13
El canto

Durante todo ese día Shardik estuvo junto al arroyuelo, sombreado, cuando el sol cruzó el cénit, por la ladera de arriba y las ramas del melikon.

Las muchachas que fueron a Quiso volvieron antes de la medianoche, porque sin el largo desvío a través del río el viaje de vuelta era mucho más corto que el de ida. Trajeron nuevas cantidades de ungüentos, medicamentos y un narcótico hecho con hierbas. La Tuguinda misma administró éste al oso, embebiéndolo en delgados segmentos de tendriona. Durante unas horas el remedio no surtió efecto, pero hacia la mañana Shardik dormía profundamente y no se movió cuando le lavaron las quemaduras.

En la tarde del día siguiente, cuando Kelderek volvió de la selva, en donde había estado poniendo trampas, se encontró con Sheldra, que estaba en el campo abierto, a cierta distancia del campamento. Kelderek siguió la mirada de ella y vio, a lo lejos, la figura de una mujer desusadamente alta, envuelta en una capa, que avanzaba por la pendiente junto al arroyuelo. La reconoció como la mujer que llevaba la linterna, que él había encontrado una noche en la orilla de Quiso. Más lejos aún, junto al río, seis o siete mujeres iban sin duda al campamento: cada una de ellas llevaba una carga.

—¿Quién es ésa? —preguntó Kelderek, señalando con el dedo.

—Rantzay —contestó Sheldra sin mirarlo.

Kelderek no se sentía cómodo todavía con ninguna de las muchachas.

Sin embargo, no había desprecio hacia él en esta sombría reticencia.

Los modales de ellas mostraban que lo consideraban una persona importante: el primer hombre que había visto y reconocido al Señor Shardik y que había venido, con riesgo de su vida, a traer la noticia a la Tuguinda. La respuesta que le acababa de dar Sheldra no tenía intención despectiva. Le había contestado brevemente, como hubiera contestado a cualquiera de sus compañeras.

Seguro de esto, por lo menos él decidió hablar con firmeza.

—Dime quién es Rantzay —dijo— y por qué ellas y esas otras mujeres han sido traídas aquí.

Por unos instantes Sheldra no contestó y él pensó: «Me va a ignorar». Luego replicó:

—Entre las que vinieron con la Tuguinda, Melathys es la única sacerdotisa. Las demás somos novicias o criadas.

—Pero Melathys debe ser tan joven como las otras —dijo Kelderek.

—Melathys no nació en Ortelga. Fue rescatada de un campamento de esclavos durante las guerras civiles de Bekla —las guerras de Heldril— y fue traída de niña a los Arrecifes. Aprendió temprano muchos de los misterios.

—¿Y? —preguntó Kelderek cuando la muchacha se calló.

—Cuando la Tuguinda supo que el Señor Shandrik había vuelto de veras, y que debemos estar aquí para atenderlo y curarlo, mandó buscar a las sacerdotisas Anthred y Rantzay junto con las muchachas que ellas están enseñando. Cuando Shardik se sane, van a hacer falta para el Canto.

Volvió a guardar silencio, pero luego habló:

—Los que sirven al Señor Shardik desde hace tiempo necesitan todo su valor y toda su resolución.

—Te creo —contestó Kelderek, bajando la mirada al punto donde el oso, como un peñasco junto al estanque, seguía inmóvil en su sueño inducido. Pero en ese mismo momento surgió en su corazón una desmayada exaltación, y la convicción de que nadie, salvo la Tuguinda, podía sentir tan intensamente como él la fuerte y misteriosa divinidad de Shardik. Shardik era más que la vida para él, un fuego en el cual estaba dispuesto consumirse. Y por ese mismo motivo Shardik lo iba a transformar pero no lo iba a destruir; era algo que él sabía. Con una especie de premonición tembló un instante en el aire cálido, se dio vuelta y regresó al campamento.

Esa noche la Tuguinda habló de nuevo con él, mientras se paseaba lentamente por la ribera, sobre la cascada.

—Las heridas están limpias —dijo la Tuguinda— el veneno ha desaparecido casi. Las drogas y los medicamentos siempre actúan poderosamente en un ser, humano o animal, que nunca los ha usado antes. Ahora podemos estar seguros de que va a sanar. Si tú, Kelderek, lo hubieras encontrado sólo unas horas más tarde, nada habríamos podido hacer.

Kelderek sintió que había llegado finalmente el momento de hacerle la pregunta que le había estado revoloteando en la mente en los últimos tres días, desvaneciéndose y reapareciendo como una luciérnaga en un cuarto oscuro.

—¿Qué vamos a hacer, sáiyet, cuando esté sano?

—Lo sé tanto como tú. Debemos esperar a que se nos indique.

Él, torpemente, insistió.

—¿Tienes intenciones dé llevarlo a Quiso, a los Arrecifes?

