Al levantarse el sol y avanzar hacia el Sur, dando vuelta a la colina, el brillo líquido de los lechos de junco, reflejado en los árboles de la costa, era absorbido desde arriba por las hojas translúcidas y encontrado por fin y disuelto por los rayos directos que penetraban entre las ramas más altas. Una luz verde y débil, resplandecía en los reversos de las hojas, moteando el suelo entre los troncos de los árboles. No había viento, los árboles estaban quietos en el calor y nada se movía fuera del río, que seguía fluyendo más allá.
Kelderek estaba de pie junto a la orilla, escuchando los sonidos de la selva de la tierra firme. Podía darse cuenta que, a partir de su aventura de los dos días pasados —incluso desde su desembarco en la noche previa— la confusión en la selva se había amortiguado y la agitación había decrecido. Había menos gritos de alarma, menos vuelos bruscos de pájaros y huidas de monos entre los árboles. Kelderek había visto huellas, por aquí y por allá, en el barro, y sendas angostas abiertas entre los juncos. Un pensamiento lo asalto: «¿Y si él se hubiera ido? ¿Y si él ya no estuviera en la isla?».
«Entonces estaría seguro», pensó, «y mi Vida, como una corriente después de un aguacero, volvería a los cauces por donde estaba corriendo hace dos días». Volvió la cabeza hacia la Tuguinda que, junto con Bel-ka-Trazet, estaba a cierta distancia, entre los árboles. «Pero ya no podría volver a ser de nuevo el hombre que huyó del leopardo. Dos días… ¡he vivido dos años! Incluso si llegara a saber que Shardik me va a matar —y es muy posible que lo haga— no hallo en mi corazón las ganas de rezar para que no lo encontremos».
Sin embargo, cuanto más pensaba, más probable le parecía que el oso no estuviera lejos. Recordó su paso fatigado, torpe, cuando avanzaba entre los matorrales, y cómo se había contraído de dolor al rasparse contra un árbol. A pesar de ser grande y aterrador, había algo lastimoso en la criatura que él había visto. Si él acertaba y el oso había sido herido de algún modo, su proximidad iba a ser aún más peligrosa. Lo mejor era apartar de la mente por el momento toda idea de Shardik, el Poder de Dios, y dedicarse a la ardua tarea —sin duda suficiente para el día— de hallar a Shardik el oso.
Volvió con la Tuguinda y el Barón y les describió la forma en que había leído los signos de la selva. Luego sugirió, para empezar, que repasaran el terreno que él había recorrido dos días antes y llegaran al lugar en donde había visto al oso por primera vez. Les mostró el sitio en que había desembarcado y cómo había tratado de ocultarse del leopardo y escabullirse y alejarse de él. Avanzaron tierra adentro entre los matorrales, seguidos por Melathys y Sheldra.
Desde que dejaron el campamento, Melathys apenas había abierto la boca. Al mirar hacia atrás, Kelderek veía su rostro tenso, muy pálido en el calor, cuando levantaba una mano temblorosa para secarse el sudor de las sienes. Sintió una fuerte piedad por ella.
Al acercarse al pie de la colina, él marchó adelante a través de la maleza más tupida, hasta el lugar en que había herido al leopardo. Por casualidad encontró su Hecha y, recogiéndola, encajó el cabezal en el arco que llevaba. Tanteó un poco la cuerda y frunció el ceño, contrariado: el arco, que pertenecía a una de las muchachas, no le gustó: era demasiado blando y ligero, podía haberse evitado la molestia de traerlo. Avanzaban cautelosamente.
—Este es el lugar en que caí, säiyet —dijo en voz baja~“¿Ves? Estas son las huellas que dejó el leopardo.
—¿Y el oso? —preguntó la Tuguinda, en voz igualmente baja.
—Estaba debajo, säiyet —contestó Kelderek, señalando al banco—. Pero no necesitó levantarse para golpear al leopardo. Golpeó de lado. Así.
