La tarde estaba avanzada cuando el cazador, Kelderek, llegó por fin a la vista del mojón que estaba buscando: un alto árbol zoán que estaba por encima del punto en que la empezaba a correr hacia abajo. Las ramas, con sus hojas de reverso plateado, como de helechos, colgaban sobre el río, formando una especie de glorieta acuática sobre la orilla. Al frente los juncos habían sido cortados para permitir a quien estuviera sentado dentro, una visión despejada sobre el estrecho. Kelderek, con cierta dificultad, timoneó su balsa hasta la boca del canal, miró al zoán y levantó su remo, como saludándolo. No hubo respuesta, pero él no la esperaba. Después de conducir la balsa hasta un poste grueso, clavado en el agua, palpó su longitud, encontró la soga que flotaba bajo la superficie y tiró para acercarse.
Al llegar al árbol, empujó a la balsa a través de la cortina de ramas colgantes. Adentro había una corta plataforma de madera asentada en el banco del río y en ella estaba sentado un hombre, mirando entre las hojas al cursó del agua. Detrás de él había otro hombre, componiendo una red. Cuatro o cinco balsas estaban amarradas al muelle oculto. La mirada de reconocimiento del Shendron, después de registrar el único ketlana y los pocos pescados que estaban junto a Kelderek, se detuvo en el cazador mismo, que abatido y sucio de sangre, le inspiraba una curiosidad mezcla de burla y lástima.
—Bueno. Aquí estás. Kelderek Juega-con-los-Niños. Tienes poco que mostrar y menos que de costumbre. ¿Dónde te han herido?
—El hombro, Shendron; y el brazo está rígido y me duele.
—Parece que tuvieras un pasmo. ¿Tienes fiebre?
El cazador no contestó.
—Te he preguntado si tienes fiebre.
Meneó la cabeza.
—¿Cómo te has herido?
Kelderek vaciló, después volvió a menear la cabeza y se quedó callado.
—¡Qué tonto eres! ¿Crees que te hago preguntas por pura curiosidad? Tengo que enterarme de todo: ya lo sabes. ¿Fue un hombre o un animal el que te hirió?
—Me caí y me lastimé.
El shendron esperó.
—Un leopardo me estuvo persiguiendo —añadió Kelderek.
El shendron tuvo un movimiento de impaciencia.
—¿Crees que estás contando cuentos a los niños en la orilla? Tendré que seguir preguntándote: «y ¿qué pasó?». Dime qué ha ocurrido. ¿O prefieres que te mande a ver al Alto Barón con un informe de que te niegas a hablar?
Kelderek estaba sentado en el borde de la plataforma de madera, miraba hacia abajo y movía un palo en el aguaverde oscura. Por, último el shendron dijo:
—Kelderek, si eres tan tonto como dicen, yo no lo sé. Pero lo seas o no, sabes muy bien que todo cazador que sale tiene que contar todo lo que sabe a la vuelta. Son las órdenes de Bel-ka-Trazet. ¿Es el incendio que ha traído un leopardo a Ortelga? ¿Te encontraste con extraños? Estas son las cosas que tengo que saber.
Kelderek tembló pero no dijo nada.
—Bah —dijo el que componía la red, hablando por primera vez— ya sabes que es un tonto (Kelderek Zen-zuata) Kelderek Juega-con-los-Niños. Fue de caza… se lastimó… ha vuelto con poco que mostrar. ¿Por qué no dejamos la cosa ahí? ¿Para qué tomarse la molestia de llevarlo ante el Gran Barón?
El shendron, un hombre con más años, frunció el ceño.
—No estoy aquí para aguantar chacotas. Esta isla puede estar llena de toda clase de bestias salvajes; también de hombres, a lo mejor. ¿Por qué no? Y este hombre que tú tienes por un tonto… puede intentar engañamos. ¿Con quién ha hablado hoy? ¿Le han pagado para que se calle?
—Pero si nos estuviera engañando —dijo el componedor de redes— ¿no se habría presentado con una historia ya preparada? Créeme, él…
El cazador se puso de pie y miró intensamente a uno y al otro.
—No estoy engañando a nadie, pero no puedo deciros lo que he visto hoy.
—¿Qué es esto? —Dijo el shendron—. Me estás creando dificultades, Kelderek, pero las creas aún peores para ti mismo.
—No puedo decirte lo que he visto —repitió el cazador con una especie de desesperación.
