Son muchos los amigos y familiares que me apoyaron durante los ocho años que me llevó escribir este libro. Intentaré retribuirles ofreciéndoles a mi vez mi apoyo a lo largo de los años.
Por su ayuda, que mantuvo viva la historia y también a mí, mi marido, Lou DeMattei, que entendió tanto y tan bien mi necesidad de confinamiento solitario que me traía el desayuno, el almuerzo y la cena al escritorio, donde yo estaba encadenada a un plazo de entrega. Mi agente, Sandy Dijkstra, me salvó una vez más de errores y preocupaciones, regalándome la posibilidad de escribir en paz. Molly Giles, siempre mi primera lectora, fue testigo de los comienzos fallidos y con mucha paciencia y buenos consejos, me impulsó a seguir adelante. Ojalá la hubiera escuchado desde el principio.
Por su información sobre la cultura de las cortesanas y sus fotografías de Shanghái, estoy profundamente agradecida a tres personas que compartieron conmigo con generosidad, a través de innumerables mensajes de correo electrónico, su investigación sobre la cultura de las cortesanas y sus fotografías de Shanghái de comienzos del siglo pasado. Ellas son Gail Hershatter (autora de The Gender of Memory), Catherine Yeh (Shanghai Love) y Joan Judge (The Precious Raft of History). Les pido públicamente disculpas por cualquier distorsión de su obra achacable a mi imaginación.
Por las facilidades para investigar acerca de los diversos ambientes de la historia, debo dar las gracias a Nancy Berliner, entonces conservadora de arte chino del Museo Peabody Essex, que organizó mi estancia y la de Lou en una mansión de cuatrocientos años de antigüedad en la aldea de Huangcun. Mi hermana Jindo (Tina Eng) nos llevó al pueblo, tras localizar la mejor ruta por tren y carretera desde Shanghái. Como tuve que hablar sólo chino con ella durante cuatro días, mis habilidades idiomáticas mejoraron enormemente, tanto que conseguí entender gran parte de los cotilleos familiares necesarios para cualquier historia. Lisa See, nuestra compañera de viaje, desafió el frío, pese a las predicciones de buen tiempo, y se deleitó conmigo estudiando los detalles históricos y el desenlace de los dramas humanos. Insistió generosamente en que fuera yo quien usara el nombre del estanque de la aldea en mi libro, aunque «Estanque de la Luna» habría sido un nombre perfecto para una aldea en su novela. Cecilia Ding, del Proyecto Yin Yu Tang, nos ofreció sus extensos conocimientos de la historia de Huangcun, la antigua mansión, las calles del viejo Tunxi en Huangshan y la montaña Amarilla.
Los museos siempre han sido importantes en mi obra literaria, tanto para la investigación como para la inspiración. La exposición «Shanghai» del Museo de Arte Asiático de San Francisco me abrió los ojos respecto al papel de las cortesanas en la introducción de la cultura occidental en Shanghái. Maxwell Hearn, conservador del Departamento de Asia del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, me proporcionó información sobre la mentalidad estética y romántica del erudito chino, y también sobre el poeta de ojos verdes que escribía sobre los espíritus que supuestamente veía. Tony Bannon, entonces director de la Casa George Eastman, en Rochester, Nueva York, me permitió acceder a los archivos de fotografías de mujeres en China a comienzos del siglo pasado y me enseñó un raro cortometraje restaurado que mostraba a una chica de la ciudad que se veía obligada a prostituirse. Dodge Thompson, director de exposiciones de la Galería Nacional de Arte de Washington, me guio en una visita especial para ver los cuadros de los artistas de la Escuela del Río Hudson, entre ellos los de Albert Bierstadt. La inspiración para la pintura titulada El valle del asombro surgió de una apresurada visita a la Alte Nationalgalerie de Berlín, que me dejó el recuerdo de un cuadro inquietante con ese título, cuyo autor, por desgracia, olvidé anotar. Probablemente se trataba de Carl Blechen, pintor de paisajes fantásticos, cuya obra ocupa un lugar destacado entre las exposiciones de la Alte Nationalgalerie. Si alguien encuentra el cuadro, le suplico que me lo haga saber. Tengo cierta sensación de fracaso por no haber podido redescubrirlo todavía.
