Shanghaianos
Shanghái
Septiembre de 1897
LUCÍA MINTURN
A la hora más tranquila y silenciosa de la noche, el culi fue el primero en divisar a Lu Shing, que se acercaba por la avenida. Me despertó y después corrió a la calzada y se puso a hacer señas cruzando y descruzando los brazos como un náufrago. Habían pasado dieciocho horas desde que Lu Shing me había dejado en el puerto sin que yo supiera si alguna vez iba a regresar.
Sin darle tiempo a bajarse del rickshaw, empecé a gritarle:
—¡Maldito seas! ¡Maldita sea toda tu familia!
Rápidamente, me hizo subir a su vehículo, mientras el sirviente saltaba en otro rickshaw con todas mis pertenencias. Nada más ver la expresión sombría de Lu Shing, supe que no nos dirigíamos a la casa de sus padres. Entre lágrimas, lo acusé de haberme abandonado en plena calle como a una pordiosera, en una ciudad extraña donde no podía hablar con nadie. ¿Por qué no había dado la cara por mí? ¿Por qué no había venido conmigo en lugar de dejarme sola, a pleno sol, arriesgándose a que muriera de calor con un bebé en el vientre?
El miedo casi me hizo enloquecer. Con diecisiete años, había tomado una decisión de consecuencias inamovibles. Había destruido a mis padres por el odio que sentía hacia ellos y por su falta de amor hacia mí. Había revelado sus viles secretos y la podredumbre de sus almas, y me había reído de ellos. ¿Acaso quedaba alguna verdad desagradable que no les hubiera echado en cara? Durante el viaje en barco, empecé a notar un cambio en mí. Me di cuenta de que había incorporado los rasgos de mis padres, incluso los que más criticaba, y de que mi propia crueldad me había cambiado. ¿Había tenido siempre la capacidad y el deseo de destruir a los demás? En el barco perdí la confianza en mí misma y la mentalidad independiente. Estaba sola y sin nadie con quien fanfarronear. Me sentía empequeñecer a medida que me acercaba a Shanghái, navegando hacia un futuro incierto y dependiente de una única persona que decía quererme, pero que no podía garantizarme el modo en que me lo demostraría cuando me convirtiera en una extranjera en su país. Mis pensamientos iban y venían como el cabeceo del barco, pero no dejaba de aferrarme al convencimiento de que sería capaz de superar todos los obstáculos que se me interpusieran. Después de todo, había conquistado el corazón de mi emperador. Pero con frecuencia me asaltaba el temor de que el coraje americano se transformara en fatalismo chino. Una vez en Shanghái, comprobé que Lu Shing había cambiado. Ya no era mi emperador, sino el hijo sumiso de una familia china.
Cuando se disculpó, habló en voz tan baja y en un tono tan débil que me puso furiosa. ¿Cómo iba a protegerme? Cada vez que intentaba explicarme lo sucedido, aumentaba mi temor de que no tuviera criterio propio. No reconocía a ese hombre. Tendría que haberme dicho, antes de salir de San Francisco, que no sentía nada por mí. Tendría que haberme impedido físicamente que subiera a ese barco. Era cierto que me lo había advertido, pero también me había confesado que nunca había amado a nadie tanto como a mí, lo que después de todo tampoco tenía mucha importancia si no había amado nunca a ninguna otra mujer. Cada endeble esperanza que me había dado me había hecho subestimar el peligro evidente. Sus advertencias se referían al futuro, y yo vivía en el presente, atesorando cada valioso momento y cosechando el amor que me daría fuerzas para enfrentar lo que pudiera venir. Y ahora estaba escuchando sus débiles disculpas y sus excusas inútiles por haber elegido a su familia por encima de mí. Él no entendía mi miedo, ni se daba cuenta de lo mucho que había tenido que padecer por él. Me habría gustado que él hubiese tenido que escuchar a las señoras norteamericanas del barco, que hablaban de jóvenes blancas muertas a golpes por sus suegras chinas ante la indiferencia general. Me habría gustado que hubiese tenido que pasar horas muerto de hambre, cociéndose al sol por mí; o que hubiese destruido a su familia y todas las posibilidades de volver algún día a su casa, tal como había hecho yo.
—¡Maldito seas! ¡Malditos sean tus padres!
Agotada, al final dejé de gritar y me puse simplemente a llorar. Lu Shing me atrajo hacia sí para que le apoyara la cabeza en un hombro y yo no rechacé ese pequeño gesto de consuelo.
