16
La punta y la carretera

Sin un instante de vacilación, Kelderek se precipitó a las aguas profundas. Inmediatamente —casi antes de que sus hombros hubieran quebrado la superficie— sintió que la corriente envolvía su cuerpo y lo arrastraba hacia abajo. Durante unos instantes se debatió, asustado al darse cuenta de que nada podía hacer. Luego, torpemente, se puso a nadar, doblando el pescuezo para mantener la cabeza fuera del agua, chapaleando con los brazos y subiendo y bajando con sacudidas cortas. Al mirar por delante, sus ojos empañados por el agua sólo podían distinguir la forma del oso como un fardo arrastrado en una inundación.

No tardó en darse cuenta que algún remolino del río lo estaba llevando hacia el centro, donde la corriente era aún más rápida.

Trató de mirar a su alrededor en busca de una rama flotante o algo de qué agarrarse, pero no vio nada. Sus pies tocaron un objeto enredado, algo parecido a un colchón, flexible y desparejo, y cuando trató de librarse sintió una puntada de dolor que le subió por la pierna y que desapareció tan velozmente como una llamarada. Un instante después estaba girando en un remolino, tragó agua, se hundió y, cuando la cabeza emergió de nuevo, se encontró con que seguiría siendo arrastrado corriente arriba. Las mujeres entre los juncos eran ahora figuras lejanas y confusas, aparecían y desaparecían cuando sus ojos emergían o se hundían. Trató de darse vuelta y mirar hacia adelante; y, al hacerlo, oyó sobre las aguas una llamada: «¡Kelderek! ¡A la orilla!».

Ta-Kominion nadaba detrás de él, a igual distancia entre el punto en donde él estaba y la orilla que habían dejado. Aunque parecía mantenerse más fácilmente que Kelderek, era de todos modos claro que no tenía mucho aliento para hablar. Levantó un brazo y con un gesto señaló en dirección a los juncos, pero luego volvió a su tarea. Kelderek se dio cuenta que estaba tratando de alcanzarlo, pero que no podía hacerlo a causa de la corriente más lenta junto a la costa. Lo cierto es que la distancia entre ellos aumentaba. Ta-Kominion levantó la cabeza y, al parecer, gritó de nuevo, pero Kelderek nada pudo oír fuera de su propio jadeo, y al chapaleo del agua. Luego en un momento en que pudo levantarse un segundo, captó débilmente las palabras… «¡orilla antes de la punta!».

Al entender lo que el barón quería decir, el miedo se apoderó de él.

Si era arrastrado más abajo de Ortelga, ya no podía esperar llegar con vida a la orilla.

Empezó a patear y a esforzarse por mantenerse en la superficie, jadeando y cansándose cada vez más. ¿Qué distancia había ahora hasta la punta? La ribera de la derecha, la de tierra firme, parecía estar más cerca que la de Ortelga, pero ¿cómo era esto posible? Entonces reconoció el lugar. Los juncos habían sido cortados y dejaban ver una extensión de agua abierta, más allá de la cual, sobre la orilla de la costa, se erguía un árbol zoán. Parecía alto y lejano, mucho más que la última vez que lo había visto, al volver a Ortelga en su balsa. Se acordó del shendron, que tal vez estaba oteando en este mismo momento entre las frondas plateadas. Pero el shendron, por muy vigilante que fuera, nunca iba a poder verlo. Él no era nada más que resaca, un punto que se movía entre la luz gris y el agua gris de la primera mañana.

¡Dios mío, pero había algo más, algo más que el shendron no podía dejar de ver! Un poco detrás, pero directamente entre él y el árbol zoán, Shardik avanzaba como una nube por el cielo pálido. No había ninguna conmoción en el agua que lo rodeaba y su larga mandíbula estaba a medias sumergida; sólo emergían los hoyos de la nariz, como los de un caimán. Mientras el cazador miraba, el oso volvió la cabeza y, al parecer, también lo miró.

Al notar esto, pese a su desesperación, Kelderek sintió de nuevo el retorno del impulso de bravura que lo había llevado a precipitarse al río en busca de Shardik. Shardik lo había llamado con algún propósito que él conocía. Shardik tenía poder de proteger y de salvar a quienes le daban todo, sin dudar de nada. Si tan sólo pudiera llegar hasta Shardik, Shardik no lo iba a abandonar. Y cuando el árbol zoán ya no fue visible para él, se puso con sus últimas fuerzas a nadar hacia la costa, cruzando la corriente. Lenta, muy lentamente, empezó a ponerse paralelo al oso. A medida que entraba en la corriente más lenta, la distancia entre ellos disminuía, hasta que por fin estuvieron flotando lado a lado, separados por unos pocos metros.

