Capítulo 15

La ciudad al final del mar

Entre la Mano del Buda y Shanghái

Junio de 1926

VIOLETA

Encanto había dicho que cuando llegáramos a lo alto de la Mano del Buda, veríamos la ciudad a nuestros pies. Pero no vimos nada. Miré a Calabaza Mágica y a Pomelo, y me di cuenta de que se estaban mordiendo los labios. Emprendimos el descenso y seguimos avanzando por el estrecho valle, aferradas a una esperanza obstinada, pero no vimos nada hasta llegar al final de la hierba verde, en la cresta de la montaña. Por encima de nosotras, a través de las lágrimas, observé las estrellas como diez mil chispas de luz sobre un cielo negro; pero en seguida, cuando bajé la vista, vi otras diez mil chispas de luz a través de las mismas lágrimas. Seguí mirando a pesar de las dudas y me dije que lo que había allí no era el reflejo de las estrellas en un estanque, ni una nube de luciérnagas, ni las hojas temblando bajo una luna de plata. Me enjugué las lágrimas y vi lo que deseaba ver: un pueblo, una ciudad y un millar de luces que brillaban al otro lado de las ventanas.

Estallamos en gritos de júbilo.

—¡Sabía que tenía que estar ahí!

—¡Lo presentía!

—¡Vi la imagen mentalmente y he conseguido que se haga realidad!

Las estrellas y la luna iluminaban la sinuosa senda. A causa de la emoción, Calabaza Mágica y yo no notamos al principio que Pomelo se quedaba rezagada por el dolor de los pies hinchados. Retrocedimos, nos pasamos los brazos por los hombros para ayudarnos mutuamente y fue tal la dicha que inundó nuestros espíritus que nos sentimos flotar, como si se nos hubiera quitado todo el peso de encima. Mientras nos acercábamos a la población, yo respiraba profundamente para llenar los pulmones de aire fresco, en la confianza de que allí encontraríamos todo lo que nos había faltado la víspera. Antes esperaba lo peor, pero ahora confiaba en hallar lo mejor: una habitación limpia donde alojarnos, un baño caliente, una taza de té y algo de fruta. Imaginé un río que me llevara de vuelta a Shanghái. Ninguna de esas expectativas era demasiado optimista.

Pomelo insistió en que debíamos buscar a su amiga Encanto, que había escapado el año anterior. Queríamos que viera que nos había salvado.

En cuanto pudimos, buscamos dos rickshaws para que nos llevaran a la Casa de Encanto. Calabaza Mágica y yo nos sentamos en uno, y Pomelo se acomodó en el otro. Entre quejidos de dolor, logró poner los pies en alto y lanzó un profundo suspiro. Llegamos en diez minutos. No era extravagante, sino un establecimiento de elegancia clásica, adecuado para una ciudad modesta. Un sirviente nos anunció y Encanto debió de saltar de la cama en menos de dos segundos. Corrió a recibirnos en camisón y de inmediato agarró a Pomelo por los hombros, la miró a la cara y se puso a sacudirla con fuerza.

—¡No eres un fantasma! —exclamó al fin—. ¿Has visto que yo tenía razón? Ese canalla nos mintió. ¡Había un camino!

—Perpetuo ha muerto —dijo Pomelo simplemente.

Encanto retrocedió un paso.

—¿Qué? ¿Estás segura?

—Del todo. Vimos su cadáver y su cara. Pero ahora me duelen demasiado los pies para contarte nada más.

Encanto le indicó a la doncella que condujera a Pomelo a su mismo dormitorio para retirarle los vendajes de los pies. Después ordenó que le llevaran agua caliente y hierbas para lavárselos y aliviarle la hinchazón. A nosotras nos enseñaron nuestras habitaciones, que eran bonitos boudoirs. Una doncella llenó la bañera con agua suficientemente caliente para que se me desprendieran las capas rasposas de piel y volviera a sentir su suavidad. En cuanto salí del baño, otra sirvienta me envolvió en toallas y me ayudó a ponerme unos pantalones y una chaqueta suelta, al tiempo que otra doncella diferente dejaba té y bocaditos sobre la mesa. Comí vorazmente, como la campesina pobre en que me había convertido. Y en cuanto vacié la taza de té, me acosté y no me desperté hasta muy entrada la mañana siguiente.

Cuando nos sentamos a la mesa del desayuno, Pomelo dijo que parecíamos tan alegres y despreocupadas que casi no nos reconocía. Sin embargo, yo aún me encogía cada vez que maldecía a Perpetuo, temerosa de recibir una bofetada o de que me derribaran al suelo de un golpe. El miedo se había vuelto un hábito y sabía que tardaría un tiempo en superarlo.

Pasamos la mayor parte del día reposando los músculos doloridos. Mientras dos criadas nos masajeaban las piernas, una a cada lado, nos fuimos turnando para repasar las muchas maneras en que nos habíamos ayudado. Habíamos enfrentado juntas el miedo y las tres habíamos vivido para contarlo, lo que era suficiente para hermanarnos para el resto de nuestras vidas. Dejamos que Pomelo revelara a su manera las circunstancias de la muerte de Perpetuo. Al contar la historia, debió revivir en su mente toda la escena. Su expresión se volvió rígida cuando describió el agónico ascenso por las rocas, que había sido para ella como ir pisando brasas candentes. Nos contó que el dolor prácticamente la cegaba y que el sol abrasador se derramaba sobre ella con la intensidad de un horno. Sabía que los tigres esperaban al acecho en el bosque oscuro y el menor ruido la sobresaltaba.

Se volvió hacia nosotras para tocarnos los brazos.

—Ellas me cuidaron más que si hubieran sido mis propias hermanas. Podrían haber pensado en sí mismas, pero prefirieron quedarse para salvarme, aun a riesgo de sus propias vidas.

Respondimos con humildad, diciéndole que nos aburría oír hablar de nosotras. Finalmente, llegó al momento del relato en que Perpetuo estaba en el sendero, justo debajo de ella. Se echó a temblar, me aferró un brazo y bajó la vista al suelo. Nos dábamos cuenta de que se sentía otra vez allí, en la senda rocosa. Tenía los ojos desorbitados y la expresión crispada en una mueca de horror. Se le aceleró la respiración y por un momento no pudo hablar. De pronto, empujó con las dos manos unas rocas imaginarias, que pareció como si volviera a ver rodando por la ladera.

—Eran una docena —explicó—, pero sólo hizo falta una. —Hizo una pausa—. Muchas veces había deseado su muerte —prosiguió—, y con frecuencia pensé en matarlo. Pero si hubiese sabido… lo que iba a ver: el horror de su mirada cuando comprendió lo que iba a sucederle. Jamás podría haberlo imaginado, hasta que lo vi tendido en el suelo, semejante a las raíces retorcidas de un árbol, con la cara convertida en una masa enrojecida. Y yo no dejaba de preguntarme si lo había hecho yo, si había sido capaz de hacer algo así. Ahora ya no podré dejar de verlo con la cara destrozada. ¡Maldito sea! —Con rabia, se enjugó una lágrima—. Lo odio por haberme empujado a matarlo. Él me ha hecho inhumana.

Más tarde, ese mismo día, rememoramos el modo en que Perpetuo nos había engañado a cada una. Ninguna de nosotras lo había amado de verdad, pero con sus falsedades nos había inducido a creer que lo queríamos. Comparamos los poemas, las promesas, los regalos que nos había hecho y las historias familiares que nos había contado.

—¿Qué? ¿A ti te dijo eso? —comentábamos.

Analizamos sus artificios para averiguar si había algo de verdad entre tantas mentiras, si había algo bueno entre tanta maldad.

—Los poemas mediocres debían de ser suyos —dijo Calabaza Mágica—. ¿Para qué iba a robar unos poemas tan horribles?

—No estaba bien de la cabeza —intervino Encanto—. Debió de enloquecer cuando su padre cayó en desgracia.

—Me niego a sentir pena por él —dijo Calabaza Mágica—. Su pasado no lo justifica. Es sólo su pasado.

Yo no perdonaba a Perpetuo, pero conocía esa sensación de sentirse traicionado por mentiras que uno mismo se ha creído. Era como si se abriera una grieta en la pared a nuestras espaldas y no lo supiéramos ni lo notáramos hasta que toda la casa se nos cayera encima.

A primera vista, cualquiera habría pensado que el pueblo de Vista de la Montaña no era más bonito que el Estanque de la Luna por el lugar donde se encontraba. Pero bastaba dar un paseo para ver gente animada y alegre, agua clara y calles limpias. El Estanque de la Luna había sido una ilusión óptica, un lugar hermoso visto de lejos. Sin embargo, los que quedaban atrapados en su interior no tardaban en descubrir que el estanque era una ciénaga, las casas se venían abajo y la gente estaba rendida de tanto trabajar y se había vuelto suspicaz y mezquina.

Pomelo decidió quedarse en Vista de la Montaña. Con su parte del dinero, pensaba comprar una participación en el negocio de Encanto. El pueblo estaba creciendo y empezaba a haber competencia entre las casa de cortesanas.

—Volved para visitarnos —dijo Pomelo.

—Ven a visitarnos tú a Shanghái cuando eches de menos el pescado fresco de mar —le respondió Calabaza Mágica.

Encanto nos proporcionó unos trajes sencillos a Calabaza Mágica y a mí, y nos explicó:

—Es para que la gente de Shanghái no sepa de dónde venís.

Contratamos a un carretero para que nos llevara al pueblo más próximo, a unos quince kilómetros de distancia. Se llamaba Ocho Puentes por el número de puentes que cruzaban el río, que de hecho era ancho y lo suficientemente profundo para permitir el paso de embarcaciones de pasajeros. De este lado de la montaña Celeste, según nos dijo Encanto, había carreteras, ríos navegables y trenes que conducían a Shanghái. Pero del lado del Estanque de la Luna, era como estar varado en la peor parte del pasado.

—Y para llegar a ese lugar de padecimientos, tuvimos que soportar un camino largo y difícil —comentó Calabaza Mágica.

Llegamos a otro puerto, probamos los platos locales de pimientos picantes y pescado de río, y nos quedamos a pasar la noche. Después alquilamos un coche para dirigirnos a otro pueblo ribereño y allí cogimos un barco. Cuanto más nos acercábamos a Shanghái, más grandes eran los barcos y mejores las posadas y la comida. Ya no se veían carros tirados por mulas, ni caminos enfangados, ni carreteros desbocados. Dos semanas después de despedirnos de Encanto y de Pomelo en Vista de la Montaña, llegamos a la estación ferroviaria de Hangzhou. Nos pusimos ropa limpia y, tras estudiarnos mutuamente las caras, tuvimos que reconocer una realidad imposible de ocultar: en el transcurso de un año, habíamos envejecido diez.

De camino a Shanghái, Calabaza Mágica insistía en que debíamos abrir nuestra propia casa. No dejó de parlotear ni un minuto sobre el estilo de la decoración y las características distintivas que fraguarían la gran reputación de la Casa de Calabaza Mágica.

Sin embargo, yo tenía mis propios planes, que empezaban por una visita al despacho de Lealtad Fang. Pero no pensaba pedirle un favor, como la vez anterior, sino un empleo.

OCTUBRE DE 1926

No fui a su casa. Me presenté en su oficina. Cuando me vio, se quedó boquiabierto.

—¿Eres un fantasma?

Tras más de un año sin vernos, lo miré con otros ojos. Aunque ya era un hombre de mediana edad, seguía siendo apuesto. De hecho, estaba más atractivo que nunca porque las líneas que le surcaban la cara transmitían madurez y carácter, o al menos eso me pareció.

—Te he echado de menos —me dijo con una sonrisa.

Se puso de pie y se dispuso a rodear su mesa para venir a saludarme de la manera acostumbrada: un beso, una palmada en el trasero y una profunda inhalación de mi olor, como si se tratara del encuentro entre dos perros.

—No hagas cumplidos —le dije mientras me sentaba—. Somos viejos amigos.

Asintió.

—Se me olvidaba que eres una mujer casada. Bueno, cuéntame cómo va el matrimonio con ese palurdo pueblerino. ¿Te has cansado ya de la niebla en la montaña y de las cascadas?

—Perpetuo ha muerto.

Su mueca burlona desapareció.

—Lo siento. Te ruego que me disculpes.

No pensaba revelarle a Lealtad mis verdaderos sentimientos.

—El matrimonio ya se había terminado antes de que él muriera. Pero ahora he vuelto y quiero empezar de nuevo.

Pidió té, y nos lo sirvieron poco después, en las tazas y los platillos de porcelana que fabricaba su empresa.

—Estás preciosa. Veo que el aire del campo te sienta bien.

—No hace falta que mientas. Envejecí diez años en ese sitio horrendo.

En otro tiempo solíamos bromear durante horas, pero sus comentarios jocosos estaban siendo más hirientes que divertidos. Yo sabía que no podía parecerle atractiva del modo acostumbrado. Para empezar, había renunciado deliberadamente a vestir con estilo y me había presentado con un sobrio vestido azul, un jersey gris abotonado y el pelo recogido en un sencillo rodete. No quería ningún malentendido respecto a lo que iba a pedirle. No me había vestido para seducir a nadie.

—Necesito un empleo —le dije.

—Te ayudaré, por supuesto. Esta misma noche haré una lista de las mejores casas y te daré toda la información que tengo de cada una. De ese modo, podrás escoger la que te parezca mejor, y yo iré a recomendarte.

—¿A cuál? ¿A la Casa de las Cortesanas Envejecidas? Tengo veintiocho años. No soy ninguna niña ingenua con el corazón pendiente de que alguien lo destroce. No quiero volver a una vida que ya no puede ser rentable. Quiero un trabajo aquí, en tu empresa.

Arqueó las cejas.

—¿Qué me dices? —preguntó con una leve risita.

Yo mantuve la calma.

—Sabes que tengo algunas habilidades muy útiles, aparte de mi talento para sonsacarte regalos a fuerza de carantoñas. Entiendo el mundo de los negocios porque es donde crecí. Solía escuchar las conversaciones de los empresarios que cenaban en la casa de mi madre. ¿Recuerdas que di mi opinión en una fiesta ofrecida por ti, cuando nos conocimos? Además, como bien sabes, hablo inglés, shanghaiano y mandarín, los tres igual de bien.

Lealtad me miró con expresión divertida.

—¿Qué me propones? ¿Quieres que te nombre vicepresidenta?

—No. Quiero un empleo de traductora en el Departamento de Comercio Exterior de tu empresa. Cuando yo hago de intérprete, no me limito a traducir las palabras, a diferencia de esos traductores que han estudiado en la escuela de idiomas. En la Oculta Ruta de Jade solía oírlos. Cometían tantos errores y con tanta frecuencia que un inversor podía acabar comprando un burro en lugar de una empresa. Yo no traduzco como un mal diccionario. Soy capaz de expresar las sutilezas de una negociación. Es una de las cosas que aprendí de mi madre. Si me desempeño bien y me ves preparada para otros cargos, podrás ascenderme. Si no cumplo tus expectativas, podrás rebajarme a un puesto aburrido y sin responsabilidades, o despedirme. O quizá yo misma me vaya.

Se puso serio.

—Hace años, te dije que siempre me sorprendías y que eso me fascinaba de ti. Ahora me sorprendes todavía más, y de hecho me intriga la posibilidad de que trabajes para mi empresa. Sin embargo, no puedo darte un empleo simplemente porque te conozco de otra esfera de negocios bastante diferente. Ninguno de mis clientes confiaría en las traducciones hechas por una mujer.

—Ponme en una habitación sin ventanas y hazme traducir cartas y documentos, y también tus carteles y anuncios, que por cierto están tan llenos de errores que te sonrojarían si los entendieras. Si hubieras sido mejor alumno de inglés, podrías apreciar lo muy cualificada que estoy para el empleo.

—¿Me estás pidiendo que sea tu jefe y ya me estás regañando antes de que te dé el empleo? Muy bien, de acuerdo, te lo daré. Pero tendrás que demostrar que vales. No te confíes sólo porque sabes que me gustas.

—¿Cuándo me he confiado? Te demostraré que soy más que merecedora del empleo y pienso probártelo en una oficina, sentada en una silla, y no en tu cama. He dejado atrás para siempre esa parte de mi vida.

Dos semanas después, Lealtad me consideraba una colaboradora rigurosa e indispensable. Además de traducirle la correspondencia y los documentos, le había sugerido que le diera a su empresa un nombre en inglés, y no solamente una transcripción del nombre chino, que en caracteres occidentales pasaba a ser Jing Huang Mao.

—Ningún americano es capaz de pronunciar ese nombre. ¿Cómo quieres que lo recuerden?