Mientras el rickshaw recorría las calles oscuras y húmedas, me contó que había pasado las últimas horas escuchando la diatriba de su padre acerca de sus responsabilidades. Había tenido que aguantar que lo golpeara mientras le enumeraba a gritos los nombres de todos sus antepasados a lo largo de los últimos quinientos años, los mismos nombres que Lu Shing había tenido que memorizar cuando era niño. Su padre le mencionó su cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores, institución a la que debía obediencia y respeto por encima de sus deberes familiares. La gente se preguntaría qué clase de defectos morales le había transmitido a su primogénito para que éste traicionara a su familia y destruyera la reputación y la honorabilidad futura de todos sus parientes. Su madre se merecía una vejez apacible, y no la muerte prematura a la que parecía empeñado en empujarla su propio hijo. La señora se había retirado a su habitación, aquejada de opresión en el pecho y de jaqueca. Los dos hermanos pequeños de Lu Shing, hijos de las concubinas de su padre, se habían enfrentado a él con palabras de reproche, algo que nunca se habían atrevido a hacer hasta ese momento. Le dijeron que la gente pensaría que ellos también querrían relacionarse con mujeres extranjeras y entregarse al libertinaje al estilo occidental. ¿Qué futuro podían esperar si su propio hermano destruía su reputación?
Lu Shing dijo que la suya era una familia de personas instruidas, pero eso no significaba que hubiera renunciado a la tradición ni a los deberes filiales. Si se marchaba de su casa para vivir conmigo, lo desheredarían y quedaría excluido para siempre de la vida familiar. Eliminarían su nombre de la historia de la familia y no lo volverían a mencionar nunca más. No sería como si hubiese muerto, sino como si nunca hubiese existido. Ni siquiera tendría la posibilidad de cambiar de idea y regresar como el hijo pródigo de la Biblia cristiana.
—Estaría dispuesto a renunciar a mi fortuna por ti e incluso aceptaría que me condenaran a la inexistencia —dijo—, pero no puedo destruir a mi familia.
—Yo destruí a la mía —repliqué—. Ya no tengo nada. ¿Y tú quieres anteponer la reputación de tu familia a mi vida?
—Ni siquiera tengo elección. Si no te han criado bajo el peso de quinientos años de historia familiar, no puedes entenderlo. Como hijo primogénito, llevo esta carga sobre los hombros desde que nací y tengo la obligación de seguir soportándola.
—Eres un cobarde. Nada más bajar del barco te convertiste en un supersticioso adorador de espíritus. Si hubiera sabido que eras así, jamás habría venido contigo.
—Ya te dije en San Francisco que mis ideas y creencias se basan en lo que me enseñaron de niño. No puedo cambiarlas, como tampoco puedo cambiar mi raza, ni la familia en que nací.
—¿Cómo esperabas que entendiera lo que quisiste decir realmente? ¿Si yo te hubiera dicho que había sido criada para escuchar a mis padres y seguir sus consejos, tú habrías pensado que yo iba a cumplir necesariamente sus expectativas?
—Puedo ayudarte a volver a casa, si esto te parece inaguantable.
—¡Qué cobarde eres! ¿Ésa es tu respuesta? He destrozado a mi madre, a mi padre y al matrimonio de ambos. He destruido toda posibilidad de volver algún día a mi casa. Mi familia ni siquiera bajó al vestíbulo para despedirme. Para ellos estoy muerta. No me queda nada en casa, y mucho menos reputación. Parece que no te quieres dar cuenta de lo desesperada que es mi situación. He consumido todo mi coraje. Me estoy hundiendo y ni siquiera sé en qué abismo estoy cayendo. Es un tormento peor que la muerte.
Cuando se me acabaron las palabras, me eché a llorar.
El rickshaw nos llevó por el paseo marítimo y después torció por una calle más pequeña. Giramos una vez más y llegamos a una avenida con verjas de hierro y mansiones de piedra. Atravesamos un parque y llegamos a un lugar de casas más modestas, escondidas tras altos muros.
—¿Adónde me llevas? ¿A un hogar para chicas embarazadas?