No podía hacer más. Estaba exhausto. Sólo era consciente de las aguas profundas por debajo, del miedo de ahogarse y de la presencia de Shardik. No veía ni cielo ni orilla. «Acepta mi vida, Señor Shardik. No lamento nada de lo que hice por ti». Perdía el poder del pensamiento, se hundía, ya no respiraba: con los brazos hacia arriba, los dedos tratando de aferrarse a lo negro, ya en la muerte, sintió una vez más el pelo enmarañado, el costado de Shardik tal como lo había sentido al caminar junto a él un anochecer en la selva y al dormir junto a él, seguro por su presencia.

La oscuridad se abrió. Retomó el aliento y aspiró aire. La luz del sol resplandecía sobre las aguas y brillaba en sus ojos. Estaba aferrado al costado de Shardik, sostenido por las manos, bamboleándose a uno y otro lado, mientras junto a él una de las grandes patas traseras hendía las aguas tan velozmente como un golpe de rueda de molino. Apenas consciente al principio de lo que había ocurrido, sólo supo que estaba vivo y que aún podía llegar a la orilla antes de dejar atrás la ciudad.

El oso no había dado vuelta la cabeza ni había tratado de librarse de él: parecía no haberlo advertido siquiera. Se sintió asombrado por esta indiferencia. Luego, como si la cabeza y la vista se hubieran aclarado, sintió que el animal tenía otra intención, algún propósito propio. Se estaba volviendo hacia la orilla, a la izquierda, y nadaba con más vigor. No podía ver por encima de la línea de la espalda, pero cuando giró un poco más pudo ver tierra por encima del hombro. Un instante después ya estaba vadeando. Dejó que cayeran sus pies, tocó fondo y se encontró de pie, hundido casi hasta los hombros, sobre piedras firmes.

El oso y el hombre llegaron juntos, cerca de unos carbones que habían encendido para cocinar, y que ya estaban fríos, junto a un grupo de cabañas de almacenaje y habitaciones para sirvientes cerca del Sindrad. Shardik, en su apresuramiento, apartaba el agua vigorosamente, chapaleando y esforzándose en los playos como si estuviera persiguiendo una presa. De repente Kelderek entendió lo que ocurría. El oso estaba hambriento, desesperado por encontrar comida a cualquier precio. Algo le había hecho regresar del Cerco Muerto, pero de todos modos tenía que haber olido algo comestible cuando estaba en la selva, y por esto se había metido en el río. Recordó que Bel-ka-Trazet le había dicho antes de dejar a la Tuguinda: «Si empieza a molestar a Ortelga, te juro que lo haré matar».

Tambaleándose y todavía ahogado a medias, él se puso a seguir a Shardik por la barranca de la orilla, pero tropezó y cayó de pleno. Por unos instantes quedó inerte, pero luego se incorporó sobre un codo. Al hacerlo, dos hombres aparecieron detrás de la cabaña más cercana, con una marmita de hierro que llevaban entre los dos, marchando en dirección al agua. Tenían ojos nublados y estaban despeinados: fregones arrancados de la cama para hacer las primeras tareas del día. El oso estuvo casi encima de ellos antes de que levantaran la mirada y lo pudieran ver. La marmita cayó sobre las piedras con un ruido explosivo y, por unos segundos, ellos miraron absortos, fijados en grotescas actitudes de espanto y de terror. Luego, chillando, se dieron vuelta y echaron a correr. Uno desapareció por donde había venido. El otro, loco de terror, se llevó por delante la pared de la cabaña, se golpeó la cabeza y quedó mareado, bamboleándose sobre sus pies. Shardik se acercó, desde atrás, y lo golpeó. El golpe derribó al pobre desgraciado contra la paja y el barro de la pared de la cabaña, rompiéndola y abriendo una hendidura. Shardik golpeó una segunda vez y la pared se derrumbó, cayendo con parte del techo. El aire estaba lleno de polvo y del humo de una cocina recién encendida, enterrada bajo las ruinas. Las mujeres chillaban, los hombres coman y gritaban. Un hombre corpulento, con un delantal de cuero y un martillo en la mano apareció de repente en medio del tumulto, miró un instante, quedó petrificado de horror y se fue. Por encima del alboroto se elevaba el aterrador gruñido de Shardik: sonaba como un rodar hacia abajo de piedras pesadas por una ladera de montaña.

Kelderek, que observaba desde el lugar en que había caído, vio que el oso se escurría en medio del humo y la confusión. De repente sintió unas manos en las axilas y una voz que le gritaba al oído:

—¡Levántate, Kelderek! ¡Levántate, hombre! ¡No hay tiempo que perder! ¡Sígueme!

Ta-Kominion estaba junto a él: sus largos cabellos goteaban agua mientras trataba de poner a Kelderek sobre sus rodillas. En la mano izquierda tenía un puñal largo y puntiagudo.

—¡Vamos, hombre! ¿No tienes ningún arma?

—Sólo esto —y mostró el cuchillo de Sheldra.

—¡Con eso basta! ¡Ya encontrarás algo mejor!

Se precipitaron sobre las ruinas chamuscadas. Vieron el cuerpo echado de un hombre, con la columna vertebral rota, como un arco reventado. Más allá, el oso estaba arrastrando un costillar de oveja que había sacado de debajo de los cascotes de una segunda cabaña. Un poco más lejos cuatro o cinco hombres, a punto de huir, habían dado vuelta la cabeza y miraban por encima del hombro.

