—En el linde de la selva, Rantzay se arrodilló sobre las huellas, marcadas levemente en el suelo duro. Las huellas iban hacia el Oeste, llevaban a una zona de densa maleza, y dejaban de ser visibles, junto a un árbol kalmet, con la corteza arañada con estrías blancas, muy arriba, por las garras del oso. Rantzay se dio cuenta que no habían pasado dos horas desde que Shardik había estado deliberadamente al acecho y había matado un hombre. Cuando él estaba en este estado de ánimo, podía matar de nuevo, podía quedar al acecho de los que se pusieran a buscarlo, o avanzar elusivo y silencioso a través de los bosques hasta ponerse a la zaga de ellos y convertir a los perseguidores en perseguidos.
Las fatigas del mes pasado se habían hecho sentir cada vez más en la sacerdotisa. Era la mayor de las mujeres que habían seguido a Shardik hasta Ortelga y a través del estrecho del Telthearna, y aunque su creencia en el poder divino no había sido rozada por la más leve duda, ella también había sentido —más y más a medida que pasaban los días— las penurias de la vida y el continuo miedo de la muerte.
Rantzay, veterana de las novicias y guardiana de los Arrecifes, no había, sido tomada de sorpresa, como Melathys, por el advenimiento repentino de Shardik, como ladrón en la noche. Desde el momento en que había llevado a Quiso el mensaje de la Tuguinda, Rantzay había sabido lo que de ella se requería. Desde entonces, día tras día, había arrastrado su cuerpo enjuto, que envejecía, por las laderas rocosas y los setos de la isla, luchando contra su propio temor hasta cuando tranquilizaba a alguna muchacha un poco histérica y la persuadía que debía participar en el Canto: y hasta tomaba a veces el lugar de la muchacha y volvía a sentir la reacción lenta de sus músculos ante los movimientos flexibles e imprevisibles del oso.
¿De qué manera podía ser llevado Shardik, insensibilizado, a terreno abierto? Si los medios que ella elegía resultaban defectuosos, ¿cuántas vidas habrían de perderse? Volvió al lugar en donde estaban las muchachas, de pie y a cierta distancia, contemplando el valle más abajo.
—¿Cuándo comió por última vez?
—Nadie lo ha visto comer, señora, desde que salió de Ortelga ayer por la mañana.
—Entonces es probable que esté buscando comida ahora. La Tuguinda y el señor Kelderek dicen que hay que dormirlo.
—¿No quieres que lo sigamos, señora —dijo Nito— y preparemos carne o pescado con tessik escondido?
—El señor Kelderek dice que no debe dormirse en la espesura. Si se puede hacer, tendrá que volver aquí.
—No veo cómo podrá volver aquí, señora —dijo Nito, señalando con la cabeza el camino que estaba abajo.
Al pie de la ladera las fogatas empezaban a encenderse y llegaban los rumores de hombres cuando trabajan: gritos repentinos de premura o advertencia, el sonido seco del martillo que golpea el hierro, el bramido de la llama excitada por los fuelles, el chirrido de un serrucho, el tac-tac-tac de un mazo y un cincel. Divisaron a Kelderek, que iba de un grupo a otro, consultando, señalando, haciendo indicaciones con la cabeza mientras hablaba A todo esto Sheldra se apartó del lado de él y subió rápidamente hasta donde estaban ellas. Impasible como siempre, no demostraba excitación ni le faltaba el aliento cuando se paró ante Rantzay y se llevó la palma de la mano a la frente.
—El señor Kelderek desea saber si Shardik se ha ido lejos y qué se piensa hacer.
—Puede preguntarlo no más… ¡él, un cazador! ¿Cómo puede creer que Shardik se va a quedar cerca de ese humo y tumulto malolientes?
—El señor Kelderek ha dado órdenes de llevar unas cuantas cabras a la, parte alta del valle y tenerlas en el linde de la selva. Él confía en que, si se puede evitar que el Señor Shardik salga de caza o busque alimento en otra parte, tal vez pueda ir con ellos y que tú encuentres la manera de hacerlo dormir allí, señora.
—Ve y dile al señor Kelderek que, si se puede hacer, encontraremos una manera de hacerlo, con la ayuda de Dios. Zilthé, Nito: volved al campamento y traed toda la comida que podáis. También todo el tessik que haya: las hojas verdes lo mismo que el polvo seco. Traed también la otra droga: el theltocarna.
