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La partida del Barón

Sin levantarse y sin dejar de mirar al oso, Bel-ka-Trazet tanteó bajo el agua, detrás de él, recogió una piedra y la arrojó a la oscuridad que estaba sobre la orilla. Cuando la piedra cayó, el oso dio vuelta la cabeza y el Barón, rápidamente, se metió en el estanque, avanzando bajo la catarata y metiéndose en el espacio que se formaba entre la cortina de agua y la ribera detrás. Kelderek permaneció en su sitio y el oso, una vez más, lo miró. Los ojos estaban opacos y había un temblor en las patas delanteras y en la cabeza misma. De repente los voluminosos hombros del animal tuvieron una convulsión. En voz baja y apurada, Bel-ka-Trazet dijo:

—¡Kelderek, ven aquí!

Una vez más el cazador descubrió que no tenía miedo, que compartía con espontánea intuición, y sin tiempo para maravillarse de ella, las percepciones del oso. Supo que éstas estaban entorpecidas por el dolor. Se dio cuenta ahora que el oso no lo había visto. El oso no trataba de escudriñarlo a él, sino al declive de la orilla, y vacilaba, sintiendo su debilidad, antes de bajar. Mientras seguía inmóvil, el animal continuó hundiéndose lentamente, hasta que él pudo percibir contra su cara la humedad del aliento. Una vez más, Bel-ka-Trazet gritó:

—¡Kelderek!

El oso resbalaba, caía de bruces. Su caída fue como el derrumbe de un puente en una inundación. Por último el oso se quedó quieto. Sus ojos se cerraron y una de las heridas del costado empezó a perder sangre, lenta y espesa como crema, sobre la hierba.

Estaba aclarando y Kelderek podía oír detrás de él los primeros gritos roncos en la selva que despertaba. Sin decir una palabra, Bel-ka-Trazet atravesó la cascada, extrajo su cuchillo y se apoyó sobre una rodilla frente al bulto inmóvil. La cabeza del oso estaba hundida en el pecho, de modo que la larga mandíbula cubría el pescuezo. El Barón se apartó a un lado para dar el golpe pero Kelderek avanzó y le arrebató el cuchillo de la mano.

Bel-ka-Trazet se volvió contra él con una cólera fría, tan temible que las palabras del cazador se helaron en sus labios.

—¡Te atreves a ponerme las manos encima! —silbó el Barón entre dientes—. ¡Dame ese cuchillo!

Confrontado por segunda vez con el enojo y la autoridad del Gran Barón de Ortelga, Kelderek se tambaleó, como si realmente lo hubieran golpeado. Para él, hombre sin rango ni posición, la obediencia a la autoridad era casi segunda naturaleza. Bajó la mirada, desplazó los pies y empezó a murmurar algo ininteligible.

—Dame ese cuchillo —repitió Bel-ka-Trazet tranquilamente.

De repente Kelderek se dio vuelta y disparó. Con el cuchillo en la mano atravesó a tumbos el estanque y trepó a lo alto dé la barranca. Al darse vuelta vio que Bel-ka-Trazet no lo perseguía, sino que había levantado una pesada roca con ambas manos y estaba parado junto al oso, sosteniendo la piedra por encima de su cabeza.

Con la sensación histérica que tendría un hombre que salta de una altura para salvar la vida, Kelderek recogió una piedra y la arrojó. La piedra golpeó a Bel-ka-Trazet en la nuca. Al apartar la cabeza y caer de rodillas, la roca se le escapó de las manos y cayó sobre la pantorrilla derecha. Por unos instantes el Barón permaneció quieto, arrodillado, con la cara vuelta hacia arriba y la boca muy abierta; luego, sin prisa, liberó su pierna, se paró y miró a Kelderek con aire lleno de intención, mucho mas aterrador que su enojo.

El cazador se dio cuenta que, si no quería morir, debía bajar y matar a Bel-ka-Trazet, y esto era algo que no podía hacer. Lanzó un grito sordo, se llevó las manos a la cara y corrió ciegamente arroyo arriba. Habría avanzado tal vez unos cincuenta metros cuando alguien lo tomó del brazo.

—Kelderek —dijo la voz de la Tuguinda—. ¿Qué ha ocurrido?

Incapaz de contestar, estupefacto como el mismo oso, sólo pudo señalar, con un brazo tembloroso, hacia la cascada. Ella se alejó en seguida y Sheldra y cuatro o cinco de las muchachas, armadas con arcos, la siguieron.