El shendron se encogió de hombros.
—Bueno, Tafro, como parece que no hay cura para esta tontería, lo mejor es que lo lleves ante el Sindrad. Pero eres muy tonto, Kelderek. La cólera del Gran Barón es una tormenta a la que muchos hombres no han logrado sobrevivir hasta ahora.
—Lo sé. La voluntad de Dios tiene que cumplirse.
El shendron meneó la cabeza. Kelderek, al parecer con el intento de reconciliarse con él, le puso una mano en el hombro; pero el otro se la retiró impacientemente y volvió en silencio a su guardia en el río. Tafro, ahora de mala cara, hizo una seña al cazador para que lo siguiera.
La ciudad que cubría el angosto extremo oriental de la isla estaba fortificada en el límite de tierra por un complejo sistema defensivo, en parte natural, en parte artificial, que iba de costa a costa. Al Oeste del árbol zoán, en el punto más alejado de la ciudad, cuatro hileras de picas puntiagudas estaban plantadas entre el borde del agua y los bosques. Tierra adentro, las zonas de mayor espesura formaban obstáculos difícilmente superables aunque ahí mismo las plantas trepadoras habían sido podadas para formar paredes casi impenetrables, una tras otra.
A lo largo del límite exterior estaba el llamado «Cerco Muerto», de unos ochenta metros de ancho, dentro del cual nadie entraba nunca, salvo los encargados de mantenerlo. Había cuerdas corredizas fijadas a Soportes que sostenían gruesos troncos; pozos disimulados y llenos de picas afiladas —en uno de ellos había víboras—; lanzas entre la hierba; y uno o dos senderos abiertos y lisos que llevaban a lugares cercados, sobre los cuales se podían arrojar flechas y otros proyectiles desde plataformas que habían sido construidas arriba, entre los árboles. El Cerco estaba dividido con empalizadas rústicas, a fin de que el enemigo encontrara difícil el movimiento lateral al avanzar y se viera obligado a emerger en los puntos en que se lo podía esperar. Toda la obra y sus peculiaridades armonizaban tan bien con la selva circundante que un extraño, si bien podía darse cuenta por aquí y por allá que había obra humana, no podía formarse una idea del alcance de ésta. Este notable cercamiento de un flanco abierto, ideado y llevado a cabo a lo largo de varios años por el Gran Barón, Bel-ka-Trazet, nunca había sido puesto a prueba.
La línea no sólo protegía la ciudad, sino que se volvía mucho más difícil para que cualquiera la abandonara sin que se enterara el Gran Barón.
Kelderek y Tafro, dando la espalda al Cerco, avanzaron hacia la ciudad por un angosto camino que corría entre los campos de cicuta.
Desde algún punto en el borde de las cabañas, se elevaba la canción de una mujer:
Él llegó, llegó de noche.
Yo tenía flores rojas en el pelo.
Dejé mi lámpara encendida, mi lámpara que arde.
Senandril na kora, senandril na ro.
En la voz había un calor y una satisfacción evidentes. Kelderek miró a Tafro, movió la cabeza en dirección a la canción y sonrió.
—¿No tienes miedo? —preguntó Tafro agriamente.
La mirada grave y preocupada volvió a los ojos de Kelderek.
—¡Presentarte ante el Gran Barón para decirle que has persistido en tu negativa de contarle al shendron lo que sabes! ¡Hay que estar loco! ¿Cómo puedes ser tan tonto?
—Porque a Dios no se le puede esconder nada, ni mentir.
Tafro no contestó y se limitó a extender una mano que solicitaba las armas de Kelderek: el cuchillo y el arco. El cazador se las tendió sin decir palabra.
Llegaron a las primeras cabañas, con sus olores de cocina y de desperdicios, sus humos. Los hombres volvían de la jornada de trabajo y las mujeres, en los umbrales de las puertas, llamaban a los niños o parloteaban con los vecinos. Aunque alguna que otra miró a Kelderek con curiosidad, mientras éste marchaba sumisamente junto al mensajero del shendron, nadie le habló ni preguntó adonde se encaminaban. De repente un niño de unos siete años de edad corrió hacia él y le tomó la mano. El cazador se detuvo.
—Kelderek —dijo el niño— ¿vendrás a jugar esta noche?
Kelderek vaciló.
—Bueno… no sé. No, Sarin, creo que no podré venir esta noche.