—¿Yo? —durante un instante lo miró con frialdad, como alguna vez había mirado a Bel-ka-Trazet, pero luego contestó con un tono práctico y vivaz—: Debes entender, Kelderek, que a nosotros no nos corresponde ni hacer planes sobre el señor Shardik ni ponerlos en práctica. Es cierto, como te he dicho, que a veces, hace muchos años, la tarea de la Tuguinda consistió en traer a Shardik a los Arrecifes. Pero en esos días nosotros gobernábamos en. Bekla, todo estaba en orden y era seguro. Ahora, en este momento, no sabemos nada, salvo que el señor Shardik ha vuelto con los suyos. No podemos discernir todavía su intención y su mensaje. Nuestra tarea consiste simplemente en esperar, en estar preparados para captar y cumplir la voluntad de Dios, sea ésta la que fuere.

Dieron vuelta y empezaron a caminar hacia la cascada.

—Pero esto no significa que no debemos pensar con sagacidad y actuar con prudencia —prosiguió ella—. Pasado mañana el oso ya no estará bajo los efectos de la droga, y empezará a recobrar sus fuerzas. Tú eres un cazador. ¿Qué crees que habrá que hacer entonces?

Kelderek se sentía perplejo. Su pregunta le había sido devuelta sin una respuesta.

Y entendió de repente, con estupor, que ella tenía intenciones de estar ahí simplemente junto al animal enorme y salvaje, mientras éste recuperaba sus fuerzas naturales. Si esto era así —y evidentemente era lo que ella creía— el camino de la humildad y de la fe en Dios, era de una naturaleza que estaba más allá de su experiencia o entendimiento. Por primera vez la confianza que tenía en ella empezó a vacilar. Ella leyó sus pensamientos.

—No estamos comprando soga en el mercado, Kelderek, ni vendiendo pieles a los corredores. Y no estamos trabajando para el Gran Barón, cavando pozos en la selva. Ni siquiera estamos eligiendo esposa. Estamos ofreciendo nuestras vidas a Dios y al señor Shardik y preparándonos humildemente a aceptar lo que él quiera damos en cambio. Yo te pregunto: ¿qué puede hacer el oso?

—Está en un lugar extraño que no conoce, säiyet, y se va a sentir hambriento después de su enfermedad. Puede buscar alimento y tal vez sea feroz.

—¿Empezará a buscar, crees?

—He estado pensando que muy pronto todos nos vamos a ver forzados a movernos. Nos queda poca comida y yo solo no puedo cazar para tantos.

—Ya que estamos seguros que el Gran Barón se va a negar a enviamos alimentos desde Ortelga, debemos arreglarnos lo mejor que podamos. Hay peces en el río y patos en los juncos: tenemos redes y arcos. Elige a seis de las muchachas y llévalas de caza contigo. Al principio es posible que haya poco que compartir, pero empezará a haber más cuando aprendan el oficio.

—Por un cierto tiempo se puede hacer, säiyet

—Kelderek: ¿estás impaciente? ¿A quién dejaste en Ortelga?

—A nadie, säiyet. Mis padres han muerto y no estoy casado.

—¿Una mujer?

Él meneó la cabeza, pero ella siguió mirándolo gravemente.

—Aquí hay mujeres. No cometas ningún sacrilegio, ahora menos que nunca, pues la menor infracción habrá de §er seguida de nuestra muerte.

Él estalló, indignado:

—¡Säiyet!… ¿Cómo puedes pensar que? …

Ella se limitó a mirarlo fijamente, manteniendo la mirada mientras avanzaban y tomaban una vez más el camino de vuelta bajo las estrellas. Y ante la vista interior de él surgió la figura de Melathys en la terraza, Melathys, la de los cabellos negros, vestida de blanco, con el collar dorado que le cubría el pescuezo y los hombros, Melathys, que reía cuando jugaba con el arco y la espada, que temblaba y sudaba de miedo junto al borde del pozo. ¿En dónde estaba ahora? ¿Qué habría sido de ella? Su protesta quedó trunca.

Al día siguiente empezó una vida que él habría de recordar muchas veces en años sucesivos: una vida tan clara, tan sencilla y tan inmediata como la lluvia. Si alguna vez dudó él de la Tuguinda o de su humildad y fe, ya no tuvo tiempo para recordarlo. Al principio las muchachas eran tan torpes y estúpidas que él se desesperaba, y más de una vez estuvo a punto de decirle a la Tuguinda que la tarea estaba más allá de sus fuerzas.

Pero la necesidad hace nacer una desesperada habilidad en el más torpe. Varias de las muchachas se convirtieron finalmente en arqueras pasables y el tercer día tuvieron la suerte de matar cuatro o cinco gansos. Esa noche hubo una fiesta junto al fuego, se contaron antiguas historias de Bekla, del héroe Deparioth, liberador de Yelda y fundador de Sarkid, y de Fleitil, el inmortal artesano de la Puerta Tamarrik.

Después de los primeros días las muchachas aprendieron velozmente y él pudo enviarlas, en grupos de a dos y de a tres, a pescar o a seguir algún rastro en la selva o a esconderse entre los juncos, a la espera de pájaros salvajes. Tenía mucho que hacer fabricando flechas, porque perdían más de la cuenta, hasta que le enseñó a Muni a fabricarlas mejor que él.