—¡Pero el theltocarna sólo se usa para las heridas, señora! No como comida: hay que mezclarlo con la sangre.
—Eso lo sé tan bien como tú —contestó vivamente Rantzay— y ya te he dicho que lo traigas. Hay seis o siete vejigas envueltas en musgo en una caja de madera con una tapa sellada. Muévela con cuidado. Las vejigas no deben romperse. Enviaré a una de las otras muchachas para que se encuentre allí contigo y te traiga de vuelta a donde estemos.
El largo y peligroso rastreo de Shardik por el Oeste de la selva continuó hasta el mediodía cuando finalmente Zilthé apareció corriendo entre los árboles para decir que había visto al oso paseando junto a un arroyo. Rantzay ya se sentía a punto de caer al suelo de nervios y fatiga. Siguió a la muchacha lentamente a través de un seto de mirtos hasta un claro cubierto de hierba alta y amarilla, con insectos que zumbaban a la luz del sol. Zilthé señaló con la mano el banco del arroyo.
Shardik no dio señales de haberlas visto. Estaba pescando, chapaleando dentro y fuera del agua y recogiendo de cuando en cuando un pez que caracoleaba y saltaba sobre la ribera pedregosa antes de que él lo agarrara y lo comiera de dos o tres dentelladas. Al contemplarlo, el corazón de Rantzay dio un vuelco. Acercarse a él era algo que ella no se atrevía a hacer. Las muchachas —ella lo sabía— no se iban a negar a obedecerla si ella se los ordenaba, pero ¿qué se iba a sacar con eso? En el caso que, de alguna manera, se lograra hacerlo salir de allí, ¿cómo habrían de manejarlo o engañarlo para que tomara la dirección por la que había venido?
Finalmente Shardik se alejó del arroyo y se repantigó entre unas plantas de cicuta, no lejos del lugar en donde estaba echada la sacerdotisa. Podía oír el ruido hueco de los tallos que él aplastaba y ver las blancas umbelas que caían cuando el oso arrastraba las patas sobre ellas. Volvió el silencio y con él el peso de su imposible tarea y la angustia de su determinación. En medio de su cansancio y su perplejidad recordó con envidia a su amiga, libre finalmente de toda obligación, de la laboriosa dedicación a los Arrecifes y la continua fatiga y el temor de las últimas semanas. Si uno tuviera el poder de cambiar el pasado, ésta era una de sus fantasías favoritas, aunque una que ella no había compartido con nadie, ni siquiera con Anthred. Si se le diera el poder de cambiar el pasado, ¿en qué punto de él ingresaría y para hacer que? ¿Esa noche en la playa de Quiso, un mes antes? Esta vez ella no los habría guiado hacia el interior, sino que habría desviado a los mensajeros nocturnos, a los heraldos de Shardik.
Sintió una luz enceguecedora y los chillidos de unos pájaros parlanchines. Rantzay miró en derredor, turbada. Estaba de pie con la hierba seca y amarillenta hasta la rodilla. El sol estaba levemente cubierto con un vellón de nube y, de repente, un tronar largo y distante resonó en el borde del cielo. Un insecto la picó en el pescuezo y sus dedos, cuando se tocó la picadura, quedaron sucios de sangre. Estaba sola. Anthred había muerto y ella estaba allí parada en la hierba seca, en la amarga hierba del Sur del Telthearna. Las lágrimas corrieron silenciosas por su rostro estragado y polvoriento cuando se inclinó hacia adelante, apoyándose en su báculo. Después de unos instantes se golpeó la mano con fuerza, se irguió y miró en torno. A cierta distancia, Nito miraba desde los árboles y empezó a acercarse, manteniendo una mirada fija e incrédula.
—Señora… ¿cómo?… el oso… ¿qué has hecho? ¿Estás desarmada? Espera… Apóyate en mí. Oh… tenía miedo… tengo tanto miedo…
—¿El oso? —preguntó Rantzay—. ¿Dónde está el oso?
Mientras hablaba, notó por primera vez la existencia de un ancho sendero de hierba aplastada, a su lado, y en él vio las huellas de Shardik, más anchas que tejas. Se inclinó. El olor del oso era claro: tenía que haber pasado por allí después de haberlo visto ella entre las plantas de cicuta. Trastornada, se llevó las manos a la cara e iba a preguntarle a Nito qué había ocurrido cuando se dio cuenta de otro percance corporal. Las lágrimas corrieron una vez más… lágrimas de vergüenza y humillación.