—¿Por qué no? —dijo el niño, evidentemente defraudado—. Tienes el hombro lastimado… ¿Es por eso?…
—Tengo que ir a ver al Gran Barón y decirle una cosa —contestó sencillamente Kelderek.
Otro niño, mayor, que se había acercado, estalló en una carcajada.
—Y yo tengo que ver al Señor de Bekla antes del amanecer, es un asunto de vida o muerte. Kelderek, no te burles de nosotros. ¿No quieres jugar esta noche?
—Ven de una vez —dijo Tafro impacientemente, pateando el suelo.
—No, es la verdad —dijo Kelderek, sin prestarle atención—. Vengo a ver al Gran Barón. Pero volveré, esta noche o… bueno, otra noche, supongo. Y siguió andando, pero los niños trotaron junto a él.
—Esta tarde jugamos —dijo el niño menor—. Jugamos al «Gato que pesca un Pez». Yo pesqué dos veces al pez.
—¡Muy bien! —dijo el cazador, sonriéndole.
—¡Idos de una vez! —gritó Tafro, haciendo el gesto de pegar—. ¡Vamos… fuera! ¡Y tú, pedazo de idiota! —añadió, dirigiéndose a Kelderek cuando los niños se alejaron—. ¡A tu edad en juegos con los chicos!
—Buenas noches —les dijo Kelderek—. Las buenas noches de vosotros… ¿Quién sabe?
Después de cruzar una extensa zona de caminos con sogas a los lados, los dos se acercaron a un grupo de cabañas más grandes, que formaban aproximadamente un semicírculo.
Cierto número de hombres que, por su aspecto y actividades parecían ser a la vez servidores y artesanos, ajustaban arcos, afilaban lanzas y componían flechas, picas y hachas. Un robusto herrero, que había terminado su día, salía de la forja situada en una hondonada chata y abierta, mientras sus dos hijos apagaban el fuego y ponían las cosas en orden.
Kelderek se detuvo y se volvió una vez más hacia Tafro.
—Las flechas con mala puntería pueden herir a inocentes. No es necesario que hagas alusiones y hables de mi a esa gente.
—¿Qué puede importarte?
—No quiero que sepan que guardo un secreto —dijo Kelderek.
Tafro hizo un brusco gesto de asentimiento y se acercó a un hombre que estaba limpiando una piedra de moler. El agua se alejaba formando una espiral a medida que él daba vuelta a la rueda.
—El mensajero de shendron. ¿En dónde está Bel-ka-Trazet?
—¿Él? Comiendo. —El hombre indicó con el pulgar la cabaña más grande.
—Tengo que hablar con él.
—Si la cosa puede esperar —contestó el hombre— es mejor que esperes. Dícelo a Numiss el pelirrojo cuando salga. Él te dirá cuándo Bel-ka-Trazet podrá verte.
Numiss, que estaba mascando un trozo de grasa mientras oía a Tafro, lo interrumpió de golpe y le señaló un banco contra la pared. Allí se sentaron. El sol fue hundiéndose, hasta que tocó el borde del horizonte. Las moscas zumbaban. La mayor parte de los artesanos se había ido. Tafro dormitaba. El lugar quedó casi desierto, hasta que el único rumor, aparte del rumor del agua, fue el murmullo de las voces dentro de la cabaña grande. Finalmente Numiss salió y asiendo a Tafro por el hombro lo sacudió. Los dos se levantaron y siguieron al sirviente, que franqueó la puerta en que estaba pintado el emblema de Bel-ka-Trazet: una serpiente de oro.
La cabaña estaba dividida en dos partes. En la parte de atrás estaban las habitaciones de Bel-ka-Trazet. La parte más grande, conocida como el Sindrad, servía a la vez de sala de reunión y de comedor para los barones. Salvo cuando se convocaba el consejo en pleno, era raro que se reunieran los barones.
A excepción de ellos y de sus séquitos todos los cazadores y comerciantes debían obtener una venia para entrar y salir. Los barones, en cuanto volvían, debían dar cuenta de sus andanzas como todos los otros y, cuando estaban en la isla, por lo general se reunían con Bel-ka-Trazet para la comida de la noche.