La Tuguinda abarcó con la mirada la extensión de la empinada barranca, tomó aire y miró primero a Bel-ka-Trazet y luego al cazador.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Cuando el leopardo se agazapó, lanzó una mirada hacia arriba, a la cara del oso, säiyet —contestó Kelderek— todavía lo estoy viendo, estoy viendo el pelo blanco bajo la barbilla.
La Tuguinda guardó silencio, como si tratara de imaginar más claramente la gigantesca figura que se había erguido, erizada y amenazadora, por encima de la plataforma en donde estaba. Por último ella dijo a Bel-ka-Trazet:
—¿Es posible?
—No me parece, säiyet —contestó el Barón, encogiéndose de hombros.
—Bueno, bajemos —dijo ella. Kelderek le ofreció el brazo, pero ella le hizo una seña para que fuera a buscar a Melathys. La respiración de la sacerdotisa era rápida e irregular y se apoyaba pesadamente en él, vacilando al dar cada paso. Cuando llegaron al pie de la barranca, puso el pie en la raíz de un árbol, se mordió los labios y cerró los ojos. Él iba a hablarle cuando la Tuguinda le puso una mano en el hombro.
—¿No volviste a ver al oso después de dejarlo aquí?
—No, säiyet —contestó él—. Tomó ese camino: entre esos matorrales. —Se acercó al árbol contra el cual había refregado el oso su flanco lastimado—. No ha vuelto por aquí. —Guardó silencio unos instantes y luego, tratando de hablar con calma, preguntó—: ¿Debo seguir buscándolo?
—Tenemos que encontrar al oso, si podemos, Kelderek. ¿A qué otra cosa hemos venido?
—Entonces, säiyet, será mejor que yo siga solo. El oso puede estar cerca y, antes que nada, debo estar callado.
—Iré contigo —dijo Bel-ka-Trazet.
Desató la cadena de su garganta, se quitó la capa de pieles y la dejó en el suelo. El hombro izquierdo, como la cara, estaba estropeado con nudos y protuberancias como la raíz desnuda de un árbol. Kelderek pensó: «lleva una capa para taparlo». Sólo había avanzado míos cuantos metros cuando el cazador descubrió las huellas del leopardo, en parte cubiertas por las huellas del oso. El leopardo, imaginó, aunque herido, había Intentado escapar, y el oso lo había perseguido. Pronto llegaron junto al cuerpo del leopardo, ya a medias devorado por gusanos e insectos. No había señales de lucha y las huellas del oso proseguían entre los materiales y continuaban por un claro del bosque, salpicado de piedras, Aquí por primera vez fue posible ver a cierta distancia, por delante, entre los árboles. Se detuvieron en el linde de la maleza, se pusieron a escuchar y a esperar, pero nada se movía y todo era quietud, salvo los chillidos de las cacatúas en las ramas.
—No hay inconveniente en que las mujeres lleguen hasta aquí —le dijo Bel-ka-Trazet al oído. Y un instante después se deslizó sigilosamente entre la maleza.
Kelderek, al quedar solo, trató de adivinar qué camino podía haber tomado el oso. El terreno pedregoso no mostraba huellas y se sintió desconcertado. El Barón no volvió y Kelderek cansado de esperar, contó cien pasos a la derecha y empezó a moverse lentamente en un amplio semicírculo, examinando minuciosamente el terreno en busca de la más leve señal: huellas, marcas de uñas, excrementos o mechones de pelo.
Había completado tal vez la mitad de su tarea sin resultados cuando llegó una vez más al borde de la cintura de la maleza. Esta no se extendía lejos, y pudo divisar terreno abierto más allá. Impulsivamente se metió entre la maleza y salió a una loma cubierta de hierba, flanqueada por selva que se extendía hasta la orilla Norte de la isla y el Telthearna más allá. A cierta distancia del lugar en donde estaba había una depresión rodeada de matorrales y hierbas altas y de algún punto llegaba un leve rumor de agua. Pensó que podía ir a beber antes de regresar.
