Ese atardecer el ejército de Ortelga, dirigido por Ta-Kominion, inició el cruce del estrecho: una horda mugrienta y vociferante de hombres, unos cuantos miles, algunos armados con picas, espadas o arcos; otros provistos nada más que de zapapicos o estacas afiladas: algunos —en su mayoría sirvientes— avanzaban en bandas que comandaban sus señores, a guisa de oficiales, otros eran meras bandadas de rufianes aficionados al garrote y la botella, pero todos ansiosos por marchar y dispuestos a la lucha, todos convencidos de que Bekla estaba destinada a caer ante el poder revelado de Dios, pues la voluntad de Este era de que ellos tuvieran los estómagos llenos y nunca tuvieran que trabajar en sus vidas.
En algunos puntos peligrosos de la carretera rota, Ta-Kominion hizo tender sogas entre las estacas o balsas ancladas; en éstas se bebió y se chacoteó, hasta que un hombre se cayó al agua y se ahogó. Cuando llegó la oscuridad, los que se reunían en la orilla de la isla empezaron a beber y cantar mientras esperaban que se levantara la luna, y los guardaespaldas de Ta-Kominion hicieron una última excursión por la ciudad, provocando a los dubitativos o a los inclinados a pensar que se podía perder más de lo que se iba a ganar con esa historia.
Las mujeres también hacían el cruce, cargadas de armas, ropas, flechas o bolsas de comida conseguidas a último momento como limosnas, préstamos o robos. Algunas de ellas, confundidas por la multitud, iban de un lugar a otro en el atardecer iluminado por las antorchas, llamando los nombres de sus hombres y arreglándoselas como podían con los importunos y los ladrones.
Ta-Kominion, después de pedirle a Fassel-Hasta que contara el número de los contingentes y tratara de organizar divisiones, emprendió la marcha a través de la carretera.
Durante varias horas había estado mojado, al principio con el agua hasta la cintura, examinando la implantación de las sogas y demorándose en las partes desguarnecidas, no tanto para alentar a la chusma, que por lo general estaba de muy buen ánimo, sino para establecer su autoridad y asegurarse que lo conocían y lo iban a conocer en el futuro. Ya cansado de la tarea de la noche y el día previos, estaba intentando pasar una segunda noche sin dormir. Vadeó hasta la orilla de Ortelga, requisó la primera cabaña que vio, devoró la primera comida que se le trajo y durmió unas dos horas. Cuando su sirviente, Numiss, lo despertó, la luna estaba muy arriba en el cielo y los rezagados eran forzados a moverse. Esperó impacientemente a que Numiss cambiara el trapo sucio que le cubría la herida profunda y mal cerrada de su brazo; luego siguió camino arriba hacia la ciudad, hasta que llego al puesto del shendron bajo el árbol zoán.
Ya no había allí ningún shendron, ni siquiera una mujer o un viejo, pues Ta-Kominion no se ocupaba de poner guardias en torno a Ortelga. Sin embargo, esperando bajo la tienda de hojas, encontró, como había esperado, a dos de las muchachas de la Tuguinda con una canoa. Numiss y otro habían sido despachados esa mañana, en cuanto terminó la refriega, con instrucciones de cruzar el estrecho, encontrar a la Tuguinda y pedir que se enviaran guías al árbol zoán después de levantarse la luna.
Al llegar a la orilla tropezó, se golpeó un brazo contra un árbol y se mordió los labios, mientras el dolor disminuía poco a poco. Durante todo el día no había hecho caso de la herida, pero ahora, cuando una de las muchachas aflojó la correa de su arco para fabricar con ella un cabestrillo rústico, se sintió inclinado a obedecerla, inclinando la cabeza humildemente para que ella atara el nudo detrás de la nuca. Las muchachas se habían vuelto hábiles para moverse en lo oscuro. Él no habría podido decir si seguían un camino o si estaban enteradas de la dirección y empezaba a estar en un estado demasiado febril para que esto le importara. El brazo le palpitaba y el sentido del oído continuamente cambiaba: de repente magnificado, de repente amortiguado. Caminó junto a ellas en silencio, barajando en su mente todas las cosas que aún no se habían hecho. Finalmente vio, a la distancia, un fuego que bailaba entre los árboles. Fue hacia él, se detuvo cuando se les pidió el santo y seña a sus guías y contestó con las palabras debidas. Luego se acercó a la fogata y Kelderek vino a saludarlo.
Por unos instantes quedaron de pie, mirándose y pensando hasta qué punto era extraño que, pese a todo lo ocurrido, no estuvieran acostumbrados el uno a la cara del otro. Luego Kelderek bajó la mirada hacia el fuego, se agachó, echó un leño, y dijo:
—Crendro, Ta-Kominion, me alegro que hayas conquistado Ortelga, pero lamento que te hayan herido. ¿Supongo que las muchachas te estaban esperando?
