8
La Tuguinda

El cazador se dejó llevar en silencio a través del círculo y más allá del brasero de hierro, en el cual había menguado el fuego. Se preguntó si éste no habría sido encendido como señal y si no habría cumplido ya su función, pues no había nadie allí que mantuviera la llama, Al llegar junto a ellos, el Barón no dijo palabra, pero se llevó de nuevo la mano a la frente. La mano tembló levemente y la respiración, aunque controlada, era corta e insegura. El cazador adivinó que el descenso de los arrecifes empinados y resbaladizos le había exigido más esfuerzo que el que habría querido mostrar.

Dejaron la fogata, ascendieron una serie de escalones y se detuvieron ante la puerta de un edificio de piedra que tenía en la puerta cancel una argolla colgante de hierro, en forma de dos osos trenzados en lucha. Kelderek nunca había visto artesanía de esta clase y contempló maravillado la forma en que el tirador giraba y el peso de la puerta se desplazaba hacia adentro sin raspar el suelo ni bajar de nivel.

Al cruzar el umbral fue al encuentro de ellos una muchacha vestida como las que cuidaban los braseros de la terraza. Llevaba tres o cuatro lámparas encendidas en una fuente de madera que ofreció a cada uno. Él tomó una lámpara, pero poco pudo ver de lo que lo rodeaba pues tenía demasiado miedo para detenerse o mirar a su alrededor.

De algún lado, no lejano, llegaba un olor de cocina, y se dio cuenta una vez más que estaba hambriento.

Entraron a un cuarto con suelo de piedra iluminado por el fuego, amueblado como una cocina con bancos y una larga mesa rústica. La chimenea, abierta, tenía una parrilla y una segunda muchacha estaba atareada aquí con tres o cuatro cacerolas.

Desde el momento en que habían abandonado el círculo empedrado, el cazador se había sentido dominado por la idea de haber cometido un sacrilegio. Era evidente que la piedra en la que se había sentado era sagrada. ¿Acaso no le habían dicho que había caído del cielo? Y la mujer —la mujer rústica con la cuchara— sólo podía ser.

Cuando se acercó a la luz de la hoguera se dio vuelta temblando y cayó de rodillas.

—Säiyet yo… yo no podía saber.

—No temas —dijo ella—. Echate aquí, sobre la mesa: quiero mirarte el hombro. Melathys: trae un poco de agua tibia. Barón: ¿puedes hacerme el favor de sostenerme una de estas lámparas?

Después de ser obedecida, Tuguinda desató la casaca del cazador y empezó a lavar la sangre cuajada de la herida en el hombro. Procedía de modo cuidadoso y deliberado: le limpió la herida, la curó con un ungüento punzante, de olor acre, y por último le vendó el hombro con un trapo limpio.

—Ahora comeremos… y también beberemos —dijo Tuguinda finalmente, ayudándolo a ponerse de pie— vosotras podéis iros. Sí, sí… —añadió impacientemente, hablando a una mujer que estaba levantando la tapa de una cacerola y se demoraba junto al fuego—. Puedo revolver guisos en cacerolas: lo creáis o no.

Las muchachas se esfumaron y la Tuguinda, recogiendo su cuchara, revolvió las distintas cacerolas y llenó cuatro recipientes con el contenido de ellas. Kelderek comió aparte, de pie, y ella no hizo nada por disuadirlo: se sentó en un banco junto a la chimenea y se puso a comer lenta, moderadamente, como si quisiera precaverse para no terminar antes o después que el resto.

Cuando los dos hombres terminaron, Melathys trajo agua para las manos, retiró los recipientes y los vasos y encendió el fuego. El Barón, con la espalda apoyada en la mesa, estaba sentado frente a la Tuguinda, mientras el cazador permanecía de pie entre las sombras más allá.

—Te mandé buscar, Barón —empezó a decir la Tuguinda—. Como sabes, te pedí que vinieras aquí esta noche.

—Me has puesto en una situación indigna, säiyet —contestó el Barón—. ¿Por qué ha caído sobre nosotros el miedo de Quiso? ¿Por qué hemos tenido qué quedarnos pasmados sobre la orilla, en la oscuridad? ¿Por qué…?

—¿No había un forastero con vosotros? —contestó ella en un tono que lo cortó instantáneamente, aunque sus ojos siguieron fijos en los de ella—. ¿Por qué supones que no puedes llegar al desembarcadero? ¿No estabas armado?

—Llegué en un apuro. El asunto se me escapaba de las manos. Pero, de todos modos, ¿cómo podías conocer tú estas cosas, säiyet?

—No importa cómo. Bueno, la indignidad, como tu dices, ha terminado ya. No nos vamos a pelear. Mi mensaje, supongo, fue inesperado, y tú me has dado una respuesta inesperada trayéndome un hombre herido al que encuentro sentado, solo y exhausto, sobre la piedra del Tereth.

