11
El relato de Bel-ka-Trazet

Al despertar de repente, Kelderek fue primero consciente de la bóveda estrellada y luego de una forma negra, lanuda, contra el cielo. Había un hombre, de pie, a su lado. Se incorporó velozmente sobre un brazo.

—¡Por fin! —dijo Bel-ka-Trazet, tobándole las rodillas con un pie—. Bueno, supongo que antes de que pase mucho tiempo vas a estar durmiendo mejor.

Kelderek se puso torpemente de pie.

—¿Señor? —En ese instante vio a una de las muchachas, que estaba parada con un arco en la mano un poco detrás del Barón.

—Tú fuiste el primero en velar, Kelderek —dijo Bel-ka-Trazet.

—¿Quién tomó el segundo turno?

—La sacerdotisa Melathys, señor. Yo la desperté, como se me dijo.

—¿Qué impresión te hizo? ¿Qué dijo?

—Nada, señor. Es decir, nada que yo recuerde. Parecía… parecía lo mismo que ayer. Creo que puede estar asustada.

Bel-ka-Trazet asintió con la cabeza.

—Ya pasó el tercer turno.

De nuevo Kelderek miró las estrellas.

—Es lo que veo, señor.

—Esta muchacha se despertó por su cuenta y fue a ocupar su puesto de centinela. Pero no encontró a nadie despierto, salvo a las dos muchachas con el oso. La muchacha que debía velar antes de ella no había sido despertada y la sacerdotisa no se encuentra en ninguna parte.

Kelderek se rascó una picadura de insecto en el brazo y no dijo nada.

—¿Bueno? —gritó el Barón—. ¿Tengo que seguir aquí parado y contemplarte mientras te rascas como un mono sarnoso?

—Tal vez convendría que bajáramos al río, señor.

—Es algo que yo mismo pensé —contestó el Barón. Se volvió hacia la muchacha—. ¿Dónde dejaste las canoas ayer por la tarde?

—Cuando las descargamos, señor, las retiramos del agua y las dejamos entre unos árboles.

—No es necesario que despiertes a tu señora —dijo Bel-ka-Trazet—. Vigila ahora y espera hasta que volvamos.

—¿No deberíamos armarnos, señor? —preguntó Kelderek—. ¿Quieres que lleve un arco?

—Esto bastará —contestó el Barón, arrancando el cuchillo del cinturón de la muchacha y alejándose bajo las estrellas.

Era fácil bajar hasta el río siguiendo el curso del arroyuelo sobre el campo seco y abierto. Cerca del agua la hierba era alta y las muchachas, al sacar las canoas, habían formado un camino con sus pisadas. Bel-ka-Trazet y Kelderek siguieron este camino desde la orilla hasta los árboles. Sólo encontraron tres canoas, cada una amarrada cuidadosamente y cubierta con las ramas bajas. Cerca de ellas había un solo surco que bajaba hasta el río. Kelderek se puso en cuclillas para verlo mejor. La tierra removida y la hierba aplastada tenían un olor fresco, y algunos de los juncos se movían todavía al volver a erigir sus hojas aplastadas.

Bel-ka-Trazet, apoyándose en su bastón como en un báculo de pastor, se puso a contemplar el río. Había olor a cenizas en la brisa, pero no se veía nada.

—Esa muchacha no es tonta —dijo finalmente—. No quiere saber nada de osos.

Kelderek, que había querido contra toda esperanza que se le mostrara su error, sintió una pesada desilusión, se sintió defraudado en relación a alguien que había admirado y respetado, pero sabía muy bien que no convenía expresar estas cosas al Barón.

—Pero ¿dónde ha ido, señor? ¿Ha vuelto a Quiso? —No, y tampoco a Ortelga, porque sabe que allá la matarían. Nunca la volveremos a ver. Terminará en Zeray. Es una lástima, porque podría haber hecho más que yo por convencer a las muchachas de que volvieran. En fin, hemos perdido una canoa, y dos o tres cosas más, supongo.

Emprendieron el camino de vuelta a lo largo del arroyuelo. El Barón caminaba lentamente, pinchando el suelo con su bastón, como si algo le estuviera trabajando la mente. Al cabo de un rato dijo:

—Kelderek, tú me observabas cuando yo me puse ayer a contemplar la hondonada por primera vez. Sin duda te diste cuenta que tenía miedo.

