El angosto pasaje desde la caleta rodeada de tierra hasta el Telthearna doblaba tan bruscamente que sólo una canoa podía franquearlo. Las estribaciones rocosas a cada lado se cubrían unas a otras, cerrando la caleta como una pared, de tal modo que desde adentro no podía verse nada del río que estaba más allá.
Al iniciarse la carga de las canoas, el sol aún no había alcanzado la ribera que miraba al Norte, pero ahora estaba levantado sobre los Arrecifes y brillaba sobre la caleta, transformando el agua opaca y gris en un verde luminoso y profundo, de lentos movimientos. Nítidas sombras caían sobre el empedrado desde las construcciones de piedra que allí estaban esparcidas a lo largo de los bordes, algunas escondidas entre los árboles, otras levantadas en campo abierto, entre hierbas y flores.
El cazador se preguntó qué edad podrían tener estas construcciones. No había nada parecido a esto en Ortelga. Todo el lugar parecía ser la obra de un pueblo muy antiguo. ¿Qué clase de gente podía haber sido ésta? ¿Quiénes habían construido los Arrecifes?
Se apartó del sol, parpadeando, para contemplar las muchachas graves y silenciosas que estaban cargando las canoas. Eran silenciosas, supuso él, por hábito y en virtud de la ley de la isla. ¡Qué alivio habría sido abandonar este lugar sombrío y extraño, de secretos y de brujerías! Recordó entonces adónde iba y sintió un estremecimiento de miedo en el estómago.
Una mujer de pelo gris, que había estado dirigiendo a las muchachas que trabajaban, se apartó de la orilla y se acercó a Melathys.
—La tarea está hecha, säiyet —dijo—. ¿Quieres cerciorarte de que todo está en su lugar?
—No, confiaré en ti, Thula —contestó la sacerdotisa con aire distraído.
La vieja le puso una mano en el hombro.
—No sabemos adónde vas, querida, ni por cuanto tiempo —dijo—. ¿No quieres decírnoslo? ¿Recuerdas cómo te consolaba cuando eras niña y soñabas con traficantes de esclavos y con guerras?
—Sé demasiado bien adonde vamos —contestó Melathys— pero no sé cuándo volveré.
—¿Un viaje largo? —insistió la vieja.
—Largo o corto —contestó Melathys con una breve risa nerviosa— te prometo que, muera quien muriera, tendré mucho cuidado de no morirme.
Se agachó, recogió una flor, la acercó un instante a la nariz de la otra y luego la arrojó al agua.
La vieja tuvo un movimiento contenido de impaciencia, como un servidor de confianza a quien se concede el privilegio de expresar sus sentimientos.
—¿Entonces hay peligro, hija mía? —murmuró—. ¿Por qué hablas de muerte?
Melathys la miró fijamente un instante, mordiéndose los labios. Luego desabrochó el ancho collar de oro que le colgaba del pescuezo y lo puso en las manos de la vieja.
—En todo caso, esto no me hará falta —dijo—. Y si hay peligro podré correr más velozmente sin el peso. No me preguntes nada más, Thula. Ya es tiempo de ponernos en marcha. ¿Dónde están los sirvientes del Barón?
—Él dijo que debían volver a Ortelga —contestó la vieja—. Ya subieron a la canoa y se fueron.
—Entonces ve tu misma y dile al Barón que estamos listos. Adiós, Thula. Recuérdame en tus plegarias.
Se abrió camino por el empedrado, bajó a la más cercana de las cuatro canoas e hizo una seña al cazador para que ocupara un lugar detrás de ella. Las dos muchachas que estaban en la proa hundieron sus paletas y la canoa se alejó de la orilla. Atravesaron la caleta y empezaron a avanzar por la angosta hendidura que se abría entre las estribaciones rocosas.
Más allá, el agua era azul y estaba agitada, brillaba a la luz del sol y se quebraba en olitas con copetes blancos. A lo lejos se veía la línea ennegrecida y desolada de la orilla izquierda. Kelderek, miro por encima del hombro, pero ya no fue capaz de divisar, entre la espesura verde, la hendidura de donde habían emergido. Entonces apareció la proa de la segunda canoa, deslizándose sobre el follaje flotante. Melathys, siguiéndole la mirada, sonrió fríamente.
