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El río

El enorme oso se puso a vagar por la selva; a veces se paraba para contemplar esos parajes desconocidos, pero volvía a emprender su trote descuajeringado al sentirse perseguido de nuevo por el siseo y el hedor de las enredaderas quemadas y la cercanía del fuego. Estaba abrumado de perplejidad y de miedo. Estaba huyendo desde el anochecer del día anterior, siempre a pesar suyo y siempre incapaz de encontrar una manera de escapar del peligro. Hasta entonces nunca había tenido que huir. Durante años, ninguna criatura viviente se había enfrentado con él. Ahora, con una especie de vergüenza encolerizada, seguía escapando, tropezando con raíces vistas a medias, atormentado por la sed y desesperado por no tener una oportunidad de darse vuelta y luchar con este inasible enemigo a quien nada lograba asustar. En una ocasión se detuvo en el borde de un terreno pantanoso, engañado por lo que parecía ser finalmente una falla en el avance del enemigo; y sólo logró huir a tiempo y salvarse antes de verse cercado por el fuego de todos lados. Una vez, en un rapto de locura, volvió sobre sus pasos y golpeó las llamas, hasta que sus patas quedaron negras y chamuscadas y se vieron listones de otro color en su pelambre. Sin embargó, seguía deteniéndose y dando vueltas, buscando una oportunidad para pelear; y mientras proseguía la marcha arañaba los troncos de los árboles y desgarraba los matorrales con los pesados golpes de sus garras.

Ahora avanzaba cada vez más lentamente, resollaba, tenía la lengua fuera y los ojos entornados por el humo que se acercaba cada vez más. Una de sus patas chamuscadas tropezó con una roca afilada: el oso cayó y rodó a un lado y, cuando se levantó, se sintió confundido, dio una media vuelta y se puso a ir y volver sobre sus pasos, paralelamente a la línea de las llamas que avanzaban. Estaba agotado y había perdido el sentido de la dirección. Sofocado por el humo, ya no podía saber de qué lado venía el fuego. Las llamas más cercanas prendieron en una maraña de raíces resecas de quian y corrieron por encima de ellas, lamiendo una de las patas delanteras. Entonces, por todos lados, resonó un bramido, como si finalmente el enemigo se lanzara a un cuerpo a cuerpo. Pero más alto sonó el bramido rabioso, frenético del oso mismo, al darse vuelta para luchar por fin. Balanceando la cabeza y asestando tremendos golpes, que sacaban chispas, al fuego que lo circundaba, se irguió con toda su estatura, hamacándose hacia delante y atrás, hasta que la tierra blanda se acható y pareció hundirse bajo su peso. Una larga llama hizo crepitar la espesa pelambre y al instante el animal quedó envuelto en fuego, balanceándose y cabeceando en un ritmo grotesco y terrible. Enfurecido, dolorido, había llegado hasta el borde de una pendiente abrupta y de repente, asomándose, vio debajo a otro oso, que temblaba y gesticulaba, levantando sus patas chamuscadas. Luego cayó hacia adelante y desapareció. Un instante después se oyó el chasquido de un zambullón y el ruido silbante, aplacado de las aguas profundas.

En una y otra parte, sobre la costa, el fuego se paró, disminuyó y se apagó, hasta que sólo quedaron ardiendo o chispeando aisladamente los puntos en donde la breña era más espesa. A través de kilómetros de vegetación resecada el incendio había llegado hasta la ribera Norte del río Telthearna y ahora, por fin, no podía seguir su camino.

El oso trató de hallar un punto de apoyo, luchó inútilmente y subió a la superficie. La luz deslumbradora se había ido. El lugar estaba en sombras: las sombras de la cuesta empinada y de su follaje, que se extendía formando un arco sobre el cauce del río. El oso chapaleó y rodó contra la ribera, pero no encontró asidero, en parte porque era muy empinada y la tierra blanda cedía bajo sus garras, en parte porque la corriente lo desplazaba continuamente y lo arrastraba. Entonces, mientras se aferraba y jadeaba, el dosel que se tendía por encima de él empezó a llenarse con la luz saltarina del fuego, que prendió en las últimas ramas, el techo del túnel. Chispas, fragmentos incendiados y ascuas caían silbando en el río. El oso, acosado por esta lluvia atroz, se apartó de la orilla y empezó a nadar pesadamente hacia el río abierto, alejándose de los árboles incendiados.

El sol había empezado a ponerse, iluminaba el río a lo largo, tiñendo con un rojo opaco las nubes de humo que pasaban por encima. Flotaban troncos ennegrecidos, macizos como pisones entre la resaca menor, las masas apeñuscadas de cenizas y enredaderas flotantes. Y en medio de este caos nebuloso nadaba el oso, casi sumergido, jadeante, emergente de nuevo y luchando contra la corriente. Un leño le asestó un golpe en el flanco que hubiera roto las costillas de un caballo; el animal dejó caer sus brazos encima, asiéndolo en parte por desesperación, golpeándolo en parte por ira. El leño se hundió bajo el peso y giró, enganchando al oso con una rama todavía incendiada que descendió lentamente, como una mano con dedos. Hizo un esfuerzo por respirar, mientras tragaba agua, espuma mezclada de ceniza y hojas arremolinadas. Algunos animales muertos pasaron flotando. En el oso se había formado una nebulosa decisión de nadar hasta la otra orilla, una lejana visión de árboles visibles del otro lado del agua. Pero en la corriente burbujeante y arremolinada del medio del río, el oso como todo lo demás, fue arrastrado y volvió a ser una vez más, como en la selva, una criatura simplemente perseguida, que teme por su vida.

El tiempo pasaba y sus esfuerzos eran más débiles. La fatiga, el hambre, el pavor de las quemaduras, el peso de su gruesa piel empapada y las continuas bofetadas de la resaca lo estaban venciendo finalmente, como el clima gasta a las montañas. Anochecía y las nubes de humo se desprendían de las millas de agua turbia y solitaria. Al principio la ancha espalda del oso se había levantado nítidamente sobre la superficie y el animal había mirado la dirección en que nadaba. Ahora sólo la cabeza emergía, el pescuezo se echaba hacia atrás para mantener alto el hocico y poder respirar. Ya se dejaba arrastrar, casi inconsciente y sin percibir nada a su alrededor. No veía la oscura línea de la tierra que se perfilaba en la luz del poniente. La corriente se bifurcaba, arrastrando con fuerza en una dirección y suavemente en otra. Las patas traseras tocaron tierra, pero él no reaccionó y se dejó llevar como un desecho hasta que llegó a una roca alta y angosta que emergía del agua; a ella se abrazó torpemente, grotescamente, como un insecto podría aferrarse a un palito.

Y aquí permaneció un largo rato en la oscuridad, erguido como un monolito torcido, hasta que por fin, aflojando poco a poco su abrazo y haciendo pie con todas las patas en el agua, avanzó en las aguas playas, se metió en la selva y cayó sin sentido entre las raíces secas y fibrosas de unos árboles quian.