Ta-Kominion asintió.
—¿Es grave la herida?
—No tiene importancia. Otros tuvieron más suerte… y otros ya no tendrán miedo de pelear de nuevo.
—¿Cuánto tiempo duró la pelea?
—No sé. Supongo que más tiempo que el que lleva cruzar el estrecho.
—Me asombra —dijo Kelderek— que anoche, a pesar del hambre que tenía, el Señor Shardik no anduvo por la selva. Debe haber husmeado el olor de comida que llegaba de Ortelga. Pero se dio vuelta antes de llegar al Cerco Muerto y tomó el camino del río.
Ta-Kominion meneó la cabeza, como si el asunto tuviera poca importancia para él.
—¿Qué le ha ocurrido a Bel-ka-Trazet? —preguntó Kelderek.
—¡Oh, se fue por el río, como tú, aunque no tan rápidamente!
Kelderek contuvo el aliento y cerró la mano que tenía puesta en la estaca. Después de unos instantes dijo:
—¿Adónde ha ido?
—Corriente abajo.
—¿Tienes intenciones de seguirlo?
—No es necesario. No es cobarde, pero para nosotros no es más peligroso ahora que si lo fuera. —Levantó la mirada—. ¿En dónde está el Señor Shardik?
—Por ahí, no lejos del camino. Llegó al camino esta tarde y luego volvió a la selva. Estuve cerca de él hasta que se levantó la luna, pero volví para encontrarme contigo.
—¿Qué camino?
—El que lleva a Guelt. No es lejos de aquí.
Ta-Kominion se levantó y se plantó frente a Kelderek, mirándolo a la cara. Tenía la espalda contra la hoguera y, con los largos cabellos que le caían por delante, parecía llevar una máscara de espesas sombras, a través de la cual sus ojos ardían fríos y severos. Sin dar vuelta la cabeza dijo:
—Puedes dejarnos, Numiss.
—Pero… ¿adónde hemos de ir, señor?
Ta-Kominion no dijo nada más y después de un instante el pelirrojo y su compañero desaparecieron entre los árboles. Antes de que Ta-Kominion pudiera hablar de nuevo, Kelderek estalló:
—¡Mi lugar está con el señor Shardik para seguirlo y servirlo! ¡Esa es mi tarea! ¡No soy un cobarde!
—No dije que lo fueras.
—He caminado junto al Señor Shardik, he dormido a su lado, he puesto mis manos sobre él. ¿Es ese trabajo para un cobarde?
Ta-Kominion cerró los ojos y se pasó la mano una o dos veces por la frente.
—No he venido ni a acusarte ni a pelear contigo, Kelderek. Tengo cosas más importantes de qué hablar.
—Crees que soy un cobarde. ¡Es como si lo hubieras dicho!
—Lo que se me pueda haber escapado no tiene nada que ver con los asuntos de hoy. Lo mejor es que apartes esas ideas personales de tu cabeza. Todo hombre de Ortelga capaz de usar un arma está atravesando el Telthearna y se dispone a marchar sobre Bekla. Yo me uniré a ellos desde aquí. No es necesario volver al campamento. Llegaremos a Bekla en cinco días, tal vez antes. No es sólo la sorpresa lo que nos hace falta. Tenemos tan sólo alimentos para tres días, y eso no es todo. Nuestra gente tiene que tomar Bekla antes de perder el poder que arde en sus corazones. ¿A quién, crees, pertenece ese poder?
—¿Señor? —Se le escapó antes de que pudiera interrumpirse.
—Fue el poder de Shardik que tomó Ortelga hoy. Tuvimos suerte… muchos lo vieron antes de que atravesara la carretera. Bel-ka-Trazet quedó fuera porque se supo que era un enemigo de Shardik. El pueblo vio por sí mismo que Shardik ha regresado. Ellos creen que no hay nada que él no vaya a darles, nada que no puedan hacer ellos en su nombre.
Dio unos pasos inciertos de vuelta hasta el leño y se sentó, rígido y ceñudo, tratando de dominar un mareo repentino. Por un instante los dientes entrechocaron y se apretó la barbilla con la mano abierta.
—Shardik ha sido enviado para que Bekla nos sea devuelta, devuelta al campesino y al barón por igual. Los campesinos no necesitan saber más que esto, pero yo tengo que encontrar la manera justa, la manera de traer la victoria por medio de Shardik. Y esta es la manera, o así me lo parece. O tomamos Bekla dentro de siete días, o no la tomamos.
—¿Por qué?