Seis o siete caras se volvieron hacia Tafro y Kelderek cuando entraron. Ya habían comido y los restos de huesos, cáscaras y cueros estaban esparcidos por el suelo. Un muchacho recogía estos desperdicios en una canasta y otro echaba sobre el suelo arena limpia. Cuatro de los barones estaban aún sentados en los bancos, con sus vasos de cuerno en la mano y los codos sobre la mesa. Pero había dos que se mantenían aparte, cerca de la entrada, evidentemente para recibir la última luz de la tarde, pues estaban hablando en voz baja sobre un ábaco de cuentas y un pedazo dé corteza lisa, cubierta de escritura. Al parecer, era una especie de lista o inventario, porque cuando pasó Kelderek uno de los barones dijo:
—No: veinticinco cuerdas y nada más —y el otro empujó una cuenta con el índice y contestó:
—Y tú tienes veinticinco cuerdas que pueden ir, ¿no?
Kelderek y Tafro se detuvieron ante un hombre joven y muy alto que llevaba una pulsera de plata en el brazo izquierdo. Al entrar ellos, había tenido la espalda apoyada contra la puerta, pero ahora se volvió para mirarlos, con su vaso de cuerno en una mano, y se sentó con cierta inseguridad sobre la mesa, poniendo los pies en el banco que estaba debajo. El joven miró a Kelderek de arriba abajo, con una sonrisa afable, pero no dijo nada. Confundido, Kelderek bajó la mirada. El silencio del joven barón continuó y el cazador, para mantener la calma, trató de fijar su atención en la mesa.
—Y ¿qué trabajo extra puedes darnos? —preguntó el joven barón alegremente—. ¿Quieres que se componga el paso a nivel, verdad?
—No, señor —dijo Numiss en voz baja—, éste es el hombre que se negó a dar noticias al Shendron.
—¿Cómo? —preguntó el joven barón, vaciando su vaso y haciendo una seña a un muchacho para que se lo llenara—. Entonces es un tipo sensato. De nada vale hablarles a los shendrons. Es gente estúpida. Todos los shendrons son estúpidos, ¿verdad? —dijo dirigiéndose a Kelderek.
—Señor —contestó Kelderek— créeme, nada tengo contra el Shendron, pero… pero el asunto…
—¿Sabes leer? —interrumpió el joven barón.
—¿Leer? No, señor.
—Yo tampoco. Mira al viejo Fassel-Hasta. ¿Qué estará leyendo? ¿Quién puede saberlo? Ten cuidado, té puede echar un maleficio.
El barón con el pedazo de corteza se volvió con el ceño fruncido y miró al joven, como si quisiera decir que él, por lo menos, no era hombre de actuar como un tonto con unas copas de más.
—Te diré —dijo el joven barón, dejándose caer de la mesa y aterrizando con ruido en el banco— todo sobre la escritura… una palabra.
—Ta-Kominion —dijo una voz áspera desde el otro cuarto— quiero hablar con esos hombres. Zelda, tráelos aquí.
Otro barón se levantó del banco que estaba enfrente, haciendo una seña a Kelderek y a Tafro. Ellos lo siguieron fuera del Sindrad hasta la otra habitación, en donde estaba sentado y solo el Gran Barón. Los dos, en muestra de sumisión y respeto, bajaron las cabezas, levantaron las palmas de las manos a sus frentes, bajaron la mirada y esperaron.
Kelderek, que nunca se había presentado delante de Bel-ka-Trazet, había estado tratando de prepararse para el momento en que habría de hacerlo. Enfrentarse con él era ya una prueba, pues el Gran Barón estaba repulsivamente desfigurado. Su cara —si se podía seguir llamándola cara— daba la impresión de haberse derretido una vez y que la hubieran dejado endurecer de nuevo. Bajo la frente cruzada de costurones blancos el ojo izquierdo, torcido y horriblemente bajado hacia la mejilla, estaba a medias enterrado debajo de una cresta de carne que corría desde el tabique de la nariz hasta el pescuezo. La mandíbula estaba torcida hacia la derecha, de tal modo que los labios se juntaban mal, y sobre la barbilla se extendía una cicatriz lívida en forma de martillo. Y la expresión que podía encontrarse en esta máscara terrible era sardónica, penetrante, orgullosa y desprendida, la de un hombre indestructible, un hombre que era capaz de sobrevivir a la traición, al asedio, al desierto y a la inundación.
