Mientras Kelderek se fue tranquilizando y pareció quedarse dormido en donde yacía, una luz apareció en la apertura de la pared de roca. La luz se hizo más fuerte y dos mujeres jóvenes salieron, cada una con una antorcha encendida. Eran muchachas recias y toscas, con los pies desnudos y vestidas con túnicas groseras, aunque ni siquiera las mujeres de los barones habrían podido competir con sus ornamentos. Los aros largos, que se balanceaban y tintineaban cuando marchaban, estaban hechos con pedazos de hueso labrado, unidos para formar pendientes. Los collares triples, de penapa y ziltate alternadamente, rosados y pardos, brillaban a la luz de la hoguera. En los dedos tenían sortijas de madera plisada, pintada de carmesí. La una y la otra llevaban un ancho cinturón de bronce laminado con un broche en forma de cabeza de oso y en la cadera izquierda una vaina vacía de cuero verde en forma de conchilla, como símbolo de perpetua virginidad.
Las mujeres tenían en sus espaldas canastas de mimbre con pedazos de una sustancia resinosa y un combustible negro, duro y fragmentado como pedregullo de jardín. Se detuvieron frente a cada trípode y, cada una recogiendo puñados de la canasta de la otra, los arrojaron en los recipientes. El combustible cayó produciendo un sonido leve y tintineante, sonido que se demoró en el aire; mientras trabajaban, las muchachas no prestaban a los hombres que las miraban más atención que la que hubieran prestado a animales atados de una cuerda.
Casi habían terminado su tarea y la terraza brillaba con nueva luz cuando una tercera mujer emergió lentamente de la oscuridad de la cueva. Estaba vestida con una túnica fruncida y blanca en forma de vaina de una tela más delicada que las tejidas en Ortelga, y sus cabellos largos y negros caían sueltos por la espalda. Tenía los brazos desnudos y su único adorno era un gran collar de finas argollas de oro, de más de un palmo de largo, que le cubría completamente los hombros como un vestido. Cuando ella apareció, las dos muchachas bajaron sus canastas y ocuparon un lugar lado a lado en el borde de las cenizas.
Bel-ka-Trazet levantó la mirada y encontró la de la joven. Pero no dijo nada y ella le devolvió la mirada con un aire impasible de autoridad, como si todos los hombres tuvieran un rostro como el de él y todos fueran lo mismo para ella. Al cabo de unos instantes ladeó la cabeza y una de las muchachas, adelantándose, se fue con los sirvientes, desapareciendo en la oscuridad, entre los árboles que estaban cerca del puente. En el mismo instante el cazador se movió y lentamente se puso de pie. En harapos y sucio, se paró frente a la hermosa sacerdotisa con un aire que no era de insensibilidad, sino de simple falta de conciencia, tanto de su propia apariencia como de lo que lo rodeaba.
Como la mujer alta de la playa, la sacerdotisa miró intensamente a Kelderek, como si lo estuviera apreciando en algún cálculo de su mente. Por último bajó dos o tres veces la cabeza con aire de reconocimiento grave y comprensivo y se volvió una vez más hacia el Gran Barón.
—Han querido, pues, que este hombre esté aquí —dijo—. ¿Quién es?
—Un hombre que he traído, säiyet —contestó brevemente Bel-ka-Trazet, como si quisiera recordarle que también él era alguien con autoridad.
La sacerdotisa frunció el ceño. Luego se aproximó al Gran Barón, le puso la mano en un hombro y, con un aire de niña curiosa y asombrada, extrajo la espada de la vaina y se puso a examinarla: el Barón no hizo ningún intento por impedirlo.
—¿Qué es esto? —preguntó, moviendo la espada de tal modo que la luz de las llamas resplandecía a lo largo de la hoja.
—Mi espada, säiyet —contestó él con un poco de impaciencia.
—¡Ah!, tu… —Ella se paró, vacilando, como si la palabra le resultara nueva— espada. Es una cosa hermosa… esta espada… tan… tan… tan… —y, haciendo presión, se pasó el filo tres o cuatro veces por el brazo. No hizo ningún tajo y no dejó ninguna marca—. Sheldra —dijo a la otra muchacha— el Gran Barón nos ha traído una… una espada.
La muchacha se acercó, tomó la espada entre sus dos manos y la mantuvo horizontalmente a la altura de los ojos, como si estuviera mirando el filo de la hoja.
—Ah, ahora me doy cuenta —dijo la sacerdotisa ligeramente. Y poniendo el lomo de la hoja contra su garganta y haciendo una seña a la muchacha para que la mantuviera con firmeza, dio un saltito, osciló unos instantes sobre la hoja afilada bajo su barbilla y, dejándose caer al suelo, se volvió hacia Bel-ka-Trazet.
—¿Y esto? —preguntó, extrayendo el cuchillo del cinturón.
Esta vez él no contestó. Con aire sorprendido, ella se pinchó el brazo izquierdo, revolvió la hoja, la extrajo limpia de sangre, meneó la cabeza y la pasó a la muchacha.
—Bueno… bueno… juguetes. —Miró fríamente al hombre.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
El Barón abrió la boca para hablar, pero después de un momento los labios torcidos se cerraron y se quedó mirándola, como si ella no hubiera hablado.
—¿Cómo te llamas? —le repitió a Kelderek en el mismo tono.
Como en un sueño, el cazador se encontró que tenía percepciones en dos planos. Un hombre puede soñar qué está haciendo algo —volando, tal vez— que, incluso en el sueño, sabe que no puede hacer. Pero acepta y vive la ilusión, y así siente como reales los efectos que siguen a una causa que se descarta. Del mismo modo Kelderek oyó y entendió las palabras de la sacerdotisa y, sin embargo, supo que no tenían sentido. Ella le podría haber preguntado: «¿Qué sonido tiene la luna?» o que es más, sabía que ella estaba enterada de esto y que se contentaría con el silencio por respuesta.
—¡Ven! —dijo después de un rato, y giró sobre sus talones.
Caminó delante de ellos —del Barón sombrío y mutilado y del azorado cazador— y los llevó fuera del círculo de recipientes con llamas azules y a través de la apertura en la roca.