Le sugerí una traducción: «Fénix Dorado Comercio Internacional». Mandé hacer un rótulo y tarjetas de visita, y él me contrató a tiempo completo.

Una vez asegurado mi puesto de trabajo, llegó el momento de cumplir la promesa que me había hecho a mí misma, mi razón de vivir, el objetivo que me había dado fuerzas para soportar el cautiverio en el Estanque de la Luna. Quería encontrar a Flora y asegurarme de que estaba bien. Y también necesitaba reencontrarme con mi madre. Después de que se llevaran a Flora, yo había leído por fin la carta de Lu Shing en la que me hablaba de mi madre y de su dolor al descubrir el engaño y su pena infinita por creerme muerta. En ella me prometía no revelarle que yo estaba viva y no decirle nada de mí a menos que yo le diera mi permiso. Si había mantenido su promesa, entonces ella todavía debía de creer que yo estaba muerta. Yo siempre había considerado su partida desde la perspectiva de una niña agraviada. Sólo podía pensar que no tendría que haberse marchado, ni haber creído que yo estaba muerta. Pero el dolor de perder a Flora me había cambiado. Veía a Flora con ojos de madre y, a través de esos mismos ojos, era capaz de ver a la mía. Las dos temíamos que nuestras hijas creyeran que sus madres no las habían querido y que las habían abandonado deliberadamente. Era posible que Flora no recordara nada de mí, excepto que no me había opuesto a que la arrebataran de mis brazos. Pero yo quería hacerle saber y sentir que siempre la había querido. Y estaba dispuesta a reconocer que mi madre también me quería. Ya no la odiaba como antes.

Sin embargo, no podía perdonarla por lo que había sucedido. Había sido víctima de un engaño, sí, pero por culpa de sus deseos. Yo había padecido las consecuencias de sus decisiones, y el sufrimiento no había sido únicamente emocional. Pero ¿qué habría significado el perdón después de todo? ¿Limpiarla a ella de toda culpa? ¿Ganar para mí la recompensa del cielo? ¿Qué poder divino me permitiría devolverle alegremente la felicidad a ella, sabiendo que yo nunca sería feliz? Deseaba poder perdonarla y librarme del dolor que me atenazaba, pero me faltaba una parte del corazón: la parte donde antaño habían florecido la confianza y la capacidad de perdonar. Mi corazón estaba vacío y ya no tenía nada más que dar.

—Quiero que me ayudes a encontrar a Lu Shing —le dije a Lealtad—. Él conoce la dirección de la familia Ivory en Nueva York y la de mi madre en San Francisco.

—¿No quieres que intente conseguir la dirección de los Ivory a través de su compañía naviera? —respondió Lealtad.

—No, no quiero despertar sospechas. Los Ivory se enterarían de que has estado preguntando y enviarían espías para averiguar el motivo. Además, quiero que Lu Shing comprenda la importancia que tiene Flora para mí. Es su abuelo y tiene que asumir sus responsabilidades. Cuando tengamos la dirección de los Ivory, tú les enviarás una carta que yo escribiré, por supuesto. En la carta les contaremos que fuiste un buen amigo de Edward, de la época en que hacías negocios con su naviera. Les diremos que lo frecuentabas mucho durante su primer año en Shanghái, antes de que me conociera a mí, y que tienes algo que le pertenecía y que te prestó en su momento: un par de gemelos, que yo compraré. Dirás que te quedaste los gemelos cuando te enteraste de que había muerto porque no sabías a quién devolvérselos. Eso les hará pensar que no me conocías. Les explicarás que sólo en los últimos tiempos te has enterado de que tiene una hija en Nueva York y que te gustaría enviarle a esa niña los gemelos para que los conserve como recuerdo de su padre. El paquete llegará antes de Navidad y añadirás un pequeño regalo, quizá una pulsera con dijes, como obsequio navideño del tío Lealtad. Sí, como lo oyes. Serás su tío. Les explicarás a los Ivory que sigues la costumbre china de considerar sobrinos a los hijos de los buenos amigos. Tal como es la familia Ivory, estoy segura de que le pedirán a la pequeña Flora que te escriba una pequeña nota de agradecimiento. A partir de entonces, el tío Lealtad tendrá una excusa para enviarle a Flora una tarjeta navideña y un regalito todos los años. Las cartas de agradecimiento que ella te envíe serán una pequeña parte suya que yo guardaré como un tesoro.

—Es un buen plan —dijo él—. Me gusta la idea de ser tío. Entiendo que quieras localizar a tu hija, pero ¿por qué también a tu madre? ¿No me habías dicho que la odiabas?

—Sí, y antes también te odiaba a ti.

—¿Lo dices en serio?

Pareció herido.

—Sólo un poco y por poco tiempo, hasta que te deshiciste de aquella zorrita, la cortesana virgen que después intentó fastidiarme. Pero mis sentimientos hacia mi madre han sido más complicados. Por fin estoy preparada para anunciarle que no he muerto.

No aparté la cara con suficiente rapidez y él notó mis lágrimas.

Se me acercó y me abrazó.

—Encontraré la manera —dijo.

Lealtad preguntó a sus amigos si conocían a Lu Shing. Uno de ellos había oído que estaba en San Francisco y le pidió a un conocido que tenía allí que lo localizara.

—Todos los chinos de San Francisco se conocen —le dijo a Lealtad.

Le enviamos a su amigo una carta mía para que la hiciera circular entre la comunidad china hasta que llegara a manos de Lu Shing. En menos de un mes, recibimos su respuesta.

Querida Violeta:, empezaba.

Te agradezco que me hayas escrito. Sé que no ha sido fácil para ti. Encontrarás las direcciones de tu madre y de la familia Ivory en hoja aparte, adjunta a esta carta.

Pienso en ti a menudo. Quizá te cueste creerlo, pero es cierto. Como no recibí respuesta a mi última carta, he respetado tu deseo de no decirle nada a tu madre. En cualquier caso, no he vuelto a verla desde nuestro encuentro en Shanghái en 1912. No se ha puesto en contacto conmigo. Después de numerosos esfuerzos para comunicarme con ella, recibí una carta suya en 1914 en la que me decía que no quería verme nunca más, ni tampoco a su hijo. Como te dije en mi última correspondencia, te recuerda con profundo dolor. Vive con sus padres en la casa donde creció. Es todo lo que puedo decirte, ya que se niega a verme.

Si puedo ayudarte en algo más, te ruego que me lo hagas saber.

Con cariño,

LU SHING

Yo ya le había escrito una carta a mi madre varias semanas antes y la había cambiado muchas veces. Cuando tuve la dirección que me envió Lu Shing, la leí una vez más y, con el corazón palpitante, la llevé al correo.

Querida mamá:

Sé que será una gran conmoción para ti enterarte de que estoy viva. Han pasado catorce años y la mayoría han sido muy difíciles para mí. No entraré en detalles en esta carta. No sabría cómo contarte todo lo que ha pasado. Baste decir que estoy bien.

Hace tiempo recibí una carta de Lu Shing en la que me revelaba que tú me creías muerta. Me decía que te culpabas a ti misma y que no dejabas de llorarme. En ese momento no pude escribirte y le hice prometer a Lu Shing que no te diría nada de mí. Aún tenía corazón de niña y me negaba a oír cualquier explicación sobre las circunstancias que te habían llevado a partir de Shanghái. Creía que nunca dejaría de odiarte.

Pero ahora tengo corazón de madre. Perdí a mi hija cuando tenía tres años y medio. Su padre murió durante la pandemia de gripe y su familia se la llevó por la fuerza en 1922. Llevo casi cuatro años llorando su ausencia. No he vuelto a tener noticias suyas y cada vez es mayor mi desesperación por hacerle saber que no la entregué por mi voluntad. Sufro pensando que creerá que no la quise. Tengo miedo de que sea como yo, una niña que se sintió traicionada por quienes debieron amarla y que más tarde le dio la espalda al amor, incapaz de reconocerlo o de tenerle confianza. Necesito que sepa que la he querido siempre, desde el momento en que nació, y más que a nadie en el mundo. Ahora tiene siete años. Me gustaría contar con tu ayuda para encontrarla. Necesito saber que es feliz.

Hace tiempo, con mi corazón de niña, creí que me habías abandonado adrede y te aborrecí. Sé que debes de haber sufrido pensando que yo te odiaba. Yo padezco la misma horrible tortura de manera constante. No puedo perdonarte del todo, pero no quiero que sigas atormentándote.

Tu hija,

VIOLETA

La respuesta de mi madre parecía escrita apresuradamente y estaba llena de borrones, que supuse causados por las lágrimas.

Mi queridísima Violeta:

Tuve que releer una docena de veces la primera línea de tu carta para asegurarme de que era verdad. Entonces, al saber que estabas viva, pude salir del infierno de mi propio corazón. Pero en seguida caí en otro infierno al comprobar que creíste lo que siempre había temido: que no te quise lo suficiente para salvarte. No hay excusa para el fracaso de una madre y llevaré siempre esta marca negra en el alma.

¿Te aliviaría el corazón, aunque sólo fuera un poco, saber que estuve a punto de volverme loca en el barco cuando comprendí lo que había sucedido? ¿Cambiaría algo para ti si supieras que le ordené al capitán que volviera a puerto y que tuvieron que sedarme para impedir que me arrojara al mar y regresara a nado? Cuando recibí primero la carta del consulado y después la de Paloma Dorada, que me confirmaban tu muerte, temí que hubieras muerto pensando que yo te había querido menos que a un bebé fantasma. Durante catorce años he visto cada día al despertarme tu cara asustada, la misma que tenías cuando te prometí que no te abandonaría nunca. Repasaba mil veces cada uno de los errores que me llevaron a perderte. Maldecía mis debilidades. Y al final siempre volvía a ver tu cara asustada, mirándome.

Nunca podré ganarme tu perdón. Pero has sido muy buena al escribirme y te agradezco que me pidas ayuda para encontrar a tu hija, invocando la comprensión de una madre que ha sufrido la misma pérdida que tú. Emprenderé esta tarea no como una penitencia, sino como un acto de amor.

¡Me gustaría decirte tantas cosas, mi querida Violeta! Sin embargo, no debo dejar que mis emociones se desborden todavía más. Por eso, sólo te diré que espero que algún día puedas creer, sin la menor sombra de duda, que nunca he querido a nadie más de lo que te quiero a ti.

MAMÁ

Mi madre y yo iniciamos una relación tentativa a través de la correspondencia. Ella comprendía a la perfección mi necesidad de llegar de alguna manera a Flora, mi niña pequeña e indefensa, más inocente de lo que había sido yo y más fácil de contaminar por las ideas y los sentimientos de otras personas. Y tenía razón al esperar que su sufrimiento fuera un consuelo para mí, aunque sus alusiones al miedo que yo había pasado y a mi vacilante confianza volvieran a abrir viejas heridas.

En su siguiente carta, sacaba a relucir la fuerza y el optimismo con que había levantado la Oculta Ruta de Jade. «Nada es imposible —me escribía—. Sólo necesitamos perseverancia e ingenio. La encontraré y te la devolveré». Me sentí muy agradecida y más esperanzada que nunca por su determinación. Con cualquier otra persona, habría pensado que sus afirmaciones no eran más que palabras vacías, pero yo sabía que mi madre nunca se daría por vencida. Ella era capaz de hacer lo que nadie más habría creído posible.

La frecuencia de nuestro intercambio epistolar aumentó rápidamente. Le di más datos de Flora y también de Edward, con información que al principio era simplemente objetiva y que con el tiempo empezó a abarcar también las emociones que rodeaban los hechos. Ella me habló a su vez de un pequeño rincón conmemorativo que había construido en su jardín, donde había plantado un mar de violetas que crecían libremente. Había quitado la lápida y había puesto en su lugar una fuente para que se bañaran los pájaros. Me escribió largamente acerca de un hombre llamado Danner, y no Tanner, como yo había creído oír de niña. Había sido él quien me había dado la legitimidad como ciudadana estadounidense. Estábamos seguras de que los Ivory sabían de la existencia de mi partida de nacimiento y suponíamos que habrían sobornado a alguien para que la destruyera. Mi madre se ofreció para conseguírmela si yo quería. Recordamos en nuestras cartas a Paloma Dorada, tal como yo la tenía en la memoria y tal como ella me la reveló, como su guía y su mentora, la amiga que la había ayudado a superar los obstáculos y a servirse de ellos para construir el futuro. «Sin ella —me escribió mi madre—, probablemente no habría dejado de ser nunca una chica norteamericana indefensa y paralizada por mi estupidez y la falta de carácter de Lu Shing».

En aquellas primeras cartas, se expresaba con mucha más franqueza que yo. En una de ellas me contó que sus padres eran gente extraña, pero yo me abstuve de contestarle que ahora entendía de dónde salían sus excentricidades. En cada carta me hablaba un poco más de su familia.

Yo creía erróneamente que las rarezas de mis padres eran mis enemigas, y su poca atención, falta de amor. La indiferencia es una asesina insidiosa del corazón y el descuido es su cómplice. Las extravagancias de mis padres se fueron desvaneciendo con la edad para ser sustituidas por las debilidades que nos aguardan a todos. Cuando volví, los padres contra los que yo me había rebelado ya no existían. Eran personas diferentes, más amables y dignas de afecto, con puntos débiles y un profundo desconcierto ante su propia fragilidad. Me necesitaban. Cuando murieron (mi padre primero y mi madre poco después), yo los lloré sinceramente, sobre todo por esa parte de ellos que me había negado a ver de niña.

Mi madre, la mujer con la que yo había crecido en Shanghái, tampoco existía ya. Había sido reemplazada por una persona nueva, que me resultaba a la vez familiar y desconocida. Podía empezar de cero y decidir si podía confiar en ella, como si acabara de conocerla. Me permitía averiguar cómo era a través de las cosas que podían hacerla perder el corazón, el alma y su camino en el mundo, las cosas por las que me había perdido a mí. Era sincera, a veces hasta extremos sorprendentes, y me hacía confesiones que normalmente una madre no habría compartido con su hija.

Me estremezco cuando recuerdo las palabras asesinas que dirigí contra mis padres. A mi madre le dije que todos hablaban a sus espaldas y que se reían de ella por pasar años enteros encerrada en su estudio, contemplando insectos que llevaban millones de años muertos. A mi padre le conté que había leído las cartas de sus amantes y recité delante de todos los apodos vulgares y ridículos que le habían puesto en alusión a sus proezas sexuales. ¡El torbellino del sexo! Creo que estuvo a punto de morir de vergüenza. En retrospectiva, siento haberlos condenado con tanta violencia para justificar mi amor por un pintor mediocre. Por fortuna, mi mal gusto en materia artística tuvo como resultado que nacieras tú. Me alegro de que no puedas ver cómo me sonrojo cuando vuelvo a recordar lo que encontraba tan atractivo de aquel pintor chino y las razones por las que creía que sus cuadros eran obras maestras extraordinarias. ¡Dios mío! Sólo te diré una cosa, Violeta, tienes suerte de parecerte físicamente a tu padre.

Nuestras cartas eran frecuentes, a veces incluso diarias. Yo compartía con mi madre los momentos importantes de mi vida, de uno en uno. Al principio no le hablaba nunca de mi época en la casa de cortesanas, sino del nacimiento de Flora y del día en que Edward murió. Le describí a Perpetuo como mi último recurso para lograr la respetabilidad. Admití que había conocido a Lealtad en una casa de cortesanas, pero no le conté que él había comprado mi desfloración. En asuntos de sexo, prefería mantener la discreción porque, después de todo, ella era mi madre. No importaba que las dos hubiéramos ejercido el mismo oficio.

Aun así, con ella podía hablar de mis esperanzas, desesperanzas y momentos de felicidad con mucha más libertad que con cualquier otra persona. Por fin la entendía. A menudo no le escribía a ella, sino a mí misma, a mi doble espiritual, a la niña solitaria que había sido, a la mujer que habría deseado cambiarse por otra. Mi madre había dicho algo parecido acerca de lo que sentía al escribir esas cartas. Las comparaba con los pasillos de una casa, que partían de extremos opuestos y que al principio se recorrían con inquietud para después sentir la maravilla de encontrarnos juntas en una habitación que siempre había existido.

En un aspecto muy importante, el de la constancia y el ingenio demostrados en la Oculta Ruta de Jade, mi madre era la misma persona que yo había conocido en Shanghái y aplicó esas mismas cualidades en la búsqueda de Flora. Me contó su plan cuando ya estaba en marcha.

He alquilado una casita en Croton-on-Hudson, a menos de un kilómetro del lugar donde vive Flora. La localidad es lo suficientemente bonita y aburrida para que los vecinos tengan tiempo de sobra para espiar a los demás.