El Gran Barón, sentado en un taburete redondo como un tambor, miró al cazador. A pesar del calor, tenía puesta una pesada capa de piel sujetada al pescuezo con una cadena de cobre, de modo que su horrenda cabeza parecía la cabeza cortada de un enemigo que hubieran puesto sobre una carpa negra. Por unos instantes hubo silencio, un silencio como la cuerda de un arco tirante.
Luego Bel-ka-Trazet dijo:
—¿Cómo te llamas?
También la voz era torcida: áspera y baja, con una extraña resonancia, como el ruido que podría producir una piedra al golpear una capa de hielo.
—Kelderek, señor.
—¿Por qué estás aquí?
—El shendron del zoán me envió.
—Eso ya lo sé. ¿Por qué te envió?
—Porque me pareció que no debía contarle lo que me Ocurrió en el día de hoy.
—¿Por qué el shendron me hace perder tiempo? —dijo Bel-ka-Trazet a Tafro—. ¿Acaso no puede hacer hablar a este hombre? ¿Quieres decirme que os ha desafiado a los dos?
—El… el cazador… este hombre, señor —balbuceó Tafro—. Nos dijo… es decir… no quiso decirnos. El shendron le preguntó cómo se… cómo se había herido. Contestó que un leopardo lo había perseguido, pero no quiso contar nada más. Y cuando exigimos que hablara, dijo que no nos diría nada.
Hubo un silencio.
—Se negó, señor —insistió Tafro—. Le dijimos que…
—Cállate.
Bel-ka-Trazet guardaba silencio, con aire abstraído, el ceño fruncido y dos dedos apoyados en la cicatriz que tenía bajo el ojo. Finalmente levantó la mirada.
—Me parece que eres un embustero torpe, Kelderek. ¿Por qué te tomas el trabajo de inventar un leopardo? ¿Por qué no dices que te caíste de un árbol?
—Dije la verdad, señor. Había un leopardo.
—Y esta lastimadura —dijo Bel-ka-Trazet, tendiendo la mano y asiendo la muñeca izquierda de Kelderek, moviendo delicadamente el brazo de éste, de un modo que sugería que podía tironear con fuerza, si hubiera querido— esta leve lastimadura. ¿Acaso te la hizo alguien que quedó descontento de que no trajeras mejores noticias? Tal vez le dijiste: «Los shendrons están alerta. Sorprenderlos es difícil», y la cosa no le gustó.
—No, señor.
—Veremos. ¿De modo que había un leopardo y caíste? ¿Qué ocurrió entonces?
Kelderek no dijo nada.
—¿Es un cretino este hombre? —preguntó Bel-ka-Trazet, volviéndose hacia Zelda.
—Señor —contestó Zelda— sé poca cosa de él, pero creo que pasa por ser un poco tonto. La gente se ríe de él: le gusta jugar con los niños.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que hace?
—Juega con los niños, señor, en la orilla.
—¿Qué más?
—Es un solitario, como suelen ser los cazadores. Vive solo y no hace daño a nadie, por lo que sé. Su padre tenía derechos de cazador para ir de un lado a otro y se le ha concedido la sucesión. Si quieres, podemos tratar de averiguar más.
—Hazlo —dijo Bel-ka-Trazet. Y luego, a Tafro—. Puedes irte. Tafro se llevó la palma de la mano a la frente y desapareció como la llama de una vela al viento. Zelda salió tras él, más dignamente.
—Bueno, Kelderek —dijo lentamente la boca torcida— eres un hombre honrado, dices, y estamos solos, de tal modo que no hay nada que te impida contarme lo que pasó.
La cara de Kelderek empezó a sudar. Quiso hablar, pero las palabras no salían.
—¿Por qué le dijiste al shendron unas pocas palabras y después te negaste a decir nada más? —dijo el Gran Barón—. ¿Qué clase de tontería es ésta? Un sinvergüenza tiene que saber cubrirse. Si hay algo que querías esconder, ¿por qué no inventaste un cuento que pudiera satisfacer al shendron?
—Porque… porque la verdad… —el cazador vaciló—. Porque tenía miedo y todavía tengo miedo. —Se detuvo, pero luego estalló súbitamente—. ¿Quién puede mentirle a Dios?
Bel-ka-Trazet lo miró como un lagarto mira a una mosca.
—¡Zelda! —gritó.
El barón volvió.
—Llévate a este hombre, ponle el hombro en un cabestro y dale de comer. Tráemelo en media hora… y entonces, ¡por este cuchillo, Kelderek —y pasó la punta de su larga daga por la serpiente dorada que estaba pintada en la tapa del arca que estaba a su lado— habrás de decirme lo que sabes!