—A una casa de huéspedes. El propietario es un americano amigo mío, y ya le he pagado tu alojamiento por adelantado. No es lo ideal, pero es lo mejor que puedo hacer por el momento. Además, estarás en la Concesión Internacional, entre personas que hablan inglés. Descansa aquí un tiempo, y más adelante decidiremos qué hacer. Si te quedas, te prometo que no te abandonaré, Lucía. Pero tampoco puedo abandonar a mi familia. No sé cómo lo haré exactamente, pero prometo serte fiel a ti y también a ellos.
Llegué a la hostería una hora antes del alba. Las lámparas de gas estaban encendidas. Un hombre enorme llamado Philo Danner nos recibió con mucho entusiasmo. Aparentaba unos cincuenta años y yo pensé que habría sacrificado su sueño para recibirnos, pero nos aseguró que dormía como los vampiros, entre el alba y el mediodía.
—Llámame Danner —dijo mientras me conducía a la sala de estar—, y yo te llamaré Lucía, a menos que prefieras otra cosa. En Shanghái es muy fácil cambiar de nombre.
«Lucía» era el nombre que me daba Lu Shing, el nombre que nos había unido por intervención del destino.
—Prefiero que me llames Lulú —dije delante de Lu Shing.
Danner era, en una palabra, extravagante. Vestía camisa china dorada sobre amplios pantalones azules de pijama. Su pelo era una masa oscura de largos tirabuzones angelicales y tenía los ojos grandes y enmarcados por espesas pestañas. Poseía una hermosa nariz de patricio romano, como la de muchos ingleses, y una sucesión de papadas carnosas le caían desde la barbilla hasta la base del cuello. Cuando caminaba, todo el cuerpo se le bamboleaba de un lado a otro, y a menudo se quedaba sin aliento y se paraba a respirar entre una palabra y la siguiente.
Era, según dijo, el propietario de esa casa campestre yanqui, un edificio de tres plantas en el pasaje Floral Oriental, en una de las mejores zonas de la Concesión Internacional. La construcción tenía gruesas paredes de piedra que la aislaban del calor en verano y del frío en invierno. Cada centímetro cuadrado de las paredes de la sala de estar, del comedor y de los pasillos estaba cubierto con pinturas al óleo que representaban paisajes del oeste de Estados Unidos o escenas de los indios de las praderas. Sobre las mesas y la repisa de la chimenea había máscaras primitivas, que me hacían pensar en otras presencias que me estuvieran contemplando a mí, la intrusa. En medio de la sala había varios montones de libros que me llegaban a la altura de la cintura, como una réplica a escala de Stonehenge. Danner se abría paso con sorprendente agilidad entre el laberinto de libros. Observé que los cojines de las sillas tenían borlas y pompones, y después descubrí que el mismo adorno se repetía por todas partes. Había borlas moradas, rojas, azules y doradas a lo largo del sofá, en los lazos de las cortinas, en los tiradores de las puertas, en los bordes de los sillones, en las esquinas de los dinteles, en la tapa del piano, en los tapetes, en los vértices de los espejos y en todos los lugares imaginables. Eran una auténtica plaga.
Danner me hizo sentar en el sofá y murmuró que adivinaba, por mi cara, que había sufrido un golpe terrible. Miró a Lu Shing con expresión acusadora.
—¿Qué le has hecho a esta pobre chica?
Me cayó bien en seguida. Un criado nos trajo té y pastas. Cuando Danner vio que me lo acababa todo rápidamente, le ordenó al chico que trajera pan, mantequilla y jamón. La comida tuvo en mí un efecto apaciguador, y muy pronto Danner sacó una pipa.
—Deja que tus problemas se desvanezcan con el humo —dijo—. Opio.
Lu Shing murmuró que no debía probarlo, y eso me impulsó a aceptar con entusiasmo la oferta de mi anfitrión. Mientras Danner hablaba, el criado se puso a hacer complicados preparativos con una pasta marrón oscura. Danner me pasó la pipa y me indicó que inhalara sólo una pequeña bocanada. El humo tenía al principio un sabor terroso y acre que después se volvía almizclado y al final dejaba un regusto dulce. La fragancia recordaba primero al regaliz y el clavo de olor, y se convertía a continuación en aroma de chocolate y rosas. Al cabo de un momento ya no fue simplemente una cuestión de olor o sabor, sino una sensación más generalizada, una especie de sedosa suavidad que me envolvió en su voluptuosa dulzura. Estaba a punto de preguntarle algo a Danner, pero en seguida lo olvidé porque me di cuenta de que mi anfitrión tenía la cara de un genio oriental. Se había sentado al piano y estaba tocando una música extraña que sonaba como un coro de voces celestiales.
