15
Ta-Kominion

Kelderek se acurrucó para escuchar en lo oscuro. No había luna y la selva, por arriba, no dejaba ver las estrellas. Podía oír los movimientos del oso a través de los árboles, e intentó una vez más adivinar si se estaba alejando. Pero volvió el silencio, interrumpido tan sólo por el vibrante croar de las ranas en la lejana orilla. Al cabo de cierto tiempo sus oídos aguzados captaron un sordo gruñido. Exclamó: «¡Paz, Señor Shardik! ¡Paz, Señor mío!». Y se echó a tierra, esperando que el oso descansara al sentir que él estaba tranquilo. Pronto se dio cuenta que sus dedos se metían en el suelo blando, que estaba muy nervioso, dispuesto a ponerse de pie de un salto. Tenía miedo: no sólo del Señor Shardik cuando estaba en el presente estado de ánimo, incierto y suspicaz, sino también porque sabía que el mismo Shardik estaba inquieto y él no sabía por qué.

Por varios días el oso había vagado por los bosques y los lugares abiertos de la isla, siempre en dirección al Este, corriente abajo, hacia Ortelga, que estaba más allá de la maraña de trampas y empalizadas. De noche y de día sus devotos lo seguían.

El mismo Kelderek permanecía constantemente cerca del oso, observando todo lo que hacía, atento a sus estados de ánimo y sus modos, a su hábito aterrador de bambolearse cuando estaba excitado o enojado. Cada atardecer se repetía el Canto, las mujeres formaban el amplio semicírculo alrededor del oso, a veces blanda y simétricamente en terreno abierto, a veces con más dificultades entre árboles o declives rocosos. En los primeros días la mayor parte de la gente del campamento, extática y llena de alegría y maravilla ante el retorno de Shardik, venía a ofrecerse, ansiosa por mostrar su devoción, que era mayor que su temor, y poner a prueba las ancestrales habilidades que habían aprendido en los Arrecifes y que nunca habían creído que iban a practicar. En la cuarta tarde, cuando las cantantes habían formado un círculo en torno a un bosquecillo cerca de la costa, el oso irrumpió desde la maleza y dio un manotazo a la sacerdotisa Anthred, que casi le dividió el cuerpo en dos. Anthred murió en seguida. El Canto cesó, Shardik se internó en la selva y no fue antes del mediodía del día siguiente que Kelderek, después de haberlo rastreado personalmente varias horas, lo encontró al pie de un banco pedregoso en el otro extremo de la isla. Cuando la Tuguinda llegó al lugar, avanzó sola y oró de pie hasta que fue evidente que Shardik no la iba a atacar. Esa noche ella dirigió los cantos, moviéndose sin premura y con gracia, como una mujer joven, cada vez que el oso se le acercaba.

Shardik pareció acostumbrarse al cuidado de las mujeres y a veces casi desempeñaba su papel, irguiéndose muy derecho y mirándolas, o avanzando y retrocediendo como si quisiera poner a prueba el dominio que ellas tenían de la situación. Tres o cuatro —Sheldra entre ellas— lograron mostrar firmeza en su presencia; otras, después de unas pocas noches no fueron capaces de dominar su miedo. A estas Kelderek les permitía respiros, y las llamaba alternadamente, una después de otra, para que cumplieran con sus deberes del mejor modo posible. Cuando empezaba el Canto, él las observaba atentamente, pues Shardik era muy sensible a los signos de miedo que, al parecer, lo enojaban: las miraba con aire a medias inteligente, a medias feroz, hasta que la víctima, consumidos sus últimos jirones de valor, salía del círculo y se iba apabullada, llorando de vergüenza. Siempre que podía, Kelderek evitaba este enojo y sacaba a la muchacha del círculo antes de que el oso se enfrentara con ella. Arriesgaba todos los días su vida, pero Shardik nunca llegaba ni siquiera a amenazarlo, y estaba muy tranquilo cuando el cazador se acercaba a traerle comida o a examinar sus heridas ya casi curadas. Lo cierto es que, a medida que pasaban los días, pensamientos recurrentes sobre Ortelga y el Gran Barón empezaron a inspirarle más miedo que el mismo Señor Shardik. Cada día se volvía más difícil encontrar y matar la caza que hacía falta, y él se dio cuenta que, en la marcha hacia el Este de la isla, ya estaban muy cerca de haber agotado sus recursos, nunca abundantes. Siempre que sus excursiones los llevaban hasta la orilla meridional, la costa del Telthearna parecía más cerca a través del estrecho que se enangostaba. ¿A qué distancia estaban ahora de Ortelga? ¿Qué clase de vigilancia estaba haciendo Bel-ka-Trazet de ellos, y qué ocurriría cuando llegaran —y por último debían llegar— al Cerco Muerto, con su maraña de trampas ocultas? Aún en el caso de que él lograra de algún modo que Shardik tomara el camino de vuelta, ¿qué tenían por delante, fuera del hambre? Diariamente, mientras las mujeres miraban, él y la Tuguinda se paraban ante el oso y rezaban en voz alta: «¡Revela tu poder, Señor Shardik! ¡Muéstranos lo que debemos hacer!». A solas con la Tuguinda, Kelderek hablaba de su ansiedad, pero siempre encontraba una fe calma e impávida que, en el caso de otra persona, le habría hecho perder la paciencia.