El carácter imprevisible de los contactos con Bel-ka-Trazet daba ocasión a muchos cuentos. Kelderek, llevado del brazo por Zelda, marchó pesamente hasta el Sindrad y se echó sobre un banco, mientras los niños le traían comida y un cabestrillo de cuero. Cuando volvió a ver a Bel-ka-Trazet, ya era de noche.
El Sindrad estaba en calma, pues todos los barones, salvo dos, se habían retirado.
La distorsión de la cara de Bel-ka-Trazet parecía una ilusión producida por la luz de la lámpara: los rasgos eran tan monstruosos cómo los de una máscara de demonio en un drama, la nariz parecía extenderse hasta el pescuezo en una sola línea sin interrupción y las sombras bajo la mandíbula latían leve y rítmicamente, como la garganta de un sapo. Y lo cierto es que ahora iban a representar un drama, pensó Kelderek, pues no ge parecía a nada de lo que había encontrado en la vida, tal como él la había conocido. Un hombre sencillo, que sólo se había ganado su vida que no había buscado ni el oro ni el poder, había sido elegido misteriosamente y convertido en instrumento que contrariaba la voluntad de Bel-ka-Trazet.
—Muy bien, Kelderek —dijo el Gran Barón, pronunciando el nombre con un leve énfasis que, de algún modo, expresaba desprecio— mientras te has estado llenando la barriga, yo me he enterado de todo lo que hay que saber de un hombre como tú: todo, salvo lo que ahora habrás de contarme, Kelderek Zenzuata. ¿Sabes que te llaman así?
—Sí, señor.
—Kelderek Juega-con-los-Niños. Un joven solitario, que no frecuenta las tabernas, al parecer, y con una natural indiferencia hacia las mujeres. De todos modos, un cazador competente, que suele traer presas y piezas valiosas a los agentes que comercian con Guelt y con Bekla.
—Si has oído todo eso, señor.
—De tal modo que se le permite ir y venir solo, a su gusto, y no se le hacen preguntas. A veces se ha ido por unos cuantos días, ¿no es así?
—Así tiene que ser, señor, cuando la caza…
—¿Por qué juegas con los niños? Un joven soltero… ¿qué clase de tontería es ésta?
Kelderek reflexionó.
—Los niños muchas veces necesitan amigos —dijo—. Algunos de los niños con quienes juego son desdichados. Algunos se han quedado sin padres… los padres los han abandonado.
Se interrumpió, confundido, al encontrar la mirada del ojo fuera de lugar de Bel-ka-Trazet. Al cabo de unos minutos murmuró de modo incierto:
—Las llamas de Dios…
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Las llamas de Dios, señor. Los ojos y los oídos de los niños todavía están abiertos… ellos dicen la verdad.
—Y también la dirás tú, Kelderek, antes de lo que crees. ¿De modo que pasas por ser un hombre simple, un poco tonto, tal vez, un hombre que ni bebe ni anda con mujeres, que juega con los niños y suele hablar con Dios? Claro, nadie podría sospechar de semejante hombre, nadie podría pensar que es un espía, un traidor, que lleva mensajes o tiene tratos con el enemigo en sus solitarias excursiones de caza.
—Señor…
—Hasta que un día vuelve herido y con las manos vacías de un lugar que pasa por estar lleno de caza y tan confundido que no es capaz de inventar un cuento…
—¡Señor! —El cazador cayó de rodillas.
—¿Le caíste mal al hombre, no es eso, Kelderek? Algún bandido de Deelguy, tal vez, o algún viscoso negrero de Terenkenalt que quería hacer un dinerito extra llevando algún mensaje de sus excursiones… Es probable que tu información no haya gustado… ¿o la paga no era suficiente?
—¡No, señor, no!
—¡Párate!
El Gran Barón guardaba silencio con aire contenido, como un hombre contrariado por un obstáculo pero decidido a vencerlo por uno u otro medio. Y cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más tranquilo.
—Bueno, en la medida en que puedo juzgar, Kelderek, tal vez seas un hombre honrado, aunque pareces ser muy tonto cuando hablas de los niños y de Dios. ¿No podías haberle pedido aun solo amigo que viniera aquí a dar testimonio de tu honradez?
—Señor.