Atravesó el terreno abierto y vio que efectivamente había un arroyuelo que bajaba por la pendiente más allá de la hondonada. La hondonada no estaba directamente en su camino, pero por pura curiosidad se apartó para mirarla. Inmediatamente se echó de manos y pies al suelo, escondiéndose detrás de una espesa mata de plantas que estaban cerca del borde.
Esperó, pero no hubo ningún ruido. Cautamente levanto la cabeza y miró hacia abajo una vez más.
El suelo de la hondonada era fresco y verdeante. A un lado había un roble. El pie del tronco estaba rodeado de pasto corto y suave, y cerca, a su sombra, había un estanque superficial. En el borde más lejano se levantaba un barranco cubierto con una maraña de trepsis, la planta trepadora, una especie de calabaza salvaje, con hojas ásperas y flores escarlata en forma de trompeta.
Entre las hojas de trepsis estaba el oso echado de lado, con la cabeza colgante sobre el agua. Los ojos estaban cerrados, las mandíbulas un poco abiertas y la lengua sobresaliente. Al ver por segunda vez los enormes hombros y el increíble tamaño del cuerpo, el cazador fue presa de la misma hipnótica sensación de irrealidad que había tenido dos días antes, pero ahora, junto con este, experimentaba la sensación de estar magnificado, de haberse elevado a un plano más alto que el de su vida diaria. Era imposible que existiera un oso semejante… y sin embalo, estaba ante él. No se había engañado. Este no podía ser otro que Shardik, el Poder de Dios.
No había lugar para albergar la menor duda, y todo lo que él había hecho se justificaba. Presa de la angustia, del alivio, lleno de miedo y de reverencia, rezó: «¡Oh, Shardik, oh señor mío, acepta mi vida! Soy yo, Kelderek Zenzuata. ¡Soy tuyo y puedes mandarme para siempre, Shardik, señor mío!».
Cuando la primera conmoción empezó a atenuarse, él se dio cuenta que había tenido razón al adivinar que el oso estaba enfermo o herido. Era evidente que había caído en un coma muy distinto del sueño de un animal sano. Y había algo más. El animal estaba echado al aire libre, pero eso no era todo. Entonces se dio cuenta. La enredadera trepsis crece rápidamente: puede cubrir un buen trecho entre el alba y el atardecer. El cuerpo del oso estaba cubierto en partes con tallos, hojas y flores escarlata. ¿Cuánto tiempo, pues, había estado allí Shardik, junto al estanque, sin moverse? ¿Un día? ¿Dos días? El cazador miró más detenidamente, mientras su miedo se convertía en piedad. En el costado visible, unas manchas peladas se veían entre la piel lanuda. La carne era oscura y descolorida. Con todo, ¿podía ser tan oscura la sangre coagulada? Bajó un poco la pendiente de la hondonada. Sin duda había sangre, pero las heridas parecían oscuras porque estaban cubiertas —rebosantes— de moscas gordas. Tuvo una exclamación de asco y de horror. ¡Shardik, el vencedor del leopardo, Shardik de los Arrecifes, el Señor Shardik había vuelto a su pueblo después de innumerables años… y yacía moribundo o, cubierto de moscas y de inmundicias en un pozo de la selva!
«Va a morir», pensó. «Morirá antes de la mañana… a menos que lo podamos evitar. En cuanto a mí, bajaré a ayudarlo, sea cual fuere el peligro».
Se volvió y corrió por el campo abierto, abriéndose paso ruidosamente a través del cerco de maleza, corriendo entre los árboles hasta el lugar en donde el Barón lo había dejado. De repente sintió que tropezaba y cayó despatarrado, recibiendo un golpe que lo dejó mareado y sin aliento. Al rodar, jadeando, las luces que flotaban ante sus ojos se aclararon y mostraron el rostro de Bel-ka-Trazet, torcido como una vela derretida con un solo ojo como llama.
—¿Qué pasa? —dijo la boca torcida—. ¿Por qué corres y haces ruido como una cabra en un corral de mercado, cobarde?