—No hay ningún otro lugar en la isla adonde pueda acercarse una canoa. Todo el resto es riscos o bajíos, como el lugar en donde desembarcaste anoche.
—La Tuguinda… —preguntó— ¿no viene con nosotros?
La sacerdotisa, mirando las otras dos canoas que quedaban, no contestó inmediatamente, pero al cabo de un rato dijo:
—¿Conoces el relato de Inanna?
—Claro que sí, säiyet Inanna bajó a los infiernos a pedir una vida y, a medida que pasaba por cada puerta, le arrebataban sus vestiduras, sus joyas y todo lo que llevaba.
—Hace mucho tiempo, cuando la Tuguinda se iba de Quiso en busca del señor Shardik, era la costumbre que no debía llevar nada encima al dejar la isla —se detuvo y luego añadió—: La Tuguinda no desea que se sepa en Quiso que se va. En cuanto se enteren de que se ha ido…
—¿Y si no hay otro desembarcadero? —prorrumpió él, interrumpiéndola.
Ella habló a las muchachas de las paletas.
—¡Nito! ¡Neelith! Subiremos por la orilla hasta las canteras.
En el extremo occidental la bahía se extendía y formaba una punta. Por debajo el agua protegida era lisa, pero al costearla el avance se volvió trabajoso, porque el viento incomodaba y de este lado de la isla la corriente era fuerte. Avanzaron lentamente, mientras las canoas saltaban y chapaleaban en el agua agitada.
De repente Kelderek se sobresaltó, de modo que la canoa se ladeó y una de las muchachas golpeó el agua con un golpe brusco del reverso de su paleta para recobrar el equilibrio. Sobre el antepecho de piedra que estaba encima de ellos había una mujer desnuda, con los cabellos sueltos hasta el hombro, que avanzó hasta el borde y por unos instantes miró hacia abajo, tratando de encontrar un punto firme en el suelo. Luego, sin vacilación, se zambulló en las aguas profundas.
Cuando emergió a la superficie, el cazador comprendió que no era otra que la Tuguinda. Ella se puso a nadar tranquilamente hacia la tercera canoa, que ya se abría camino en dirección a ella. La canoa del Barón se había ido ya. Confundido, el cazador cerró los ojos y luego, para que a la sacerdotisa no se le ocurriera reprenderlo, escondió la cara entre las manos.
—¡Crendro, Melathys! —dijo la Tuguinda, a quien Kelderek oyó reírse en el momento de subir a la canoa—. Creí que no había traído nada conmigo, salvo un corazón ligero, pero ahora recuerdo que tengo dos cosas más: sus nombres, que deben ser devueltos a nuestros huéspedes. Bel-ka-Trazet, ¿puedes oírme, o te estás alejando del alcance de los oídos, tanto como del alcance de la vista?
—Nos sorprendiste, säiyet —contestó el Barón enfurruñado—. ¿No debo respetarte como mujer?
—La anchura del Telthearna es por cierto un respeto. ¿No están aquí tus sirvientes?
—No, säiyet. Los mandé de vuelta a Ortelga.
—Que Dios sea con ellos. Y con Melathys, pues sus bonitos brazos han sido raspados por la trazada. Cazador… tímido, meditabundo cazador, ¿cómo te llamas?
—Kelderek, säiyet —contestó él—. Kelderek Zenzuata.
—Bueno. Ahora podemos estar seguros de que hemos salido de Quiso. A las muchachas les va a gustar este viaje inesperado. ¿Quiénes están con nosotros? Sheldra, Nito, Neelith…
Empezó a chancear con las muchachas que, por sus respuestas, parecían muy convencidas de que ella estaba de excelente humor. Al cabo de un rato la canoa de la Tuguinda se puso al lado de él y ella le tocó el hombro.
—¿Cómo está tu hombro? —preguntó.
Mejor, säiyet —contestó él—. Tengo mucho menos dolor.
—Bien. Porque nos vas a hacer falta.
Aunque la Tuguinda había mantenido en secreto su partida, alguien, además de Melathys, había sabido sin duda lo que ella quería hacer y había cargado, en consecuencia, la canoa, porque estaba vestida como si fuera a ir de cacería, con una túnica de pedazos de enero cosidos y superpuestos, con sandalias y polainas también de cuero, y los cabellos mojados, que le envolvían la cabeza, estaban sujetos con una tenue cadenita de plata. Lo mismo que las muchachas, llevaba un cuchillo en el cinturón.