Por la investigación sobre Shanghái, Steven Roulac me presentó a su madre, Elizabeth, que me habló de su vida en Shanghái como habitante extranjera de la Concesión Internacional durante la década de 1930. Orville Schell, director del Centro de Relaciones Estados Unidos-China de la Asia Society de Nueva York, me ofreció perspectivas de varios períodos históricos de China, incluido el ascenso de la nueva República y el movimiento antiextranjero. El ya fallecido Bill Wu me introdujo en el mundo estético del erudito chino: los accesorios, la casa, el jardín, las placas de poemas en la pared, todo ello presente en su casa en las afueras de Suzhou. Duncan Clark encontró planos callejeros del viejo Shanghái, gracias a los cuales pudimos localizar el antiguo distrito de las cortesanas. Shelley Lim pasó muchas horas recorriendo conmigo Shanghái y enseñándome viejas mansiones familiares y casas encantadas, así como los lugares donde ofrecían los mejores masajes de pies a medianoche. La productora Monica Lam, el cámara David Peterson y mi hermana Jindo me ayudaron a hacer mi primera visita a la casa familiar de la isla de Chongming, donde creció mi madre y donde mi abuela se quitó la vida. Joan Chen me ofreció entre risas traducciones al shangaiano de expresiones divertidas, por lo general subidas de tono, para lo que a su vez tuvo que pedir consejo a sus amigos.
Muchas personas me ayudaron a visitar diferentes lugares que influyeron en la ambientación de la historia. Joanna Lee, Ken Smith, Kit Wait Lee y la National Geographic Society hicieron posible mi estancia en tres ocasiones en la remota aldea de Dimen, en las montañas de la provincia de Guizhou. Kit («el Tío») pasó horas, días y semanas conmigo, proporcionándome información sobre las costumbres y la historia del pueblo, y también me presentó a muchos de sus habitantes, algunos de los cuales habían perdido sus casas en un gran incendio que había arrasado la quinta parte de la aldea. Emily Scott Pottruck viajó conmigo como amiga, ayudante, organizadora y desviadora de problemas. Mike Hawley organizó nuestro viaje a Bután, hasta algunos lugares remotos de ese país, que también me sirvieron para ambientar algunas escenas del libro, en particular la de los cuatro hijos de la Montaña Celeste.
Entre las muchas personas que me ayudaron con detalles para la novela, Marc Schuman me proporcionó información sobre la seta de la inmortalidad, Ganoderma lucidum, que al final contribuyó a mejorar mi salud. Michael Tilson Thomas me enseñó música compuesta para la mano izquierda, lo que me inspiró para crear el personaje del pianista con una sola mano. Josuha Robison me dio lecciones de lindy hop y de música de los años veinte. Los doctores Tom Brady y Asa DeMatteo me iluminaron sobre los perfiles psicológicos de niños secuestrados a las edades de tres y catorce años. Mark Moffett me informó acerca de lo que se ha descubierto sobre la evolución de las avispas conservadas en ámbar. Walter Kirn me convenció para que escribiera un relato corto para Byliner y su protagonista se abrió paso hasta convertirse en un importante personaje de la novela.
Por evitar que me descontrolara, a mi secretaria, Ellen Moore, que mantuvo a raya las distracciones y fue la voz de mi conciencia en lo referente a los plazos. Libby Edelson, de Ecco, hizo gala de un tacto y una paciencia notables cuando me retrasaba con los envíos o le mandaba documentos equivocados. La correctora Shelly Perron trabajó a contrarreloj y no sólo me ahorró muchos gazapos, sino que me indicó en más de una ocasión lo que le habría gustado saber como lectora. Agradezco enormemente la ayuda de muchas personas de la oficina de Sandy Dijkstra y también de Ecco, que han hecho suyo este libro y me han hecho sentir como en casa. No tenéis ni idea de lo culpable que me siento por no haber terminado antes, sobre todo cuando noto vuestro entusiasmo.
Considero una gran suerte que este libro caótico haya caído en las acogedoras manos de Daniel Halpern, mi editor de Ecco. Después de ver aquellas primeras páginas, nunca demostró temor, sino únicamente entusiasmo y una confianza absoluta, lo que a su vez me transmitió seguridad. Me animó a terminar amablemente y nunca con exasperación, aunque muchas veces la exasperación habría estado justificada. Sus comentarios, su análisis crítico y su comprensión de la historia, tanto del conjunto como de los detalles, coincidieron con mis intenciones y con mis secretas esperanzas de lo que quería que fuera el libro. Los defectos del libro, sin embargo, son todos míos.