—Säiyet: este hombre es un cazador… un hombre simple, a quien llaman…

Se calló y frunció el ceño.

—Sé quién es —dijo ella—. En Ortelga lo llaman Kelderek-Juega-con-los-Niños. Aquí no tiene nombre hasta que yo lo decida.

Bel-ka-Trazet abrevió.

—Me fue traído esta noche, a su vuelta de una cacería pues se negó a decir a uno de los shendrons qué fue lo que había, visto. Al principio lo traté con indulgencia, pero de todos modos no quiso decir nada. Volví a interrogarlo y me contestó como un niño. Dijo: «Encontré una estrella. ¿Quién va a creer que encontré una estrella?». Luego dijo: «Sólo hablaré a la Tuguinda». Al oír esto lo amenace con un cuchillo caliente, pero él se limitó a contestar: «Que sea la voluntad de Dios». Entonces, en este mismo instante, säiyet me llegó tu mensaje. «Bueno, —pensé— si este hombre dijo que sólo habría de hablar contigo, ¿quién oyó nunca una cosa semejante?, aceptemos su palabra, aunque sólo sea para hacerlo hablar. Es mejor traerlo a Quiso… a su muerte, supongo, a esa muerte que él se ha ganado». Y luego se sienta sobre la piedra del Tereth, ¡que Dios nos asista!

Y lo encontramos cara a cara y solo contigo. ¿Cómo es posible que vuelva a Ortelga? Tiene que morir.

—Eso es algo que decido yo, mientras él esté en Quiso. Ves muchas cosas, Barón, y proteges a tu pueblo como un águila a sus aguiluchos. Has visto a este cazador y estás lleno de enojo y de sospechas porque te ha desafiado. ¿Nada más viste en tu nido de Ortelga en estos dos últimos días?

Era evidente que a Bel-ka-Trazet no le gustaba que lo interrogaran; pero contestó con la necesaria cortesía:

—El incendio, säiyet, ha habido un gran incendio.

—Por leguas y leguas más allá del Telthearna se incendió la selva. Durante todo el día de ayer llovieron cenizas sobre Quiso. En la noche llegaron animales a la orilla, por el río, animales que nunca habían sido vistos antes. ¿Qué anuncian estos animales? Al amanecer el arroyo que está en el precipicio cambió de cauce y se derramó sobre los Arrecifes, pero al llegar al pie volvió a juntar sus aguas, remontó el canal y no hizo daño a nadie. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué sé mojaron los Arrecifes, Barón? ¿Por la llegada de tus pies… o mis pies? ¿Qué mensaje, qué señales son éstas?

—Así es que medito y oro e invoco la poca sabiduría que he adquirido con el correr de los años; pues no sé más que Melathys o Rantzay o las muchachas lo que todo esto significa. Finalmente te mandé buscar. Me pareció que tal vez tú podrías decirme algo que hayas visto u oído. Tal vez tú podrás darme alguna clave.

«Mientras tanto, en caso de que venga, ¿cómo habré de recibir… a aquel que Dios quiere enviar? No con poder o con pompa, no, sino como una sierva. ¿Qué otra cosa soy? De modo que en caso de que venga, me vestiré como la mujer ignorante que Dios sabe que soy. No sé nada, pero al menos soy capaz de cocinar una comida. Y cuando la comida esté lista, iré al Tereth, para esperar y orar».

De nuevo guardó silencio. Melathys murmuró:

—Tal vez el Gran Barón sepa más que lo que nos dijo.

—No sé nada, säiyet.

—Pero no me pasó por la cabeza —siguió diciendo Tuguinda— que el forastero que, como yo sabía, estaba contigo.

Se interrumpió y miró hacia el punto del cuarto en donde estaba parado Kelderek, apartado de la luz.

—¿Es cierto, cazador, que mantuviste frente al cuchillo caliente del Gran Barón que tenías un mensaje que sólo mis oídos podían oír?

—Es cierto, säiyet —contestó— y también es cierto, como dice el Gran Barón, que soy un hombre sin rango, un hombre que se gana la vida como cazador. Pero supe, y sé ahora, sin dudas y sin vacilaciones, que nadie debe oír estas nuevas antes que tú.

—Dime, entonces, lo que no pudiste decir ni al shendron ni al Gran Barón.

El cazador habló de la cacería de esa mañana y de la selva llena de animales despavoridos y fugitivos. Luego habló del leopardo y de su propio, temerario intento de escaparle y huir tierra adentro. Mientras hablaba de su malhadada flecha, de su huida aterrada y su caída desde el barranco, se puso a temblar y se aferró a la mesa para aquietarse.

—Y luego —dijo el cazador— vi encima de mí, desde el punto en donde estaba, säiyet, a un oso… como nunca vi, alto como una cabaña, con una pelambre que parecía una catarata y un hocico como un espolón contra el cielo. El leopardo fue como hierro en su yunque. No hierro, ¡ah, no!, créeme cuando el oso lo golpeó fue como una astilla de madera cuando cae el hacha. Saltó por los aires y dio vueltas como un pájaro atravesado. Fue el oso… el oso me salvó. Dio un solo golpe y se fue.