—Nito, yo… Voy al arroyo. Ve y diles a las muchachas que sigan inmediatamente al Señor Shardik. Espérame después aquí. Tú y yo las alcanzaremos.
En el agua se desnudó y se lavó el cuerpo y la ropa ensuciada lo mejor que pudo. En Quiso habría sido más fácil; muchas veces Anthred había podido anticipar cuando sobrevenía uno de sus ataques y había podido ayudarla a conservar su dignidad y autoridad. Ahora no había ninguna muchacha en quien ella pudiera confiar como en una amiga. Mirando hacia atrás, tuvo un vislumbre de Nito, que se demoraba discretamente entre los árboles. Naturalmente se había enterado del percance y lo iba a contar a las otras.
No iban a demorar mucho en alcanzarlas. Dejadas a sí mismas, las muchachas no estaban tranquilas y, si por algún increíble golpe de suerte, Shardik volvía por el camino por el que había llegado, no podía contarse con que hicieran el máximo —hasta la muerte, si fuera necesario— para llevar a cabo las instrucciones de la Tuguinda.
Ella y Nito no estaban muy lejos cuando se dio cuenta que el ataque la había dejado entorpecida y atontada. Tenía muchas ganas de descansar. Tal vez, pensó, Shardik se detendría o tomaría un camino lateral antes de la noche, y el señor Kelderek se iba a ver forzado a concederles un día más. Pero cada vez que alcanzaban a una u otra de las muchachas que estaban encargadas de señalar la dirección, las noticias eran que el oso seguía avanzando lentamente en dirección Sureste, como si quisiera llegar a la zona montañosa debajo de Guelt.
Atardecía. El paso de Rantzay se había convertido en un cojear trabado desde un árbol a otro, pero seguía aconsejando a Nito que mantuviera los ojos abiertos, que se cerciorara del camino que seguían y llamara de cuando en cuando, con la esperanza de oír una respuesta del frente.
Finalmente, a la clara luz de la luna, en alguna hora avanzada de la noche, miró a su alrededor y comprendió que había alcanzado a las muchachas, que estaban de pie, muy cerca, formando un grupo que cuchicheaba. Pero cuando se acercó, apoyándose en el brazo de Nito, todas se volvieron hacia ella y se quedaron calladas. A ella le pareció que el silencio estaba lleno de hostilidad y resentimiento. Si había esperado cordialidad o simpatía al fin del largo viaje, hubo de tener una desilusión. Entregó a Nito el báculo y se irguió casi llorando al apoyarse con todo su peso en las plantas llagadas de sus pies.
—¿Dónde está el Señor Shardik?
—Cerca, señora… A menos de un tiro de arco. Ha estado durmiendo desde que se levantó la luna.
—¿Quién está ahí? —preguntó Rantzay, escudriñando—. ¿Sheldra? Creí que estabas con el señor Kelderek. ¿A qué se debe que estés aquí? ¿Dónde estamos?
—Estamos un poco más arriba en el valle que dejaste esta mañana, señora, en el linde de la selva. Zilthé bajó del campamento para decir al señor Kelderek que Shardik ha vuelto, pero estaba rendida, así que me pidió que viniera yo en su lugar. El dice que el Señor Shardik tiene que tomar la droga esta noche.
—¿Se ha hecho algún intento de darle la droga?
Nadie contestó.
—¿Y?
—Hicimos todo lo que pudimos, señora —dijo otra de las muchachas—. Preparamos dos lonjas de carne con tessik y las dejamos tan cerca de él como pudimos. Pero él no las toco. Ya no hay más tessik. Solo nos queda esperar a que despierte.
—Antes de dejar al señor Kelderek, señora —dijo Sheldra— llegó un mensajero de Guelt, de parte del señor Ta-Kominion. El manda decir que espera iniciar la lucha pasado mañana, y que Shardik debe llegar cueste lo que cueste. Sus palabras fueron: «Las horas son más valiosas que las estrellas».
Desde las colinas hacia el Sur los relámpagos relumbraban entre los árboles. Rantzay se arrastró los pocos metros que faltaban hasta el linde de la selva, y desde allí contempló el valle.
