La isla tenía unos cuarenta y cinco kilómetros de longitud y dividía al río en dos ramales: el de arriba interrumpía la corriente central, mientras que el de abajo bordeaba la costa no incendiada que el oso no había podido alcanzar. Adelgazándose al llegar al extremo oriental, el canal corría por los restos de una carretera —un vado en el que se formaban olitas, peligrosamente salpicado de pozos profundos— construido en antiguos días por un pueblo desaparecido hacía ya mucho. Cercos de juncos rodeaban la mayor parte de la isla, de tal modo que en días de viento o de tormenta las olas, en vez de romperse directamente contra las piedras, disminuían su empuje al llegar a tierra y gastaban su fuerza invisiblemente en los temblorosos lechos de juncos. Un poco tierra adentro, a partir del punto en que se bifurcaba la corriente, se levantaba sobre la maraña una cordillera rocosa, que atravesaba la isla a Id largo, como un espinazo.
Al pie de esta cordillera, entre los árboles de quian, verdes y florecidos, el oso se puso a dormir como si nunca fuera a despertarse. Por debajo y por encima las camadas de juncos y las lomas más bajas estaban atestadas de animales fugitivos, que habían sido traídos por la corriente. Algunos estaban muertos —quemados o ahogados— pero muchos, sobre todo los que tenían la costumbre de nadar —nutrias, ranas y serpientes— habían sobrevivido y ya se estaban recobrando y buscaban comida. Los árboles estaban llenos de pájaros que habían venido volando desde la orilla incendiada y que, alterados en sus ritmos naturales, se movían incesantemente y cuchicheaban en la oscuridad. A pesar de la fatiga y el hambre, todo animal que conocía la persecución, el miedo a un enemigo que le está siguiendo los pasos, estaba alerta. Sólo el oso seguía durmiendo como una roca, sin oír nada, sin oler nada, sin sentir siquiera las quemaduras que habían destruido grandes pedazos de su piel y arrugado la carne, por debajo.
Con el alba se levantó la brisa, que trajo del otro lado del río el olor de los kilómetros y kilómetros de ceniza y selva carbonizada. El sol, al levantarse detrás de la cordillera, dejó en sombra la selva qué estaba debajo de la pendiente del Oeste. Aquí se habían quedado los animales fugitivos, desconcertados, con miedo de salir a la brillante luz que ahora resplandecía en las orillas de la isla.
Fue este sol y el ubicuo olor de los árboles chamuscados que cubrieron la llegada del hombre. Este avanzaba por el vado con el agua hasta la rodilla, ladeando la cabeza a fin de permanecer oculto detrás de las plumosas crestas de los juncos. Llevaba unos pantalones de tela rústica y un chaleco de cuero cosido a los lados y en los hombros de modo rudimentario. Como calzado tenía unas bolsas de cuero ajustadas a los tobillos, parecidas a botas mal hechas. Llevaba un collar de dientes curvos, puntiagudos, y del cinturón le colgaba un cuchillo y un carcaj con flechas. Su arco, ya Estirado, le colgaba del pescuezo para evitar que la punta se arrastrara por el agua. En una mano sostenía un palo y en éste estaban atados de las patas tres pájaros muertos: una grulla y dos faisanes.
Al llegar al extremo Oeste de la isla, la parte en Sombra, se detuvo, levantó la cabeza con cautela y echó una mirada hacia los bosques distantes. Luego emprendió el camino hacia la costa. Al llegar a terreno seco se puso en cuclillas entre una mata alta de cicuta.
Aquí permaneció dos horas, inmóvil y atento, mientras el sol se iba elevando y empezaba a contornear el hombro de la colina. Dos veces tiró y las dos veces dio en el blanco: una vez fue un ganso y la otra un ketlana, un gamo chiquito de la selva. Y cada vez dejó la presa en donde había caído, sin moverse de su escondite. Percibía la perturbación a su alrededor, había olido la ceniza en el viento y juzgó que lo mejor era quedarse quieto y esperar que otras criaturas perdidas y desarraigadas se fueran acercando. De modo que se acurrucó y esperó.
Cuando vio al leopardo, su primer movimiento fue morderse los labios y apretar con más firmeza el arco que tenía en las manos. El leopardo marchaba directamente hacia él entre los árboles, despacio y mirando a uno y otro lado. Era evidente que no sólo estaba inquieto sino también hambriento y alerta: un ser peligroso que un cazador solitario tendría mucho interés en evitar. Se acercó, se detuvo, miró un rato, fijamente el escondite del cazador y luego se dio vuelta y se deslizó hasta donde estaba el ketlana, con la flecha emplumada atravesándole la garganta. Cuando avanzó la cabeza, husmeando la sangré, él hombre, sin producir ningún ruido, salió de su escondite y avanzó en un semicírculo, parándose detrás de cada árbol para ver dónde estaba el leopardo.
Ya estaba a medio tiro de arco de distancia del leopardo cuando un puerco salvaje surgió de repente de la maleza, chocó contra él y desapareció corriendo y chillando entre las sombras. El leopardo se dio vuelta, miró fijamente y empezó a marchar en dirección a él.