El cazador se calló y se acercó lentamente a la hoguera.

—No fue una visión, säiyet, no fue una fantasía de mi miedo. Es de carne y hueso. Es real. Vi las quemaduras en un costado… vi que le dolían. Un oso, säiyet, en Ortelga, un oso que tiene ¡el doble de la estatura de un hombre! —Vaciló y luego anadió, casi inaudiblemente—: Si Dios fuera oso…

—Es mejor que hables claro —dijo la Tuguinda con una voz tranquila, un tono práctico—. ¿Qué quieres decir y qué es lo que piensas sobre el oso?

—Säiyet —contestó— es el Señor Shardik.

Hubo un silencio mortal. Luego la Tuguinda contestó cautamente:

—¿Te das cuenta que equivocarte, engañarte y engañar a los otros… sería algo sacrílego y terrible? Cualquier hombre puede ver un oso. ¡Si lo que viste es un oso, oh cazador que juega con los niños, en nombre de Dios dilo ahora y vuelve a los tuyos sin daño y con paz!

—Säiyet no soy nada más que un hombre común. Eres tú quien debe sopesar mi relato, no yo. Pero es cierto como que estoy vivo que tengo la seguridad de que el oso que me salvó no es nadie más que el Señor Shandrik.

—Entonces —contestó la Tuguinda— te equivoques o no, es bien claro lo que tenemos que hacer.

La sacerdotisa estaba de pie, con las manos extendidas y los ojos cerrados, orando en silencio. El Barón, con el ceño fruncido, se paseaba lentamente en dirección a la pared más lejana, volvía y caminaba de vuelta, con la mirada fija en el suelo. Al llegar junto a Tuguinda, ésta le puso una mano en la muñeca y el Barón se detuvo, mirándola con un solo ojo de párpados entornados. Ella le sonrió, como si no hubiera ante ellos ninguna perspectiva que no fuera segura y fácil.

—Te contaré un cuento —dijo—. Había una vez un barón sabio y habilidoso que se comprometió a proteger a Ortelga y su pueblo y a defenderlos contra todo lo que pudiera perjudicarlos: un instalador de trampas, un cavador de pozos. Husmeaba a los enemigos casi antes de que ellos conocieran sus propias intenciones y aprendió a desconfiar hasta de las lagartijas que corren por las paredes. Para tener la seguridad de que no lo engañaban, no creía nada. Y tenía razón. Un dirigente, lo mismo que un mercader, debe estar lleno de artes: debe dejar de creer más de la mitad de lo que oye, o se arruinará.

«Pero aquí la tarea es más difícil. El cazador dice: “Es el Señor Shardik”. Y el dirigente, que ha aprendido a ser escéptico y nada tonto, contesta: “Absurdo”. Pero todos sabemos que un buen día el Señor Shardik ha de volver. Supongamos que fuera hoy y que el dirigente se equivoca, entonces ¡qué error sería ese! Toda la paciente labor de su vida no podría compensar tal cosa».

Bel-ka-Trazet no dijo nada.

—No podemos correr el riesgo de equivocarnos. No hacer nada podría ser el mayor de los sacrilegios. Hay una sola cosa que podemos hacer. Debemos descubrir, fuera de toda duda, si esta noticia es verdadera o falsa; y, si perdemos en esto la vida, se habrá hecho la voluntad de Dios. Después de todo, hay otros barones y Tuguinda no muere.

—Hablas tranquilamente, säiyet —contestó el Barón— como si hablaras de la cosecha de tendriona o de la llegada de las lluvias. Pero ¿cómo puede ser eso cierto…?

—Has vivido muchos años, Barón, con el Cerco Muerto que hay que fortalecer hoy y el impuesto que hay que cobrar mañana. Esa ha sido tu obra. Y yo también he vivido muchos años con mi obra, con las profecías de Shardik y los ritos de los Arrecifes. Muchas veces imaginé que llegaba la noticia y medité en lo que debía hacer si la cosa ocurría realmente. Por eso es que puedo decírtelo ahora: «El relato de este cazador puede ser verdadero», y seguir hablando tranquilamente.

El Barón meneó la cabeza y se encogió de hombros, como si no quisiera discutir el punto.

—Bien. ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

—Dormir —contestó ella inesperadamente, acercándose a la puerta—. Llamaré a las muchachas para que te muestren el lugar.

—¿Y mañana?

—Mañana iremos corriente arriba.

La Tuguinda abrió la puerta y dio un golpe en un gong de bronce. Luego se dio vuelta y, dirigiéndose a Kelderek, le puso la mano en el hombro sano.

—Buenas noches —dijo la Tuguinda—. Y esperemos que sea realmente una de esas noches buenas que los niños piden en sus plegarias.