Se puso a escuchar, pero no podía oír nada. Lleno de miedo e indecisión, se preguntó si no podría huir de Bel-ka-Trazet escondiéndose en el bosque y arreglándoselas de algún modo para llegar a la tierra firme. Iba a retomar la marcha cuando de repente se le ocurrió que ya no estaba solo e indefenso frente al Barón, como lo había estado tres días antes. Era el mensajero de Shardik, el heraldo de las nuevas que Dios enviaba a Quiso. Sin duda la Tuguinda, si hubiera sabido lo que se había intentado e impedido junto al estanque esa mañana, no se habría quedado quieta y no habría permitido que Bel-ka-Trazet intentara matarlo. «Ella y yo somos los Recipientes —pensó—. Ella me salvará. El mismo Shardik me salvara, no por amor o porque le haya prestado un servicio, sino sencillamente porque me necesita y por lo tanto está escrito que yo tengo que vivir. Dios debe romper en pedazos a los Recipientes y rehacerlos de acuerdo a su intención. Esto puede significar muchas cosas, pero no puede significar que yo he de morir a manos de Bel-ka-Trazet».

Se levantó, dio unos pasos por el manantial y tomó la dirección de la cascada. Detrás de él el Gran Barón, apoyado en el báculo, estaba sumido en una conversación con la Tuguinda. Ninguno de los dos levantó la mirada cuando el cazador surgió por encima de ellos.

Una de las muchachas se había desnudado hasta la cintura y, arrodillada, trataba de restañar con sus vestidos la sangre que manaba de la herida del oso.

—Bueno, hice lo que pude, säiyet —dijo el Barón sombríamente—. Sí, si hubiera podido, habría matado a tu oso. De esto no hay ninguna duda. Pero no pudo ser.

—Eso mismo debería hacerte reflexionar —contestó ella.

—Lo que pienso de este asunto no va a cambiar —dijo él—. No sé lo que intentas, säiyet, pero te diré lo que yo intento. El incendio trajo este enorme oso a la isla. Los osos son seres malignos y peligrosos, y la gente que no piensa esto sufre daños y perjuicios en consecuencia. Mientras permanezca en este lugar solitario, no vale la pena arriesgar vidas. Pero si empieza a andar por la isla y a molestar a Ortelga, te juro que haré que lo maten.

—Yo no intento nada. Sólo intento esperar la voluntad de Dios —contestó la Tuguinda.

Bel-ka-Trazet, nuevamente, se encogió de hombros.

—Yo sólo espero que la voluntad de Dios no dé como resultado tu propia muerte, säiyet. Pero ahora que ya conoces mis intenciones, tal vez intentes decirles a tus mujeres que tienen que matarme. Por cierto, estoy en tu poder.

—Puesto que no tienes planes y que se te impidió matar al Señor Shardik, no nos haces ningún daño. —Se volvió con aire indiferente, pero él la siguió.

—Hay dos cosas más, säiyet. Primero, ya que he de vivir, tal vez me permitirás ahora volver a Ortelga. Si me das una canoa, tomaré medidas para que se te devuelva. En lo que se refiere al cazador, ya te dije lo que acaba de hacer. Es mi súbdito, no el tuyo. Confío en que no pondrás inconveniente a que lo busque y lo mate.

—Estoy por mandar a dos muchachas a Quiso en canoa. Te dejarán en Ortelga. El cazador no te lo voy a entregar. Me hace falta.

Después de decir esto, la Tuguinda se alejó y se puso hablar con las muchachas con aire muy interesado, señalando primero a la ladera y luego hacia el río al dar sus instrucciones. Por un instante pareció que el Barón la iba a seguir, pero se encogió de hombros, se dio vuelta y empezó a subir la pendiente. Pasó junto a Kelderek sin mirarlo y tomó el camino del campamento. Trataba de disimular su cojera y el terrible rostro se le apareció gris y estragado a Kelderek, que había estado preparándose a defenderse en la mejor forma posible, que había temblado y apartado la mirada, como ante una tremebunda aparición. «¡Tiene miedo! —pensó—. ¡Sabe que no puede prevalecer contra el Señor Shardik y tiene miedo!».

De repente saltó hacia delante, gritando:

—¡Señor mío! ¡Oh señor, perdóname! —Pero el Barón, como si nada hubiera oído, siguió su camino, y Kelderek se quedó detrás, mirando la cicatriz cárdena que atravesaba la nuca y la piel negra y espesa que se balanceaba a uno y otro lado sobre la hierba.

Ya nunca más vio a Bel-ka-Trazet.