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Mensajeros nocturnos

Terminar de construir la jaula llevó todo un día, si se puede decir que estaba terminada. Al escuchar las órdenes, el maestro maderero, Baltis, se había encogido de hombros y no había hecho caso de Kelderek, que le había sido descrito como un joven modesto, sin familia, bienes, ni oficio, pues a sus ojos la caza no era un oficio. El y sus hombres, provistos de excelentes instrumentos de propia fabricación, habían supuesto que iban a participar en el saqueo de Bekla, o por lo menos en el de Guelt, y tomaron muy a mal que se los sacara del montón para asignarles tareas rutinarias. Kelderek, después de haber intentado en vano hacerle entender al corpulento maderero la importancia fundamental de lo que le pedía, tuvo que acudir a Ta-Kominion, a quien alcanzó en el momento en que se movilizaba con la vanguardia. Ta-Kominion, lanzando juramentos de impaciencia, lo hizo comparecer a Baltis ante un árbol del que colgaba el cuerpo de Fassel-Hasta y le aseguró que, si la jaula no estaba terminada al anochecer, también él iba a colgar del árbol. Estas eran palabras que Baltis podía entender. Inmediatamente solicitó el doble del número de hombres que esperaba que le concedieran. Ta-Kominion, que estaba demasiado apurado para discutir, le concedió cincuenta, que incluían dos sogueros, tres constructores de carretas y cinco carpinteros. En el momento en que el ejército daba vuelta al valle, en la mañana húmeda y calurosa, Kelderek y Baltis se pusieron a trabajar.

Se enviaron mensajeros a Ortelga y antes de mediodía todo el combustible almacenado en la isla, buena parte de las provisiones de madera aserrada y hasta el último trozo de hierro forjado habían sido llevados al campamento por mujeres y niños. Baltis puso a sus hombres a trabajar en tres ejes y en todos los barrotes de hierro que consiguió. Mientras tanto los carpinteros y los constructores de carretas, fabricaron una sólida plataforma de planchas trabadas, que levantaron con poleas y afirmaron sobre seis ruedas sin radios, todas de madera entera hasta el borde.

—El techo también habrá que hacerlo de madera —dijo Baltis, mirando los soportes que sobresalían de las planchas en una y otra dirección, como una camada de juncos—. No tenemos más hierro, joven, y no se puede conseguir, de modo que lo mejor es no preocuparse.

—Un techo de madera se va a hacer pedazos —dijo el maestro carpintero—. No va a aguantar al oso, si a éste se le ocurre romperlo.

—No es trabajo que pueda hacerse en un día —gruñó Baltis—. No; ni en tres.

—¿Cómo van a meter al oso dentro de la jaula? —preguntó el carpintero.

—¡Ah… eso es más de lo que sabemos! …

—Estás aquí para obedecer al señor Ta-Kominion —dijo Kelderek—. La voluntad de Dios es que el Señor Shardik habrá de conquistar a Bekla: es algo que habrás de ver con tus propios ojos. Haz de madera el techo, si así debe ser, y sujeta la jaula con cuerdas bien firmes.

El trabajo se concluyó en término a la luz de las antorchas y Kelderek, cuando dio la venia a los hombres para que fueran a comer, se quedó solo con Sheldra y Neelith, escudriñado y probando, pateando las ruedas, toqueteando los ejes y tanteando cada uno de los barrotes puestos de lado para cerrar con ellos el fondo abierto.

—¿Cómo va a salir de la jaula, señor? —preguntó Neelith—. ¿No hay puerta?

—No tenemos tiempo de hacer una puerta —contestó Kelderek—. Cuando llegue la hora de soltarlo, se nos indicará la manera.

—Habrá que mantenerlo anestesiado, señor, el mayor tiempo posible —dijo Sheldra—. Porque ni esta jaula ni ninguna otra podrá retener al Señor Shardik si la cosa no es de su agrado.

—Lo sé —dijo Kelderek—. Tal vez debimos haber hecho un carro para llevarlo. ¡Si por lo menos supiéramos en dónde está!

Se interrumpió al ver a Zilthé, que se acercaba cojeando a la luz de las antorchas. La muchacha se llevó la mano a la frente y se echó al suelo.

—Perdóname, señor —dijo quitándose el arco del hombro y poniéndolo al lado—. Hemos estado siguiendo todo el día al Señor Shardik y estoy muy cansada. Más de miedo que de otra cosa. Se alejó mucho…

—¿En dónde está? —dijo Kelderek, interrumpiendo.

—Señor, está durmiendo en el linde de la selva, a menos de una hora de aquí.

—¡Dios sea loado! —exclamó Kelderek, golpeando las manos—. ¡Yo sabía que era Su voluntad!

—¡No hay duda, es la voluntad de Dios! —dijo Kelderek—. Y todo lo que hemos hecho es justo. ¿Dónde está Rantzay ahora?

—No lo sé, señor —dijo Zilthé casi llorando—. Nito nos dijo que debíamos seguir al Señor Shardik y que Rantzay nos iba a alcanzar. Pero no nos alcanzó y hace ya muchas horas que no la vemos.

Kelderek se disponía ya á enviar a Sheldra al valle cuando oyó que el centinela gritaba y alguien le contestaba más lejos en el camino. Después de una pausa apareció Numiss. También estaba agotado y, sin pedir permiso a Kelderek, se echó al suelo.