Ta-Kominion guardó silencio, como si estuviera eligiendo las palabras.
—Mientras tengan los corazones llenos de Shardik, nuestros hombres harán lo imposible, marcharán sin dormir, volarán por los aires, derrumbarán las paredes de Bekla. Pero en los corazones de los hombres sencillos un poder como éste es como una niebla. El viento o el sol, cualquier contrariedad inesperada, puede dispersarlo en una hora. Debemos tomar medidas para que no haya posibilidad de dispersión. —Se detuvo y dijo con aire deliberado—: Pero hay más aún. Lo que no se ve, no se piensa. Me dicen que tú entiendes a los niños. Entonces sabrás que los niños olvidan lo que no tienen delante de los ojos.
Kelderek fijó en él la mirada, adivinando lo que quería decir.
—Shardik debe estar con nosotros cuando vayamos a la pelea. Es sumamente importante que la gente lo vea ahí.
—¿En Bekla? ¿Dentro de cinco días? ¿Cómo?
—Tienes que decirme cómo.
—El señor Shardik apenas puede ser llevado diez pasos, ¡y tú me estás hablando de un viaje de cinco días!
—Kelderek: Bekla es una ciudad más rica y maravillosa que una montaña de joyas. Es nuestra por antiguo derecho, y Shardik ha vuelto para devolvérnosla. Pero él sólo puede ganarla por intermedio de nosotros. Él necesitó mi ayuda para tomar hoy a Ortelga. Ahora necesita tu ayuda para que lo lleves a Bekla.
—¡Pero eso es imposible! No fue imposible tomar a Ortelga.
—No, por supuesto que no… Fue algo fácil, supongo, para los que no estaban allí en el momento. No importa. Kelderek: ¿quieres dejar de ser un tonto que juega con niños huérfanos en la orilla? ¿Quieres ver a Shardik con todo su poder llegando a Bekla? ¿Quieres llevar a su justo fin la labor que iniciaste la noche en que enfrentaste el cuchillo caliente de Bel-ka-Trazet en el Sindrad? ¡Debe haber una manera! O la encuentras o no salimos del aprieto. Tú y yo y el Señor Shardik, somos nosotros los que trepamos, y no hay camino de vuelta. Si no tomamos a Bekla, ¿crees que los gobernantes de Bekla nos dejarán tranquilos? No: nos van a perseguir sin misericordia. No pasará mucho tiempo antes de que se encarguen de ti y de tu oso.
—¿Mi oso?
—Tu oso. Porque en eso habrá de convertirse el Señor Shardik de los Arrecifes, que está dispuesto en estos momentos a darnos una gran ciudad con toda su riqueza y su poder, siempre que nosotros encontremos los medios.
—Kelderek, dices que yo creo que eres un cobarde. ¿Soy yo quien piensa esto o eres tú? No es demasiado tarde todavía para que te redimas, Kelderek-Juega-con-los-Niños, para que demuestres ser un hombre. Encuentra alguna manera de llevar al Señor Shardik a los llanos de Bekla… Lucha por él ahí, con tus propias manos. Piensa en el premio, ¡un premio más allá de todo cálculo! Hazlo y ya nunca más nadie podrá llamarte cobarde.
—Nunca fui cobarde. Pero la Tuguinda…
Por primera vez, Ta-Kominion le sonrió.
—Sé que no lo eres. Cuando hayamos tomado Bekla, ¿qué recompensa crees que habrá para aquél a quien Shardik eligió para aparecer por primera vez? ¿Para aquél que trajo la noticia a Quiso? ¡No hay un solo hombre en Ortelga que no conozca tu nombre y no lo reverencie!
Kelderek vaciló frunciendo el ceño.
—¿Cuándo debemos empezar?
—En seguida… Ahora. No hay un minuto que perder. Hay dos cosas, Kelderek, que un jefe rebelde necesita antes que nada. La primera, que sus secuaces deben estar llenos de dedicación ardorosa —la mera obediencia no basta— la segunda; que él mismo tiene que ser toda velocidad y resolución. La segunda condición yo la poseo. La primera sólo tú puedes asegurarla.
—Tal vez sea posible. Pero voy a necesitar a cada herrero, carrero y carpintero de Ortelga. Vayamos a hablar con la Tuguinda.
Cuando Ta-Kominion se levantó, Kelderek le ofreció el apoyo de su brazo, pero el barón lo apartó, dio unos pocos pasos vacilantes, se detuvo y luego puso el brazo sano en el de Kelderek y se enderezó, apoyándose hasta que encontró el equilibrio.
—¿Estás enfermo?
—No es nada: un poco de fiebre. Ya pasará.
—Debes estar cansado. Tendrías que descansar.