En poco tiempo averiguó cuál era el colegio al que asistía Flora (la Escuela Chalmer para Señoritas), cuál era su iglesia (la metodista) y dónde recibía clases de hípica (en los Gentry Farm Stables). Consiguió que la invitaran a una función escolar (con la obra El susurro entre los pinos), haciéndose pasar por una cazatalentos enviada por un conocido productor de Hollywood que prefería permanecer en el anonimato. Su imaginaria misión hizo que la recibieran con los brazos abiertos. «Me dieron un asiento en la primera fila», presumió en una de sus cartas. Al día siguiente, fue a hablar con la directora y le dijo que desgraciadamente no había dado con la pequeña actriz que el famoso productor buscaba: una niña morena, de rasgos mediterráneos y gran temperamento. La directora reconoció que ninguna de las niñas de su colegio cumplía esos requisitos. Entonces mi madre, con mucho tacto, elogió la función y preguntó si había lugar para una colaboradora voluntaria en el Departamento de Teatro.

—En otra época fui actriz —dijo—, sobre todo en películas mudas, pero también en alguna sonora. No creo que recuerde mi nombre: Lucrecia Danner. Nunca tuve un papel protagonista. Hacía de la antigua novia del protagonista, o también, en los últimos tiempos, de madre de la novia rebelde.

Mencionó el nombre de las películas: La oculta ruta de jade, La dama de Shanghái, Los jóvenes barones

La directora dijo recordar vagamente una de aquellas cintas inventadas. Mi madre le contó que había vivido con su difunto marido en Manhattan, pero que ambos adoraban los fines de semana en Croton-on-Hudson.

—A mi marido le encantaba este pueblo. Estar sin nada que hacer es uno de los grandes lujos de la vida, ¿no le parece? Aun así, creo que de vez en cuando hay que tratar de sentirse útil.

Se ofreció para ayudar a montar dos obras de teatro para ese año. Participó en el diseño de los decorados, la confección de los trajes y la práctica de la dicción adecuada para cada personaje, y alardeó de haberse superado como voluntaria. Aun así, no pudo hacer nada cuando la estúpida que dirigía las funciones le asignó a Flora un escuálido papel de espantapájaros en una de las obras y un lugar en el estridente coro formado por tres granjeras y sus vacas, en la otra.

A mí se me desbocaba el corazón cada vez que recibía una carta con matasellos de Croton-on-Hudson. Mi madre me había prometido que no me ocultaría nada en sus informes. Si Flora era feliz, me lo diría. Y si no, me lo contaría también.

Flora tiene la misma independencia de criterio que tú a su edad, pero no parece sentir particular afecto por nadie. Como recordarás, tenía un papel mínimo en la función del colegio: era uno de los tres espantapájaros que aparecían en un campo invadido de cuervos. Cuando terminó la función, su aborrecible familia (Minerva, la señora Lamp y la señora Ivory) descendieron como buitres sobre Flora. No he visto señales del señor Ivory, ni he oído nada de él. Si no ha muerto, estará inválido. Las tres mujeres derrocharon alabanzas sobre la actuación de Flora, pero ella no pareció feliz ni orgullosa de oírlas. Su apatía me preocupó. Pero después recordé que cuando tú eras pequeña pasabas largos períodos durante los cuales fingías no prestar atención a nadie. Por otro lado, la obra era espantosa y me pareció ridículo que elogiaran a una niña solamente por pasar un rato con los brazos colgados de una cruz de madera, como si fuera la hermana muerta de Cristo, vestida con un mantel de cuadros.

Debo decir, sin embargo, que nunca he visto a Flora demostrar el menor afecto por Minerva. Nunca la busca. Tú no eras así. A su edad, tú siempre me estabas tironeando de la falda para llamar mi atención.

Me alegró saber que Flora no se sentía próxima a Minerva. Pero después me preocupé. Era terrible que no fuera feliz, ni se sintiera orgullosa. Habría sido trágico que no pudiera querer a nadie. Esperaba que su falta de sentimientos fuera atribuible a la gente despreciable con la que vivía. Unos días después, me llegó otra carta de mi madre:

Es educada con las profesoras y amable con las otras alumnas, pero ninguna parece ocupar un lugar especial en su corazón. Nunca las busca y las demás tampoco la buscan a ella. En el patio del colegio, prefiere estar sola. Tiene un árbol favorito y una ardilla que come de su mano. Desde allí, observa a las demás. Parece muy encariñada con el caballo alazán de las cuadras donde recibe clases de hípica, y su compañero preferido es un perrito de orejas erguidas del color de una bayeta sucia. Me he enterado de todo esto después de abrir accidentalmente un pequeño hueco en el seto que rodea la finca de los Ivory. El perro corre en círculos a su alrededor, obedece algunas órdenes y ladra con voz estridente. Fui a la biblioteca y después de buscar en los tomos de la C y la D de la enciclopedia, he llegado a la conclusión de que el animalito es un cairn terrier, una raza cuyo único talento reconocido es el de cavar y robar comida. Pronto me haré con uno.

El «tío Lealtad» recibió una carta bien escrita en la que Flora le agradecía el envío de los gemelos de su padre.

—¡Tiene una caligrafía estupenda para ser una niña de siete años! —exclamó y, poco a poco, leyó en voz alta las palabras escritas en inglés—: «Querido señor Fang…». ¿Señor Fang? ¿Por qué no me llama «tío Lealtad»?

Pareció desconcertado, como si su propia hija lo hubiera contrariado. Había desarrollado sentimientos paternales hacia Flora, solamente por haberme ayudado en mi plan para localizarla. Le dije que esa falta de confianza no debía ser un obstáculo para que al año siguiente le enviara otro regalo en nombre del tío Lealtad.

Mi valor para la empresa de Lealtad fue en aumento. Empecé a asistir a las reuniones con los clientes de la empresa, supuestamente en calidad de secretaria. En apariencia, me limitaba a tomar notas de lo que se decía, pero mientras el traductor oficial hacía su trabajo, yo desplegaba mis habilidades para el momo. Cuando los clientes hablaban inglés, interpretaba el papel de secretaria china que no entendía ningún otro idioma. Con los chinos, era extranjera. Lo organizábamos todo para que Lealtad y su traductor tuvieran que salir por lo menos dos veces de la sala durante las reuniones, lo que brindaba a sus clientes la oportunidad de hablar discretamente entre ellos, convencidos de que yo no los entendía. Si me miraban, yo les sonreía con expresión vacía. Después, le presentaba mi informe a Lealtad. Podía decirle, por ejemplo, si el principal interés de los clientes era la calidad, la rapidez de fabricación, la honestidad o la existencia de competidores con tarifas más bajas.

También le hice otra observación. Muchos de los nuevos clientes comentaban sus deseos de visitar uno de los clubes nocturnos que florecían en Shanghái y hablaban de la manera de librarse de las fiestas que solía ofrecerles Lealtad en una casa de cortesanas. Le señalé que las casas de cortesanas se estaban quedando anticuadas y que algunas eran conocidas por desplumar a los clientes. Durante un tiempo, Lealtad se resistió a mi sugerencia de abrir una cuenta en uno de los clubes más frecuentados. En otra época había sido el paradigma del hombre de negocios culto y sofisticado, pero no había sabido cambiar al ritmo de los tiempos. Seguía vistiendo con un estilo que se había quedado desfasado, y tuve que indicarle que de ese modo parecía que ya no tuviera tanto éxito. Finalmente dio su brazo a torcer y se mandó hacer trajes nuevos, que se ponía para frecuentar el Club de la Luna Azul, en cuya sociedad ingresó a instancias mías y donde pronto fue uno de los clientes más apreciados, con mesa permanentemente reservada.

—Violeta, siempre me sorprendes con tu ingenio —me dijo un día, cuando le sugerí que regalara a sus clientes norteamericanos pequeños recuerdos de Shanghái.

Desde nuestros primeros tiempos en la casa de cortesanas, me decía con frecuencia que yo lo sorprendía por una cosa o por otra. Quizá fuera un cumplido, pero teniendo en cuenta nuestra historia juntos, para mí era la expresión de que esperaba muy poco de mí. Cuando era joven, temía dejar de sorprenderlo algún día porque eso significaría que había confirmado sus escasas expectativas. Por fin me animé a decirle que su «sorpresa» me fastidiaba.

—¿Por qué te molesta que te lo diga? Mis otros traductores no hacen nada sorprendente. Tú siempre me sorprenderás porque eres mejor que la mayoría y no sólo en el trabajo, sino en tu manera de ser conmigo. Es algo natural en ti y la razón por la que siempre te he querido.

—No es cierto que me hayas querido siempre.

—Claro que sí. Incluso cuando te casaste (¡las dos veces!), mantuve mis sentimientos. En todos estos años, nunca he querido a nadie tanto como a ti.

—A nadie, salvo a tu esposa.

—¿Por qué insistes con eso? Ya sabes que fue un matrimonio únicamente nominal. Ahora estamos divorciados. Seguimos juntos sólo por nuestro hijo. ¿Por qué no me crees? ¿Quieres que la llame para que hables con ella por teléfono? Porque la llamo ahora mismo…

—¿Por qué estamos hablando de historias del pasado? A partir de ahora, puedes decir que te sorprendo, pero no vuelvas a decir que me quieres porque yo sé en qué parte de mi cuerpo quieres poner todo ese amor.

—Después de todos estos años, aún no sabes aceptar la amabilidad y el amor cuando se te ofrecen.

Lealtad y yo sucumbimos a nuestra vieja atracción física a los cuatro meses de empezar mi trabajo en su empresa. Tuve que reconocer que me hacía reír más de lo que me había hecho sufrir. Él me apreciaba y yo agradecía sus atenciones en la cama. ¡Me conocía tan bien! Pero nuestra relación se había vuelto diferente en muchos aspectos. Yo ya no calibraba su afecto por el número de regalos que me daba, ni tenía los mismos miedos e incertidumbres que antes, cuando esperaba a que él decidiera si vendría a verme o no. Él ya no podía decidir. No era mi cliente, ni yo era su cortesana. Yo vivía en mi propio apartamento y lo veía a diario en la oficina, y fuera del trabajo, dos o tres veces por semana. Lo consideraba un amigo, y no un amante, como él habría preferido.

—Un amigo no es tan especial como un amante —se quejaba.

—Calabaza Mágica es una amiga y estamos muy unidas. Un amante puede ser un hombre que sólo tiene relación con tu cuerpo.

Le dije que yo quería un amante fiel y digno de mi confianza, y no a alguien que me hiciera preguntar qué estaría haciendo cuando se alejaba de mí solamente por treinta minutos, que era el tiempo que necesitaba él para ponerse a flirtear con otra mujer y tratar de llevar el flirteo a un lugar más íntimo. Ya lo había hecho. Y los dos sabíamos que seguía frecuentando las casas de cortesanas.

—¿Qué hombre no mira a una mujer bonita sin imaginar algo más? Eso no es infidelidad, sino únicamente curiosidad. Un hombre como el que describes no sería natural. ¿De verdad te irías con un hombre así?

—¿Tú no quieres honestidad y confianza en tus negocios? Si sospecharas que uno de tus socios o empleados te engaña, ¿no te lo pensarías dos veces antes de hacer negocios con él? Quizá creas que debo esperar menos de ti porque fui cortesana y tenía que aceptar que mis clientes no me fueran fieles, ni siquiera con un contrato de por medio. Pero incluso cuando trabajaba en ese mundo, aspiraba a un amor tan intenso que mi hombre no se interesara en ninguna otra mujer. Quizá tú no seas capaz de sentir ese tipo de amor. Me dices que pido demasiado. Es posible que así sea, pero lo mismo que tú y tu imaginación, no puedo evitar ser como soy.

Puse fin a nuestra relación muchas veces, gritándole que era un bastardo infiel que sólo fingía amarme. En ocasiones lo acusaba de haber sido falso en determinados momentos de particular ternura, y él se sentía herido.

—Eres tú la que quiere dejarme, y no yo —me decía cuando yo le exponía mis razones para terminar nuestra relación—. Entonces ¿quién de los dos es el más constante y quién el menos fiable?

Su lógica era exasperante. Pero él me decía que mis sentimientos eran ilógicos.

Siguió frecuentando a otras mujeres a mis espaldas. Yo sabía que visitaba las casas de cortesanas al menos una o dos veces por semana y en una ocasión descubrí un regalo en una bolsita de seda roja que sobresalía de su bolsillo. Admitió que pensaba visitar una de esas casas, pero me aseguró que el regalo no era para nadie en concreto y que sólo lo llevaba por si alguna de las chicas cantaba bien o contaba una buena historia. Entonces mis sentimientos por él se esfumaron. Fue extraño que sucediera con tanta rapidez. En lugar de enfurecerme por sus mentiras, me sentí liberada. En ese momento supe que podía poner fin a nuestra relación de forma definitiva. Estaba muy tranquila cuando se lo dije. Le expliqué que éramos dos personas muy diferentes y que nuestros deseos no eran compatibles. Empezó a justificarse acerca del regalo, dijo que ni siquiera le había costado mucho dinero y me enseñó que era un broche para el pelo. Le contesté que ya no me importaba si iba a las casas de cortesanas y que simplemente había dejado de quererlo.

Pareció conmocionado, y poco a poco se le entristeció la expresión.

—Lo veo en tus ojos. Finalmente ha pasado: te he perdido. He sido un estúpido por no tratarte mejor. Lo siento. —Guardó silencio. Tenía la mirada perdida—. Pese a todas mis debilidades, mi amor por ti no ha sido débil. Te he tratado mal, confiando en que tú siempre me perdonarías. Después de todo, no perdonaste a tu madre, pero a mí me perdonaste muchas veces. Ahora es tarde para borrar el sufrimiento que te he causado, pero no puedo soportar la idea de que quizá te haya hecho desconfiar del amor. Tienes que creer que te he amado siempre. Desde el principio, me pareció que me conocías. Cuando no estábamos juntos, sentía que me faltaba algo. Aunque estuviera rodeado de amigos, me sentía solo. Estaba insatisfecho por muchos éxitos que lograra. Nunca he querido admitirlo, Violeta, pero contigo podía permitirme ser un niño otra vez, bueno e inocente. ¡Imagínate! Lealtad, ese hombre con tanto éxito, era en realidad un niño travieso que se despertaba en medio de la noche asustado de quererte tanto y con la necesidad de tocarte la cara para asegurarse de que estabas ahí. Era como si tú pudieras proteger una parte oculta de mí. Y cuando no estabas, sentía que iba a morirme solo. ¡Ojalá te lo hubiera dicho hace muchos años!

Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Le abrí los brazos de par en par al niño pequeño y ya no volví a separarme de él. Me mudé a su casa, y seguimos discutiendo, aunque no tanto como antes y reconociendo siempre que nos queríamos. No nos declarábamos nuestro amor, ni lo confesábamos con la embriaguez de haber revelado finalmente un secreto. Lo reconocíamos, como si hubiera sido un defecto.

Una tarde, tras asistir al funeral de un primo, me dijo:

—Prométeme, Violeta, que no te morirás antes que yo. No podría soportarlo. Me volvería loco sin ti.

—¿Cómo puedo prometerte algo así? ¿Y cómo puedes ser tú tan egoísta? ¡Si eres el primero en morir, todo el sufrimiento será para mí!

—Tienes razón. Entonces debes morir tú primero.

Nos instalamos en la rutina de una pareja casada, una rutina basada en el conocimiento de los hábitos de cada uno y de nuestros gustos y antipatías. Nos dábamos cuenta de que nuestros cuerpos habían perdido firmeza con la edad y de que Shanghái había enloquecido con un ambiente donde la decadencia parecía competir con más decadencia, lo que no nos parecía nada atractivo. Era muy extraño: nos habíamos vuelto anticuados. Teníamos más puntos en común que diferencias y podíamos prescindir de la mayor parte de las cosas que nos molestaban. Sólo muy de vez en cuando los pequeños defectos de Lealtad encendían las mismas discusiones que en otro tiempo nos separaban.

Cuando hacía unos tres años que estábamos juntos, Lealtad me confesó un día que cada vez le costaba más orinar. Hacía tiempo que padecía esa molestia, pero no había querido decirme nada para que no pensara que estaba preocupado, aunque de hecho lo estaba. Les restó importancia a sus temores, diciendo que probablemente era un simple constipado del pene. Unos días después, descubrió sangre en la orina. Cuando me lo dijo, tenía la cara blanca como un papel. De inmediato pedí una cita con el médico.