Vi a Lu Shing sentado al otro lado del sofá: una triste figura gris en una habitación llena de color. Parecía perdido. Sentí que ya no estaba enfadada. Di otra calada y entré en éxtasis al descubrir que la luz de las lámparas me hacía sentir ingrávida. Si movía la mano por el aire, veía un millar de manos. El sonido de la voz de Lu Shing llamándome por mi nombre estallaba en chispas delante de mis ojos. Tenía una voz maravillosa, musical y pletórica de amor. Cuando lo volví a mirar, lo vi envuelto en un halo de luz que transmitía deseo sexual. Ansié que volviera a tocarme como la primera noche en el mirador, cuando todo me sorprendía. Nunca había imaginado que fuera posible sentir una alegría y una paz tan profundas. Los momentos felices que recordaba me parecieron anodinos y superficiales en comparación, y sumamente frágiles. En esa fascinante nube de humo que era mi mente, no tenía preocupaciones y sí en cambio la dichosa seguridad de que esa paz duraría para siempre. ¡Había despertado a la realidad!
—Llévame a la cama —le dije a Lu Shing, y las palabras salieron flotando de una en una de mi boca para llegar lentamente hasta él.
Pareció aturdido mientras las palabras le golpeaban la cara, pero Danner se echó a reír y lo instó a obedecerme.
Subimos la escalera sin tocar el suelo. La lámpara estaba encendida y la luz formaba remolinos de perlas doradas en torno a la cama. Al otro lado de una puerta iluminada, vi una bañera que parecía una sopera de porcelana, con florecillas pintadas por dentro y por fuera. El agua resplandecía en tranquila quietud. En cuanto hundí la mano y la moví como un remo, las flores pintadas (rosas y violetas diminutas) se volvieron reales y empezaron a girar sobre sí mismas, perfumando el aire. Rápidamente me quité la ropa rasposa y me sumergí en el agua fresca, feliz de sentir su tacto de seda sobre la piel desnuda. Lu Shing se arrodilló detrás de la bañera y me besó el cuello.
—Lucía, tengo que disculparme…
—Chis —lo hice callar, y el sonido de mi voz se convirtió en un ruido de lluvia que ahogaba sus palabras.
Sentí que flotaba sobre oleadas de flores, salpicada por la lluvia. Sus manos me acariciaban, meciéndome. Suspiré. Me soltó el pelo y volvió a besarme el cuello. Murmuré las palabras vulgares chinas que conocía y le pedí que me llevara a la cama y me enseñara lo que significaban. Cuando me ayudó a ponerme de pie, me pareció que el agua caía por mi piel como una cascada. Me tumbé en la cama y miré a Lu Shing mientras se desvestía. Tenía el cuerpo resplandeciente. Se acostó a mi lado y me acarició la espalda. Yo me reía, repitiendo sin cesar las palabras malsonantes. Me penetró en seguida y, unos momentos después, descubrí fascinada que me había convertido en él. Me había transformado en la cara que me miraba, que parecía terriblemente triste, aunque yo estaba eufórica.
—Barquita, mi linda barquita… —dije, remando a contracorriente, y de inmediato conseguí deshacer el nudo que fruncía el entrecejo de Lu Shing.
Seguí mirándolo, mirándome a mí misma en él, mientras sus ojos se ponían en blanco y los dos renunciábamos al miedo que hubiésemos podido sentir alguna vez. Repetí con urgencia las palabras vulgares, las repetí con dureza mientras oía esos mismos sonidos que salían de su boca. La grosera expresión que repetíamos juntos echó abajo su coraza y también la mía para permitirnos alcanzar una dicha mayor y un placer más intenso. Vi que su cara pasaba de la desesperación al éxtasis y me sentí victoriosa porque por fin lo había conquistado y lo había hecho completamente mío. Me eché a reír, feliz de haberlo conseguido.
Cuando me desperté, estaba tan atontada que ni siquiera recordaba quién era. Poco a poco, fui recuperando el sentido. La habitación me pareció desvaída y plana, sin sombras ni fulgores dorados. Alguien se había llevado mi ropa, que ya no estaba en el sofá donde la había dejado. Recordé que la noche anterior había sido deliciosamente feliz, pero no conservaba ni un ápice de esa felicidad. ¿Dónde estaba Lu Shing? ¿Habría vuelto a abandonarme?