—No subiremos la orilla de Ortelga, Melathys. Los shendrons nos verían y toda la ciudad se pondría a hablar en menos de una hora.
—¿Cómo es posible, säiyet? ¿No estamos yendo a la parte occidental de la isla?
Así es. Pero iremos hasta el otro lado del río y luego volveremos.
El viaje, prolongado de este modo, duró casi hasta el anochecer.
El sol se acercaba al horizonte cuando por fin la Tuguinda dio orden de doblar hacia la izquierda y navegar una vez más contra la comente. Kelderek, que conocía la dificultad de juzgar las corrientes siempre cambiantes del Telthearna, comprendió que esta mujer era un navegante experimentado y capaz. De todos modos su juicio era excelente, pues con poco esfuerzo suplementario de parte de las cansadas muchachas, el río los llevó fácilmente, de tal modo que avanzaron casi justamente sobre la roca alta y angosta que estaba en el punto Oeste de Ortelga.
Vadearon hasta la costa, arrastrando entre ellos las canoas en medio de los juncos y acamparon en terreno seco, rodeados de la maraña de raíces blandas y fibrosas de un bosquecillo de quian. Era una costa salvaje; y mientras el fuego de ellos se consumía, de modo que las formas de los troncos parecían temblar en el calor y a lo lejos el crepúsculo palidecía sobre la extensión del río, Kelderek volvió a sentir como ya había sentido dos días antes, la extraña inquietud y perturbación de la selva en torno de ellos.
—Säiyet —se atrevió a decir por fin— y tú, señor Barón, si me puedo dirigir a ti de este modo, no deberíamos dejar que nadie se aleje del fuego esta noche. Si alguien quiere hacerlo, que vaya hasta la orilla, pero a ningún otro lado. Este lugar está lleno de seres que también son extraños aquí, perdidos y enloquecidos de miedo.
Bel-ka-Trazet se limitó a asentir con la cabeza. Kelderek, hizo guardia la mitad de la noche. No tenía deseos de dormir. ¿Qué clases de centinelas podían ser, se preguntó, estas muchachas silenciosas y contenidas, cuyas vidas habían estado enclaustradas tanto tiempo en la soledad de Quiso? Pero también supo que estaba tratando —sin lograrlo— de engañarse: las muchachas eran de confianza, y ésta no era la razón de su estado de alerta. La verdad era que no se veía libre —durante todo el día no se había visto libre— del miedo de la muerte y del terror a Shardik.
Empezó a cavilar en la oscuridad y una nueva inquietud se apoderó de él cuando pensó en el Gran Barón y luego en Melathys. Los dos tenían miedo —de esto estaba seguro—, miedo a la muerte, sin duda, pero también —y era en esto que diferían de él— miedo a perder lo que cada uno tenía ya. Y a causa de este miedo había en el corazón de ellos una esperanza real, de la cual ninguno quería hablar delante de la Tuguinda, la esperanza de que lo que él les había dicho era falso y que la búsqueda iba a terminar en nada: porque a cada uno le parecía que, incluso en caso de que él les hubiera dicho la verdad, él o ella nada tenían que ganar en consecuencia.
Se le ocurrió —y esto conturbó su corazón y aumentó aún más su sensación de soledad— que el Gran Barón era incapaz de captar lo que para él era tan simple como la llama.
Bel-ka-Trazet, pensó Kelderek, había empleado años para convertir a Ortelga en una fortaleza y esperaba ahora recoger su cosecha, envejecer en la seguridad detrás de sus cercos y sus empalizadas, su foso contra el río y sus shendrons a lo largo de la costa. En su mundo, el justo lugar para las cosas extrañas o desconocidas quedaba fuera. Entre todos los corazones de Ortelga, tal vez, el suyo era el menos dispuesto a saltar y encenderse por las nuevas del retorno de Shardik, el Poder de Dios. En cuanto a Melathys, ya estaba satisfecha con su papel de sacerdotisa y su brujería isleña.