La situación era, pues, sencilla. Sólo se requería una sacerdotisa que conociera su deber y fuera capaz de cumplirlo con resolución.
Se unió a las muchachas, que se apartaron un poco de ella con la mirada fija en las tinieblas y silenciosas.
—Vosotras decís que el Señor Shardik anda cerca. ¿En dónde está? Una de ellas señaló.
—Ve y cerciórate si está durmiendo o no —dijo Rantzay—. No debiste haber levantado la vigilancia. Os habéis portado mal.
—Señora…
—¡Silencio! —dijo Rantzay—. Nito: tráeme la caja de theltocarna.
Extrajo el cuchillo y lo probó. Rantzay miró fríamente los dedos temblorosos de la muchacha y el cuchillo que estaba inmóvil en su propia mano, firme y decidida.
—Ven conmigo. Tú también, Sheldra. —Tomó la caja.
El oso estaba echado de lado en un bosquecillo de cenchuladas jóvenes; había apartado dos arbustos para hacerse un sitio donde dormir. A pocos metros de distancia estaban las lonjas de carne: el que allí las había puesto no era un valiente. La gran masa del cuerpo estaba salpicada por la luz de la luna y las sombras de las hojas. Rantzay se quedó quieta unos instantes, como si contemplara un río profundo y rápido en el cual tuviera que zambullirse y ahogarse; luego, haciendo a las muchachas una señal para que se alejaran, avanzó un paso.
Estaba junto al lomo de Shardik y miraba por encima del cuerpo, como si estuviera detrás de un terraplén, la selva inquieta, movida por el viento. El trueno rumoreaba en las colinas y Shardik se movió, bajó una oreja y luego volvió a quedarse quieto.
Rantzay hundió profundamente la mano izquierda en la pelambre. No pudo llegar hasta la carne y se puso a cortar el pelo aceitoso, pringoso y lleno de parásitos, como lana de oveja. Las manos le temblaban ahora y trabajaba más velozmente, levantando con cuidado cada mechón de pelo, cortando y retirándolo antes de proseguir.
Pronto había logrado dejar al descubierto un lamparón en el hombro, que casi mostraba la carne gris, escarchada de sal. Estaba atravesado por dos o tres venas, una de ellas bastante ancha para que se pudiera percibir el latido lento del pulso.
Rantzay se dio vuelta y se agachó en busca de la caja que tenía al lado. De allí sacó dos de las pequeñas vejigas aceitadas y las sostuvo con los dedos de la mano izquierda. Luego hundió la punta del cuchillo en el hombro del oso y tiró la hoja hacia ella, abriendo una herida tan larga como la mitad de su antebrazo. Sin prisa ni demora metió las vejiguitas dentro de la herida, apretó sobre ellas los bordes de la incisión, hizo presión y pudo sentir que se reventaban dentro.
Shardik, dando un aullido, echó la cabeza hacia atrás y se irguió sobre sus patas traseras. Rantzay, que había sido arrojada al suelo, se levantó y lo enfrento. Por un instante, pareció que él no la iba a golpear; luego, abalanzándose hacia adelante, la aplastó contra su cuerpo, dio unos pocos pasos con ella, balanceándola grotescamente entre sus brazos, la dejó caer, floja como una pieza de ropa que cae de una cuerda, y marchó a zancadas hasta la ladera abierta más allá de los árboles. Aquí rodó sobre el suelo y la boca se le llenó de espuma en el momento en que se puso a morder y arañar la hierba.
Sheldra fue la primera en llegar hasta la sacerdotisa. La mano izquierda había sido desgarrada por el mismo cuchillo, la lengua salía de la boca y la cabeza estaba apoyada en el hombro en una pose grotesca, como una cabeza de ahorcado. Cuando Sheldra le puso un brazo detrás y trató de levantarla, se oyó un estertor atroz, que emitió el cuerpo roto. La muchacha la recostó de espaldas y, por un instante, Rantzay abrió los ojos.
—Di a la Tuguinda… hice lo que dijo…
La sangre manaba de la boca y, cuando dejó de manar, su cuerpo estragado, huesudo, vibró levemente, como la superficie de un estanque rozado por las alas de una mosca atrapada. El movimiento cesó y Sheldra, dándose cuenta que estaba muerta, le quitó los anillos de madera, recogió la caja de theltocarna y el cuchillo caído y emprendió el camino hacia la ladera en donde Shardik yacía sin sentido.