Me levanté de la cama y vi mi vestido colgado en un armario, junto con otras prendas. ¿Quién lo habría puesto allí? Antes de que pudiera acercarme, una chica entró a toda prisa en la habitación y sofoqué una exclamación de sorpresa e intenté cubrirme, por pudor. La chica me tendió una túnica de seda azul y giró la cara mientras yo deslizaba los brazos en las mangas. Mágicamente aparecieron unas zapatillas junto a mis pies y me las calcé. La joven me señaló un área pequeña detrás del biombo. La bañera estaba vacía. Era blanca y sin adornos, sin ningún parecido con una sopera pintada. Junto a la bañera, sobre un pedestal, había una jofaina de porcelana llena de agua. La chica me indicó con mímica que me lavara. Empecé a echarme agua en la cara, para tratar de despejarme la cabeza, y me seguí salpicando hasta que la jofaina se vació y el suelo quedó empapado. Pero sólo me recuperé en parte. Entonces ella me indicó una cómoda con cajones, donde estaba guardada mi ropa. Después me enseñó otro cajón, con varios pijamas chinos de seda ligera, pulcramente doblados. En seguida comprendí por qué los usaba Danner. El aire era pesado y bochornoso.
Bajé la escalera y encontré a Danner hablando en inglés con una gata gris, que le respondía con idéntica elocuencia en su idioma felino.
—Ya sé que son las seis, Elmira, querida mía, pero no podemos sentarnos a comer sin nuestra invitada. ¡Ah, voilà, aquí está Lulú!
¿Cómo era posible que hubiera dormido doce horas seguidas? Tomé una comida de platos fríos de sabor extraño: rodajas de carne de buey y de pichón del tamaño de una moneda, huevos, pepinos salados y unas verduras de color verde brillante. La gata comía de un plato de porcelana, sentada al otro extremo de la mesa. ¿Serían así todas las comidas en esa casa?
—No te preguntaré por tu situación —dijo Danner— a menos que quieras hablarme al respecto. Sin embargo, te diré lo que necesitas saber acerca de los chinos: jamás podrás cambiar mil años de tradiciones sobre el honor y la vergüenza en la familia. En la Concesión tenemos nuestras propias leyes, que regulan lo que pueden hacer los chinos. Pero ninguna ley puede anular su filosofía. La humillación, el honor y el deber son conceptos que no se pueden desechar. No serás feliz con tu joven amigo, ni vivirás a gusto en Shanghái si crees que puedes cambiar esas cosas.
No respondí. No pensaba darme por vencida, ni tampoco volver a casa.
—Veo la respuesta en tus ojos. ¡Ay! Todos los recién llegados encuentran algo desagradable en los chinos y pretenden cambiarlo. He oído todas las quejas posibles y yo mismo he expresado algunas: su costumbre de hacer ruido a horas poco razonables, sus dudosos hábitos de higiene, su comprensión selectiva de la puntualidad y el ineficiente empeño en hacer las cosas tal como se vienen haciendo desde hace mil años. Puede que con el tiempo cambien un poco, pero no pueden alterar sus miedos, que gobiernan gran parte de sus actos. Muchos recién llegados como tú piensan que ellos sí podrán cambiarlos. Es el espíritu pionero de los norteamericanos, que ha servido para explorar ríos y cordilleras, abrir nuevas fronteras y vencer a los indios. ¿Por qué no a los chinos?
Yo fingía comer, pero los platos eran raros, la tarde era calurosa y no tenía mucho apetito.
—Algunos estadounidenses se dan por vencidos y se vuelven a casa —prosiguió Danner en tono ligero—. Los que tienen la obligación de quedarse unos años pasan el tiempo lamentándose y quejándose entre ellos. Pero los shanghaianos como yo, que hemos hecho de China nuestro hogar, adoptamos una actitud china hacia la mayoría de las cosas. No interferimos. Vivimos y dejamos vivir, por lo menos la mayor parte del tiempo.
