La oscuridad estaba interrumpida tan sólo por la luz indirecta que venía de la terraza, pero esto bastaba para que Kelderek pudiera ver que estaban en una habitación cuadrada, tallada en la roca, al parecer. El suelo bajo sus pies era de piedra y las sombras de él y de sus compañeros se movían y vacilaban sobre un muro liso. Sobre éste divisó una pintura que parecía representar, según creyó, un ser gigantesco erguido sobre sus patas.
Y siguieron marchando en la oscuridad.
Tanteando el camino a la zaga de la sacerdotisa, Kelderek tocó la jamba cuadrada de una apertura en la pared y, subiendo a tientas —porque tenía miedo de un golpe en la cabeza— no pudo encontrar el travesaño de arriba. Pero la hendidura, si bien era alta, era también bastante angosta —apenas del ancho de un hombre— y para proteger su hombro lastimado entró de costado y avanzo al sesgo, con el brazo derecho delante.
El suelo se inclinaba bruscamente hacia abajo. Avanzaba a tropezones, tanteando la pared, que doblaba hacia la derecha. Finalmente pudo distinguir, delante de él, el cielo nocturno y, dibujada sobre éste, la figura de la sacerdotisa que esperaba. Llegó al lado de ella, se detuvo y miró a su alrededor.
De acuerdo a las estrellas, no era mucho más de la medianoche. Estaba en un lugar alto, espacioso y vacío, de pie sobre una ancha plataforma de piedra, con una superficie nivelada, pero tan áspera que podía sentir los granos y nódulos bajo la planta de los pies. A cada lado había laderas boscosas. El arrecife se extendía hacia la izquierda, formando una curva larga y regular, un cuarto de círculo del largo de una pedrada, que terminaba entre bancos de hiedra y troncos de árboles. Inmediatamente bajo éste se extendía otro arrecife similar y debajo muchos otros, en forma de escalera para gigantes o dioses.
Mucho más abajo sólo podía percibir un resplandor de agua, como de fondo de manantial: esto le pareció que debía ser alguna bahía de la isla cercada por tierra. Alrededor, a cada lado, se elevaban grandes árboles.
Se puso a escuchar y reconoció un gotear y escurrir de agua, que llenaba el lugar no menos que el rumor de las hojas. ¿De dónde podría venir? Miró en derredor.
Estaban de pie cerca de uno de los extremos de la plataforma más alta. Más allá, sobre el borde, una corriente superficial —tal vez la del precipicio que había cruzado antes esa noche— correteaba lisamente desde la ladera y a través del arrecife. Sin duda, a causa de cierto desplazamiento de las piedras, se extendía por todos lados, llegaba a ser en los bordes una leve película de agua que resbalaba sobre la superficie áspera y a nivel.
Pasmado de asombro, Kelderek comprendió que este vasto sitio era obra del hombre. Se puso a temblar, en realidad de temor reverente, no de miedo. Mejor dicho se sintió invadido por una alegría salvaje y expansiva, como la de las danzas o las fiestas que le daba la impresión de flotar por encima de su propio cansancio y del dolor que tenía en el hombro.
—¿Nunca has visto los Arrecifes? —preguntó la sacerdotisa a su lado—. Tenemos que bajar: ¿te sientes capaz?
En seguida, como si ella le hubiera dado una orden, él empezó a descender las piedras mojadas con tanta confianza como si caminara sobre suelo parejo. El Barón lo llamó con brusquedad y Kelderek se detuvo frente a la isla solitaria de un banco de hiedra, sonriendo a los dos que seguían por encima de él, como si fueran compañeros en algún juego de niños. Cuando la sacerdotisa y el Barón se acercaron cautamente, midiendo sus pasos sobre las piedras mojadas, Kelderek oyó decir a éste:
—Tiene poco en la cabeza säiyet… Es un hombre simple, tonto, me dicen. Se puede caer, incluso se puede tirar.
—No, el lugar no guarda peligros para él, Barón —replicó ella—. Ya que lo trajiste aquí… tal vez tú puedas explicarlo.
—No —contestó secamente el Barón.
—Déjalo ir —dijo ella—. En los Arrecifes, dicen, el corazón es la mejor guía del pie.