Ahora, acurrucado en lo oscuro, se sentía lleno de dudas e incertidumbre. Por primera vez desde que lo había encontrado en el pozo, estaba consciente de que le tenía miedo a Shardik. Durante todo el día no había matado ni un solo animal y al atardecer el oso había demostrado una ferocidad tan aterradora que el Canto se había interrumpido, crispado y poco propicio. Cuando sobrevino la noche, Shardik ya se había internado en la tupida selva. Kelderek, llegando a Sheldra, lo siguió como pudo, esperando en cualquier momento convertirse en presa de la fiera.

Después de un rato Sheldra se quedó dormida, pero él siguió escuchando atentamente cualquier mínimo rumor en la oscuridad. A veces creía poder oír la respiración del oso o el susurro de las hojas movidas por sus garras. A medida que pasaban las horas se volvió intuitivamente consciente de que el humor del oso había cambiado. Ya no estaba enfurruñado y dispuesto a atacar, sino inquieto.

Se puso de pie y gritó una vez más: «¡Paz, Señor Shardik! ¡Tu poder es de Dios!».

En aquel momento, desde algún lugar en la oscuridad, un hombre silbó. Kelderek se puso tenso. Sintió la sangre que le latía en la cabeza: cinco, seis, siete, ocho. Luego, muy bajo pero distintamente, el hombre que silbaba repitió el refrán de una canción: Senandril na kora, senandril na-ro.

Un instante después Sheldra le agarró la muñeca.

—¿Qué pasa, señor?

—No sé —murmuró él—. Espera.

La muchacha ajustó el arco sin producir el menor ruido y luego llevo la mano de él hasta la empuñadura del cuchillo que tenía en el cinturón. Él lo extrajo y avanzó. Muy cerca, a su izquierda, el oso gruñía y tosía. La idea del Señor Shardik, atravesado por las flechas de enemigos invisibles lo llenó de prisa y cólera desesperadas. Empezó a deslizarse más velozmente por entre los matorrales. Inmediatamente, desde la oscuridad que estaba a su derecha, una voz baja preguntó:

—¿Quién anda ahí?

Quienquiera que fuera, lo cierto es que él estaba ahora entre ese ser y Shardik. Escudriñando, sólo pudo percibir los troncos negros de los árboles contra una oscuridad más pálida, el cielo abierto por encima del río. Un viento leve movía las hojas y una estrella titilaba.

Hasta él llegó el rumor de un movimiento parecido al suyo propio, un frotar de palos y un roce de follaje. De repente vio lo que había estado esperando: un resplandor instantáneo entre dos troncos de árbol, tan cerca que quedó confundido.