El cazador se dio vuelta y se alejó pausadamente luchando contra un impulso de terror que lo apuraba. Miró de lado y vio que el leopardo había iniciado un trote y estaba alcanzándolo. En este punto se puso a correr, tirando a un lado sus pájaros y enderezando hacia la cordillera, con la esperanza de perder a su terrible perseguidor entre la maleza de las primeras lomas. Al pie de la cordillera, en el linde de un seto de quian, se volvió y preparó el arco. Aunque sabía muy bien lo que podía ocurrir si lastimaba al leopardo, pensó que su única, desesperada oportunidad consistía ahora en intentar, entre los matorrales y las enredaderas, eludirlo el tiempo suficiente para tirar varias veces y de este modo dejarlo maltrecho o espantarlo. Apuntó, y soltó, pero la mano estaba floja de miedo. La flecha raspó un flanco del leopardo, quedó colgando un instante y cayó. El leopardo descubrió los dientes y se precipitó; el cazador echó a correr a ciegas. Una piedra cedió bajo sus pies y cayó de bruces, rodando varias veces. Sintió un agudo dolor cuando una rama le atravesó el hombro izquierdo y le faltó el aliento. Su cuerpo golpeó pesadamente contra alguna masa voluminosa y lanuda y quedó tendido en el suelo, jadeando y loco de terror, mirando hacia el lugar en donde había caído. Había perdido el arco y, al realizar un esfuerzo para arrodillarse, vio que su brazo izquierdo y su mano estaban llenos de sangre.
El leopardo apareció en la parte alta del barranco empinado del que había caído. Quiso guardar silencio pero un estertor salió de sus pulmones agotados y, veloz como un pájaro, la cabeza del tigre se volvió hacia él. Con las orejas gachas, la cola en movimiento, se agazapó, disponiéndose a saltar. Pudo ver sus ojos y dientes y, por un largo momento, estuvo al borde de su muerte como bajo una aterradora gota que iba a caer y a convertirlo en nada.
De repente sintió que lo empujaban a un lado y se vio echado de espaldas, mirando al cielo. De pie junto a él, como un ciprés, con un anca tan cerca de su cara que podía oler la piel lanuda, había un ser; un ser tan enorme que, en su estado despavorido, no pudo abarcar.
El cazador vio una pata con garras más grande que su propia cabeza, una pared de áspero pelambre, quemada y con mataduras que dejaban ver la carne desnuda, un hocico grande, en forma de huso, recortado contra el cielo, y supo que debía estar en presencia de un animal. El leopardo seguía en la parte alta del barranco, achicado ahora, mirando una cara que debía lanzarle una terrible mirada. Luego el animal gigantesco, de un solo golpe, lo hizo saltar del barranco, al punto que dio vueltas en el aire y cayó entre los árboles de quian. Con un rugido que puso en movimiento una nube de pájaros, el animal se volvió para atacar de nuevo. Al hacerlo, se dejó caer en cuatro patas y el costado izquierdo del cuerpo se raspó contra un árbol. Entonces gruñó y se encogió, retrocediendo por el dolor. Luego, al oír los debates del leopardo en la maleza, enderezó hacia donde venía el ruido y desapareció.
El cazador se puso lentamente de pie, agarrándose el hombro herido. Por terrible que haya sido el miedo, la recuperación puede ser rápida, del mismo modo que uno puede despertar sin más de un sueño profundo. Halló su arco y subió por el barranco. Aunque sabía lo que había visto, su mente seguía girando incrédulamente en torno al centro de la certeza, como un bote en un remolino. Había visto un oso. Pero ¡Dios santo!, ¿qué clase de oso? ¿De dónde había venido? ¿Había estado ya en la isla cuando él llegó esa mañana, atravesando el vado? ¿O había adquirido la existencia por obra de su propio terror, en respuesta a su plegaria? ¿O tal vez él, cuando estaba acurrucado y casi sin sentido al pie del barranco, había realizado algún viaje desesperado y fantasmal para convocarlo desde el más allá? Fuera así o no, una cosa era segura. Viniera de donde viniere, esta bestia que había lanzado por los aires a un leopardo adulto de un solo golpe pertenecía ahora al mundo, era carne y sangre.
Volvió lentamente, cojeando, hasta el río. El ganso había desaparecido, y con él su arco, pero el ketlana aún estaba donde había caído. El hombre arrancó la flecha, se la puso bajo el brazo sano y enderezó hacia los juncos. Y fue aquí que la crisis demorada se apoderó de él. Se echó a tierra, temblando y llorando quedamente al borde del agua. Por un largo rato estuvo echado en tierra, olvidado de su propia seguridad. Y poco a poco surgió en él la idea de que, o quién, era lo que había visto.
Poco a poco, se fue formando en este cazador, la noción asombrosa, increíble, de lo que debía ser lo que él había visto. Entonces se quedó tranquilo, se levantó y empezó a ir y volver entre los árboles, junto a la orilla. Finalmente se detuvo, contempló el sol sobre el estrecho y, elevando su brazo indemne, oró un largo rato: una plegaria silenciosa y llena de reverencia temblorosa. Luego, siempre conmovido, volvió a recoger el ketlana y vadeó entre los juncos. En el camino encontró la balsa que había amarrado esa mañana: la desató y se alejó corriente abajo.