Al oír esto, Kelderek se volvió una vez más y se alejó a saltos, con paso seguro, más y más abajo. El peligroso descenso parecía un deporte excitante como zambullirse en aguas profundas. La pálida forma de la cala más abajo se agrandó, y ahora pudo ver un fuego que ardía a un lado.
Desde arriba no llegaba ningún ruido de sus compañeros y al poco tiempo emprendió la marcha hacia el resplandor del fuego y el agua que chapaleaba más allá.
Esta orilla entre los árboles era irregular y estaba empedrada con la misma piedra de los arrecifes de arriba. Por lo que él podía discernir, había sido proyectada como un jardín. Siguió una pared baja y se encontró al borde de un canal que tendría seis o siete pasos de ancho. Atravesó un angosto puente y vio delante de sí un espacio circular, empedrado de acuerdo a un diseño simétrico, oscuro y claro. En el centro había una piedra achatada por arriba, más o menos ovoide y en la que estaba grabado un símbolo en forma de estrella. Más allá, un fuego ardía en un brasero de hierro.
El cansancio y el temor volvieron a apoderarse de él. Inconscientemente había pensado en la orilla del agua y en el fuego como el fin del viaje nocturno. No sabía qué fin; pero donde había fuego, ¿no era natural que esperara encontrar gente… y descanso? El impulso que había tenido en los arrecifes había sido tonto e impertinente. La sacerdotisa no le había dicho que viniera aquí; la misión de ella podía estar en otra parte. Ahora no había nada más que la soledad bajo las estrellas y el dolor en el hombro. Pensó en volver, pero no pudo enfrentar la cosa. Tal vez, después de todo, iban a llegar pronto. Arrastrándose hasta la piedra se sentó, apoyó el codo en una rodilla, descansó la cabeza en la mano y cerró los ojos. Se sumió en un sueño levemente febril en el cual los acontecimientos del largo día empezaron a emerger, confusos e ingrávidos.
—¡Sólo puedo hablar a Tuguinda! —gritó el cazador en voz alta.
Saltó sobre sus pies, con los ojos abiertos. Ante él, sobre el suelo a cuadros, estaba parada una mujer de unos cuarenta y cinco años de edad. El rostro era fuerte, inteligente, y estaba vestida como una sierva o como la mujer de un campesino. Los brazos estaban desnudos hasta el codo y en una mano llevaba una cuchara de madera. Al mirarla a la luz de las estrellas se sintió tranquilizado por su aspecto doméstico y sensato. Por lo menos alguien cocinaba en esta isla llena de hechizos, y había una persona simple y recta que lo hacía. Acaso pudiera darle un poco de comida.
—Crendro (Te veo) —dijo la mujer, usando el saludo familiar de Ortelga.
—Crendro —replicó el cazador.
—¿Has venido por los Arrecifes? —preguntó la mujer.
—Sí.
—¿Sólo?
—La sacerdotisa y el Gran Barón de Ortelga vienen detrás de mí… por lo menos, es lo que espero. —Se llevó una mano a la cabeza—. Perdóname. Estoy cansado y me duele el hombro.
—Siéntate de nuevo. —Él obedeció.
—¿Por qué estás aquí… en Quiso?
—Es algo que no puedo decirte. Tengo un mensaje… un mensaje para la Tuguinda. Sólo a ella se lo puedo dar.
—¿Tú? ¿No es a vuestro Gran Barón a quien corresponde hablar con la Tuguinda?
—Sólo a mí me corresponde. —Y, para evitar decir nada más, preguntó—: ¿Qué es esta piedra?
—Es muy vieja. Cayó del cielo. ¿Quieres comer algo? Tal vez puedo hacer algo para que tu hombro se sienta mejor.
—Muy amable de tu parte. Querría comer, y también descansar. Pero la Tuguinda… Mi mensaje…
—Todo saldrá bien. Ven por aquí conmigo.
Lo condujo, tomado de la mano, y en ese mismo instante vio a la sacerdotisa y a Bel-ka-Trazet que se acercaban por el puente. Al ver a su compañero, el Gran Barón se detuvo, inclinó la cabeza y se llevó la palma de la mano a la frente.