar a una cresta sobre la cual pasaba el camino antes de internarse en el desfiladero. Balaklesh había elegido bien. Contando con los peñascos como puntos defensivos naturales y la pendiente a favor de ellas las tropas que estuvieran en posición podían distribuirse convenientemente e iba a ser extremadamente difícil para el enemigo abrirse camino hasta la cresta. Y, sin embargo, a menos que lo lograran, no podían contar con proseguir la marcha hasta la llanura.

Bajo las nubes que seguían espesándose y los vahos más cercanos que circulaban, envolviéndolos, esperaron durante la tarde bochornosa y crepuscular. De cuando en cuando se oían truenos y en una ocasión un rayo cayó en el abismo a poca distancia, trazando una línea larga y roja sobre la roca gris. De algún modo los hombres habían husmeado al oso mágico. Los lanceros de Yeldashay ya habían compuesto una balada sobre sus hazañas hiperbólicas (y cada vez más subidas de color); y del otro lado de las líneas algún bufón del regimiento había aprovechado la ocasión para meterse dentro de una vieja piel de vaca y empezar a dar mugidos, con cabezas de flecha, imitando garras, en las puntas de los dedos.

Finalmente Guel-Ethlin, desde su puesto de comando en la mitad de la ladera, divisó los exploradores, que volvían monte abajo entre los árboles. Balaklesh corrió y lo alcanzó sin demora Según dijo, se habían puesto muy pronto en contacto con la gente de Ortelga, que avanzaba tan velozmente que ellos mismos, ya cansados, apenas habían podido llegar antes. Mientras hablaba Guel-Ethlin y sus hombres pudieron oír, proveniente de los bosques más arriba, el rumor creciente y el tumulto de la muchedumbre que se acercaba. Después de decir una última palabra sobre la suprema importancia de no romper filas hasta no oír órdenes, Guel-Ethlin mandó sus oficiales a que ocuparan posiciones.

Mientras esperaba, oyó que unas gotas de lluvia le golpeaban el casco, aunque al principio no sintió nada en su mano tendida. Luego, una gasa ondulante de lluvia, que llenaba toda la distancia, envolvió el linde del desfiladero desde la izquierda. Un momento más tarde la visión de las zonas bajas se enturbió y una especie de suspiro ronco se elevó desde las filas de soldados a cada lado. Guel-Ethlin avanzó una media docena de pasos, como si quisiera ver más claro a través de la cortina moviente de lluvia. Al hacerlo, una banda de hombres desgreñados, de aspecto semi-salvaje y pertrechados con diversas armas, empezó a dar vuelta desordenadamente el recodo del camino más abajo y quedó absolutamente inmóvil al ver el ejército de Bekla en frente.