Kelderek marchó a su lado, alejándose de la hoguera. En la oscuridad bajo los árboles se pararon, enceguecidos después de la luz de las llamas. Una mano asió la manga de Kelderek, y éste se volvió, escudriñando.
—¿Tengo que guiarte, señor? ¿Vuelves ahora con el Señor Shardik?
—¿Es tu turno, Neelith?
—Mi turno ha terminado, señor. Venía a despertar a Sheldra, pero si me necesitas, eso no importa…
—No, ve a dormir. ¿Quién vigila al Señor Shardik?
—Zilthé, señor.
—¿Dónde está la Tuguinda?
La muchacha señaló con la mano:
—Allá, entre los helechos.
—¿Está durmiendo?
—Todavía no, señor. Ha estado rezando hasta ahora. No ha terminado.
Dejaron a la muchacha. Sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad y ya avanzaban con menos dificultad.
Ta-Kominion se detuvo, levantó la cabeza y husmeó el aire más fresco.
—Las lluvias ya no pueden demorar mucho.
—Uno o dos días —contestó Kelderek.
—Es la mejor de las razones para apresurarnos. Es ahora o nunca. No podemos marchar ni mantener el campo si está mojado. Tampoco pueden ellos. La misma Bekla está ahora bajo las lluvias. Lo último que esperan es un ataque de esta naturaleza en esta estación del año. Si no se les avisa y nosotros llegamos antes de que lleguen las lluvias, podemos contar con una sorpresa completa.
—¿No tienen espías?
—Vamos, hombre, no somos tan importantes. ¿Ortelga? Unos barrenderos que se han apilado en una de las puntas de un terreno.
—¡Pero el riesgo! Si las lluvias llegan antes de que podamos luchar… ése será el fin. ¿Estás seguro de que hay tiempo?
—El Señor Shardik nos dará tiempo.
Mientras hablaba, llegaron junto a un ancho bloque de roca que se levantaba del suelo como una pared. Era chato, de un grosor como el cuerpo de un hombre y terminaba irregularmente con un borde mellado a la altura de un brazo por encima de sus cabezas. En la media luz los dos lados parecían casi lisos, aunque Kelderek tanteó sorprendido uno de los planos y se encontró con que era más áspero que lo que parecía, hendido por aquí y por allá y con excrecencias de mohos y líquenes. Más allá divisaron otro, también chato pero más ancho, levemente torcido y de forma distinta. Al llegar a éste vieron que estaba cubierto a medias, por un lado, por líquenes de un color rojo oxidado, como de sangre coagulada. Y empezaron a contemplar estas masas altas y chatas y a dar vueltas entre ellas.
Allí crecían los helechos de los que había hablado la muchacha, algunos del tamaño de árboles, con musgos que caían de las frondas, y otros pequeños y delicados, con frondas hechas de diminutas hojitas que temblaban como hojas de un álamo plateado con el aire tranquilo.
—¿Nunca estuviste aquí antes? —preguntó Ta-Kominion cuando Kelderek miraba el perfil de una roca que parecía bambolearse entre sus ojos y el movimiento de las nubes por arriba—. Son las Rocas de Dos Lados.
—Una vez, hace muchos años, estuve aquí; pero no tenía bastante edad para preguntarme cómo habían llegado aquí estas rocas, o por qué.
—Las rocas están aquí desde un principio, me han dicho. Pero los hombres que hicieron los Arrecifes de Quiso las labraron, como otros pueden dar forma a un cerco o a un árbol para maravillar los corazones de los peregrinos que se acercan a Ortelga. Pues es aquí que solían reunirse los peregrinos para trasladarse luego a la carretera.
—Entonces este lugar pertenece al Señor Shardik, como Quiso, y es por esto que él nos trajo aquí.
La Tuguinda estaba de pie, un poco a la distancia, en un lugar abierto entre los helechos. Tenía la espalda dada vuelta a medias, con las manos cruzadas sobre la cintura y la cabeza inclinada, contemplando la distancia iluminada por la luna. Su compostura le recordó a Kelderek el momento en que había estado en el borde de la hondonada, muy consciente de que Shardik y nadie más que Shardik yacía allí entre las trepsis. Era claro que no estaba recogida en contemplación, sino que parecía más bien haber alcanzado un intenso estado de clarividencia, en el cual era consciente, maravillada, de todo lo que la rodeaba.
Ta-Kominion se detuvo, dejó el brazo de Kelderek y se apoyó en una roca, apretando la frente contra la piedra fresca.
—¿Esa es la Tuguinda?
—Sí. —Por un momento quedó sorprendido, y después recordó que Ta-Kominion no la podía haber visto sin máscara… que tal vez nunca la había visto.