Acaso esperaba llegar a ser la Tuguinda con el tiempo. Ahora obedecía a la Tuguinda tan sólo porque no podía desobedecerla. Él estaba seguro que el corazón de ella no compartía la apasionada esperanza de la Tuguinda ni su profundo sentido de la responsabilidad. Tal vez fuera natural tener miedo. Era una mujer, de espíritu pronto y joven, que ya había alcanzado una posición de autoridad y de confianza. Tenía mucho que perder en caso de que una muerte violenta la golpeara.
Los dos están muy por encima de mí, pensó, paseando lentamente por la arboleda, mientras el croar incesante de las ranas en la orilla le llenaba los oídos. Y, sin embargo yo… un hombre vulgar… puedo darme cuenta que el uno y la otra se aferran o tratan de aferrarse a lo que temen que cambie o desaparezca. Mis pensamientos no son estos, porque yo tengo nada que perder. Además, he visto al Señor Shardik y ellos no lo han visto. Pero aún en el caso de que lo encontremos de nuevo y no muramos, creo que van a intentar negarlo de algún modo u otro. Y esto es algo que yo nunca podría hacer, pase lo que pasare.
El grito repentino y agudo de un animal en la selva le recordó la obligación que había tomado, y volvió a la vigilancia. Cruzo una vez más el claro y se abrió camino entre las muchachas dormidas.
La Tuguinda estaba de pie junto a la fogata. Le hizo una señal y, cuando él se acercó, lo miró con la misma sonrisa inteligente y honrada que le había visto junto a la piedra Tereth, antes de saber quién era ella.
—Kelderek: espero que tu vela haya terminado…
—Si alguien me tomara la guardia, säiyet, no podría dormir. De tal modo, ¿por qué no he de vigilar?
—¿Te duele el hombro?
—No: me duele el corazón, säiyet, —le devolvió la sonrisa—. No me siento cómodo. Tengo buenos motivos.
—Bueno, me alegro que estés despierto, Kelderek Jue-ga-con-los-Niños, porque tú y yo tenemos que hablar, —se apartó de las mujeres dormidas, y él la siguió hasta que ella se detuvo y lo miró en las tinieblas, recostándose contra un tronco de quian.
Las ranas croaban y ahora podía oír las olas que acariciaban los juncos.
—Me oíste decir a Melathys y al Barón que deberíamos actuar como si tus nuevas fueran verdaderas. Es lo que yo les dije, pero tú, Kelderek, debes saber esto. Si yo no fuera capaz de percibir la verdad que brota de un corazón de hombre en sus palabras, no sería la Tuguinda de Quiso. No tengo dudas de que tú has visto realmente al Señor Shardik.
Él no halló respuesta y después de un rato ella continuó:
—De modo que, entre todos los innumerables millares que han esperado, tú y yo somos los elegidos.
—Sí. Pero pareces tan tranquila, säiyet… y yo… yo estoy lleno de miedo… un miedo común, el miedo de un cobarde. Reverencia y pavor también siento, pero sobre todo tengo miedo de que un oso me haga pedazos. Son seres muy peligrosos. ¿Tú no tienes miedo?
Ella le contestó a su pregunta con otra.
—¿Qué sabes del Señor Shardik?
Él meditó un instante y luego contestó:
—Viene de Dios… Dios está en él… Es el Poder; de Dios… Se fue y tiene que volver. No, säiyet, uno cree que sabe hasta que otro le dice las palabras. Como todos los niños, aprendí a rezar para que llegue esa noche buena en que Shardik ha de volver.
—Pero puede ser que obtengamos más dé lo que estamos esperando. Muchos rezan. ¿Cuántos hay que han pensado seriamente en lo que ocurriría si sus plegarias fueran oídas?
—Ocurra lo que ocurriere, säiyet, nunca podría desear que él no hubiera vuelto. Pese a todo mi miedo, no puedo desear el no haberlo visto.
—Ni yo, pese al mío. Sí, también yo tengo miedo, pero al menos puedo agradecer a Dios el no haber olvidado nunca la misión real y verdadera de la Tuguinda, estar preparada, en plena y sobria realidad, noche y día, para el retorno de Shardik. Muchas veces, de noche, he caminado por los Arrecifes y he pensado: «Si esta fuera la noche… si Shardik hubiera de llegar ahora… ¿Qué debería hacer?». Sabía que no podía dejar de temer, pero el temor no es tan grande —sonrió de nuevo— no es tanto como creía. Ahora tú debes saber más, porque nosotros somos los Recipientes, tú y yo —asintió lentamente con la cabeza, sosteniendo la mirada de él entre las sombras—. Y lo que esto signifique, habremos de saberlo, Dios nos asista, a su debido tiempo.