Kelderek pensó: «¿Querrá matarme?».

—Cuando yo vi por primera vez al oso, señor —contestó— me tiré a tierra de miedo. Yo…

Bel-ka-Trazet levantó una mano para que se callara.

—Tuve miedo y tengo miedo ahora. Sí; tengo miedo por mí… Morir no es nada, pero ¿quién puede saborear el proceso de morir…? También tengo miedo por la gente, porque habrá muchos tontos como tú, y también mujeres, mujeres tan tontas como esas —y señaló al campamento con la punta de su bastón.

Al cabo de un rato, de repente, preguntó:

—¿Sabes a qué debo la linda cara que tengo? —Y luego, como Kelderek no respondiera, agregó—: Bueno, ¿sanes o no sabes?

—¿Tus cicatrices, señor? No. ¿Cómo podría saberlo? —¿Cómo puedo estar enterado yo de los cuentos que corren en las tabernas de Ortelga?

—No soy cliente de ellas, señor, como sabes. Y, si algún cuento corre, yo no lo he oído.

—Lo oirás ahora. Hace mucho tiempo, cuando yo no era nada más que un mozalbete, solía salir con los cazadores de Ortelga, a veces con unos, a veces con otros, pues mi padre era poderoso y podía exigirlo. Él quería que yo aprendiera lo que la caza enseña a un muchacho y lo que pueden enseñarle los cazadores, y yo estaba dispuesto a aprender por mi propia cuenta. Me alejé mucho de Ortelga, atravesé las montañas de Guelt y cacé el bisonte de largos cuernos en los llanos que están al Suroeste de Kabin.

»Habían llegado al otro extremo del estanque, donde el arroyuelo bajaba formando una cascada un poco más alta que la estatura de un hombre. Bel-ka-Trazet se agacho, ahuecó las manos para beber y luego se sentó con la espalda recostada contra la ladera y el largo bastón entre las rodillas levantadas. Kelderek, incómodo, se sentó a su lado.

»He cazado con Durakkon y con Senda-na-Say. Estuve con los barones de Ortelga hace treinta años, cuando cazamos en el bosque azul de Katria con invitados del rey de Terekenalt y matamos al leopardo que ellos llaman el Herrero.

»Bueno, no importa, muchacho, lo que yo haya visto o conocido, aunque esté sentado aquí, jactándome bajo las estrellas, que vieron esto hace mucho tiempo, y sea capaz de distinguir la verdad de las mentiras. En los tiempos en que fui joven no había ningún barón o cazador en Ortelga que no estuviera orgulloso de cazar conmigo.

»Un día un señor de Bekla, un tal Zilkron de las Flechas, vino a visitar a mi padre con regalos. Este Zilkron había oído hablar de mi padre en Bekla… de la costumbre que tenía de rodearse de los mejores cazadores y de la destreza y el valor de su hijo. Él le regaló a mi padre oro y unos hermosos lienzos. El fondo del asunto era que quería que lo lleváramos de caza. A mi padre no le gustaba este señor de Bekla, aficionado al jabón, pero como todos los pulguientos barones de Ortelga, no era capaz de resistir al oro, así que me dijo: —Ven, muchacho, iremos con él al Telthearna y le encontraremos algún gato montés. Con eso podrá volver a su casa con uno o dos cuentos.

»Lo cierto es que mi padre sabía menos de lo que él creía sobre los gatos grandes, esos gatos que pesan dos veces el peso de un hombre, que matan ganado y cocodrilos y rajan las caparazones de las tortugas cuando éstas suben a poner sus huevos en la costa. La simple verdad es que la caza de estos animales es demasiado peligrosa, a no ser que uno les tienda trampas. Pero no quise decirle a mi padre que sabía más de la cosa que él. De modo que me puse a pensar cómo podría arreglármelas a sus espaldas para que salváramos la vida.