¿Diez pasos… ocho? Le pasó por la cabeza que tal vez Bel-ka-Trazet estaba cerca, y en ese instante recordó la treta del Barón junto al estanque, cuando había despistado al oso. Sus dedos tantearon buscando una piedra, pero no pudieron encontrarla; en cambio, apretaron un puñado de tierra mojada y lo arrojaron al espacio entre los troncos de árboles. El puñado de tierra cayó produciendo una agitación de hojas y, en ese momento, él se lanzó hacia adelante. Fue a chocar contra la espalda de un hombre, un hombre alto, porque su cabeza golpeó contra los hombros de él. El hombre lo rechazó y Kelderek, echándole un brazo sobre el pescuezo, lo empujó hacia atrás. El hombre cayó pesadamente encima de él y Kelderek logró desasirse, enarbolando el cuchillo de Sheldra.

El hombre no había emitido ni un solo sonido y Kelderek pensó: «Está solo». En ese instante se sintió menos desesperado, pues Bel-ka-Trazet estaba demasiado bien informado para enviar un hombre solo a atacar al Señor Shardik y a sus secuaces armados y leales. Apretó la punta del cuchillo contra la garganta e iba a llamar a Sheldra cuando el hombre habló por primera vez.

—¿Dónde está el Señor Shardik?

—¿Eso qué tiene que ver contigo? —preguntó Kelderek, echándolo hacia atrás cuando el hombre trató de sentarse.

—¿Quién eres?

El hombre, asombrosamente, rió.

—¿Yo? Oh, soy un tipo que viene de Ortelga, por el lado del Cerco Muerto, con la idea de que me van a romper la cabeza por silbar en la oscuridad. ¿Fue el Señor Shardik que te enseñó a apretarle el pescuezo a un hombre desde atrás, como con una pata de Deel-guy?

Asustado o disimulando su susto, lo cierto es que no parecía tener apuro por escapar.

—¿Llegaste por el Cerco Muerto de noche? —preguntó Kelderek, sorprendido a pesar suyo—. ¡Estás mintiendo!

—Como prefieras —contestó el otro—. Ahora ya no importa. Pero en caso de que 110 lo sepas, tú mismo estás a muy pocos metros del Cerco. Si el viento cambia, podrás oler el humo de Ortelga. Grita con fuerza y el shendron más cercano te oirá.

¡Esta era, pues, la causa de la inquietud y el receloso miedo de Shardik! Sin duda había husmeado la ciudad. ¿Y si llegaba hasta el Cerco Muerto antes de la mañana? «Que Dios lo proteja —pensó Kelderek—. Cuando llegue el día, puede volver. Y si no vuelve, yo mismo iré a buscarlo hasta el Cerco».

Le pasó también por la cabeza que, por la mañana, el oso iba a estar bastante hambriento y, por lo tanto, era aún más feroz y peligroso. Pero apartó ese pensamiento y habló una vez más al extraño.

—¿Por qué has venido? —preguntó—. ¿Qué buscas?

—¿Tú eres el cazador, el hombre que vio por primera vez a Shardik?

—Mi nombre es Kelderek. A veces llamado Zenzuata. Fui yo quien llevó a la Tuguinda las nuevas del Señor Shardik.

—Entonces ya nos conocemos. Nos hemos visto en el Sindrad la noche en que te fuiste a Quiso. Yo soy Ta-Kominion.

Kelderek se acordó del barón alto y joven que había estado sentado a la mesa y, con unas copas de más, había chacoteado.

—¿De modo que Bel-ka-Trazet te envió a que me asesinaras? —dijo—. ¿Y ahora me encuentras menos indefenso de lo que esperabas?

—Bueno, hasta ahora tienes razón —contestó Ta-Kominion—. Es verdad que Bel-ka-Trazet trata de matarte y es cierto que yo por eso estoy aquí. Pero escúchame, Kelderek Juega-con-los-Niños. Si crees que yo he venido sólo a través del Cerco Muerto contando con la remota posibilidad de encontrar a un hombre en kilómetros y kilómetros de selva para matarlo, debes creer que soy brujo. No: he venido a buscarte porque quiero hablar contigo; y vine por tierra y en la oscuridad porque no quena que Bel-ka-Trazet lo supiera. No tenía idea de dónde podías estar, pero al parecer he tenido suerte: si se llama suerte un pescuezo maltrecho y un golpazo en el hombro. Dime ahora: ¿está aquí el Señor Shardik?