Vengo de más allá de Guelt —dijo—. Tomamos Guelt sin dificultades. Lo incendiamos. No hubo mucho que pelear, pero matamos al jefe y los otros accedieron a hacer lo que ordenara el señor Ta-Kominion. Habló a solas con algunos de ellos y supongo que les preguntó qué sabían sobre Bekla, cómo llegar hasta allí y todo el resto. De todos modos, como haya sido…

—Si te dio un mensaje, repítelo —dijo Kelderek severamente—. No me interesa lo que has oído o lo que supones.

—Este es el mensaje, señor: «Espero que lucharemos pasado mañana. Las lluvias no pueden demorarse y las horas son más valiosas que las estrellas. Trae al Señor Shardik a cualquier costo».

Kelderek dio un salto y se puso a dar vueltas en tomo a la jaula, mordiéndose los labios y golpeando con el puño cerrado la palma de la otra mano. Finalmente, recobrándose, le dijo a Sheldra que fuera a buscar a Rantzay y, si Shardik había tomado ya la droga, que trajera en seguida las noticias. Luego, recogiendo algunas ramas para encender un fuego, se sentó junto a la jaula con Numiss y dos de las muchachas, a la espera de noticias.

Cuando finalmente Zilthé se paró y le puso una mano en el hombro, él no había oído nada. Se dio vuelta para mirarla y ella lo contempló conteniendo el aliento, con la cara a medias iluminada por el fuego, a medias en sombras. También él escuchó, pero sólo oyó las llamas, las ráfagas bruscas de viento y la de tos de un hombre en algún punto del campamento detrás de ellos. Meneó la cabeza pero ella asintió con aire de saber, se puso de pie y le hizo señas para que la siguiera por el camino. Mientras Neelith y Numiss los contemplaban, se internaron en lo oscuro, pero sólo habían avanzado unos pasos cuando ella se detuvo, hizo una bocina con las manos y llamó: «¿Quién anda ahí»?

La respuesta: «¡Nito!», se oyó débil pero claramente. Pocos instantes después Kelderek noto por fin el paso leve de la muchacha y fue a su encuentro. Era evidente que, en medio de su prisa y su agitación, ella se había caído, tal vez más de una vez. Estaba sucia, despeinada y con lastimaduras en las rodillas y un antebrazo. Hablaba jadeando y se podía ver lágrimas en sus mejillas. Él llamó a Numiss y los dos la acompañaron hasta la fogata.

El campamento estaba alborotado. De algún modo, los hombres habían adivinado que algo estaba ocurriendo. Algunos estaban esperando junto a la jaula y uno había tendido su capa para la muchacha sobre una pila de planchas amontonadas, había traído un jarro y, arrodillado, le lavaba las lastimaduras. Al contacto del agua fría ella tuvo un estremecimiento y, como si volviera en sí, se puso a hablarle a Kelderek.

—Shardik está insensible, señor, a menos de un tiro de flecha del camino. Le dieron theltocarna: una cantidad que habría matado a un hombre fuerte. Dios sabe cuándo despertará.

—¿Con theltocarna? —preguntó Neelith incrédulamente—. Pero…

Nito se echó a llorar de nuevo.

—¡Y Rantzay está muerta… muerta! ¿Le dijiste al señor Kelderek cómo ella le habló a Shardik junto al arroyo?

Zilthé asintió con la cabeza y miró aterrada.

—Cuando Shardik pasó junto a ella y se alejó, ella se quedó un rato como golpeada, como si fuera un árbol y hubiera invocado al rayo del cielo. Entonces nos quedamos las dos solas y seguimos a las otras lo mejor que pudimos. Yo me di cuenta… me di cuenta que quería morir, que estaba decidida a morir. Traté de lograr que descansara, pero ella se negó. No hacía dos horas desde que habíamos llegado al linde de la selva. Todas las muchachas pudimos ver que sobre ella estaba la muerte. La envolvía como una capa. Nadie le pudo hablar por miedo y por compasión. Nos habló y nos quedamos calladas. Después, cuando nos dio la orden, yo vi la caja de theltocarna y ella se acercó al Señor Shardik como si hubiera sido un buey dormido. Lo cortó con un cuchillo y mezcló el theltocarna con la sangre; después, cuando él se despertó, encolerizado, ella le hizo frente una vez más, no más asustada que lo que había estado a mediodía. Él la abrazó. Y así murió.

La muchacha miró en derredor.

—¿Dónde está la Tuguinda?

—Pon las sogas largas en la jaula —dijo Kelderek a Baltis— y di a los hombres que la arrastren. Y también a las mujeres. Salvo las que lleven antorchas. No hay tiempo que perder. Incluso tal vez ya sea demasiado tarde para alcanzar al señor Ta-Kominion.

No habían transcurrido tres horas cuando el enorme bulto de Shardik, con la cabeza protegida por un capuchón hecho con capas groseramente hilvanadas unas con otras, fue arrastrado con sogas, ladera abajo, hasta una rampa de tierra, piedras y planchas, y desde allí lo metieron en la jaula. Los últimos barrotes fueron puestos en su lugar y la jaula, levantada por el frente y empujada por detrás, empezó a traquetear y balancearse lentamente por el valle, en dirección a Guelt.