Fue al quinto o sexto día después de haber vuelto Sheldra de Ortelga con el arco de él (que aparentemente había podido recobrar sin molestar a Bel-ka-Trazet) que Kelderek estaba parado con Zilthé en la selva, a medio kilómetro del campamento. Habían buscado un escondite junto a un sendero apenas visible que llevaba a la costa, a la espera de cualquier animal que pudiera presentarse. Ya era tarde y la luz del sol empezaba a enrojecer las ramas de arriba. De repente oyó a la distancia unas voces femeninas que cantaban. Al escuchar, se le erizó el pelo de la nuca. Recordó las canciones sin palabras junto a la hoguera. Estas le habían sugerido, trasmutado por cierto, pero siempre familiar, el rumor del viento en las hojas, de las olas en el río, el desplome de las canoas en aguas agitadas y la caída de la lluvia. Lo que oía ahora se parecía al movimiento inmemorial de las cosas que a los hombres les parecen inmóviles porque sus vidas son cortas.

Zilthé estaba de pie, con ojos cerrados y las palmas de las manos abiertas hacia afuera. Kelderek, aunque nada había visto y estaba con miedo, tenía la impresión de haber sido levantado a un plano en el cual ya no había necesidad de plegaria, puesto que la armonía continuamente presente en la mente de Dios era audible por su alma prosternada y adorante. Había caído de rodillas y tenía la boca torcida como un hombre que sufre. Siempre con el oído atento, sintió que el canto disminuía y luego se desvanecía en el silencio, como un hombre que se zambulle en aguas profundas.

Shardik, con el sol del poniente detrás, se estaba aproximando al declive; a veces avanzaba tambaleando, a veces se detenía a mirar los árboles y el río lejano. A cierta distancia de él, en un amplio semicírculo, se movían ocho o nueve de las mujeres. Rantzay y la Tuguinda entre ellas. Cuando él vacilaba, ellas también se detenían, balanceándose al ritmo de su canción, cada una equidistante de la otra, mientras el aire del atardecer movía sus cabellos y las franjas de sus túnicas. Cuando él avanzaba, ellas se movían al unísono con él, de tal modo que siempre era él el punto central y estaba delante de ellas. Nadie demostraba premura o temor. Al contemplar esto, Kelderek pensó en el cambio de movimiento instintivo y simultaneo de una bandada de pájaros en el aire, o de una camada de peces bajo el agua clara.

Era evidente que Shardik estaba a medias atontado, pero el cazador no llegó a saber si esto se debía al efecto continuado de la droga o al sonido hipnótico del canto. Las mujeres lo rodeaban como ramas agitadas por el viento que se irradian desde el tronco de un árbol. De repente Kelderek sintió ansias de unirse a la danza peligrosa y bella, de ofrecer su vida por Shardik, de probarse a sí mismo que era uno de aquéllos a quienes el poder de Shardik había sido revelado y por medio de quienes ese poder iba a ingresar al mundo. Y con estas ansias llegó una convicción (y aunque fuera errónea, no importaba) la convicción de que Shardik no le iba a hacer daño. Salió de debajo de los árboles y avanzó hacia el declive.

Ni las mujeres ni el oso dieron señales de haberlo visto hasta que estuvo a menos de una pedrada de distancia. Entonces el oso, que parecía avanzar más hacia el río que hacia la selva, se detuvo y volvió la cabeza agachada hacia él. El cazador también se detuvo y quedó esperando, con una mano levantada a guisa de saludo. El sol del poniente lo deslumbraba, pero no era consciente de ello: con los ojos del oso se vio a sí mismo de pie y solo en la ladera.

El oso escudriñó con aire incierto sobre la hierba iluminada por el sol. Luego se acercó a la figura solitaria del cazador, se acercó hasta parecer una masa oscura ante los ojos deslumbrados de éste, que también pudo oír la respiración del animal y el ruido seco de sus pisadas. Se sintió envuelto en un olor rancio; pero Kelderek sólo era consciente del olor que él tenía para Shardik, desconcertado y vacilante al emerger de su enfermedad y de su sueño artificial, también asustado de su propia debilidad y del contorno desconocido. Shardik husmeó con aire suspicaz a la criatura humana que tenía ante él, pero no reaccionó al no ver ningún movimiento repentino de miedo de parte de ésta. Podía oír una vez más las voces, a veces a la izquierda, a veces a la derecha, que se contestaban unas a otras en planos de sonido, que lo desorientaban y confundían su ferocidad. Se lanzó nuevamente hacia adelante, en la única dirección que ellos no habían tomado y, al hacer esto, la criatura humana, hacia la cual no sentía enemistad, se volvió y marchó con él hacia el poniente y la seguridad de los bosques.

Las mujeres se interrumpieron ante una señal de la Tuguinda. Cada una siguió en su puesto mientras Shardik, con el cazador a su lado, entró en los aledaños de la selva y desapareció entre los árboles.