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El señor Kelderek

Esa noche Kelderek durmió sobre el suelo desnudo junto a Shardik, sin pensar en fogatas o en comidas, en leopardos, serpientes u otros peligros de la oscuridad. Y tampoco pensó en Bel-ka-Trazet, en la Tuguinda o en lo que tal vez estaba pasando en el campamento. Así como Melathys había puesto el filo de la espada contra su pescuezo, del mismo modo estaba seguro Kelderek junto al oso. Cuando se despertaba en la noche veía la espalda como el alero de un techo, contra las estrellas, y volvía a dormir tranquilo y seguro. Cuando llegó la mañana, con su frío gris, y el piar de los pájaros en las ramas, abrió los ojos a tiempo para ver a Shardik que se alejaba entre los matorrales. Se levantó bruscamente, temblando de frío, flexionando los miembros y tocándose la cara con las manos, como si su espíritu absorto acabara de entrar en su cuerpo por primera vez. En alguna otra zona —era algo que él sabía— en alguna otra región, invisible pero no remota, insustancial pero más real que la selva y el río, Shardik y Kelderek eran un solo ser, el todo y la parte.

Meditabundo, no hizo ningún intento por seguir al oso, pero cuando éste se fue, se dio vuelta y fue en busca de sus compañeros.

Casi en seguida se encontró con Rantzay, que estaba sola en un claro, envuelta en una capa para protegerse del frío y apoyada en un báculo. Al acercarse él, ella torció la cabeza, llevándose la mano a la frente. La mano estaba temblando, pero él no pudo darse cuenta si era de miedo o de frío.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó con serena autoridad.

—Señor: una de nosotras permaneció junto a ti toda la noche, pues no sabíamos… no sabíamos qué podía ocurrir. ¿Dejas ahora al Señor Shardik?

—Por un poco de tiempo. Di a tres de las mujeres que lo sigan y que procuren no perderlo de vista. Una de ellas debe volver a mediodía con noticias de su paradero. Va a necesitar alimento, en caso de que él mismo no lo encuentre.

Ella volvió a tocarse la frente, esperó a que él se pusiera en marcha y lo siguió por el camino de vuelta hasta el campamento. La Tuguinda se había ido a bañar en el río y Kelderek comió solo. Neelith le sirvió la comida y la bebida en silencio, hincando una rodilla. Cuando finalmente vio a la Tuguinda que volvía, se acercó a saludarla. Inmediatamente las muchachas que estaban con ella retrocedieron y él pudo hablar con ella a solas junto a la cascada. Pero ahora era el cazador quien hacía las preguntas y la Tuguinda lo escuchaba atentamente y le contestaba con cuidado y sin reserva, como una mujer contesta a un hombre en quien tiene confianza porque sabe que puede guiarla y ayudarla.

—El Canto, säiyet —empezó a decir—. ¿Qué es el Canto y cuál es su función?

—Es uno de los antiguos secretos —contestó ella— de los días en que el Señor Shardik moraba en los Arrecifes. Se ha conservado desde aquellos días hasta ahora. Las que cantaban entonces, al ofrecer el Canto, ofrecían también sus vidas. Es por esto que ninguna mujer en Quiso ha recibido nunca una orden de cantar. La que decide ser cantante ha de ser movida por su propia voluntad y aunque le podemos enseñar lo que sabemos, siempre hay una parte que tiene que ver con la voluntad de Dios y la de ella.

Hasta el atardecer de ayer ninguna mujer viviente había tomado parte en la ofrenda del Canto al Señor Shardik. Di las gracias a Dios cuando vi que su poder no se había perdido.

—¿Qué es el poder?

Ella lo miró sorprendida.

—¡Tú sabes qué es, señor Kelderek Zenzuata! ¿Por qué pides palabras, por qué quieres marchar con muletas cuando lo has sentido que te salta y te quema en el corazón?

—Sé el efecto que me hizo el Canto, säiyet. Pero no me fue ofrecido a mí, anoche.

—No puedo decirte lo que ocurre en el corazón del Señor Shardik. En verdad, creo que de esto sabes tú ahora más que yo. Pero, como aprendí hace muchos años, esta es la manera en que nos acercamos a él y a Dios. Al adorarlo de esta manera echamos un puente angosto y tambaleante sobre el abismo que separa su naturaleza salvaje de la nuestra; y, de este modo, con el tiempo llegamos a ser capaces de caminar sin tropiezos a través del fuego de su presencia.

Kelderek pensó un rato en lo que acababa de oír. Finalmente preguntó.

—¿Entonces es posible controlarlo… dirigirlo. … por medio del Canto?

Ella meneó la cabeza.

—No: el Señor Shardik no puede ser dirigido, porque es el Poder de Dios. Pero el Canto, cuando es ofrecido reverentemente, con sinceridad y valor, es como ese poder que tenemos sobre las armas. Es algo que logra vencer por cierto tiempo su naturaleza salvaje y, cuando él se acostumbra, llega a aceptarlo como la debida adoración que le ofrecemos. Sin embargo, Kelderek —la Tuguinda sonrió—… señor Kelderek, no creas que ningún hombre ni mujer podría haber hecho lo que hiciste anoche sencillamente por obra del Canto. Shardik es siempre más peligroso que el relámpago, más imprevisible que el Telthearna cuando llegan las lluvias. Tú eres su Recipiente. O estarías ahora quebrado como el leopardo.

Säiyet ¿por qué dejaste escapar al Barón? El odia al Señor Shardik.

—¿Tenía que asesinarlo? ¿Tenía que vencer su duro corazón con otro más duro? ¿Qué podía salir de todo eso? Él no es un malvado y Dios todo lo ve. ¿Acaso no te oí a ti mismo cuando le rogaste que te perdonara?

—Pero… ¿crees que se contentará con dejar ir al Señor Shardik sin hacerle daño?

—Creo, como siempre he creído, que ni él ni nadie pueden* impedir que el señor Shardik cumpla lo que ha venido a cumplir y trasmita lo que ha venido a trasmitir. Pero digo de todos modos que, lo que ha de venir, habremos de esperarlo en un espíritu de humildad. Inventamos algún propósito y tratar de utilizar al Señor Shardik para ese propósito sería un sacrilegio y una locura.

—Eso me enseñaste, säiyet; pero ahora me atreveré también yo a darte un consejo. Debemos perfeccionar nuestro servicio del Señor Shardik como un hombre que prepara las armas con que sabe que debe luchar por su vida.

Porque tarde o temprano Shardik irá a Ortelga u Ortelga irá hacia Shardik. Y en ese día habrá de prevalecer o será aniquilado. Será una cosa o la otra, pero los resultados dependerán sólo de nosotros.