—No, supongo que no podías, o nunca se te ocurrió. Pero supongamos que eres honrado y que, por alguna razón, algo ocurrió hoy que no has ni ocultado ni revelado. Si hubieras empleado astucia para ocultarlo, Supongo que no te habrías visto forzado a comparecer: no estarías aquí parado ante mí. Por lo tanto, debes saber que es algo que habrá de salir a luz tarde o temprano, y que sería tonto de tu parte el intentar esconderlo.
—Sí, estoy convencido de eso, señor —contestó Kelderek sin vacilar.
Bel-ka-Trazet desenvainó su cuchillo y, como un hombre que se pone a matar el tiempo mientras espera la hora de la comida o a un amigo, se puso a calentar la punta en la llama de la bujía.
—Señor —dijo Kelderek de repente— si un hombre que ha vuelto de caza dijera al shendron o a sus amigos: «Encontré una estrella que cayó del cielo a la tierra», ¿quién le creería?
Bel-ka-Trazet no contestó y siguió dando vueltas a la punta de su cuchillo sobre el fuego.
—Pero si ese hombre hubiera encontrado realmente una estrella, señor, ¿qué puede pasar entonces? ¿Qué debe hacer y a quién debe llevar esa estrella?
—Eres tú quien me hace las preguntas, Kelderek, y en forma de enigmas. No me gustan los visionarios ni sus charlas. De modo que ten cuidado.
El Gran Barón cerró el puño, pero luego, como un hombre decidido a ser paciente, lo abrió y quedó mirando a Kelderek con una expresión escéptica.
—¿Qué hay? —dijo finalmente.
—Te temo, señor. Temo tu poder y tu ira. Pero la estrella que encontré viene de Dios, y yo también tengo temor de esto. Tengo más temor. Y se a quién debe ser revelado —la voz llegaba en un jadeo estrangulado— ¡sólo puedo revelarlo a Tuguinda!
Inmediatamente Bel-ka-Trazet lo asió por el pescuezo y lo tiró a tierra. La cabeza del cazador se echó hacia atrás, apartándose de la aguda punta del cuchillo, tan cerca de su cara.
—¡Haré esto… sólo puedo hacer esto! ¡Por el Oso: no elegirás lo que habrás de hacer cuando te arranque los ojos! ¡Vas a terminar en Zeray, hijo mío!
Las manos de Kelderek se tendieron hacia arriba, asieron la capa negra inclinada sobre él y que presionaba desde la rodilla hasta el hombro lastimado. Cerró los ojos ante el cuchillo cercano y pareció que iba a desmayarse entre las manos del Barón. Pero cuando habló —y Bel-ka-Trazet se inclinó para captar las palabras— dijo en un susurro:
—Sólo puede ser lo que Dios quiera, señor. El asunto es grande… más grande incluso que tu tremendo cuchillo.
Las cuentas de la cortina chocaron en el pasillo. Sin soltar a su presa el barón escrutó las tinieblas por encima de su hombro, más allá de la lámpara. Se oyó la voz de Zelda:
—Señor: hay mensajeros de Tuguinda. Ella desea hablarte urgentemente, dice. Te pide que vayas a Quiso esta noche.
Bel-ka-Trazet aspiró aire ruidosamente y se enderezó, desprendiéndose de Kelderek, que se desplomó y se quedó quieto en el suelo. El cuchillo resbaló de la mano del Gran Barón y se clavó en el suelo, atravesando parte de un montón de basura grasienta, que empezó a exhalar un humo maloliente. Se agachó sin demora, recobró el cuchillo y pisó la basura. Luego dijo:
—¿A Quiso esta noche? ¿Qué puede ser esto? ¡Que Dios nos proteja! ¿Estás seguro?
—Sí, señor. ¿Quieres hablar con las muchachas que trajeron el mensaje?
—Sí… no, dejemos. No enviaría un mensaje semejante a menos que… Ve y diles a Ankray y Faron que tengan lista una canoa. Y que pongan a este hombre en la canoa.
—¿Este hombre, señor?
—En la canoa.
Las cuentas de la cortina resonaron una vez más cuando el Gran Barón pasó por la puerta, atravesó el Sindrad y se alejó entre los árboles. Zelda, mientras se dirigía a los cuartos de servicio, pudo ver a la luz del cuarto de luna la forma cónica de la amplia capa de piel que se movía impacientemente por la orilla.