Sentados en la consulta con las manos entrelazadas, recibimos la noticia de que padecía cáncer de próstata. El doctor nos aseguró que la radioterapia era la mejor opción y añadió que si no obteníamos los resultados deseados, entonces probaríamos otro tratamiento. Lealtad temía que la radiación le encogiera el pene y los testículos, y que el «otro tratamiento» consistiera en extirpárselo todo y convertirlo en un eunuco. Siempre se había comportado como un hombre fuerte y se negaba a demostrar cualquier tipo de debilidad, pero a mí me dolía en lo más hondo ver la desesperación y el miedo reflejados en sus ojos.

—Me niego a dejarte ir —le dije—. Hemos peleado por cosas sin importancia. Ahora voy a luchar para tenerte conmigo. Y ya sabes que soy muy fuerte.

—Violeta, mi niña querida, si un temperamento fuerte es capaz de curarme, entonces puedo contar desde ya con la recuperación.

Se sometió al tratamiento occidental, mientras yo visitaba a los médicos chinos en busca de otras medicinas. Compré grandes cantidades de hongos de la inmortalidad, de los que en otra época tomaban los emperadores.

Lealtad se echó a reír débilmente cuando se lo dije.

—¿De la inmortalidad? ¿Dónde están ahora esos emperadores?

El médico chino venía a diario con sus agujas de acupuntura. Yo procuraba que Lealtad practicara asiduamente el qigong y cocinaba para él con ingredientes frescos, atendiendo al perfecto equilibrio del yin y el yang. Contraté a un maestro de feng shui para que expulsara de la casa los malos espíritus. Daba igual que yo no creyera en su existencia. Era mi manera de declararle a Lealtad que lo amaba y que haría todo lo que estuviera a mi alcance para que se curara.

—Aunque te he tratado muy mal —murmuró él—, todavía me quieres y sigues aquí conmigo. Siempre me sorprendes, Violeta. Nada de lo que creía importante lo es en realidad: los negocios, las casas de cortesanas… Nada perdura. Sólo tú eres importante, mi querida niña. Quiero que sólo tú estés conmigo por el resto de mis días, sean muchos o pocos.

—¡Ah!, pero si te curo, amigo mío, ¿no dirás que la enfermedad te afectó el cerebro y que no recuerdas la promesa de no volver a frecuentar las casas de cortesanas?

De repente, el dolor y el miedo se desvanecieron de su cara y pareció que recuperaba la salud. Me cogió de la mano.

—Cásate conmigo, Violeta. No te lo pido porque me esté muriendo. He querido decírtelo muchas veces en el pasado, pero siempre estabas enfadada conmigo. No parecía adecuado proponerte que pasáramos juntos el resto de nuestras vidas cuando me estabas gritando que no pensabas volver a dormir nunca más en la misma cama que yo.

Nos casamos en 1929. Su familia se opuso. Después de todo, iba a casarse con una mujer que no parecía del todo china y que tenía una historia familiar bastante turbia. Verlo enfrentarse a su familia por mi causa me hizo derramar un mar de lágrimas. A los catorce años, había soñado con esa boda. A los veinticinco, había perdido a Flora por no estar casada. Después me había casado con Perpetuo por desesperación y miedo al futuro. Pero ahora iba a casarme con Lealtad por amor. Dieciocho meses después de nuestra boda, los médicos nos dijeron que el cáncer de Lealtad había desaparecido. Tanto los médicos occidentales como los chinos se adjudicaron el mérito. Lealtad dijo que estaba vivo gracias a mí.

—Se lo debo a todas esas sopas de sabor repugnante que me preparabas y a tu constante insistencia para que me las tomara —me aseguró—. Ni siquiera el cáncer pudo soportarlo.

Todos los días, antes de desayunar, Lealtad me besaba en la frente y me agradecía el haberle permitido ver la nueva mañana. Después me servía el té, y ese sencillo acto era una muestra extraordinaria de aprecio y amor. Lealtad estaba acostumbrado a que otras personas se ocuparan de todos los pequeños detalles de su vida diaria. Nunca había tenido que atenderme a mí, ni a nadie más.

Todavía discutíamos de vez en cuando, siempre por pequeñeces. Me sacaba de quicio que mirara a otras mujeres. La mayoría de las veces, no había respuesta. Pero cuando una de ellas le sonreía, él le devolvía la sonrisa. Si sucedía en una fiesta, siempre encontraba alguna excusa para desplazarse en su dirección y prolongar aún más el flirteo. Cuando yo lo acusaba de mirar a otras mujeres con ojos lascivos, él lo negaba. Decía que no podía evitar mirarlas porque así le funcionaban los ojos. Entonces yo le preguntaba cómo era posible que no le funcionaran igual con los hombres. Y él me respondía que fuera cual fuese la conducta de sus ojos, él no se iba a la cama con ninguna otra mujer y que yo debería estar contenta con eso. Eso daba pie a la discusión de siempre sobre su deshonestidad y mi falta de lógica, que terminaba cuando yo me iba a dormir sola a mi habitación y cerraba la puerta con pasador. Después él llamaba a la puerta en medio de la noche y a veces tenía que insistir dos noches seguidas.

Nuestros mejores momentos eran las veladas que pasábamos juntos en casa, cuando cenábamos y él me daba un beso por haberle preparado uno de sus platos preferidos. Escuchábamos la radio y hablábamos de las noticias, de Flora o de mi madre. A veces yo rememoraba los tiempos de la Oculta Ruta de Jade y le contaba las cosas que oía a escondidas cuando las cortesanas hablaban de sus desgracias, o le describía a los hombres que se ponían nerviosos en las fiestas, o recordaba las conversaciones que había escuchado oculta detrás de las puertas cristaleras, entre la sala del bulevar y el estudio de mi madre. Muchas veces recordábamos la noche en que nos conocimos y le añadíamos detalles inventados, exagerando lo grande que era Carlota o lo asustado que estaba Lealtad, hasta que yo me ahogaba de risa cuando él me contaba que se había orinado en los pantalones al oírme decir que iba a ser preciso amputarle el brazo allí mismo.

Muchas veces acababa el relato diciendo:

—Me pediste que esperara a que crecieras y me dijiste que algún día uniríamos nuestros destinos. Cometí la estupidez de no intentarlo hace años, pero ya ves, aquí estamos.

Entonces me llevaba a la cama, como hacía siempre que hablábamos de nuestros destinos interconectados.

En muchas ocasiones me veía llorar en silencio y entonces dejaba lo que estuviera haciendo y venía a abrazarme, sin preguntarme por qué estaba triste. Él sabía que estaba pensando en Flora, o en Edward, o en mis sentimientos el día en que mi madre se marchó. Sencillamente, me rodeaba con los brazos y me acunaba como a una niña pequeña. Por esas razones, ambos sabíamos que nuestro amor era profundo y que nuestro dolor compartido duraría mucho más que el dolor que pudiéramos causarnos el uno al otro.

Calabaza Mágica vivía a pocas calles de distancia. Sus grandes planes de abrir una casa de cortesanas habían caído rápidamente en el olvido cuando se encontró con un antiguo cliente, Armonioso Chen, que había sido rico y ahora dirigía un modesto negocio de venta de máquinas de escribir y «suministros modernos para oficinas modernas». Armonioso había sido uno de sus clientes permanentes y la recordaba bien. Le dijo que la curva de sus labios era memorable y que su personalidad tampoco estaba mal, de modo que se casó con ella, según dijo, para poder ver todos los días esos labios. Armonioso me confesó que Calabaza Mágica lo hacía reír todo el tiempo.

—Es un buen hombre —me dijo ella—. Bueno y considerado. Lo mejor que puede pasarte a partir de cierta edad es tener buena comida en la mesa, buenos dientes para comerla y pocas preocupaciones cuando te vas a dormir por la noche. Un buen marido puede ser una ventaja o un inconveniente, según si aumenta o reduce el número de preocupaciones. En mi caso, las reduce.

Cuando venía de visita, le gustaba rememorar las dificultades que había atravesado por mi causa. Cuando recordaba una nueva, se le iluminaban los ojos.

—¡Eh! ¿Te acuerdas del hombre que conducía el carromato? ¿Cómo se llamaba el bellaco? ¿Viejo Pedo? ¿Te he dicho alguna vez que me hizo proposiciones deshonestas, el muy desfachatado? El canalla me invitó a ir al campo para ver el tamaño de las mazorcas.

—Eso es terrible.

Resopló con desprecio.

—Yo le respondí que no me hacía falta ir a ningún sitio porque ya sabía que las mazorcas eran así de grandes. —Me enseñó el meñique—. El imbécil pasó el resto del día enfurruñado.

Con frecuencia mencionaba a Perpetuo.

—¿Te acuerdas de cuando el bastardo te dio aquella paliza tan espantosa? Nunca te conté que intenté apartarlo para que dejara de pegarte y que por eso me dio un puñetazo en un ojo. Casi me deja ciega.

Le di las gracias.

—No, no —dijo en seguida, agitando las manos—. No es preciso que me lo agradezcas. —Pero esperó un momento a que se lo volviera a agradecer, antes de continuar—. ¿Te acuerdas de aquella noche, cuando creímos que todo el pueblo se iba a incendiar? Acabo de recibir una carta de Pomelo en la que me dice que sólo se quemaron su habitación y un cobertizo. Se lo han dicho unos comerciantes que recorren con frecuencia el camino entre Vista de la Montaña y el Estanque de la Luna. El sendero que subía hasta la Mano del Buda ahora es un desfile continuo de gente. Alguien tuvo la inteligencia de convertir la roca blanca en un santuario y ahora aquello está atestado de peregrinos que compran tortas dulces de maíz y bastones. Uno de ellos encontró el cadáver de Perpetuo un año después de su muerte. Sólo quedaban los huesos, unos cuantos jirones y una bolsa de cuero con un poema. ¿Y sabes qué más? Nueve meses después de la muerte de Perpetuo, Azur tuvo otro hijo. Según ella, es de Perpetuo, pero se rumorea que el padre es el sirviente, aquel que era amante de su doncella, aunque también hay quien dice que la madre del bebé es la doncella y el padre, Perpetuo. Pero en cualquier caso, Azur dice que el hijo es suyo.

Cuando mi madre y yo empezamos a hablar de la posibilidad de que viniera a Shanghái para verme, Calabaza Mágica fingió entusiasmarse con la idea.

—¡Será una gran alegría para ti tener otra vez contigo a tu verdadera madre!

Tuve que asegurarle varias veces que ella había sido mucho más madre para mí que mi verdadera madre porque había arriesgado su vida y había sufrido por mí.

—Siempre te has preocupado por mí —le dije.

—Es cierto. Más de lo que crees.

—Yo también me he preocupado por ti.

Me miró con cara de duda.

—Cuando contrajiste la gripe. Pensé que te ibas a morir y me quedé a tu lado, junto a tu cama, sin soltarte la mano ni un momento. Te supliqué que abrieras los ojos y te quedaras con nosotros.

—No lo recuerdo.

—Claro que no, porque te estabas muriendo. Creo que mis palabras te animaron para curarte.

Fuera cierto o no, Calabaza Mágica se emocionó mucho.

—¿Estabas preocupada por mí? —preguntó varias veces—. Nadie en toda mi vida se había preocupado por lo que pudiera pasarme. Nadie, antes que tú.

Pero ella se seguía preocupando cada vez que yo amenazaba con divorciarme de Lealtad. No era que realmente quisiera divorciarme, sino que era una manera de expresar mi enfado. La razón era siempre la misma: Lealtad había estado flirteando con otra. Entonces Calabaza Mágica venía a verme y me daba la razón en todo. Me decía que Lealtad era malvado, desconsiderado y estúpido.

—¡Pero no necesitas divorciarte! —me aseguraba—. Hay unas hierbas que le puedes echar en el té, que le encogerán el deseo y otras cosas que yo me sé. Pero no se las eches demasiado a menudo porque sería malo también para ti.

Después me engatusaba poco a poco, hasta convencerme de que Lealtad no era tan malo en comparación con otros maridos.

—Lealtad hace travesuras, pero nunca maldades. Además, es muy guapo y dices que es buen amante. Y te hace reír. Ya son cuatro ventajas. La mayoría de las mujeres ni siquiera pueden contar una.

SHANGHÁI

1929

Finalmente, mi madre y yo nos pusimos de acuerdo para que viniera a Shanghái. No dijimos explícitamente «antes de que sea tarde», pero las dos lo expresamos de mil maneras diferentes. Le dije que no me parecía conveniente tratar de alterar el pasado, hablando de cosas que podrían haber cambiado el curso de nuestras historias. Habíamos forjado una relación de confidentes entre dos mujeres adultas, que era más que una amistad, pero no llegaba a ser la relación entre una madre y su hija. Manteníamos conversaciones íntimas por escrito, pero eran intercambios sin rostro, separados por la distancia. Nuestras confesiones y reminiscencias requerían confianza, y si bien nuestras palabras fluían libremente la mayor parte del tiempo, sabíamos que podíamos retirarnos tras la seguridad de la hoja de papel, sin tener que dar explicaciones. No nos preocupaba la posibilidad de ofendernos mutuamente, ya que en la correspondencia nos expresábamos con mesura y seleccionábamos con cuidado las palabras que describían nuestros sentimientos encontrados. Pero una reunión cara a cara en Shanghái podía exponernos a los efectos de un pasado hiriente y deshacer lo que habíamos construido juntas, que era muy importante para nosotras. Aun así, las dos decidimos que valía la pena correr el riesgo. Le advertí que tal vez no sintiera el impulso de abrazarla, como tampoco habría abrazado sus cartas. No sabía lo que sentiría cuando la viera en persona. Quizá su presencia despertara en mí emociones olvidadas. Le pedí por lo tanto que estuviera preparada y que no se ofendiera si yo no me arrojaba en sus brazos como habría hecho una hija feliz de reunirse con su madre. Ella estuvo de acuerdo en que el encuentro podía ser incómodo e impredecible, y me aseguró que estaba preparada para que hubiera cierta distancia entre nosotras. Estuve pensando en esa reunión durante todo el mes antes de su llegada y reviví un torbellino de emociones, desde la niña que se había sentido traicionada, hasta la mujer que se sabía más importante para ella que Lu Shing y su hijo. Volvería a verla sabiendo que había llorado mi pérdida y que había sufrido por mí, como yo por Flora.

Mientras esperábamos la llegada del barco, le advertí a Lealtad que no se le ocurriera mirarla como miraba a muchas mujeres.

—¿Cómo puedes creerme capaz de algo así? —me dijo con fingido enojo.

—Serías capaz de mirar a una vieja en un ataúd.

Se echó a reír y me dio un beso.

—Estaré contigo. Si la situación te parece insoportable, apriétame la mano y encontraré una excusa para sacarte de aquí.

Aunque habíamos intercambiado fotos en nuestra correspondencia, yo había imaginado a mi madre con uno de los lujosos vestidos que se ponía para las fiestas y no con un sencillo traje sastre de color pardo. Seguía siendo atractiva, pero fuera de su mundo carecía de la electrizante cualidad que fascinaba a los hombres. No se movía con gracia mientras buscaba su equipaje, sino a sacudidas nerviosas. Vino hacia mí, se detuvo a tres metros de distancia y se me quedó mirando, como si hubiera visto un fantasma. Se mordió los labios mientras me contemplaba detenidamente la cara.

—Ya sé que hemos acordado no hablar de nuestras emociones, pero llevo dentro los diecisiete años de tu ausencia y no puedo reprimir las palabras que siempre he querido decirte. Te quiero, Violeta, ¡te quiero tanto!

Por segunda vez en mi vida, la vi llorar. Asentí con la cabeza, dejé que me abrazara y yo también permití que fluyeran libremente las lágrimas.

Al cabo de unos minutos, se separó de mí y se enjugó el llanto.

—¡Ya está! Ya lo he dicho. Ahora podemos volver a ponernos nerviosas por lo que expresemos.

Lealtad trató a mi madre con el mayor respeto.

—Fue en su casa donde conocí a su adorable hija cuando era una chiquilla de siete años. No ha cambiado mucho desde entonces, excepto en la edad.

A mi madre le cayó bien de inmediato y en seguida se puso a hablar con él en su chino un poco oxidado. Fue un alivio que estuviera presente para llevar la conversación a temas más inocuos cada vez que una de nosotras se sentía incómoda. En seguida se pusieron a recordar a conocidos de ambos, hijos de familias acomodadas sobre los cuales Lealtad puso al día a mi madre, contándole si estaban igual, mejor o peor que antes. Muchos estaban peor.