—Tropecé, señor… —dijo Kelderek jadeando.
—Fui yo que te hice tropezar, ¡estúpido! ¿Has lanzado al oso contra nosotros? Vamos, hombre, ¿en dónde está?
Kelderek se incorporó. Tenía la cara tajeada y se había golpeado la rodilla, pero afortunadamente el hombro herido se había salvado.
—No huía del oso, señor. Lo encontré. Encontré al Señor Shardik. Pero tal vez esté durmiendo el sueño de la muerte. ¿Dónde está la Tuguinda?
—Aquí estoy —dijo ella detrás de él—. ¿A qué distancia está, Kelderek?
—Está cerca, säiyet… Herido y muy enfermo, por lo que puedo juzgar. No se ha movido desde hace más de un día. Va a morir…
—No morirá —contestó vivamente la Tuguinda—. Si es realmente el Señor Shardik, no morirá. Ven, llévanos allá.
Junto al borde de la hondonada, Kelderek señaló en silencio. A medida que cada uno de sus cuatro compañeros llegaban al borde, él los observaba minuciosamente. Bel-ka-Trazet tuvo un sobresalto involuntario y luego, apartó la mirada, como si tuviera miedo de lo que veía. Si fue miedo, se recobró en un instante y bajó, como Kelderek, a mirar el pozo con una mirada fija y atenta, como la de un botero que divisa aguas peligrosas por delante.
Melathys se limitó a mirar hacia abajo, antes de levantar las manos hasta sus mejillas exangües y cerrar los ojos. Luego se dio vuelta y cayó de rodillas, como una mujer herida por atroces nuevas.
Sheldra y la Tuguinda permanecieron de pie en el borde. Ni la una ni la otra parecían sorprendidas y no hicieron ningún movimiento para esconderse.
La Tuguinda había cruzado las manos sobre la cintura y sus hombros subían y bajaban a cada respiración. Su modo de pararse trasmitía una curiosa impresión de levedad, como sí realmente estuviera a punto de flotar sobre el pozo. La postura de la cabeza era alerta como la de un pájaro, y pese a toda su tensión no parecía tener más miedo que la sirvienta que estaba a su lado.
Después de unos instantes, apartándose de Bel-ka-Tra-zet, la Tuguinda dijo tranquilamente:
—Sheldra: ¿ves que es el Señor Shardik?
—Es el Señor Shardik, säiyet —contestó la muchacha con el tono parejo de la respuesta litúrgica.
—Voy a bajar y querría que vinieras conmigo —dijo la Tuguinda.
Las dos mujeres ya habían descendido unos metros cuando Kelderek, volviendo en sí, se lanzó tras ellas. Pero Bel-ka-Trazet lo tomó del brazo.
—No seas tonto, Kelderek —dijo—; las va a matar. Y si no las mata, esta locura no es asunto tuyo.
Kelderek lo contempló asombrado. Luego, sin duda sin desprecio hacia este guerrero canoso y estragado, pero con la nueva y extraña sensación de estar ya más allá de su autoridad, contestó:
—Señor: el Señor Shardik está cerca de la muerte. —Inclinó rápidamente la cabeza y levantando la palma de la mano hasta la frente saludó, y siguió a las dos mujeres por la abrupta pendiente.
La Tuguinda y su compañera habían llegado al fondo del pozo y marchaban velozmente, sin ninguna vacilación. Kelderek, a quien le pareció mejor no saltar ni correr, por miedo de despertar al oso, no las alcanzó antes de que ellas se detuvieran junto al estanque. La hierba estaba húmeda bajo los pies. Había un olor hediendo a inmundicias y enfermedad y se oían zumbidos de moscas. El oso no se había movido y ellos podían oír su afanosa respiración: un resoplar herido y sordo. El hocico estaba seco, la piel sin brillo y endurecida. Podía verse la esclerótica inyectada en sangre de uno de los ojos bajo un párpado cerrado a medias. El tamaño del animal, de cerca, era impresionante. El hombro se levantaba por encima de Kelderek como una pared, más allá de la cual sólo podía verse el cielo. Mientras estaba allí parado e inquieto, el oso, sin abrir los ojos, levantó un instante la cabeza y luego la dejó caer de nuevo.