Ta-Kominion saltó encima de una pila de leña y gritó:

—¡Shardik! ¡El señor Shardik ha venido!

A su alrededor el tumulto aumentó aún más cuando toda la población empezó a despertarse ante la alarma. No cabía duda que eran los que habían estado esperando su retomo. Ya algunos hombres se juntaban en torno a él, algunos armados, otros semidesnudos, recién salidos de sus camas, aferrados a hachas, mazos, picas y a lo primero que habían encontrado a mano.

Ta-Kominion asió la parte no quemada de un pilón que ardía entre las ruinas y lo levantó sobre su cabeza. La segunda cabaña se había incendiado y el humo había empezado a oscurecer la luz del sol. A medida que aumentaba el calor y el ruido, Shardik, interrumpido en su tarea con la oveja, se sintió inquieto. Al principio lanzó una mirada en derredor, desafiando el extraño ambiente a medida que saciaba su hambre, agazapándose en la actitud que toma un gato que se dispone a desgarrar y morder un pedazo de carne. Cuando el aire oscurecido empezó a temblar y las cenizas a volar hacia el río, Shardik dio unos pasos hacia atrás y levantó el labio, dando un manotazo a una chispa que le había caído sobre una oreja. Luego, cuando el poste central de la segunda cabaña cayó de pleno con un ruido de árbol que cae, se dio vuelta, con el pedazo de carne siempre en la boca, y tomó el camino de la orilla.

Ta-Kominion rodeado ahora por una multitud vociferante, señaló con su daga y levantó la voz por encima del alboroto.

—¡Ahora habéis visto con vuestros propios ojos! ¡El Señor Shardik ha vuelto con los suyos! ¡Seguidme y luchad por Shardik!

—¡Se va, se va! —gritó una voz.

—¿Se va? ¡Por supuesto que se va! —dijo Ta-Kominion—. ¡Va a donde habremos de seguirlo… a Bekla! ¡El ya sabe que Ortelga es prácticamente suya! ¡Os está tratando de decir que no debéis perder tiempo! ¡Seguidme!

—¡Shardik, Shardik! —gritaba la Multitud. Ta-Kominion se puso a la cabeza de ellos y enderezó hacia el Sindrad. Kelderek oyó los gritos, que se convertían en un rugido. Nuevo humo se levantó, seguido por los ruidos, inconfundibles de una refriega, órdenes, entrechoque de armas, palabrotas y los gritos de hombres heridos. Recogió una estera tejida de trabazón recia, que estaba entre una pila de leña, y se la ató al brazo izquierdo para usarla como escudo. La tarea no era fácil y tuvo que arrodillarse y tironear y forcejear el entretejido de mimbre.

Al levantar la mirada, encontró a Tuguinda a su lado. Tenía la ropa seca, pero la ceniza negra, polvorienta, que flotaba en el aire, le había tiznado la cara y los brazos y ensuciado el pelo. Aunque llevaba un arco ya preparado y unas cuantas flechas, parecía indiferente a la pelea, que estaba llenando toda la ciudad con su clamor. No dijo nada, pero se quedó de pie mirándolo.

—Debo ir a luchar, säiyet —dijo él—. El joven barón va a creer que soy un cobarde. Tal vez esté apurado… no lo sé.

Ella no dijo nada y él se detuvo, mirándola y al mismo tiempo tratando de meter el brazo izquierdo más adentro de la abertura que había hecho en la estera.

—El Señor Shardik se va de Ortelga —dijo finalmente la Tuguinda.

—Säiyet, la lucha…

—Su trabajo aquí ha terminado… cualquiera que haya sido.

—¡Puedes oír que no es así! ¡No me detengas, säiyet, te lo ruego!

—Este puede ser el trabajo de otros. No es el nuestro.

Él la miró.

—¿Qué es nuestro trabajo? ¿No es acaso luchar por el Señor Shardik?

—Seguir al enviado de Dios.

Ella se dio vuelta y tomó el camino del río. Siempre vacilando, él vio que se agachaba y recogía algo entre las cenizas de la cabaña quemada. Ella quedó quieta un momento, pesando el objeto en la mano, y cuando se movió él pudo ver que era una cuchara de madera. Luego la Tuguinda se fue alejando entre el humo, bajando la pendiente de la costa. Kelderek dejó caer su estera, metió el cuchillo en el cinturón y la siguió. En la ribera Rantzay y Sheldra esperaban junto a la canoa que yacía entre los guijarros. Estaban contemplando el río y no le prestaron atención. Él siguió la mirada de ellas y vio a Shardik que estaba chapaleando en dirección de la tierra firme. Cerca, protegiéndose los ojos de la resolana, la Tuguinda estaba de pie en una foca chata y cuadrada que emergía de las aguas playas. Él le tomó el brazo y los dos se pusieron a seguir a Shardik a través del estrecho.