»Atravesamos el Telthearna. De día descansábamos, de tal modo que pasé mucho tiempo libre con Zilkron. Llegué a conocerlo bien, a conocer su orgullo y su vanidad, sus espléndidas armas y el equipo que él no sabía como utilizar. Yo trataba de hacerle entender que no vale la pena cazar a los grandes gatos, que lo mejor habría sido cazar algún otro animal. Pero no era ni cobarde ni tonto y había venido con el decidido propósito de enfrentar un peligro para jactarse de vuelta en Bekla. Por último yo le hablé de los osos. ¿Qué trofeo, le pregunté, puede compararse con una piel de oso, con la cabeza, las garras y todo? En mi fuero interno yo sabía que el peligro seguía siendo grande, pero por lo menos estaba enterado que los osos no siempre son salvajes, que tienen mala vista y que a veces es posible confundirlos. Asimismo, en terreno rocoso o quebrado, uno puede a veces tenerlos abajo y utilizar una lanza o una flecha antes de que lo vean a uno. En una palabra, Zilkron decidió que lo que quería era un oso, y le habló a mi padre.

»Mi padre vacilaba, pues a nosotros, los de Ortelga, no nos está permitido el matar osos. Al principio la idea le asustó, pero estábamos lejos de nuestros pagos, la Tuguinda nunca iba a oír la historia y no éramos ni piadosos ni devotos. Finalmente emprendimos la marcha hacia Shardra-Main, las colinas del oso, a las que llegamos en tres días.

»Subimos a las colinas y compramos los servicios de algunos aldeanos como guías y rastreadores. Nos llevaron muy arriba, hasta una meseta rocosa y muy fría.

»A1 segundo día encontramos a un oso, un gran oso que hizo que Zilkron lo señalara y se pusiera a charlar volublemente al verlo moviéndose en la lejanía, contra el cielo. Lo seguimos cautelosamente pues yo estaba seguro de que, si llegaba a husmear que lo seguían, se deslizaría por una u otra ladera y lo íbamos a perder. Cuando llegamos al lugar en donde lo habíamos visto, ya no estaba allí. En todo ese día no lo logramos ver. Acampamos muy alto, en el mejor refugio que pudimos encontrar, y bastante frío por cierto.

»A la mañana siguiente, cuando empezaba a clarear, me desperté en medio de extraños ruidos —palos que se rompían, una bolsa que arrastraban, una cacerola que rodaba sobre el suelo. Me levanté y salí, para ver qué ocurría.

»Era el oso. El patán que estaba de guardia se había quedado dormido, el fuego estaba muriéndose y nadie había visto al oso entrar al campamento. El animal había dado cuenta de nuestras raciones y se estaba dando un banquete con ellas. Yo pensé: Si logro subir a algún punto alto, donde no pueda alcanzarme, esperaré a que se aleje del campamento y entonces le tiro una flecha: pues no quería herirlo en el campamento, rodeado de gente que no estaba advertida. Volví a buscar mi arco y subí a la parte alta de la peña y allí me encontré con que nuestro buen amigo estaba debajo, con la cabeza metida dentro de la bolsa, masticando y moviendo la cola como un cordero que mama. Podría haberme agachado y haberle tocado la espalda. Me oyó, sacó la cabeza de la bolsa y se paró sobre las patas traseras. Entonces —puedes creerme o no Kelderek— me miró directamente a la cara y me hizo un saludo con las patas de adelante cruzadas; después se echó en cuatro patas y se alejó trotando.

»Mientras lo estaba mirando, llegó Zilkron y dos de sus sirvientes. Me libré de ellos inventando algún pretexto —debe haber sido bastante pobre—, porque Zilkron se encogió de hombros, sin decir una palabra, y noté que sus hombres cambiaron una mirada. Dejé que pensaran lo que les gustara: yo era como tú, Kelderek, y como todos los hombres de Ortelga, supongo. Ahora que me había visto frente a un oso, no lo iba a matar y no iba a dejar que Zilkron lo matara. Pero no sabía qué iba a hacer, porque no podía decir: —Ahora demos la vuelta y vayamos a casa.

»Ese día soborné al principal de los aldeanos para que nos guiara de manera de hacer creer que estábamos buscando al oso y nos llevara en realidad a algún lugar en donde no pudiéramos encontrarlo. Para él esto no era nada: puso una cara picara y aceptó la plata. Al anochecer no habíamos visto nada y me quedé dormido pensando en qué debía hacer por la mañana.

»Zilkron me despertó. La luna llena se estaba poniendo y una capa de helada brillaba sobre las rocas. Zilkron tenía una cara triunfante… burlona también, supongo. Me dijo en voz baja: Aquí lo tenemos de nuevo, muchacho. En la mano tenía su gran arco pintado, con flecos de seda verde y una manija de azabache. En cuanto estuvo seguro de que yo estaba despierto, me dejó. Me levanté y lo seguí a tumbos. Los aldeanos se habían amontonado detrás de una roca, pero mi padre y los dos sirvientes de Zilkron estaban de pie en terreno abierto.