Kelderek no dijo nada. La Tuguinda cruzó los brazos, se recostó una vez más contra el árbol y prosiguió.
—Es mucho más que un asunto de gente que cae boca abajo. Mucho, mucho más.
Él seguía sin decir nada.
—¿Has oído hablar de Bekla, la gran ciudad?
—Por supuesto, säiyet.
—¿Has estado allí alguna vez?
—¿Yo? Oh, no, säiyet. ¿Cómo podría ir a Bekla un hombre como yo? Pero muchas de mis pieles y plumas han sido compradas por los corredores para ese mercado. Está a cuatro o cinco días de viaje en dirección al Sur, por lo que sé.
—¿Sabías que hace mucho tiempo —nadie sabe cuánto tiempo— la gente de Ortelga gobernaba en Bekla?
—¿Nosotros éramos los que mandaban en Bekla?
—Lo éramos. Del imperio que se extendía por el Norte hasta las costas del Telthearna, por el Oeste hasta Paltesh y por el Sur hasta Sarkid e Ikat-Yeldashay. Eramos un gran pueblo —luchadores, mercaderes y, ante Lodo, constructores y artesanos— sí, nosotros, que ahora nos escondemos en una isla bajo cobertizos de paja y rascamos un medio de vida con arados y zapapicos en unos pocos kilómetros pedregosos de la tierra firme.
»Fuimos nosotros que hicimos a Bekla. Hasta el día de hoy Bekla es como un jardín de piedra esculpida, que danza. El Palacio de los Barones es más hermoso que un estanque de lirios cuando las libélulas revolotean sobre él. La calle de los constructores estaba entonces llena de heraldos de los ricos, que venían de tierras lejanas y próximas, que ofrecían fortunas a los artesanos para que fueran a trabajar para ellos. Y los que accedían viajaban velozmente, pues había caminos anchos y seguros hasta las fronteras.
»En aquellos días Shardik estaba con nosotros. Estaba con nosotros como está ahora la Tuguinda. Él no había muerto. Pasaba de una envoltura corpórea a otra».
—¿Shardik gobernaba en Bekla?
—No, no en Bekla. Shardik era adorado y Shardik nos enviaba su bendición desde un sitio solitario y sagrado en los confines del imperio, hasta el cual viajaban los suplicantes en espíritu de humildad. ¿Dónde crees que estaba ese lugar?
—No puedo decirlo, säiyet.
—Era Quiso, en donde los jirones del poder de Shardik todavía persisten como harapos en una empalizada azotada por los vientos. Y fueron los artesanos de Bekla que convirtieron a toda la isla en un templo para Shardik. Ellos construyeron el pasaje desde la tierra firme hasta Ortelga —el pasaje que está ahora roto— para que los grupos de peregrinos, después que estaban reunidos en la costa de la tierra firme, entre las Piedras de Dos Lados, fueran traídos primero a Ortelga y desde allí hicieran el viaje nocturno hasta Quiso, como lo hiciste tú anoche. Nuestros artesanos también nivelaron y empedraron la terraza en que Melathys te encontró; y sobre la hondonada que está enfrente echaron el Puente de los Suplicantes, una obra de hierro delgado como cuerda, por el cual todos los extranjeros tenían que pasar o volver. Pero hace muchos años que ese puente cayó, cayó mucho antes de que tú o yo hubiéramos nacido. Detrás de la terraza, como sabes, está el Templo Alto, que ellos tallaron en la roca. Tú no viste el interior, porque estabas en la oscuridad. Es un recinto alto, de seis metros de ancho, labrado durante treinta años, piedra tras piedra en la roca viva. Y además de esto, hicieron…
—¡Los Arrecifes!
—Los Arrecifes: la obra más grande del hombre. Cuatro generaciones de trabajadores de la piedra y constructores penaron más de cien años para completar los Arrecifes. Los que los iniciaron nunca los vieron terminados. Y fueron ellos quienes empedraron las costas de la bahía más abajo y construyeron las viviendas para las sacerdotisas y las mujeres.
—¿Y Shardik, säiyet? ¿En dónde se alojaba?