—¿Estás seguro?
Kelderek no contestó.
La muchacha dijo que estaba rezando.
—Está rezando.
Ta-Kominion se encogió de hombros y se echó hacia atrás. Siguieron marchando. Cuando todavía, estaban a cierta distancia, la Tuguinda se volvió hacia ellos. A la luz de la luna la cara estaba llena de una alegría calma y tranquila que parecía abrazar y santificar, más que trascender, la oscura selva y el peligro y la incertidumbre que cundía por todo Ortelga. A los ojos de Kelderek, la fe se desprendía de ella como la luz de una linterna.
Es ella —pensó en un brusco rapto de auto-conocimiento—, es ella, no yo, que trasmutará el poder de Shardik y hará de él una bendición para todos nosotros. La aceptación y la fe de ella —la, fuerza y el salvajismo de él— son una y la misma cosa. Él es una criatura débil y muda sin conocimiento. Ella es fuerte como brotes de lirios, que las grandes piedras no pueden impedir que rompan la tierra.
Se pararon ante ella y Kelderek se llevó la palma de la mano a la frente. La sonrisa de ella, como respuesta, parecía el paso con que se contesta, en una alegre danza, un intercambio de respeto y confianza mutuas.
—Te interrumpimos, säiyet.
—No, todos estamos haciendo lo mismo… sea lo que fuere. Vine aquí porque hace más fresco entre los helechos. Pero ahora volveremos junto al fuego, Kelderek, si prefieres.
—Säiyet, tus deseos son los míos, y siempre lo serán.
Ella sonrió de nuevo.
—¿Estás seguro?
Él asintió con la cabeza, devolviéndole la sonrisa.
—Este es el Gran Barón de Ortelga, el señor Ta-Kominion. Ha venido a hablar del Señor Shardik.
—Me temo que no estés bien —dijo ella, tendiendo los dedos para tocarle la muñeca—. ¿Qué ha ocurrido?
—No es nada, säiyet. Le estaba diciendo a Kelderek que el tiempo apremia. El Señor Shardik debe venir…
En ese instante, de alguna parte no muy lejana llegó un grito atroz, que atravesó la selva, un grito de miedo y de dolor. Hubo un momento de silencio. Luego se oyó otro grito, que estalló tan repentinamente como si un hombre aterrado, que cae desde una altura, tocara el suelo.
Los ojos de Kelderek se encontraron con los de Ta-Kominion y los dos tuvieron el mismo pensamiento: «Es el grito de muerte de un hombre».
Numiss y su compañero llegaron corriendo hacia ellos entre los árboles, con las espadas en las manos.
—¡Gracias a Dios, señor! Pensamos que…
—No importa —dijo Ta-Kominion—. ¡Seguidme, vamos!
Salió corriendo, abriéndose camino entre los helechos y las altas rocas. Los dos sirvientes lo siguieron. Kelderek, sin embargo, se quedó con la Tuguinda, midiendo sus pasos de acuerdo a los de ella, como tratando de convencerla que se mantuviera fuera de peligro.
—Sé prudente, säiyet. Espera aquí y permite que te mande las noticias de lo que encontremos. No debes arriesgar tu vida.
—Ahora no hay riesgo —contestó ella—. Cualquier cosa que haya ocurrido, ya no tiene remedio.
Pronto llegaron al lugar en que estaba Ta-Kominion y los sirvientes, que estaban dando golpes de cuchillo a un seto de trepadoras.
—¿No hay un camino más fácil, señor? —preguntó Numiss, jadeando, arrancándose las espinas de trazada del brazo y conteniendo sus palabrotas al ver a la Tuguinda.
—Es muy probable que lo haya —contesto Ta-Kominion—, pero debemos ir directamente al lugar de donde salió el grito o perderemos la dirección y no encontraremos al hombre antes de que amanezca.
De repente el oído de Kelderek oyó un ruido intermedio entre un llanto y un gemido de miedo. Era una voz de mujer a corta distancia.
—¡Zilthé! —exclamó.
—¡Señor! —contestó la muchacha ¡Oh, ven, ven!
Cuando Numiss logró abrirse paso entre las trepadoras, Kelderek siguió a Ta-Kominion por la abertura. Se encontró en un claro sin árboles, que miraba a un valle abierto.
Debajo del lugar en donde estaban corría el camino de Ortelga a Guelt. En el borde del camino estaba hincada Zilthé sobre una rodilla, con el arco al lado, junto a la forma oscura de un cuerpo. Kelderek vio que se levantaba, volvía la cabeza y miraba hacia él, pero evidentemente no pudo distinguirlo entre los árboles y las sombras.