»No había duda: el oso se acercaba. Venía como un hombre que se dirige a la feria: trotaba y se lamía los labios. Había visto nuestra fogata y olido la comida. Yo pensé: Hasta ayer él no había visto seres humanos. No sabe que tenemos intenciones de matarlo. El fuego ardía con vigor, pero él, al parecer, no se asustó. Se aproximó a un montón de rocas y empezó a husmearlas. Supongo que los cocineros habían dejado restos de comida en la parte baja. Zilkron me puso la mano en el hombro y pude sentir sus anillos de oro contra los huesos de mi nuca. No tengas miedo, hijo mío —dijo—. Le meteré tres flechas en el cuerpo antes de que tenga tiempo de pensar en nada. Se acercó. Yo lo seguí y el oso se volvió y se puso a mirarnos.

»Uno de los hombres de Zilkron, un viejo que lo había cuidado cuando era niño gritó: ¡No te acerques más, señor! Zilkron chasqueó los dedos detrás de él, sin darse vuelta, y tendió el arco.

»En ese momento el oso se irguió una vez más sobre sus patas traseras y me miró directamente, con la cabeza inclinada y las patas delanteras una encima de la otra. Emitió dos gruñiditos: ¡Ah, ah! Cuando Zilkron soltó la cuerda, yo le golpeé el brazo y la flecha fue a rozar una de las ramas de la pira y las chispas volaron en chorro.

»Zilkron se volvió hacia mí muy tranquilamente, como si hubiera estado esperando algo parecido. ‘Eres tontito y cobarde —dijo— vuelve a tu sitio’. Yo me puse frente a él y avancé hacia el oso, mi oso, que suplicaba a un hombre de Ortelga que lo salvara de este imbécil dorado.

»¡Sal del camino! —gritó Zilkron—. Yo iba a contestarle y en ese instante el oso se lanzó sobre mí. Sentí un pesado golpe en el hombro izquierdo. Luego me abrazó y me apretó contra su cuerpo, mordiéndome la cara. La humedad y la dulzura de su aliento fue lo último que sentí.

»Cuando volví en mí, habían pasado tres días y estábamos de regreso en la aldea de la colina. Zilkron nos había dejado, pues mi padre lo había oído cuando me había llamado ‘cobarde’ y había habido un altercado en consecuencia. Allí nos quedamos dos meses. Mi padre solía sentarse a la cabecera de mi cama y me hablaba, tomándome de la mano y contándome viejos cuentos. De repente se callaba y las lágrimas se demoraban en sus ojos cuando contemplaba lo que había quedado de su espléndido hijo».

Bel-ka-Trazet lanzó una carcajada breve.

—Lo tomó muy mal. La vida le había enseñado menos que a mí: yo ahora tengo su edad. Pero no importa. ¿Por qué crees que mandé de vuelta mis sirvientes a Quiso y que he regresado solo aquí? Te lo diré, Kelderek, y atiéndeme. Como eres un hombre de Ortelga, no puedes dejar de sentir el poder del oso. Y todo hombre de Ortelga lo sentirá, a menos que nos arreglemos, tú y yo, para que las cosas sean de otro modo. Si no podemos hacerlo, entonces de un modo u otro, toda Ortelga se irá a pique y se desmoronará, lo mismo que se han desmoronado mi cara y mi cuerpo. El oso es insania, locura, es traidor, imprevisible, una tempestad que te ahoga y te hace naufragar cuando crees estar navegando en aguas calmas. Créeme, Kelderek, no hay que confiar nunca en el oso. Te prometerá el poder de Dios y te llevará a la ruina y al desastre.

Bel-ka-Trazet se calló y levantó la mirada. Más allá de la parte alta de la barranca unas pisadas lentas y tambaleantes hicieron temblar las ramas del melikon y una catarata de bayas se precipitó al estanque. Luego, inmediatamente por encima de ellas, apareció bajo las brillantes estrellas una forma vasta y agazapada. Kelderek, saltando sobre sus pies, se encontró frente a los ojos penetrantes y nublados de Shardik.