—No se alojaba. Iba adonde quería. Vagaba libremente, a veces en los bosques, a veces en los Arrecifes. Pero las sacerdotisas lo buscaban, lo alimentaban y se ocupaban de él. Este era el misterio de ellas.
—¿Y nunca mataba?
—Sí, a veces mataba… A alguna sacerdotisa durante el Canto, si esa era la voluntad de Dios, o tal vez a algún suplicante demasiado audaz que lo había abordado inoportunamente o lo había provocado de algún modo. Asimismo, él conocía la verdad en el corazón de los hombres y podía decir cuando alguien era su enemigo en secreto. Cuando mataba, lo hacía por su propia adivinación, nosotros no lo incitábamos a matar. Más bien éste era nuestro misterio y nuestra habilidad consistía en atenderlo de modo que no lo hiciera. La Tuguinda y sus sacerdotisas caminaban cerca de Shardik y dormían junto a él: éste era el arte de ellas, la maravilla que los hombres venían a ver, la maravilla que había dado a Bekla su buena suerte y su maestría.
—¿Y tenía esposa?
—A veces se juntaba, pero no era necesario. Era una cuestión de señales y de pronósticos, de Su voluntad más que de una intención humana. A veces, en verdad, la Tuguinda sabía que debía abandonar a Quiso y dirigirse a las colinas o a la selva con sus muchachas para encontrar y traer de vuelta una compañera para Shardik. Pero a veces él vivía hasta que parecía que iba a morirse, y entonces ellas iban, lo encontraban renacido y lo traían de vuelta al hogar.
—¿Cómo?
—Tenían maneras de hacerlo, maneras que todavía conocemos, o que esperamos conocer, pues hace mucho tiempo que no se usan drogas y otras artes con las que era posible manejarlo, aunque tan sólo por poco tiempo. Pero nada de esto era seguro. Cuando el Poder de Dios aparece en forma terrestre, no se lo puede llevar de aquí para allá como una vaca, pues ¿en dónde estaría la maravilla y el terror? Siempre, con Shardik, había incertidumbre, peligro y riesgo de muerte: y esto por lo menos, es algo de lo que podemos estar seguros. Shardik requiere de nosotros todo lo que tenemos, y a quienes no pueden ofrecer tanto libremente, él puede muy bien arrebatarlo por la fuerza.
Se interrumpió, mirando sin ver la selva oscurecida, como si estuviera rememorando la majestad y el poder de Shardik de los Arrecifes y de su Tuguinda de tiempos idos. Finalmente Kelderek preguntó:
—Y… ¿esos días terminaron, säiyet?
—Esos días terminaron. La historia completa no la conozco. Fue un sacrilegio tan vil que no se pudo ni conocerlo ni hablar de él claramente. Todo lo que puedo decirte es que la Tuguinda de aquellos días traicionó a Shardik, al pueblo y a sí misma. Había un hombre, no, no es digno de que se lo llame un hombre, porque ¿quién que no esté perdido para Dios puede atreverse a tramar una cosa semejante?, un traficante de esclavos que estaba de paso. Ella y él se… ¡ah!… —Y aquí la Tuguinda, conmovida, guardó silencio, con el cuerpo apretado contra el tronco de quian, estremecida de asco y de horror. Finalmente, recobrándose, continuó—: Él… él mató a Shardik y también a unas cuantas mujeres sagradas. En cuanto al resto, él y sus hombres los convirtieron en esclavos y la que en un tiempo había sido llamada la Tuguinda huyó con él por el Telthearna. Acaso llegaron a Zeray… acaso a algún otro lugar… No sé decirlo… No importa mayormente. Dios supo lo que habían hecho y Él siempre puede esperar.
»Después los enemigos de Bekla se sublevaron y atacaron y nosotros estábamos sin corazón y ánimo para luchar. La ciudad fue tomada. El Gran Barón fue ultimado por ellos y lo que quedó del pueblo huyó por la llanura y las montañas de Guelt hasta las costas del Telthearna, pues esperaban que, si llegaban a estas islas en condición de suplicantes, podrían salvar así, por lo menos, sus vidas. Así que marcharon hacia Ortelga y rompieron el pasaje que quedaba detrás. Sus enemigos los abandonaron allí y ellos se pusieron a hurgar la tierra y barrer los bosques, pues habían tomado su ciudad y su imperio y no valía la pena ya atacar a hombres desesperados en su último refugio. También les dejaron a Quiso, porque temían a Quiso, aunque se había convertido en un sitio vacío y devastado. Hubo una cosa que impusieron, de todos modos. Shardik nunca debía retornar; y por largo tiempo, hasta que ya no fue más necesario, vigilaron para que así fuera.