Calabaza Mágica nos estaba esperando en casa. Yo la había mencionado en muchas de mis cartas, tras recordarle a mi madre que veinticinco años antes había expulsado de la Oculta Ruta de Jade a la cortesana Nube Mágica —como entonces se llamaba— por un asunto relacionado con un fantasma y un cliente. También le había contado que Calabaza Mágica había estado a mi lado cuando conocí a Edward, en el nacimiento de Flora, en la muerte de Edward, cuando Perpetuo había estado a punto de matarme y cuando nos fugamos del Estanque de la Luna, es decir, en todos los momentos importantes de mi vida desde que mi madre se había marchado. No le había revelado su papel en mi instrucción como cortesana, pero le había dejado claro que había sido como una madre para mí. En la distancia de la correspondencia, no pude ver su cara al leer esas palabras: «Como una madre». Sin embargo, la caligrafía de su respuesta me pareció más cuidada que de costumbre. En su carta expresaba tristeza por haber tratado mal a Calabaza Mágica, sobre todo después de enterarse de que se había ocupado de mí y de que había dado muestras de las virtudes que debe tener una madre auténtica, una madre protectora, que busca lo mejor para su hija por encima de todo y sin egoísmos, y que está dispuesta a sacrificar su propia vida para que nada malo le suceda a su pequeña. Con esas palabras resumió las diferentes maneras en que me había fallado. A partir de entonces me preguntó en cada una de sus cartas por Calabaza Mágica, y Calabaza Mágica también me preguntaba cortésmente por ella.

Antes de llegar a Shanghái, mi madre ya se había enterado de que Calabaza Mágica se había convertido en la señora de Armonioso Chen y de que había adoptado el nombre de Felicidad, por lo que había pasado a llamarse «Felicidad Chen». Estaba orgullosa de su nuevo estatus social y no le gustaba que nadie la llamara por su antiguo nombre, excepto yo.

En el coche, de camino a casa, mi madre y yo hablamos de la forma en que se presentaría a Calabaza Mágica. Las dos estábamos nerviosas. Habría sido absurdo fingir que no se conocían, y Calabaza Mágica no estaba acostumbrada a disimular sus sentimientos. También le había advertido a mi madre que era posible que no la reconociera. Tenía más de cincuenta años y había ganado mucho peso. Cuando estaba nerviosa o enfadada, le colgaban los carrillos y las comisuras de la boca; pero cuando sonreía o se entusiasmaba, se le levantaban y le redondeaban aún más las mejillas. Todavía tenía los ojos grandes y hermosos, y su mirada solía ser más amable que crítica.

Cuando entramos por la puerta, Calabaza Mágica y Armonioso estaban tranquilamente sentados, tomando el té. Ella fingió sorpresa al vernos.

—¿Ya es tan tarde? —exclamó—. Pensé que tardaríais por lo menos una hora más.

Mi madre se le acercó y empezó diciendo que había leído mucho acerca de ella en todas mis cartas, y que se alegraba de poder agradecerle lo que había hecho por mí. No pudo pasar de ahí.

—Te acuerdas de mí, ¿verdad? —le dijo Calabaza Mágica—. Tú me echaste a la calle por culpa de un fantasma y del rumor que difundió una cortesana codiciosa, que estuvo a punto de arruinaros a todas el negocio. Cuando me fui, le deseé lo peor a la chica que propagó esas habladurías. Después me enteré de que había acabado en una acera de Hong Kong, al lado de la lonja de pescado, pobre y sin dientes. Entonces me dije: «Ya no necesitas preocuparte más». —Sonrió—. No hace falta que ninguna de nosotras volvamos a pensar al respecto.

Entonces mi madre pudo continuar con sus expresiones de gratitud, utilizando las palabras «como una verdadera madre» y mencionando las cualidades que la caracterizaban. Sus agradecimientos dieron pie a la primera de las interminables historias que Calabaza Mágica tenía preparadas sobre los tiempos difíciles que había compartido conmigo, empezando por nuestra época en el Pabellón de la Tranquilidad. Lo primero fue describir la instrucción que me había dado para que no cayera en manos de clientes baratos. El relato no pareció perturbar a mi madre, que comentó:

—Sin tu ayuda, podría haber acabado en la calle.

Una hora después, Calabaza Mágica le estaba contando la fastuosa fiesta ofrecida por Lealtad en mi honor cuando yo tenía catorce años. Al cabo de un momento, salió a relucir que Lealtad había comprado mi desfloración. Mi madre se volvió hacia él.

—No debes sentirte cohibido. Tenía que suceder con alguien, y Violeta tuvo suerte de que fuera contigo.

Calabaza Mágica le dijo:

—¿Sabes qué pienso? Que no fue solamente suerte. Fue cosa del destino que te marcharas en ese barco. Si te hubieras quedado, Violeta no habría conocido a Edward, ni habría tenido a Florita, ni estaría ahora aquí con Lealtad. Lo que le sucedió a Violeta fue terrible, y no estoy diciendo que el destino actúe inocentemente y sin culpa. Pero cuando las cosas nos salen bien, debemos olvidar el mal camino que nos trajo hasta donde estamos. Ahora tenemos que concentrarnos en volver a reunir a la pequeña Flora con su verdadera madre. Si todos colaboramos, no podemos fracasar.

Llevamos a mi madre a recorrer el viejo vecindario. Allí pudo comprobar que la Oculta Ruta de Jade se había convertido en la residencia privada de algún personaje con suficiente poder para apostar guardias armados junto a la entrada.

—Son gánsteres —dije yo—, o políticos amigos de mafiosos. Fairweather tenía negocios con ellos, ¿sabes? No me apena decir que tuvo un final espantoso.

Mi madre preguntó por los detalles y cuando se los conté, hizo una mueca de disgusto.

Pasó la segunda semana en Soochow con Paloma Dorada, que según ella misma decía se había vuelto gorda y perezosa. Era cierto que estaba rellenita, pero seguía tan activa como siempre. Dos años después de marcharse de Shanghái, se había casado con el dueño de una mueblería, que ella había convertido en un emporio textil. Nos contó que al borde de los cuarenta años había tenido un hijo y que con el pequeño su vida se había vuelto mucho menos apacible. Por lo tanto, era feliz.

Al cabo de tres semanas, mi madre se fue y reanudamos nuestra correspondencia, en la que analizamos nuestra reunión. Reconocimos que secretamente habíamos deseado revivir el día que se marchó de Shanghái. Habríamos querido volver a su estudio, escuchar otra vez las mentiras del bellaco y que ella advirtiera el peligro y pudiera protegerme. Pero no podíamos recrear un pasado diferente. Era como ir al cine para ver una película cuyo final ya conociéramos y descubrir que los protagonistas no tenían el aspecto que esperábamos.

Aunque a mi madre y a mí nos alegró mucho poder abrazarnos al comienzo y al final de su visita, las dos estuvimos de acuerdo en que preferíamos el trato íntimo que nos permitían las cartas. En persona, cuidábamos demasiado lo que decíamos. Nos fijábamos en exceso en nuestras expresiones, en los gestos y en la dirección de nuestras miradas para juzgar si podíamos tratar un tema. Cuando hablábamos, había otras personas presentes que intentaban reducir la tensión, aunque no la hubiera, o que añadían un grado de incomodidad fácilmente evitable. Pero en términos generales la visita había sido un éxito. Cuando volvimos a escribirnos, lo hicimos con más franqueza y mejor comprensión. Calabaza Mágica nos había aconsejado olvidar los años de nuestra separación, pero nosotras no queríamos olvidarlos. Las heridas que aún teníamos nos impulsaban a revelarnos todo mutuamente.

Mi madre regresaba todos los años a Croton-on-Hudson para pasar unos meses con Flora fuera del curso escolar. Allí asumía el papel de vecina entrometida. Se encontraba con Flora en la feria, en la iglesia, en el parque o por la calle mientras las dos paseaban a sus perros.

Una vez vi que el suyo se alejaba para investigar a otro perro en la acera de enfrente. Un coche estuvo a punto de arrollarlo y entonces Flora gritó: «¡Cupido!». Sentí en mi propio corazón el temor de mi nieta y el alivio que la invadió cuando el animalito volvió a ella con la cabeza, la cola y las patas en su sitio.

Fue la primera vez que llamó «nieta» a Flora. Yo sabía que la había encontrado para ayudarme a mí, pero me daba cuenta de que otras razones se habían añadido a esa primera razón, y me alegraba.

Me compré una perrita de orejas erguidas, una cairn terrier parecida al perro de Flora, con la idea de que los dos jugaran juntos. Le puse de nombre Salomé. La primera vez que se vieron, Cupido vino corriendo a olisquearla y las correas de ambos se enredaron a nuestro alrededor. En la lucha por soltarse, Salomé estuvo a punto de matar a Cupido. Por fortuna, cuando conseguimos desenredarlos, los dos se hicieron bastante amigos, aunque su amistad no tardó en tomar un cariz más bien lascivo que exigió más esfuerzos de separación.

Gracias a Salomé, mi madre se encontraba a menudo con Flora en el parque. Solía llevar galletas para perro para asegurarse de que Cupido acudiera siempre a su lado. Una vez le preguntó a Flora si los cairn terriers eran la mejor elección en cuanto a inteligencia perruna.

—No lo sé —respondió secamente la niña, encogiéndose de hombros.

Creo que mi madre habría tomado clases de hípica para encontrarse con ella de no haber sido porque la aterrorizaban los caballos. Fue capaz incluso de superar su antipatía por la religión para incorporarse a la comunidad de la iglesia metodista. A través de sus informes y sus fotografías, yo seguía a Flora desde la distancia. Me enteré de que llevaba el pelo corto, lucía vestidos de cuadros y le gustaba dibujar. Cuando mi madre le hacía una pregunta (acerca del tiempo o de la próxima vez que la feria visitaría el pueblo), su respuesta era siempre la misma: un seco «no lo sé», acompañado de un encogimiento de hombros.

Cuando Flora cumplió dieciséis años, mi madre me transmitió su preocupación porque sus amigos no le parecían «de la mejor calaña». Había un chico en particular que iba a buscarla a menudo. Ella corría hasta su coche y entonces el chico, que la esperaba recostado en la puerta del vehículo, le daba un cigarrillo encendido por todo saludo. Un día mi madre la vio salir corriendo de la iglesia y oyó que le gritaba a Minerva:

—¡Eso no es asunto tuyo!

Después se metió en el coche, donde la estaba esperando su novio, que la recibió con un beso largo y apasionado. Minerva se quedó parada delante de los feligreses, alterada y avergonzada. Mi madre veía en Flora los signos típicos de rebeldía de una chica de dieciséis años, pero le preocupaba que su temeridad pudiera causarle problemas más graves.

Al año siguiente, mi madre me informó de que Flora parecía más calmada. Llevaba el pelo todavía más corto, en un estilo poco atractivo, y pasaba el día dando largos paseos por el parque y dibujando en su cuaderno de apuntes. Una vez mi madre le había preguntado si podía echar un vistazo a sus dibujos y ella le había respondido que sí encogiéndose de hombros. Minerva siempre elogiaba todo lo que hacía Flora, y ella recibía sus alabanzas casi con resentimiento. Pero mi madre sabía actuar con mesura. Era una de las virtudes que había desarrollado en sus viejos tiempos en la Oculta Ruta de Jade.

—La perspectiva me parece muy interesante —le dijo—. Crea una ilusión óptica. Así es como lo veo yo, pero sé que cada persona ve algo diferente en una obra de arte.

—Es lo que yo quería —respondió Flora—. Muchas perspectivas. Pero todavía no lo he conseguido.

Era la primera vez que Flora le respondía de verdad a mi madre. Cuando ella se presentó como la señora Danner, Flora dijo:

—Ya la conozco. Es la señora que quería convertirnos en estrellas de Hollywood.

En 1937, mi madre se enteró de que Flora había terminado los estudios secundarios y se había ido a la universidad, pero no sabía a cuál. Pese a la ausencia de su nieta, siguió alquilando la casita en Croton-on-Hudson para poder volver en verano, en caso de que Flora también regresara. Sin embargo, no volvió a verla.

Cuando me disponía a contestar su última carta, estalló la guerra con Japón. Se habían registrado incidentes aislados, pero en agosto los bombardeos alcanzaron la estación del Sur y mataron a casi todos sus ocupantes. Poco después, varias bombas de la fuerza aérea china cayeron por accidente sobre el Bund y otro día cayó una sobre unos grandes almacenes. Cada vez que sucedía algo así, nos preguntábamos si verdaderamente estaríamos a salvo en la Concesión Internacional, que no se consideraba zona de guerra. De hecho, los japoneses rodeaban la Concesión, listos para atrapar a cualquier chino con sentimientos antijaponeses que tuviera la osadía de asomarse. Había muchos. Pocos días después de cada bombardeo, los clubes nocturnos volvían a abrir sus puertas y la vida continuaba de manera tan extraña y espectral como antes. Lealtad me advertía a diario que no me acercara al camino de Nankín, ni a los límites de la Concesión. Temía que yo me creyera suficientemente norteamericana para ir a todas partes sin preocuparme.

—Por el bien de mi paz mental —me dijo una vez—, quiero que te consideres completamente china. Si una mitad no está a salvo, la otra tampoco.

En enero de 1938, Lealtad me puso una carta en la mano. Era de Flora e iba dirigida al «tío Lealtad». Era la primera vez que lo llamaba «tío» y él me señaló la palabra con un dedo tembloroso y lágrimas en los ojos.

26 de diciembre de 1938

Querido tío Lealtad:

Si has recibido cartas de agradecimiento a lo largo de estos años, has de saber que no las escribí yo. No había visto tus cartas hasta hoy. Minerva Ivory, antes conocida como mi madre, las interceptaba, lo mismo que tus regalos. En primer lugar, te diré que me ha impresionado que hayas guardado los gemelos de mi padre, su estilográfica y su libro de poemas. Debíais de ser muy buenos amigos para que te hayas tomado el trabajo de enviarme todas esas cosas desde China. Te lo agradezco mucho. Significa mucho para mí.

También quiero darte las gracias por los regalos de Navidad, sobre todo por el caballito de jade. No sabía que el caballo es mi signo del horóscopo chino. Supongo que los ojos no serán rubíes verdaderos. La pulsera con los dijes me habría quedado perfecta a los diez años, y es una pena que no me la dieran entonces porque cuando era pequeña me encantaban esas pulseras. No te imaginas cuánto me gustaban. De hecho, me sorprende que hayas adivinado tan bien los gustos de una niña pequeña.

Por cierto, mientras buscaba tus cartas, encontré varias escritas por mi padre. En ellas queda claro más allá de toda duda que Minerva Ivory (la mentirosa que te escribió todas las cartas) no es mi madre. Yo siempre lo había sospechado y me alegro de que así sea por todo tipo de razones que no voy a detallar. Pero el hecho de que ella no sea mi madre, me lleva a preguntarme quién será mi madre verdadera. En la última carta que escribió mi padre, le anunciaba a Minerva que se había casado en Shanghái y que su mujer iba a dar a luz a un bebé de ambos (yo). El problema es que no menciona su nombre. ¿No lo sabrás tú, por casualidad? ¿Podría ser que tú conocieras el nombre de mi verdadera madre? Sé que fue hace muchísimo tiempo y que probablemente ella también murió durante la pandemia de gripe, lo mismo que mi padre. En cualquier caso, no te lo pregunto por nada importante, sino sólo por curiosidad. Si la conoces y la ves, dale saludos míos desde Nueva York.

Cordialmente,

FLORA IVORY

P.D.: Nunca me ha gustado la poesía, pero le daré otra oportunidad ahora que sé que a mi padre le gustaba mucho el libro que me enviaste. Nunca se sabe.

Lealtad estaba furioso.

—¡Nunca recibió mis cartas! ¡Esa perra escribía las respuestas! «Querido señor Fang», escribía la muy canalla. ¡Flora me habría llamado «tío» durante todos estos años!

—Flora lo sabe —fue todo lo que conseguí decir.

Estuve debatiendo internamente qué escribir. ¿Debía decirle que me la habían arrancado de los brazos mientras las dos gritábamos, llamándonos? ¿Debía decirle que Minerva y la señora Lamp me habían arrebatado toda posibilidad de quedármela? Al final, le expresé mi gran alegría por haberla encontrado y le dije que mi mayor deseo había sido siempre volver a reunirme con ella.

Tengo muchas cosas que contarte acerca de tu padre y lo mucho que él y yo te queríamos. Mientras tanto, si quieres conocer a tu abuela, la tienes allí mismo, en Croton-on-Hudson, donde te ha estado vigilando durante todos estos años.

Recibimos la respuesta de Flora por telegrama. Quería conocer a su abuela.

Mi madre me contó que había acordado encontrarse con Flora en el parque y que en cuanto Flora la vio, de pie en el pequeño puente, exclamó:

—¡Sabía que te traías algo entre manos! Siempre me estaba topando contigo. Al principio pensé que me espiabas para contárselo a mi familia y después, que eras simplemente una señora mayor un poco loca.