La Tuguinda llegó atravesando las trepadoras. Señaló sin decir nada y ambos empezaron a aproximarse. Ta-Kominion, haciendo una seña a los sirvientes para que se quedaran un poco detrás, murmuró: Un hombre muerto… pero ¿dónde está el que lo mató?
Los otros no contestaron. Cuando se acercaban, Zilthé se apartó del cuerpo, que yacía en medio de la sangre, viscosa al parecer, negra y lisa a la luz de la luna. Un lado de la cabeza había sido aplastado y debajo del hombro izquierdo la sangre seguía manando a través de los agujeros de la capa. Los ojos miraban muy abiertos, pero la boca abierta y los dientes descubiertos estaban ocultos en parte por el brazo con que el hombre se había tapado la cara, como si hubiera querido defenderse. Tema puesta botas con tacón, unas botas de mensajero, y debajo de los talones había unas marcas profundas en el suelo, hechas sin duda al patear en el momento de morir.
La Tuguinda echó el brazo por encima de los hombros de Zilthé, se alejó un poco con ella y se sentó a su lado. Kelderek las siguió. La muchacha lloraba, estaba aterrada, pero podía hablar.
—El Señor Shardik, säiyet… Estaba durmiendo. Cuando de repente se despertó y se fue al camino, el mismo camino que había tomado esta tarde. Se hubiera dicho que lo hacía con alguna intención. Traté de seguirlo, pero empezó a andar a la disparada, como si estuviera cazando o persiguiendo… Cuando llegué al borde de los árboles —y señaló hacia la ladera— él ya estaba allí, esperando, agazapado detrás de las rocas. Entonces, después de un rato, oí al hombre… Vi que subía por el camino y salí corriendo para gritarle y advertirle, pero se me enredó el pie, tropecé, caí… y, cuando me levanté, vi al Señor Shardik saliendo de detrás de las rocas. El hombre lo vio y gritó. Se dio vuelta y echó a correr, pero el Señor Shardik lo siguió y lo derribó. Él… —La muchacha, dominada por la viveza de las imágenes, golpeaba el aire con un brazo que mantenía tieso, con la mano abierta y los dedos separados, rígidos y crispados—. Podría haberlo salvado, säiyet… —Y se echó a llorar una vez más.
Ta-Kominion se acercó a ellas, con la lengua entre los dientes, mientras cambiaba la posición de su brazo herido dentro del cabestrillo.
—¿Reconoces a ese hombre, Kelderek? —preguntó.
—No. ¿Es de Ortelga?
—Es de Ortelga. Se llama Naro y era un sirviente.
—¿De quién?
—Servía a Fassel-Hasta.
—¿Servía a Fassel-Hasta? Entonces… ¿qué puede haber estado haciendo aquí?
Ta-Kominion vaciló, mirando a Numiss y su compañero, que habían levantado el cuerpo, lo habían puesto del otro lado del camino y hacían lo que podían para darle un aspecto decente. Luego recogió un tubo de cuero manchado de sangre, lo abrió y mostró a la Tuguinda dos pedazos de corteza que estaban escritos con letras dibujadas con un pincel.
—¿Puedes leer este mensaje, säiyet?
La Tuguinda tomó las hojas rígidas, curvadas, y sostuvo una tras otra, a la distancia do Lodo el brazo, a la luz de la luna. Kelderek y Ta-Kominion no pudieron deducir nada por su cara. Finalmente ella se puso de pie, metió las hojas en el tubo y, sin decir palabra, se lo devolvió al barón.
—¿Has leído, säiyet?
Ella asintió una vez con la cabeza, al parecer con cierta contrariedad, como si hubiera preferido, en caso de ser posible, no reconocer que había leído el mensaje.
—¿Dice lo que este hombre estaba haciendo aquí? —insistió Ta-Komínion.
—Este hombre llevaba noticias a Bekla de lo que ocurrió hoy en Ortelga. —Se volvió y miró hacia el valle.
Ta-Kominion gritó y los sirviente; que estaban del otro lado del camino levantaron la mirada.
—¡Dios! ¿Dice que hemos cruzado la carretera y lo que tenemos intenciones de hacer?
Ella asintió una vez más.
—¡Debí haberlo adivinado! ¿Por qué no habré puesto a mis hombres a que vigilaran el camino? Ese traidor de…
—De todos modos el camino era vigilado por nosotros —dijo Kelderek—. Sin duda no fue casual que Zilthé tropezara antes de poder avisar al hombre. El Señor Shardik… ¡sabía lo que había que hacer!
Cambiaron una mirada mientras la sombra larga de la selva, puesta ya la luna, seguía bajando por la ladera.
—Pero Fassel-Hasta… ¿por qué lo hizo? —preguntó por último Kelderek.