Sin pensar en el peligro, Kelderek avanzó una media docena de pasos por el estanque, arrancó el trapo de su hombro herido y, mojándolo en el agua, lo aplicó al hocico del oso y le humedeció la lengua y los labios. Las mandíbulas se movieron convulsivamente; Kelderek, al ver que el animal trataba de masticar el paño, lo empapó una vez más y escurrió el agua sobre un lado de la boca.
La Tuguinda, inclinándose sobre un costado del oso, con una rama de helecho en una mano, había espantado las moscas de una de las heridas y la estaba examinando. Hecho esto empezó a buscar por todo el cuerpo, a veces abriendo la piel con los dedos, a veces utilizando la caña de la fronda como palpador: Kelderek adivinó que estaba sacando los huevos de las moscas y las larvas, pero la cara de ella no demostraba ningún asco: tan sólo el mismo cuidado y deliberación que él había visto cuando le había curado el hombro.
Finalmente se detuvo y le hizo una seña. Él, que estaba parado junto al estanque, subió el barranco. Llegó arriba, se paró junto a Sheldra y miró el cuerpo.
El vientre y los costados del oso estaban marcados con rayas largas, teñidas de blanco o de gris sucio, como si se lo hubiera quemado con una antorcha o un hierro candente. En varios sitios la piel, de unos cuatro dedos de espesor, estaba totalmente quemada, y la carne desnuda como contraída y reseca, en surcos y protuberancias, hendiduras y llagas abiertas. De cuando en cuando se veía un nido de moscas verdes o alguna larva que se le había pasado por alto a la Tuguinda. Varias de las heridas estaban descompuestas y segregaban un líquido verde y brillante, que había descolorido el pelo alborotado y formaba grumos rígidos y endurecidos. Una masa de trepsis reseca y amarilla demostraba que la infeliz criatura había orinado en donde yacía. Sin duda, pensó Kelderek, las patas traseras también estaban lastimadas y llenas de gusanos. Pero no sintió repulsión: tan sólo piedad y la decisión de desempeñar su papel en cualquier forma para salvar la vida de Shardik.
—Hay mucho que hacer —dijo la Tuguinda— si queremos que no muera. Debemos obrar sin tardanza. Pero primero volveré, hablaré con el Barón y le diré a la sacerdotisa lo que nos hace falta.
Cuando marchaban a un lado de la hondonada, ella le dijo a Kelderek:
—¡Animo, sagaz cazador! Tuviste el arte de encontrarlo, y Dios nos dará los medios de salvarlo. No temas.
—No fue ningún arte mío, säiyet… —empezó a decir él pero ella le hizo señas de que se callara y, volviendo la cabeza, habló en voz baja a Sheldra—… necesitamos también tessik y theltocarna —oyó él, y unos instantes después—: Si se recupera, debemos intentar el Canto.
Bel-ka-Trazet estaba en el mismo lugar en que Kelderek lo había dejado. Melathys, blanca como la luna, se había levantado y estaba de pie con los ojos fijos en el suelo.
—Hay muchas heridas —dijo la Tuguinda— y varias están hinchadas y emponzoñadas. Debe haber huido del incendio a través del río… Pero esto yo ya lo supe cuando Kelderek hizo su relato.
Bel-ka-Trazet guardó silencio, como deliberando. Luego, con aire de persona resuelta, levantó la mirada y dijo:
—Säiyet es menester que tú y yo nos entendamos. Tú eres la Tuguinda y yo soy el Gran Barón de Ortelga, hasta que alguien me mate. El pueblo consiente en obedecernos porque cree que cada uno de nosotros, de un modo u otro, puede protegerlo. Todo esto es bueno; es bueno que el pueblo tema y obedezca: pero ¿qué hay para nosotros en esta historia del oso?, ¿qué intentas sacar de todo esto?