En los primeros momentos, no demostró afecto hacia su abuela. La movía sobre todo la curiosidad y actuaba con cautela. Mi madre lo comprendió y le dijo a Flora que su único propósito había sido comprobar que estaba bien para decírselo a su verdadera madre.

—Puedes decirle lo que quieras —respondió Flora—, pero ¿cómo vas a saber tú si estoy bien o mal? Ni siquiera lo sé yo con seguridad.

Le contó a mi madre que se había enterado de la verdad acerca de mí cuando volvió a su casa a celebrar las fiestas navideñas. Su madre se había marchado a Florida para pasar una luna de miel de dos semanas con su nuevo marido, «la sanguijuela profesional», como ella lo llamaba. En el buzón, Flora había encontrado la carta de Lealtad dentro de un paquete que contenía la bufanda que le enviaba de regalo. Le sorprendió que la carta hablara de «una nueva felicitación navideña» y que hiciera alusión a su última nota de agradecimiento. Entonces se puso a registrar el escritorio y todos los cajones, estantes y armarios de su madre. Minerva era una de esas personas que nunca tiran nada y Flora sabía que el resto de la correspondencia de Lealtad tenía que estar en alguna parte de la casa. Encontró en el desván varias cajas de zapatos atadas con una cuerda y, en su interior, gran cantidad de cartas, no sólo del tío Lealtad, sino también de su padre. A medida que las leía, se iba sintiendo cada vez más asqueada porque empezaba a comprender lo sucedido. La mayoría de las cartas estaban fechadas antes de su nacimiento. Eran mensajes en los que su padre le pedía a Minerva que le concediera el divorcio, después de declarar que jamás volvería con ella, que no la quería y que nunca la había querido. En las primeras cartas mencionaba el ardid que habían utilizado Minerva y la señora Lamp para forzarlo a casarse. En otras misivas posteriores, le recriminaba que recurriera a mentiras sobre la salud de su padre para hacerlo regresar. En otra, finalmente, le anunciaba que amaba a otra mujer y que vivía con ella en Shanghái. «Pronto nacerá un niño —había escrito—, uno de verdad, y no el bebé imaginario que te inventaste para que me casara contigo. ¿No te parece prueba suficiente de que nunca volveré?». Esa carta estaba fechada el 15 de noviembre de 1918 y había sido la última.

Flora le dijo a mi madre que quería saber la verdad: quién era su verdadera madre, por qué estaba en Shanghái y cómo había conocido a mi padre.

—Por favor, no me cuentes mentiras bonitas. Llevo toda la vida oyéndolas. No quiero descubrir dentro de un tiempo que me han vuelto a engañar, sólo que de una manera diferente. Si la verdad es desagradable, podré soportarla. No me importa lo que sea, siempre que sea la verdad.

Empecé por contarle que su madre era medio china. Al principio Flora se sorprendió mucho, pero después se echó a reír y dijo: «¡Eso sí que es irónico!». Al parecer, cuando tenía trece o catorce años, pidió ir a un restaurante chino que había en Albany, pero Minerva se empeñó en que no iba a gustarle. Cuando Flora le preguntó cómo podía saberlo, Minerva ni siquiera le contestó y siguió conduciendo en silencio. Flora se puso furiosa. A los dieciséis años, fue a la ciudad con su novio (aquel tan malo que te he mencionado), con el único propósito de comer en un restaurante chino. Lo hizo sólo para fastidiar a Minerva, pero le encantó. Le dije que de pequeña probablemente habría comido más comida china que occidental. Y entonces ella replicó: «Es normal que me guste. ¡Tengo una parte china!».

Después le conté otras verdades menos agradables: «Tuve a tu madre fuera del matrimonio y tu madre te tuvo a ti sin estar legalmente casada. Por esa razón, los Ivory pudieron separarte de ella». Flora no dijo nada, ni demostró ninguna emoción. Finalmente, me dijo: «Quiero conocerla. Si no me gusta, no estaré obligada a verla nunca más. Pero si se parece a ti, no puede estar muy mal».

MARZO DE 1939

Mi madre y Flora viajaron en primer lugar a San Francisco, donde una semana más tarde iban a embarcarse con destino a Shanghái. Durante su estancia en San Francisco, Flora durmió en el dormitorio que mi madre me había dicho una vez que sería para mí. Yo aún podía imaginarlo, con las paredes pintadas de amarillo soleado y la ventana tan cerca de un viejo roble que era posible treparse por sus ramas. Ese dormitorio había sido para mí un símbolo de la felicidad. Imaginé a Flora trepando por las ramas de ese árbol.

Me había dicho mi madre que la casa estaba muy deteriorada y que necesitaba muchas reformas. Era demasiado grande para una persona sola y entre sus paredes albergaba más recuerdos tristes que alegres. Cuando le dijo a Flora que probablemente la vendería, ella le contestó:

—No, por favor, no la vendas. Quizá yo pueda repararla para venir a vivir aquí. Quiero mudarme lo más lejos que pueda de Minerva, y necesito un lugar donde estar.

No dijo que su abuela también podría vivir con ella. Pero ¿a qué otro sitio iba a ir?

Por fin llegó el momento que mi madre había empezado a temer. Flora quería conocer a «su parte china», es decir, a Lu Shing, a quien mi madre no veía desde 1912. Mi madre no había hecho caso de ninguno de los intentos de Lu Shing de reunirse con ella y disculparse, con la esperanza de que se desvaneciera simplemente de su vida y de su memoria. Reconocía que no podía culparlo por haberla persuadido de ir a San Francisco para ver a Teddy, ya que ella misma se había dejado convencer. Pero no quería ver a una persona que le recordara todas las malas decisiones que había tomado en su vida en nombre del amor. Por mi parte, yo sospechaba que también tenía miedo de que el contacto con Lu Shing hiciera avivar la vieja llama.

Recibí una carta cuando mi madre y Flora ya estaban en el barco. Estaba fechada la semana anterior, cuando todavía no habían salido de San Francisco.

Me convierto en un manojo de nervios cuando pienso en este encuentro. Han pasado veintisiete años desde la última vez que lo vi y aún recuerdo su capacidad de seducción. Temo que cautive a Flora con su encanto y que después ella quiera mantener el contacto con su adorable abuelo chino. Aunque Flora me ha dicho que quiere saber toda la verdad, he procurado presentarle los hechos objetivos y no mis opiniones emocionales sobre Lu Shing. Le conté su relación con el señor Ivory, coleccionista de arte y abuelo suyo, y con mi padre, John Minturn, su bisabuelo. Estaba en plena explicación, contándole que Lu Shing había disfrutado de la protección del señor Ivory y que había vivido varios años en su casa, cuando Flora me interrumpió. «Espera un minuto —dijo—. Creo que me han hablado de él o, mejor dicho, creo que en una ocasión oí que lo mencionaban por casualidad. Mi abuelo estaba hablando de un hombre chino que había vivido en la casa varios años antes. Lo llamó “ese chino bastardo estafador, patán de ojos rasgados, pintor de tres al cuarto” y dijo que había “seducido a la hija de John delante de sus narices”. Me hizo mucha gracia la tirada de mi abuelo contra el pintor y me puse a repetirla, como si fuera un trabalenguas, cada vez más rápido: “ese chino bastardo estafador, patán de ojos rasgados, pintor de tres al cuarto…”. ¡Ahora entiendo lo que quería decir! La hija de John eras tú, que tuviste a mi madre, de quien después se enamoró mi padre para después poner todo el árbol genealógico de la familia patas arriba al traerme al mundo a mí. ¡No veo la hora de conocer a ese chino bastardo estafador, patán de ojos rasgados, pintor de tres al cuarto, que te sedujo!». Entonces le conté algunas cosas más sobre Lu Shing, pero sólo los hechos objetivos, por ejemplo, que se llevó a mi bebé y desapareció durante los doce años siguientes.

Al día siguiente recibí otra carta.

Flora tiene una manera muy exasperante de decir las cosas. Ayer estábamos preparadas para ver a Lu Shing. Yo estaba nerviosa, como te puedes imaginar, después de veintisiete años sin verlo. Ten en cuenta que en otra época ese hombre podía desnudarme con una sola mirada. Antes de salir por la puerta, Flora me dijo que le gustaba mi vestido porque combinaba con mis ojos verdes. Se lo agradecí. Entonces, siguió: «Es nuevo, ¿no?». Yo estaba un poco aturullada, pero ella continuó: «Te han dejado muy bien el pelo en el salón de belleza. Francamente, tal como lo llevabas antes te hacía parecer una vieja loca. Estoy segura de que el pintor de tres al cuarto lamentará el día que te dejó». Y me hizo un guiño. ¿Te lo puedes creer? Para serte sincera, yo quería tener el mejor aspecto posible para decirle a Lu Shing que se fuera a tomar viento. «A tomar viento», por cierto, es una expresión muy útil que me enseñó Flora. Es una manera educada de decir «a tomar por el culo».

Llegamos a las diez en punto a la galería de arte en Nob Hill donde Lu Shing vende sus cuadros. No es mucho más grande que una caja de zapatos, pero aparentemente es suya. ¿Quién más iba a querer vender sus cuadros? Flora fue amable, con su habitual expresión tranquila e impenetrable. Cuando se estrecharon la mano, vi que estudiaba detenidamente la cara de Lu Shing. Me habría gustado saber qué pensaba en ese momento. Yo lo encontré desmejorado y con poca vitalidad, aunque debo confesar que sigue siendo apuesto y que su voz es igual de melodiosa, con el mismo acento británico. Siempre ha tenido cierta cualidad china imperial que lo hace parecer más importante de lo que es. En un momento dado, lo sorprendí mirándome con una sonrisa, y me pregunté si estaría pensando: «¡Pobre Lulú! Se ha convertido en una vieja loca, pero al menos lleva el pelo bien arreglado». Se me acercó y me agradeció que hubiera ido a verlo. Tenía los ojos tristes. «Ojalá no hubiera sucedido todo de esta manera —me dijo—. Lo siento». Mi determinación de insultarlo y maldecirlo se esfumó, y me invadió la nostalgia.

«¿Cómo está tu mujer?», le pregunté en tono alegre. Él bajó la voz y dijo con respeto: «Ha muerto». En ese momento volví a sentir una pizca de esperanza, no una esperanza real, sino un eco de la vieja esperanza, de la época en que deseaba que algún día estuviera libre para casarse conmigo. Te alegrará saber que dos segundos más tarde recobré la sensatez. «Lo siento —le dije—. Y también siento decirte que ninguno de mis maridos ha muerto. Tuve que divorciarme de todos. Ya voy por el cuarto». Seguramente sabía que estaba mintiendo, pero no dijo nada.

Flora recorría la pequeña galería estudiando las obras de arte o, mejor dicho, la mercancía. Eran escenas de barcos en la bahía, algunas en calma y otras agitadas y oscuras, dignas de Rebelión a bordo. También tenía varios cuadros de tranvías que subían la cuesta hacia las estrellas y muchas imágenes del nuevo puente de San Francisco, que se empeña en pintar de dorado, aunque en realidad es rojo. Había escenas de leones marinos en islotes rocosos y una composición que me llamó poderosamente la atención. Tú la conoces. El valle del asombro. Había una docena de valles, algunos representados al atardecer y otros al alba, algunos antes de la tormenta y otros después. En uno de ellos, el valle estaba tapizado por una alfombra de flores moradas; en otro, las flores eran azules. En algunos se divisaban a lo lejos, más allá de la abertura entre las montañas, diminutas ciudades doradas, iluminadas por rayos que caían del cielo.

Te agradará saber que tu hija es una sagaz crítica de arte. Observó que Lu Shing parecía especializarse en escenas felices. Le señaló uno de los cuadros de El valle del asombro y le preguntó si podía pintarlo más grande y con pájaros en el cielo. Él le respondió que podía hacerlo sin problemas y que con frecuencia adaptaba los cuadros al gusto personal de sus clientes. Nuestra astuta niña le respondió que ya lo suponía, y cuando él le preguntó si quería que le pintara el cuadro, ella le dijo: «No, simplemente sentía curiosidad por saber cómo te ganabas la vida». Me di cuenta de que él entendía lo que ella había querido decirle y sentí pena porque recordé que en una carta me había confesado su tristeza por ser un pintor mediocre y sin profundidad, y me había dicho que se sentía decepcionado con su vida. En ese momento, no pude seguir enfadada con él. Sentí lástima.

Cuando salimos de la galería, Flora me dijo que Lu Shing era un falso artista, que todos sus cuadros eran copias de la obra de otros pintores y que ni siquiera eran buenas copias. «En sus pinturas, toda la verdad está impregnada de falsa felicidad —me dijo—, sólo que no es felicidad e incluso es peor que falsa. Es peligrosa».

Lealtad, Calabaza Mágica y yo fuimos al puerto a recibir a Flora y a mi madre. Yo estaba tan nerviosa que me costaba respirar. Volví a pedirle a Lealtad y a Calabaza Mágica que tuvieran cuidado con lo que decían. No quería ni una sola mención de Perpetuo, Fairweather o las casas de cortesanas.

—Nos lo has dicho diez veces —me contestó Lealtad, apretándome la mano—. Yo también estoy nervioso.

—Te reconocerá en cuanto te vea —me dijo Calabaza Mágica, y su comentario hizo que me pusiera todavía más alterada—. En las fotografías, es igual que tú.

Primero vi a mi madre y unos segundos después, distinguí a Flora. Estaban de pie en el muelle, entre el bullicio de cientos de pasajeros y de culis que intentaban distribuirse el equipaje. No vi los detalles de las facciones de Flora, sino únicamente el sombrero campana verde que llevaba puesto. Era alta comparada con mi madre y el resto de la gente a su alrededor. Había heredado la estatura de Edward. La vi moverse hacia mí, deslizándose entre el caos. A medida que se acercaba, reconocí los rasgos de Edward y su expresión grave. Flora tenía su misma piel y su color de pelo. Se detuvo antes de llegar a donde yo estaba, señaló un baúl y le hizo un gesto afirmativo a un culi; después, se paró delante de otro baúl y lo señaló también. Yo había visto fotos suyas de cuando tenía siete, diez, trece y diecisiete años, así como la más reciente, tomada apenas seis meses antes, en la que aparecía como una joven sofisticada. Pero en mi corazón y mi mente, todavía alentaban con fuerza dos imágenes suyas: el bebé que gorjeaba y reía, y la niña que lloraba y gritaba mientras la arrancaban de mis brazos. Había vivido con esos dos recuerdos, y los dos me habían desgarrado el corazón por igual. Había imaginado mil veces que sentía su peso entre mis brazos mientras dormía. Esa mujer elegante de melena corta y labios pintados de rojo no era mi Florita.

De pronto, tuve delante de mí a mi madre, que me abrazó brevemente. Había envejecido en los últimos diez años. El pelo se le había vuelto completamente gris y ya era más baja que yo. Parecía recién peinada y lucía un vestido a juego con el color de sus ojos. Así debía de haberse presentado ante Lu Shing cuando se encontraron en la galería de arte. Seguía activa, vivaz y parecía al mando de todo. Le hizo un gesto a Flora y me señaló a mí, y entonces Flora me miró y asintió con la cabeza, pero sin alterar la expresión. No demostró sorpresa ni felicidad.

Calabaza Mágica me apoyó una mano sobre el hombro.

—¿Lo ves? Tiene la misma expresión que tú cuando tratas de fingir que no quieres lo que quieres. ¿Ves su boca? La tuya está igual ahora mismo. —Me frotó la barbilla—. Tienes los labios apretados.

Hice un esfuerzo para sonreír mientras me inundaba la cabeza todo el repertorio de presentaciones que podía utilizar: «Me alegro de verte». «Soy Violeta Fang». «Estoy muy feliz de encontrarte por fin, Flora. Soy tu madre». «Soy tu madre, Flora». «Soy Violeta Fang, tu madre». «¿Me recuerdas, Flora?».

Pero todas las frases ensayadas se me borraron de la mente, y cuando llegué hasta ella, simplemente le dije:

—¿Cómo ha ido el viaje? Debes de estar cansada. ¿Tienes hambre?

Respondió que el viaje había ido bien y que no estaba cansada ni hambrienta. Busqué la cara de bebé que recordaba y la encontré en sus ojos. Cuando los ojos se me llenaron de lágrimas, aparté la vista. Sentí una mano sobre mis hombros y la oí decir:

—Ten. Te hace falta.

Me dio un pañuelo. Después de secarme los ojos, la miré para darle las gracias, esperando que ella también tuviera la mirada húmeda. Pero tenía los ojos secos y tuve miedo. Me pareció que no sentía nada por mí.