—¿Por qué? Por la riqueza y el poder, naturalmente. ¡Debí haberlo adivinado! Siempre fue él quien tuvo los tratos con Bekla. «Sí, señor». «Deja que yo te lo escriba, señor». ¡Por el Oso! ¡Se lo voy a escribir en la cara con un hierro candente! Nada más que para empezar. Numiss: deja ese cuerpo a los buitres… si se dignan comerlo.
Desde el borde de los árboles Shardik estaba mirando el valle de abajo. Por un momento se lo vio claramente, y su forma negra contra la línea de los bosques fue como una puerta abierta en el muro de una ciudad. Luego, cuando Kelderek levantó los brazos a guisa de saludo y de plegaria, se dio vuelta y desapareció en la oscuridad.
—¡Dios sea loado! —gritó Ta-Kominion—. El Señor Shardik nos salvó de ese demonio. Este… este es tu signo, Kelderek. ¡Nuestra voluntad es la voluntad de Shardik, nuestro plan triunfará! ¡Basta de juegos de niños en la costa para ti, muchacho! ¡Tú y yo gobernaremos en Bekla! ¿Qué te hace falta? Dime y lo tendrás una hora antes del amanecer.
La Tuguinda se volvió hacia Kelderek.
—¿De qué plan habla? —preguntó.
—El señor Ta-Kominion dirigirá nuestro pueblo contra Bekla, säiyet, para ganar lo que es nuestro por antiguos derechos. Han cruzado el Telthearna…
—Ahora ya deben estar en camino —dijo Ta-Kominion.
—Y nuestra parte, säiyet —siguió diciendo Kelderek, muy serio— consiste en llevar allá al Señor Shardik, tú y yo. El barón nos dará unos artesanos que fabricarán una jaula con ruedas y los hombres para que la arrastren…
Él se detuvo un momento y encontró la incrédula mirada de ella; pero ella no dijo nada y él prosiguió.
—Habrá que darle una droga, como en los primeros días. Sé que será difícil, peligroso también, pero no tengo miedo. Por el bien del pueblo…
—En mi vida he oído una tontería semejante —dijo la Tuguinda.
—¡Säiyet!
—La cosa no se hará. Es claro que tú no sabes nada ni del Señor Shardik ni de la verdadera naturaleza de su poder. Él no es un arma o una herramienta que pueda usarse para satisfacer la codicia mundana de los hombres. No… —Y levantó la mano en el momento en que Ta-Kominion iba a hablar—. Ni siquiera por las ventajas materiales que podría haber en eso para Ortelga. Lo que a Dios le plazca trasmitirnos por medio de Shardik es algo que debemos estar preparados a recibir con una humildad y gratitud. Si el pueblo cree en Shardik, eso es una bendición para él. Pero tú y yo, ni determinamos ni conferimos esa bendición. Di una droga al Señor Shardik para salvarle la vida, pero no habrá de ser anestesiado para que lo metan en una jaula y se lo lleven a Bekla.
Ta-Kominion permaneció un rato en silencio, mientras los dedos de su brazo lastimado, en el cabestrillo, tecleaban sobre su costado izquierdo. Finalmente dijo:
—Hace ya mucho tiempo, säiyet, cuando Shardik fue traído a los Arrecifes… ¿Cómo se lo trajo, si se permie preguntar? …¿No fue traído gracias a un narcótico y a la fuerza?
—Esos fueron medios usados para un fin señalado por Dios, y para que sus siervos pudieran servirlo. Tú intentas convertirlo en un instrumento de muerte para afirmar tu poder.
—El tiempo es corto, säiyet. No tengo tiempo para discutir.
—No hay nada que discutir.
—Nada —contestó Ta-Kominion en voz baja y dura. Avanzó y asió con fuerza a la Tuguinda por las muñecas—. Kelderek: tendrás tus artesanos dentro de dos horas, aunque el hierro y parte del material pesado pueda llevar más tiempo. Recuerda: todo depende de la firmeza. No debemos fallar al pueblo… tú y yo.
Por un instante miró a Kelderek, y su mirada decía: «¿Eres un hombre, como sostienes, o eres un niño crecido bajo la férula de una mujer?». Luego, sin soltar la muñeca de la Tuguinda, llamó a los sirvientes, que avanzaron con incertidumbre desde los matorrales del otro lado del sendero.
—Numiss —dijo Ta-Kominion— la säiyet vuelve con nosotros para encontrarse con el Señor Zelda y el ejército en el camino. —Sacó el brazo del cabestrillo de cuero—. Toma esto y átale las muñecas detrás de la espalda.