—No está más lejos que un tiro de arco. No digas nada malo de él, Ta-Kominion, si quieres vivir.

—Tienes que entenderme mejor, Kelderek. Estoy aquí como enemigo de Bel-ka-Trazet y amigo del Señor Shardik. Déjame que te cuente algo de lo que ha estado ocurriendo en Ortelga desde que te fuiste.

—¡Espera! —Kelderek asió el brazo del hombre. Los dos se acurrucaron y escucharon: oyeron a Shardik moviéndose en la selva—. ¡Sheldra! —gritó Kelderek—. ¿Qué camino tomó?

—¡Está volviendo, señor, por el mismo camino por el que vino! ¿Debo ir a decírselo a la Tuguinda?

—Sí, pero trata de no perderlo de vista en caso de que se aleje más.

—Bueno —dijo Ta-Kominion después de unos instantes— veo que te obedecen, señor Kelderek. Si todo lo que oigo es cierto, lo mereces. Bel-ka-Trazet les dijo a los barones que tú lo habías golpeado.

—Tiré una piedra. Él iba a matar al Señor Shardik, que estaba indefenso.

—Es lo que dijo. Nos habló de la locura y el peligro de permitir que la gente creyera que el Señor Shardik había vuelto. «Esas mujeres van a ser nuestra perdición —dijo— con ese oso medio chamuscado que han conseguido. Dios sabe toda la basura supersticiosa que saldrá de esto si no se las pone en su lugar. Va a ser el fin de la ley y del orden». Envió hombres a la parte occidental de la isla a que te buscaran, pero al parecer tú te habías ido. Uno te siguió hasta el Este, casi hasta aquí, pero cuando volvió no fue a Bel-ka-Trazet que habló, sino a mí.

—¿Por qué?

Ta-Kominion puso una mano en la rodilla de Kelderek.

—La gente sabe la verdad —dijo—. Una de las muchachas de la Tuguinda vino a Ortelga, pero aún en el caso de que no hubiera venido, la verdad sopla entre las hojas y se insinúa entre las piedras. La gente está cansada de la dureza de Bel-ka-Trazet. Hablan secretamente del Señor Shardik y esperan que venga. Si fuera necesario, están dispuestos a morir por él. Bel-ka-Trazet sabe esto y tiene miedo.

—Bueno —contestó Kelderek— esa mañana en que dejó a la Tuguinda yo vi el miedo en sus ojos. Lo compadecí entonces y lo compadezco ahora, pero se ha puesto en contra del Señor Shardik. Si un hombre elige ponerse en el camino de un incendio, ¿puede apiadarse el incendio de él?

—Él cree…

Kelderek lo interrumpió.

—¿Qué quieres de mí, entonces?

—El pueblo y Bel-ka-Trazet no son la misma cosa. Ellos saben que el Señor Shardik ha vuelto a ellos. He visto hombres sencillos y decentes de Ortelga que lloraron de alegría y de esperanza. Están dispuestos a sublevarse contra Bel-ka-Trazet y a seguirme.

—¿Seguirte a ti? ¿Seguirte adonde?

En la soledad de la selva, Ta-Kominion bajó la voz aún más.

—A Bekla. Para volver a conquistar lo que es nuestro.

Kelderek contuvo el aliento.

—¿Hablas seriamente de atacar a Bekla?

—Con el poder del Señor Shardik, no podemos fallar. ¿Te unirás a nosotros, Kelderek? Dicen que no le tienes miedo a Shardik, y que eres capaz de convencerlo de lo que quieras. ¿Es cierto eso?

—Sólo en parte. Dios hizo de mí un vaso que pusieron en el pozo, de Shardik y una antorcha encendida con su fuego. Él me aguanta: de todos modos, estar cerca de él es vivir en el peligro.

—¿Podrías traerle a Ortelga?