»Los años pasaron y nos convertimos en un pueblo ignorante y empobrecido. Muchos de los artesanos de Ortelga se alejaron para vender sus habilidades en lugares más prósperos, y los que quedaban perdían sus artes por falta de buenos materiales y clientes adinerados. Ahora nos atrevemos a internarnos en la tierra firme y trocamos los recursos que tenemos —cuerdas y pieles— por lo que podemos conseguir afuera. Y los barones cavan pozos y emplazan shendrons para mantenerse vivos en un cerco de selva que a nadie le hace falta. Pero todavía la Tuguinda, en su isla vacía, tiene trabajo. Créeme, Kelderek, tiene trabajo, el más duro de todos. Su trabajo consiste en esperar, en estar preparada, siempre, para el retorno de Shardik. Pues una cosa se ha predicho claramente, una y otra vez, por medio de señales y portentos conocidos de la Tuguinda y de las sacerdotisas: un día Shardik volverá».
Kelderek se quedó un rato contemplando los juncos iluminados por la luna. Por último dijo:
—¿Y los Recipientes, säiyet? Dijiste que nosotros éramos los Recipientes.
—Hace mucho tiempo me enseñaron que Dios bendecirá a todos los hombres revelando una gran verdad por intermedio de Shardik y de dos Recipientes escogidos, un hombre y una mujer. Pero a esos Recipientes él los hará antes pedazos y después los compondrá de nuevo de acuerdo a su propósito.
—¿Qué significa eso?
—No sé —contestó la Tuguinda— pero puedes estar seguro de esto, Kelderek Zenzuata. Si éste es en verdad el Señor Shardik, como yo, lo mismo que tú, creo, entonces habrá una buena razón para que tú y no otro haya sido elegido para encontrarlo y servirlo. Sí, aunque tú mismo no puedas adivinar cuál es esa razón.
—No soy guerrero, säiyet. Yo…
—Nunca se dijo que el retorno de Shardik significará necesariamente que el poder y el gobierno habrán de ser devueltos a la gente de Ortelga. Lo cierto es que hay un decir: «Dios no hace la misma cosa dos veces».
—Entonces, säiyet, si lo encontramos, ¿qué vamos a hacer?
—Sencillamente confiar en Dios —contestó ella—. Si abrimos nuestros ojos y nuestros oídos en plena humildad, se nos dejará ver lo que debemos hacer. Y es mejor que estés preparado, Kelderek, y que te sometas con un corazón humilde y honrado, pues el cumplimiento del propósito de Dios puede depender de esto. Él no puede decirnos nada si nosotros no escuchamos. Si tú y yo estamos en lo cierto, nuestras vidas dejarán muy pronto de ser nuestras, algo que manejamos como queremos.
Marchó lentamente de vuelta hacia la hoguera, y Kelderek se puso a su lado. Al llegar, ella le tomó la mano:
—¿Eres capaz de rastrear, a un oso?
—Es muy peligroso, säiyet, créeme. El riesgo…
—Sólo podemos tener fe. Tu tarea es encontrar al oso. En cuanto a mí, he aprendido durante largos años los misterios de la Tuguinda, pero ni yo ni ninguna mujer viva los ha realizado nunca, ni los ha visto realizar en presencia del Señor Shardik. Que sea la voluntad de Dios.
Hablaba en voz baja, porque había dejado atrás la hoguera y estaban caminando entre las mujeres dormidas.
—Debes tratar de descansar un poco ahora, Kelderek —dijo ella— pues mañana tenemos mucho que hacer.
—Como tú digas, säiyet. ¿Quieres que despierte a dos de las muchachas? Una sola puede ceder al miedo…
La Tuguinda miró los cuerpos que respiraban con una tranquilidad que parecía tan leve, remota y precaria como la de los peces que descansan en aguas profundas.
—Dejemos descansar a estas pobres chicas —dijo—. Yo vigilaré.