Mi madre le estaba diciendo a un culi, en chino, que tuviera cuidado. Su chino estaba todavía más oxidado que la última vez que nos había visitado. Le di instrucciones al culi para que llevara el equipaje al otro lado de la calle, donde nos estaba esperando nuestro coche.

—Resulta un poco raro oírte hablar en chino —dijo Flora—. Ya sé que eres medio china, pero no lo pareces hasta que lo hablas. Supongo que me acostumbraré.

—Tú hablabas chino cuando eras pequeña —le dije—. Tú tía Chen y tú no hablabais otra cosa.

Le señalé a Calabaza Mágica, que asintió entusiasmada.

—¿Yo también hablaba chino? ¡Impresionante!

Le dije a Calabaza Mágica que se acercara y se la presenté a Flora:

—Ésta es la señora Chen, mi amiga más querida, que se ocupó de mí y me cuidó durante muchos años. Es como una hermana para mí.

Calabaza Mágica asintió y dijo una frase en inglés que le había costado mucho aprender y practicar.

—Tú puedes llamarme «tía Feliz».

Mi madre me dio un abrazo.

—Ya te había dicho que se parece a ti. Espera y verás en cuántas cosas más es como tú.

Lealtad estaba esperando pacientemente a que lo presentara. Flora fue hacia él y le estrechó la mano.

—Tú debes de ser el tío Lealtad.

Él resplandeció de orgullo.

—¡Sí, sí, es verdad! Y tú eres mi… Se me ha olvidado la palabra… Mi inglés es horrendo… Tú eres mi… mi hija.

Flora sonrió.

—Sí, digamos que sí.

Abuela, madre e hija nos sentamos en el asiento trasero del coche. Me di cuenta de que mi madre me había hecho sentar en el centro a propósito para que Flora estuviera junto a mí, a mi izquierda. Fue un tormento para mí no poder mirarla directamente a la cara, pero me esforcé por mirar hacia adelante mientras le decía al chófer que nos llevara por una ruta que eludiera los puestos de control japoneses en el límite de la Concesión Internacional. No quería asustar a Flora. Se hizo el silencio en el interior del coche. La angustia se me acumulaba en el estómago y me sentía a punto de estallar. No me parecía correcto lo que estaba sucediendo. Después de tantos años de espera, no podía expresar nada de mi dicha, ni de mi dolor. Flora no me conocía. Para ella, yo era una extraña que parecía blanca por su aspecto, pero hablaba en chino. El bebé que se había aferrado a mi pecho se había vuelto indiferente a la madre que viajaba sentada a su lado. Minerva la había vuelto incapaz de todo sentimiento. Sentí que se me cerraba la garganta. Mi madre me había advertido que Flora podía parecerme fría. «Al cabo de unos días, se vuelve un poco menos gélida», me había escrito.

Ahora que ha pasado un mes, diría que es un poco más afectuosa. Pero nunca me ha llamado «abuela». Para ella sigo siendo «la señora Danner». No sufras, Violeta, si descubres que no es la niña mimosa que atesoraste en la memoria todos estos años. Piensa en lo extraño que fue para nosotras volver a vernos después de nuestra larga separación.

Estaba a punto de preguntarle a Flora si quería ver algo en particular de Shanghái, cuando vi que llevaba colgado del cuello el relicario de oro en forma de corazón. Lo había conservado. Minerva no se lo había quitado. ¿Lo habría abierto alguna vez para ver qué guardaba en su interior?

—Llevas puesto el relicario que yo te regalé —le dije—. ¿Lo recuerdas de cuando eras pequeña?

Tocó con los dedos la pequeña joya.

—Recuerdo que jugaba con él en una habitación de paredes amarillas. También recuerdo que una mujer intentó quitármelo. Creo que fue mi madre, o mejor dicho, Minerva. No puedo volver a llamar «madre» a esa mujer. Sea como sea, Minerva trató de quitármelo y yo la mordí. Entonces ella gritó y yo me dije que debería morderla de nuevo. Siempre lo he llevado puesto, pero no sabía que me lo habías regalado tú. Minerva decía que provenía de su lado de la familia. Todo lo relacionado con esa mujer es una gran mentira.

—¿Lo has abierto? —le pregunté.

—No lo había intentado nunca, hasta que leí las cartas de mi padre. Entonces tuve la intuición de que podía ocultar algo dentro. Tuve que esforzarme mucho, pero finalmente lo conseguí. Vi las fotos: mi padre y tú, los dos juntos. Si no hubieras mandado sellar la maldita tapa, puede que hubiera descubierto la verdad mucho antes.

—No quería que las fotos se cayeran por accidente. Siempre estabas mordisqueando ese relicario. ¿No has notado las marcas de los dientecitos?

—Entonces ¿las muescas son marcas de dientes? —Se llevó la palma de la mano al collar—. Este relicario siempre ha sido muy especial para mí, incluso antes de conocer su procedencia. Para mí era un corazón mágico que podía tocar y que me volvería fuerte, o invisible, o capaz de leer la mente de los demás. Cuando era pequeña, lo creía de verdad. Pero no estaba loca. Era sólo algo que necesitaba creer.

Se me volvieron a llenar los ojos de lágrimas y tuve que apartar la cara hacia donde estaba mi madre.

—¿Has perdido el pañuelo que te di? —oí que me decía Flora y yo asentí.

Me pasó una mano por debajo del brazo y me dijo:

—No importa. Puedes llorar, si quieres.

Entre mi hija y mi madre, rompí a llorar.

En el camino a casa, Lealtad nos iba indicando los sitios interesantes de la ciudad. Cuando nos hacía mirar a la izquierda, yo aprovechaba la oportunidad para estudiar la cara de Flora. Ella miraba en mi dirección de vez en cuando y me sonreía levemente.

—Me resulta raro que hables chino —dijo— y también parecerme a ti.

—De hecho, te pareces más a tu padre —contesté. Me miró con los ojos muy abiertos, sorprendida—. La forma y el color de tus ojos, las cejas, la nariz, las orejas…

Flora se inclinó hacia adelante para mirar a mi madre.

—¿Está ciega? —preguntó.

—Ya te he dicho, Flora —respondió su abuela—, que te pareces mucho a tu madre.

Durante los dos primeros días, no mencioné nada acerca del pasado. Los cuatro llevamos a Flora a visitar Shanghái y a ver todo lo que se podía sin salir de la Concesión Internacional. Le interesaba sobre todo la arquitectura, en particular los tejados con sus aleros curvos.

—Tiene que haber algún tejado con una especie de cabeza con la cara levantada hacia el cielo.

Estuvo practicando con Calabaza Mágica algunas palabras chinas básicas, como «árbol», «flor», «casa», «hombre» o «mujer», y al cabo de una hora aún las podía recordar.

Al tercer día, me dijo mientras desayunábamos:

—Estoy lista para oír la historia de mi padre y tú. Cuéntamela simplemente, sin tratar de suavizarla para mis oídos. No me ocultes las partes más jugosas.

—Conocí a tu padre —empecé— cuando me lo presentó tu tío Lealtad para que él tuviera a alguien con quien conversar en inglés. Pero me tomó por una vulgar prostituta de burdel barato y al principio no nos llevamos bien.

Disfrutó mucho con mi explicación del malentendido y del papel que Lealtad había desempeñado en él. Cuando le describí a Edward, me escuchó en silencio, impertérrita. Todavía me costaba mucho expresar en palabras lo que había significado Edward para mí y cómo había sido su padre con ella. Le conté lo maravillosa que era su voz y le canté la canción matinal que había inventado. Le dije que era un hombre serio y a veces triste, pero siempre amable y divertido. Le conté brevemente su desesperación por la muerte de un chico llamado Tom, que se había despeñado a causa de una necedad suya. Me preguntó la opinión de sus abuelos al respecto, y cuando le dije que habían negado cualquier culpa que Edward o ellos pudieran tener, resopló y comentó:

—Lo sabía.

Mientras le contaba todo lo que recordaba, sentí a Edward presente en la fuerza de los detalles y me pareció que se liberaba de la fotografía y del recuerdo inerte, y cobraba vida.

Fui hasta la mesa donde había dejado su diario. Lo puse en manos de Flora y ella pasó los dedos por la suave cubierta marrón. Lo abrió y leyó en voz alta el título que al propio Edward le había parecido grandilocuente:

MÁS ALLÁ DEL LEJANO ORIENTE

B. Edward Ivory III

Un viajero feliz en China

Le enseñé el pasaje que había escrito su padre el día que fuimos al campo y me enseñó a conducir. Mientras ella lo leía en silencio, volví a sentirme con él, que me instaba a conducir más de prisa y a sentir la velocidad de la vida. Huíamos de la muerte que se extendía por todo el país, cuando él sólo quería sentir la felicidad de estar conmigo, la mujer que amaba. Entonces me volví hacia él y le hice sentir que yo también lo quería.

—Ése era el amor que teníamos y que te dimos a ti. Él me purificó. Me hizo dejar de ser la cortesana que las circunstancias me habían forzado a ser. Me sentí amada y fue un sentimiento que nadie pudo quitarme nunca. Cuando la señora Lamp me llamó «prostituta», no pudo arrebatarme su amor. Pero te arrancó a ti de mis brazos. Esa gente te separó de mí y te hizo olvidar quién eras.

La expresión de Flora era sombría.

—En cierto modo, no lo olvidé. Por eso no dejaba que nadie tocara el relicario. Sabía que mientras lo tuviera, alguien como tú vendría a buscarme. Yo te esperaba, pero ellos me decían que no existías, que eras una pesadilla. Me lo repetían todos los días, hasta que te convertiste en un sueño.

Me miró con cara de desesperación. Sus ojos eran los de Edward justo antes de confesarme la historia terrible del niño que había caído por el acantilado.

—Me separaron de ti y trataron de transformarme en otra persona. Yo no soy una de ellos. Los odio. Pero tampoco soy de aquí. Ya no te conozco. No sé quién soy. La gente me ve segura y confiada. «¡Qué suerte tienes! —me dicen—. ¡Una chica rica y sin preocupaciones!». Pero no soy como ellos piensan. Visto ropa cara y camino con paso firme, como una mujer segura de sí misma, que sabe adónde va. Pero no sé qué quiero hacer con mi vida. Y no me refiero al futuro, después de terminar los estudios, si es que los termino. No sé qué hacer en el día a día. No hay nada que conecte un día con el siguiente. Cada uno es un día separado, sin relación con los demás, y cada mañana tengo que decidir qué quiero hacer y quién quiero ser.

»Minerva intentó decidir quién era yo: su hija. Pero yo no la quería y sabía que ella tampoco me quería a mí. Cuando era pequeña trataba de convencerme de que sí, de que ella me quería, pero de algún modo me daba cuenta de que yo no sentía nada por ella y entonces pensaba que me fallaba algo. Sentía que nadie podía quererme y que yo era incapaz de amar. En la escuela veía a las otras niñas con sus madres. Cuando decoraban las cestas de Pascua, decían: “El azul es el color favorito de mi madre”. Yo tenía que fingir tanto entusiasmo como ellas, pero con el tiempo me cansé de fingir. ¿Para quién fingía? ¿Quién era yo si dejaba de fingir?

»De tal palo, tal astilla. Me educaron en la tradición de la familia Ivory: no puedes equivocarte, siempre tienes razón, puedes mentir hasta quedarte afónica y obligar a la gente a hacer lo que quieres porque tienes suficiente dinero para borrar todas tus culpas. Puedes comprar admiración, aprecio, respeto…, todo falso, por supuesto. Los Ivory se conformaban con una endeble fachada de cartón. Pero eso para mí no era suficiente.

»Dejé de estudiar y suspendí todos los exámenes. Si sabía la respuesta correcta, escribía la equivocada. Entonces mi familia acusó a los profesores de tratarme injustamente y consiguió con amenazas que me dejaran repetir los exámenes en casa. Contrataron a un profesor para que hiciera los exámenes por mí, ¡y me convertí en una alumna sobresaliente!

»A los once años empecé a robar en las tiendas. Me resultaba emocionante porque era peligroso y me podían pillar. Nunca había sentido emociones tan fuertes (al menos hasta donde podía recordar) y empecé a necesitarlas. La primera vez robé un soldadito de plomo de una juguetería. En realidad no lo quería, pero cuando me lo llevé a casa, sentí de pronto que me pertenecía y que tenía derecho a quedármelo. ¡Mi derecho! Robaba cosas valiosas y otras que no lo eran: un vasito de plata, una manzana, unos botones brillantes, un dedal, un perrito de plata que cabía en el dedal, un lápiz… Cuanto más robaba, más crecía mi necesidad de robar. Era como si tuviera una bolsa enorme de Santa Claus en mi interior y estuviera obligada a llenarla, pero no supiera cómo. Suponía que no sabría por qué hasta que la llenara. Finalmente, me pillaron, y mi falsa madre me sentó para hablarme y me preguntó si me faltaba algo. Yo no le respondí porque no podía hablarle de la bolsa vacía de Santa Claus en mi interior. Entonces me dijo que sólo tenía que decirle lo que deseaba y ella me lo daría. Después me dio diez dólares. Tiré el dinero y salí corriendo a la calle. Me indignó que creyera que podía pagarme para hacer desaparecer mi parte mala. Volví a robar. Quería que me pillaran otra vez y cuanto antes, mejor. Pero nadie lo notó. Entonces empecé a robar cosas más grandes y a la vista de todos: una muñeca, una hucha con forma de cerdito, un rompecabezas de madera… Yo sabía que los dependientes de las tiendas me veían, pero nadie decía nada. Después descubrí que mi falsa madre había abierto una cuenta en varias tiendas y que los vendedores simplemente apuntaban el precio de lo que yo robaba para cobrar a fin de mes. Yo era un motivo de risa para ellos.

»No quería ser mala porque yo no era así. Pero de ese modo me sentía más próxima a lo que debía ser porque yo no era como ellos. Ser como ellos significaba cerrar los ojos y no ver que algo fallaba en ellos mismos, en el mundo y en los que se frotaban las manos y fingían respetarlos, cuando en realidad sólo respetaban su dinero. Ser como ellos significaba creer que el amor era un beso en la mejilla cuando se suponía que el amor tenía que hacerte sentir feliz y menos sola. Tenía que hacerte sentir algo que no sentías con otras personas y estrujarte el corazón. Eso era lo que yo sentía con mi perro. La gente dice que el amor verdadero es constante. Pero la ausencia de amor también lo es.

»Cuando me hice un poco mayor, trabé amistad con la clase de gente que los Ivory consideraban escoria, en particular con un chico llamado Pen. La señora Danner lo vio cuando me estaba espiando. Juntos fumábamos y bebíamos. También hice con él todas las cosas que no debía hacer, hasta que me quedé embarazada. Cuando me di cuenta de que iba a tener un bebé, pensé que por fin lo había conseguido. Había logrado cambiarme y ser otra. Mi cuerpo era diferente. La gente me miraría de otra manera. Las chicas que se quedaban embarazadas eran indecentes y estúpidas. Pero entonces no me gustó el cambio porque yo no era indecente ni estúpida. Me había metido en un lío con un chico al que ni siquiera quería. Al principio pensé que era distinto de los demás porque no le preocupaba lo que pudiera decir la gente. Era divertido y peligroso. Pero yo no estaba enamorada de él. Me habría gustado quererlo, pero no lo encontraba suficientemente inteligente. No me parecía que destacara en nada. Sin embargo, me dijo que quería hacer de mí una mujer decente. Dijo que me quería y me preguntó si su amor “era correspondido”. “¡Correspondido!”. Debió de ser la palabra más complicada que había dicho en su vida. Había visto la oportunidad de casarse con la señorita Bolsillos Llenos y había estado consultando el diccionario antes de pedírmelo. Hasta él se había convertido en un impostor. El bebé era lo único que no era falso.

»¿Qué podía hacer yo? Todavía no lo había planeado, pero ya lo haría. Sabía que muy pronto tendría que marcharme de casa porque no podía permitir que mi bebé fuera como el resto de mi familia. Además, estaba convencida de que se alegrarían si me marchaba. No podrían haber amontonado suficientes mentiras para disimular una barriga que cada día se volvería más grande. Minerva tardó dos meses en darse cuenta de que me pasaba algo. Yo vomitaba todas las mañanas en mi habitación, pero un día me sobrevinieron las náuseas durante la cena. Minerva estaba a punto de llamar al médico, convencida de que tenía una indigestión, cuando yo le dije: “No te molestes. Estoy embarazada”. Entonces cerró las puertas del comedor para estar a solas conmigo. Le dije que no sabía quién era el padre sólo para fastidiarla todavía más. Añadí que podía ser cualquiera de una docena de chicos. Su respuesta fue muy extraña: “Ya sabía yo que pasaría esto. Naciste sin moral, y por mucho que lo he intentado, no he podido cambiarte”. Entonces yo no sabía que se estaba refiriendo a ti. Me dijo que había arruinado la reputación y la posición social de la familia Ivory, y que iba a ser el centro de un montón de habladurías. Me encantó oírselo decir. Después añadió con voz chillona: “Jovencita, has atravesado la línea roja que marca el diablo”.