—Ni yo puedo ni nadie puede mover al Señor Shardik. El es el Poder de Dios. Si la cosa está así ordenada, él irá a Ortelga. Pero ¿cómo podrá pasar el Cerco Muerto?, y ¿qué es lo que intentas hacer?

—Mis hombres están dispuestos a atacar ahora. Ellos le abrirán un camino en el Cerco: a lo largo de esta_ orilla… Es lo más fácil. Que venga el Señor Shardik conmigo y todos se unirán a nosotros. ¡Sí, a ti y a mí, Kelderek! En cuanto estemos seguros de Ortelga, marcharemos sin demora sobre Bekla, antes de que se enteren de las noticias.

—Hablas como si fuera fácil. Pero te repito una vez más: no puedo llevar al Señor Shardik de un lado a otro, como si fuera un buey. Él actúa de acuerdo a la voluntad de Dios, no de acuerdo a la mía. Y si lo hubieras enfrentado, lo entenderías.

—Déjame que lo enfrente, pues. Lo enfrentaré y le rogaré que nos ayude. No tengo miedo. Te digo, Kelderek, toda Ortelga está ansiosa por servirlo y nada más. Si yo le suplico, él me dará una señal.

—Está bien. Ven conmigo. Hablarás con la Tuguinda y enfrentarás tú solo al Señor Shardik. Pero si te mata, Ta-Kominion…

—Se da mucho, cuando se ofrece. Vine a ofrecer mi vida. Si la acepta, no habré de vivir una desilusión. Si me la da de vuelta, la usaré en su servicio.

Como contestación Kelderek se puso de pie y emprendió la marcha a través de la maleza. La noche estaba tan oscura, sin embargo, que le resultó imposible decir en qué dirección estaba el campamento.

Finalmente divisaron, todavía a cierta distancia, el resplandor de una fogata. Avanzaron cautelosamente, esperando en cualquier instante oír el llamado de alarma de una de las muchachas o encontrarse frente al mismo Señor Shardik, de caza, hambriento y colérico. Pero no encontraron a nadie y finalmente, al mirar en derredor, perplejo, Kelderek, comprendió que ya habían llegado a los aledaños del campamento. Caminaron lado a lado por el campo abierto, en el cual había ramas cortadas y ropas diseminadas, donde habían estado durmiendo las mujeres, hasta los restos de la hoguera, que nadie atendía.

La perplejidad de Kelderek se cambió en estupefacción. Él lugar estaba desierto. Al parecer no había absolutamente nadie en el campamento. Llamó:

—¡Rantzay, Sheldra! —y, al no recibir contestación, gritó—: ¿En dónde estáis?

El eco murió y, por unos instantes, sólo pudo oír a las ranas y el susurro de las hojas. Entonces tuvo respuesta.

—¡Señor Kelderek! —era la áspera voz de Rantzay, que venía del lado de la co ta—. ¡Ven en seguida, señor!

Nunca había sonado tan trastornada su voz. Echó a correr y, al hacerlo, se dio cuenta que estaba amaneciendo… Era bastante claro, por lo menos, como para ver el camino que llevaba al río. Cuando estuvieron cerca, pudo divisar las canoas y, más allá, las figuras de las mujeres envueltas en capas y formando un grupo; algunas de ellas parecían estar con el agua hasta la rodilla. Todas se abalanzaban, señalaban algo, movían las cabezas a uno y otro lado y escudriñaban entre los juncos. Junto a la alta figura de Rantzay reconoció la figura de la Tuguinda y corrió hasta ella.

—¿Qué pasa, säiyet? ¿Qué ha ocurrido?

Sin contestar, ella le tomó el brazo y lo llevó hasta las aguas bajas, entre los juncos que eran más altos que su cabeza.

La Tuguinda, poniéndole una mano en el hombro señaló corriente abajo un punto en que se formaba una onda muy ancha, en forma de cabeza de flecha, que quebraba la serenidad de la superficie. En la parte media, único ser viviente que era visible en la extensión de agua y de árboles, Shardik estaba nadando, con el hocico levantado hacia el cielo, mientras la corriente lo arrastraba hacia Ortelga.