—No lo sé —contestó la Tuguinda— y este no es el momento de discutir estas cosas. De todos-modos, tenemos que actuar sin demora.
—De todos modos, óyeme säiyet, pues necesitarás mi ayuda y sé por larga experiencia lo que probablemente saldrá de todo esto. Hemos encontrado un oso grande… posiblemente el oso más grande que haya existido. Sin duda yo no habría creído en la existencia de tal oso: eso te lo reconozco. Pero si lo curas, ¿qué resultará? Si sigues cerca de él, te matará a ti y a tus mujeres y llegará a ser un terror para todo Ortelga, hasta que los hombres se vean forzados a cazarlo y destruirlo con riesgo de sus vidas. Aun suponiendo que no te mate, en el mejor de los casos abandonará la isla y entonces tú, después de haber intentado utilizarlo y haber fracasado, habrás perdido ascendiente sobre el pueblo. Créeme, säiyet, no tienes nada que ganar. Como recuerdo y como leyenda Shardik tiene poder y ese poder es nuestro, pero intentar que la gente crea que ha vuelto, sólo puede terminar en perjuicios. Acepta mi consejo y vuelve ahora mismo a tu isla.
La Tuguinda esperó en silencio a que el Barón dejara de hablar. Luego, haciendo una señal a la sacerdotisa, dijo:
—Melathys: ve en seguida al campamento y di a las muchachas que traigan todo lo que nos va a hacer falta. Será mejor que circunden la orilla con las canoas y desembarquen allá.
La sacerdotisa se apresuró a irse sin decir palabra, y la Tuguinda se volvió hacia el cazador.
—Ahora, Kelderek —dijo— debes decirme. ¿Está el Señor Shardik tan enfermo que no puede comer?
—Estoy seguro de eso, säiyet. Pero puede beber, y acaso pueda beber sangre o tragar alimentos muy desmenuzados, como los que dan a los niños pequeños.
—Si es así, tanto mejor. Le hace falta un medicamento, pero es una hierba que no hay que diluir mezclándola con agua.
—Partiré en seguida, säiyet y mataré unos animales. Ojalá tuviera mi arco.
Cazó durante varias horas. Ya estaba avanzada la tarde cuando volvió con dos ristras de patos y una paca, botín muy pobre para un cazador como él, y un botín que le había costado ganar.
Las muchachas habían encendido una fogata en la hondonada, al abrigo del viento. Tres o cuatro traían leña, mientras las otras hacían refugios con ramas atadas con enredaderas. Melathys, sentada junto al fuego con un mortero y un mazo, estaba machacando unas hierbas aromáticas. Él entregó los patos a Neelith, que estaba cocinando sobre unas piedras calientes, y dejó la paca a un lado, para cuartearla y desollarla el mismo. Pero antes de hacer esto quiso pasar por la hondonada.
El oso seguía echado entre las plantas escarlata de trepsis, pero ya parecía menos magullado y sucio. Sus grandes heridas estaban cubiertas con una especie de ungüento amarillo. Una de las muchachas apartaba las moscas de sus ojos y sus orejas con una pantalla de frondas de helecho, mientras que otra, con un vaso de ungüento, le frotaba la espalda y la parte de los costados que era accesible. Dos de ellas habían traído arena para cubrir las manchas del suelo, que ya habían limpiado y raspado con picas. La Tuguinda había puesto un paño mojado en la boca del oso, como había hecho él, pero ella lo mojaba en una jarra que tenía a sus pies. La actitud plácida de las muchachas contrastaba extrañamente con el cuerpo lastimado y monstruoso del terrible ser que estaban cuidando. Kelderek observó que dejaban de trabajar cuando el oso demostraba alguna inquietud. La boca se había abierto del todo y una de las patas traseras dio una débil patada antes de ponerse a descansar una vez más entre las plantas de trepsis. Y recordando lo que el Barón había dicho, Kelderek pensó por primera vez: «Si realmente logramos curarlo, ¿qué va a pasar entonces?».