»Me eché a reír a carcajadas y ella me gritó que parara de una vez. Sus órdenes me hicieron reír todavía más, con carcajadas histéricas. Cuando me di cuenta de que no podía parar, tuve miedo. ¿Cómo es posible que la risa dé miedo? Me siguió gritando mientras yo seguía riendo. Me dijo que si me marchaba con uno de esos sucios chicos, tendría que vivir en una chabola con el bebé. No dejé de reír hasta que las carcajadas se convirtieron en resuello asmático porque me había quedado sin aliento. Me estaba sofocando con mi propia risa. Después Minerva me gritó que si me iba de casa para tener al bebé, no volvería a ver ni un solo centavo suyo. De repente, conseguí dejar de reír y le dije: “El dinero lo heredaré yo, y no tú. Eres tú la que no verá ni un solo centavo”. Entonces guardó silencio.

»Le dije que seguiría viviendo en la casa y que tendría al bebé, le gustara a ella o no, y que si nos convertíamos en los parias sociales del pueblo, al menos habríamos sido honestos. De inmediato cambió de tono y dijo en una voz falsamente conciliadora que no debía preocuparme por el bebé ni por el futuro. “No te preocupes, cariño —me dijo—. Llamaré al doctor ahora mismo, para que te prescriba algo contra las náuseas”. Me llamó “cariño”. Mi herencia había comprado esa palabra y se la había hecho escupir. Me sentí agradecida cuando vino el médico. Yo estaba sentada al borde de la cama, devastada por los vómitos. Me dejó un frasco con medicinas en la mesilla de noche y le dijo a Minerva que me diera una pastilla tres veces al día. Después añadió que me pondría una inyección antes de irse para que el alivio fuera inmediato. Sentí el pinchazo, solté una exclamación de dolor y ya no recuerdo nada más hasta que me desperté con un dolor terrible. Minerva dijo que era lo normal con las náuseas del embarazo y me dio una pastilla. Me quedé dormida. Cuando me desperté, me dio otra.

»Pasaron tres días antes de que yo apartara de un golpe la mano de Minerva cuando me llevaba la pastilla a la boca. Sabía que el dolor sordo que sentía en la matriz no eran náuseas. Me habían vaciado. Me habían arrebatado lo que consideraban un error, lo que podría haberla avergonzado a ella y causar su ruina social. Minerva tenía su expresión de falsa amabilidad y, sin que le temblara la voz, me dijo que había sufrido un aborto espontáneo. ¡Lo dijo con tanta sinceridad! Me explicó que no lo recordaba porque el dolor había sido tan tremendo que me había dejado inconsciente. Yo la maldije de todas las maneras que conocía, gritando como una loca, mientras ella me decía que era natural estar melancólica después de todo lo que había sufrido. De repente, guardé silencio. ¿Para qué gritar? ¿Qué cambiaría? No podía ganar contra ella porque no había nada que ganar. Yo era huérfana y no tenía a nadie en el mundo. No podía confiar en nadie más que en mí misma. Pero me sentía indefensa y estaba dispuesta a rendirme porque ya no tenía fuerzas para nada. ¿Para qué iba a luchar?

»Sentía que me estaba muriendo y que nunca conocería la diferencia entre quién era yo y quién no quería ser. Me escapé de casa en cuanto pude levantarme de la cama. La policía me encontró y me llevó de vuelta. Volví a fugarme y me llevaron otra vez. Cada vez que me devolvían a casa, moría una nueva parte de mí. Me corté el pelo casi al rape. Me abrí las venas de las muñecas y recorrí la casa dejando un reguero de sangre a mi paso. Supongo que sufrí un colapso nervioso. Volvieron a llamar al médico. En lugar de ingresarme en un psiquiátrico, Minerva contrató a unas enfermeras para que me atendieran hasta que me sintiera mejor. Me ponían medicinas en la comida o la bebida para volverme dócil. Entonces dejé de comer y tiraba la comida al retrete. Me fui quedando cada vez más débil, pero un día pensé que era una estupidez dejarme morir solamente porque los odiaba. Sabía lo que tenía que hacer para poder huir. Tenía que ser una niña buena y vivir una vida falsa. Tenía que sonreír en la mesa y decir que hacía un buen día y que teníamos mucha suerte de no padecer hambre como otra gente en el mundo, de no ser judíos polacos y de no vivir como los que habitaban las casuchas al otro lado del río. Me puse a estudiar, aprobé los exámenes sin ayuda de profesores pagados y me admitieron en un colegio universitario de New Hampshire, a varias horas de viaje de distancia por carreteras tortuosas de las que mareaban a Minerva.

»No volví a casa, excepto en dos ocasiones. La primera fue cuando murió mi abuela, la señora Ivory. Los abogados anunciaron oficialmente que yo había heredado toda la fortuna de la familia. La había heredado, y no Minerva, pero ella, al ser supuestamente mi madre, tenía potestad para decidir en qué gastar todo el dinero, hasta que yo cumpliera veinticinco años. Prácticamente lo primero que hizo fue casarse con un hombre que decía ser propietario de un pozo de petróleo. Si era cierto que poseía un pozo, debía de ser en algún patio trasero y dudo que contuviera petróleo. La segunda vez que volví a casa fueron las pasadas Navidades, cuando sabía que Minerva estaba con su marido en Florida. Volví para llevarme mis pertenencias. No quería que ninguna parte de mí se quedara en esa casa. Fue entonces cuando encontré en el buzón la carta y el regalo del tío Lealtad.

»Cuando me enteré de que Minerva no era mi verdadera madre, sentí que todo mi mundo se volvía del revés. Era como si mis emociones hubieran estado concentradas dentro de un salero y hubieran ido saliendo muy poco a poco, cada vez que alguien lo agitaba. Pero en ese momento, salieron todas de repente. ¡Por fin entendía muchas cosas! Minerva estaba resentida contra mí. Detestaba mi cara porque le recordaba la cara de la mujer que su marido había amado. No podía quererme, ni yo podía quererla a ella. Mi única culpa era ser la hija de otra. Sentí que me invadía la euforia. ¡Por fin podría ser yo misma! Pero de inmediato tuve miedo porque no sabía quién era yo. Otra vez volví a sentir aquella gran bolsa vacía de Santa Claus.

»Y aquí estoy, la sabelotodo que aún no sabe quién es en realidad. Estoy perdida. Pero me siento mejor en China porque aquí todo es diferente y cualquiera se sentiría perdido. No me refiero a perderse en las calles, sino a lo extraño, discordante y confuso que resulta todo. El idioma es diferente y no conozco las reglas. Y toda esta confusión desplaza el otro caos que he estado sintiendo. Puedo empezar de nuevo y volver a tener tres años y medio. Puedo aprender algunas palabras, como “leche”, “cuchara”, “bebé” y “levántame en brazos”, y sentir que ya las sé. Realmente recuerdo esas palabras. Siento que encierran una parte de mí y que empiezo a recuperar esa parte, que es la memoria de mí misma y de ti. Recuerdo haber dicho “tengo miedo”, pero no sé si lo dije en chino o en inglés. También conservo un vago recuerdo de ser una niña pequeña y de estar en brazos de mi madre, en tus brazos. Sé que eras tú porque cuando llegué a Shanghái y estaba sentada en el coche, te miré el mentón y lo recordé. Yo había visto ese mismo mentón, cuando me llevabas en brazos, porque tu barbilla me quedaba a la altura de los ojos. Entonces yo te apretaba el mentón con un dedo y tú sonreías, y la barbilla cambiaba, como una pequeña cara. Era diferente, según estuvieras alegre, triste o enfadada. En el coche, vi que tenías el mentón crispado y entonces me di cuenta de que tenías miedo porque me vino a la memoria un momento, cuando era pequeña, cuando me llevabas en brazos y yo iba dando botes mientras tú corrías. Recuerdo que me agarré con fuerza a tu cuello y te dije: “Tengo miedo”. Y tú me respondiste en un idioma que las dos entendíamos: “No tengas miedo, no tengas miedo”. Entonces sentí que alguien me arrancaba de tus brazos. Intenté tocarte la cara con las manos y vi que tenías la boca apretada y el mentón crispado. Estabas gritando mi nombre y tenías mucho miedo. Yo también.

Flora y yo salíamos a pasear temprano en la mañana y observábamos la vida cotidiana, que se derramaba por los portales y llegaba a las anchas avenidas y las callejuelas estrechas. Ella quería entender mi vida en Shanghái y las experiencias que había vivido su padre. ¿Cómo era ser chino? ¿Qué significaba ser occidental? ¿Cuál de los dos grupos tenía la moral más severa? ¿Quién podría haber sido yo si mi madre no se hubiera marchado?

Yo solía hacerme todo el tiempo esa última pregunta. ¿Quién habría llegado a ser? ¿Habría tenido otra forma de pensar si hubiera vivido en San Francisco? ¿Habría tenido otros pensamientos? ¿Habría sido más feliz?

—Me habría gustado vivir en otro lugar —le dije a Flora—, pero no convertirme en otra persona. Quería seguir siendo la que siempre había sido, la que fui y la que todavía soy.

Fuimos a la casa de la avenida de la Fuente Efervescente, donde habíamos vivido Edward y yo. La encontramos convertida en un colegio para hijos de extranjeros.

—«Extranjeros» —repitió Flora—. Yo soy extranjera.

El árbol grande seguía en pie en el jardín. Nos detuvimos a su sombra, en el mismo lugar donde estábamos cuando se la llevaron. El banco de piedra aún seguía allí, con el nombre de Edward inscrito en una placa. Debajo había violetas. La placa la habíamos puesto mi madre y yo una semana antes, y también habíamos plantado las violetas. Mi madre había hecho una generosa donación al colegio y había contratado a un jardinero para que cuidara las flores.

—¿Realmente está enterrado aquí? —preguntó Flora.

Yo asentí. Recordé la tierra cayendo sobre el armario que había servido de improvisado ataúd para Edward y volví a sentir el viejo dolor. «Edward, ¿cómo puedes haberte ido?».

Flora se acostó encima de las violetas y cerró los ojos.

—Quiero sentir que me está estrechando entre sus brazos.

Volví a ver mentalmente a Edward mientras acunaba a Florita y la miraba maravillado mientras consolaba su llanto y le decía que era pura y sin daño.

Mi madre y Flora se quedaron un mes. Unos días antes de su partida, sentí como si otra vez fueran a arrebatarme a mi hija.

—Deberías venir a visitarnos en San Francisco —dijo mi madre—. Tienes una partida de nacimiento con el nombre de Danner, donde consta que eres ciudadana norteamericana. Puedo ayudarte a conseguirla, aunque te entenderé si prefieres que no lo intente de nuevo.

—No creo que pudiéramos conseguir un visado para Lealtad. Miles de ciudadanos chinos quieren marcharse del país y en el consulado saben que no piensan regresar. No puedo dejarlo solo —repliqué—. No sabría cuidarse.

No le dije que Lealtad ya me había hecho prometerle que no me marcharía sin él. Tenía miedo de que sintiera la necesidad de irme a América, ahora que había encontrado a mi madre y a mi hija. Me dijo que cuando la gente se marchaba a Estados Unidos, no regresaba por mucho tiempo.

—Cuando termine la guerra, Lealtad y yo iremos a visitaros —le dije a mi madre—, o puedes volver tú y traer a Flora. Podríamos ir a ver la montaña que escalé con Edward, o visitar Hong Kong y Cantón, donde no he estado nunca. Podríamos ir juntas a esas ciudades.

Mi madre me miró con gesto de comprensión. Sabía que yo quería ver de nuevo a Flora.

—Veré qué puedo hacer —respondió mientras me apretaba la mano.

Tres días después, Lealtad, Calabaza Mágica y yo estábamos en el muelle con Flora y mi madre. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que volviéramos a vernos? ¿Cuánto duraría la guerra? ¿Qué otras cosas terribles podían suceder antes de la próxima vez que pudiera verlas? ¿Qué pasaría si no volvía a ver a Flora en otros diez o quince años? ¿Y si mi madre se moría de repente mientras me escribía una carta? Las dos me estaban dejando otra vez. Era demasiado pronto.

Calabaza Mágica puso en brazos de Flora una bolsa enorme de nueces confitadas que llevaba dos días preparando.

—Es igual que tú cuando tenías su edad —me dijo, como había repetido todos los días desde el día de la llegada de Flora—. Antes solía preguntarme qué pasaría si alguien venía a rescatarte, te ibas y me dejabas sola. Quería lo mejor para ti, pero… —Se llevó el puño a la boca para ayudarse a reprimir las lágrimas—. Verla marcharse es como verte marchar a ti.

Flora la abrazó y le agradeció en chino lo mucho que la había cuidado cuando era pequeña.

—Tiene buen corazón —me dijo Lealtad en chino—. Se lo has dado tú. Tres años y medio fueron suficientes para dejar esa huella en ella. Es la hija que podríamos haber tenido. La echaré de menos.

Le hizo prometer a Flora que en cuanto llegara nos enviaría un telegrama para que supiéramos que estaba bien.

Entonces llegó el momento. Flora se acercó a mí y me dijo en tono extrañamente formal:

—Sé que volveremos a vernos muy pronto. Y nos escribiremos a menudo.

Yo creía que se había vuelto más afectuosa conmigo, pero observé con sorpresa que no era así. No podía marcharse tan pronto. Necesitaba estar más tiempo con ella. Sentí pánico y me puse a temblar.

Ella me apretó las manos.

—Esta vez no será tan difícil, ¿verdad? Me voy, pero volveré.

Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza mientras susurraba:

—¿Cómo te llamaba cuando era pequeña y me estaban separando de tu lado? ¿Mamá? Te llamaba «mamá», ¿no es así? Te he encontrado, mamá, y nunca te volveré a perder. Mi mamá ha vuelto del recuerdo y también ha vuelto Florita.

Le susurré que la quería. Y no pude decir nada más.

—Ya no habrá más sufrimiento —me dijo. Me besó en la mejilla y se separó un poco de mí—. Se te ha formado esa carita en el mentón. —Me tocó la barbilla con un dedo y me la frotó hasta que me hizo reír—. Te quiero, mamá.

Se fue con mi madre hacia la pasarela del barco. Se volvió tres veces para saludarnos con la mano y nosotros la saludamos también. Las vi subir y, al llegar a lo alto de la pasarela, volverse para saludar una vez más. Agitamos furiosamente las manos hasta que Flora dejó de mover la suya. Se quedó un momento quieta, mirándome, y después mi madre y ella subieron a bordo y dejamos de verlas.

Me vino a la memoria el día en que supuestamente habría tenido que partir de Shanghái con rumbo a San Francisco. Mi madre debió esperarme. Pero no lo hizo. Debió volver a buscarme. Pero no volvió. La vida americana que debió ser mía zarpó ese día sin mí, y ya no volví a saber quién era yo.

En las noches en vela, cuando no podía soportar mi vida, pensaba en ese barco y me imaginaba a bordo. ¡Estaba salvada! Era su única pasajera y estaba de pie en la popa, viendo Shanghái, que se perdía a lo lejos. Yo era una niña americana en un traje marinero, una cortesana virgen con chaqueta de seda de cuello alto, una viuda estadounidense con la cara bañada en lágrimas, una esposa china con un ojo morado… Un centenar de versiones de mí misma, a lo largo de los años, se apiñaban en la cubierta y contemplaban Shanghái desde la popa. Pero el barco no zarpaba nunca y yo tenía que desembarcar y empezar de nuevo mi vida cada mañana.

Volví a verme una vez más como aquella niña de traje marinero. Estaba en la popa del barco y me marchaba a Estados Unidos, donde crecería junto a mi madre, que me llevaba a San Francisco. Viviría en una casa preciosa y dormiría en una habitación con las paredes pintadas de amarillo soleado, con una ventana que daba a un roble enorme y otra que se abría al mar. Desde esa ventana, alcanzaría a ver una ciudad al otro lado del mar, con un muelle junto al río Huangpu, donde estaríamos de pie Calabaza Mágica, Edward, Lealtad, mi madre, Florita y yo, saludando con la mano a la niña del traje marinero que se marchaba en el barco, agitando la mano hasta perderla de vista.