—Señor… señor… —balbuceó Numiss—. Tengo miedo…
Sin decir más, Ta-Kominion, con los dientes apretados por el dolor que sentía en el brazo, ató firmemente los brazos de la Tuguinda a su espalda. Después puso el extremo libre de la correa en las manos de Numiss.
Mientras tanto sostenía el cuchillo con los dientes, evidentemente dispuesto a usarlo, pero ella no se resistió, sino que permaneció en silencio con los ojos cerrados y sólo apretó los labios cuando la correa le lastimó las muñecas.
—Ahora partiremos —dijo Ta-Kominion— créeme, säiyet, lamento esta afrenta a tu dignidad. No deseo verme obligado a taparte la boca, de tal modo que… te ruego… que no haya gritos de auxilio.
En la casi oscuridad que reinaba después de ponerse la luna, la Tuguinda se dio vuelta y miró a Kelderek. Por un instante los ojos de él encontraron la mirada de ella, y luego bajaron al suelo: él no la miró cuando oyó los pasos de ella alejándose por el sendero. Y, cuando miro, tanto ella como Ta-Kominion estaban a cierta distancia. Kelderek corrió tras ellos. Ta-Kominion se volvió velozmente, con el cuchillo en la mano.
—¡Ta-Kominion! —Estaba jadeando—. ¡No la lastimes! ¡Ella no debe ser ni maltratada ni lastimada! ¡Ella no debe sufrir ningún daño! ¡Prométemelo!
—Te lo prometo, Gran Sacerdote del Señor Shardik en Bekla.
Kelderek siguió vacilante, esperando a medias que ella dijera algo, pero ella no dijo nada y pronto se desvanecieron entre la niebla del amanecer y la tiniebla del valle. Una vez oyó la voz de Ta-Kominion; después quedó en soledad. Desde la ladera oyó que lo llamaban por su nombre. Dándose vuelta, vio la alta figura de Rantzay que bajaba con seis o siete de las muchachas. Inmediatamente sus temores se disiparon y fue al encuentro de ellas, con la cabeza clara y lleno de decisión.
—Zilthé nos dijo, señor, que el Señor Shardik ultimó al traidor de Ortelga. ¿Todo está bien? ¿En dónde están la Tuguinda y el joven barón?
—Han… han vuelto juntos al valle. El ejército ya está en marcha y han ido a juntarse con él. La voluntad del Señor Shardik es que nos unamos al ejército que va a Bekla. Debemos cumplir, tú y yo, con esa voluntad. Y no hay tiempo que perder.
—¿Qué hemos de hacer, señor?
—¿Siempre tienes el somnífero en el campamento, el remedio que usábamos para curar al Señor Shardik?
—Tenemos ese remedio y otros, señor, aunque no en cantidad.
—Basta con un poco. Debes buscar al Señor Shardik e insensibilizarlo con esa droga. ¿Qué se podría hacer?
—Se le puede dar en la comida, señor. Si no es así, tendremos que esperar a que se duerma y pincharlo. Eso es muy peligroso, pero se puede intentar.
—Tienes hasta la puesta del sol. Si puede ser traído aquí en una u otra forma, tanto mejor. Vale decir, no debe quedarse dormido en medio de la selva o todo va a fracasar.
Rantzay frunció el ceño y meneó la cabeza ante la dificultad de la tarea. Ya se disponía a hablar cuando Kelderek la detuvo.
—Tiene que ser intentado, Rantzay. Si es la voluntad de Dios —y yo sé que lo es— la cosa saldrá bien. En cualquier forma, el Señor Shardik debe estar insensibilizado a la puesta del sol.
En ese momento se volvieron conscientes de un ruido confuso, que llegaba de lejos y era tan leve que sólo podía ser oído cuando no soplaban las brisas del amanecer. Se pusieron a escuchar y el rumor creció, hasta que por fin distinguieron sonidos metálicos y voces humanas.
La vanguardia del ejército de Ta-Kominion avanzaba por el valle. Kelderek habló rápidamente.
—Deja de lado toda duda, Rantzay, y obra con la creencia firme de que la cosa puede hacerse. Entonces todo saldrá bien. Voy a verme con el señor Ta-Kominion. Volveré más tarde y me encontrarás aquí. Sheldra y Neelith: venid conmigo.
Mientras bajaba la cuesta entre las dos muchachas silenciosas, en busca del tumulto que marchaba a su encuentro, sintió que sus plegarias interiores volvían a ser musitadas. Si tenía razón o no, sólo iba a saberse por el resultado. Pero Ta-Kominion estaba seguro que el propósito divino de Shardik era llevar el ejército a la victoria. «Tú y yo gobernaremos en Bekla». «Y cuando llegue ese día —pensó— sin duda la Tuguinda entenderá que todo lo que se hizo fue bien hecho».