Más adelante me enteré de que Danner procedía de Concord, en Massachusetts, «bastión de puritanos rezadores», como él mismo decía. De joven había vivido en Italia, y allí había empezado a comprar pinturas, que vendía a buen precio cuando regresaba a América. Alternaba su residencia entre Europa y la costa Este de Estados Unidos, y llegó a ser conocido como coleccionista con buen ojo para el paisajismo europeo, primero el más tradicional y más tarde el impresionista. Hacía alrededor de veinte años que vivía en Shanghái, adonde se había trasladado por razones que no me reveló. Mucha gente llegaba a Shanghái cargada de secretos —decía él—, o los dejaba atrás y fabricaba nuevos escándalos. Había traído consigo varios baúles llenos de pinturas. Conservaba los cuadros que le gustaban y vendía el resto en una galería de arte, donde los occidentales nostálgicos compraban pinturas que les recordaban los paisajes familiares, donde habían disfrutado de tranquilas meriendas campestres, en una tierra muy alejada de la cacofonía de Shanghái.
Lu Shing había empezado a frecuentar la galería de Danner a los doce años y allí había nacido su fascinación por el arte occidental. Su familia esperaba de él que alcanzara un alto nivel de erudición y que aprobara los exámenes imperiales, pero él ansiaba en secreto ser pintor. Pasaba horas copiando los cuadros de la galería de Danner: los populares paisajes con ovejas y caballos, las escenas de cabañas junto al río y las imágenes de blancas embarcaciones sobre mares tormentosos, todos ellos temas muy apreciados por los occidentales.
—Como sabes —me dijo Danner—, pinta bastante bien, aunque sus obras son imitaciones de cuadros de artistas famosos.
Sentí que me mareaba.
—¿Los copia? ¿No ha estado nunca en los lugares que aparecen en sus cuadros?
—Los copia con suficiente destreza para que resulte difícil diferenciar sus cuadros de los originales.
Tuve miedo de preguntar por la pintura que me había llevado a Shanghái. ¿Cambiaría algo su respuesta?
—¿Has visto alguna vez un paisaje con nubes bajas de tormenta y un valle largo y estrecho, con unas montañas al fondo?
—El valle del asombro, uno de sus favoritos. Lo compré en Berlín por unos céntimos. Das Tal der Verwunderung, obra de un artista poco conocido que murió joven, un tal Friedrich Leutemann. Lo tuve varios años expuesto en la galería, antes de venderlo. Lu Shing pintó varias versiones y añadió un elemento propio: un pequeño valle dorado que se distingue a lo lejos. Debo decir que no me gustó la alteración. El original tenía una belleza oscura, una temblorosa sensación de incertidumbre, que él eliminó. Pero era un artista joven, deseoso de encontrar sentido a las cosas.
Yo había buscado certezas y el cuadro de Lu Shing me había hecho sentir que estaba a punto de encontrarlas. Me alegré de que hubiera cambiado el original. El valle dorado que había añadido era creación suya.
Lu Shing había vendido sus reproducciones en la galería, hasta que reunió suficiente dinero para viajar a Estados Unidos, contrariando los deseos de su familia. Danner le dio una carta de presentación para uno de sus mejores clientes: Bosson Ivory II, coleccionista de paisajes. Al señor Ivory le encantó la idea de sumar un pintor chino a su lista de artistas protegidos. Durante varios años, Lu Shing disfrutó de la hospitalidad de los Ivory en Croton-on-Hudson, que pagó con sus pinturas. En las cartas que escribía periódicamente a Danner, le contaba que el señor Ivory enrollaba sus lienzos y los guardaba fuera de la vista.
Al final de la comida, Danner me anunció que la cena estaría servida a las doce de la noche y que Lu Shing se reuniría con nosotros para cenar, lo mismo que la gata Elmira y posiblemente la inquilina del segundo piso, una mujer china que daba clases de inglés a caballeros. Me hizo gracia que enseñara inglés porque justo era la historia que yo me había inventado para las mujeres del barco. Le mencioné la coincidencia a Danner.
—En una ciudad con tantas mujeres desesperadas y tan pocas oportunidades, encontrarás muchas coincidencias —repuso él—. La elección de mi inquilina es bastante común, y en realidad no son clases de inglés lo que ofrece, aunque sus habilidades comunicativas son bastante buenas. La verdad es que tiene un acuerdo con dos hombres, uno de día y otro de noche. Les hace compañía de manera regular, y ellos le dan a cambio una asignación en metálico.
—¿Les hace compañía? ¿Cómo?
—Es una dama de la noche, querida mía. «Prostituta» sería un término demasiado crudo. Digamos que es una amante profesional. Pero no mía, ¿eh? —Se echó a reír—. Veo que te he escandalizado. No dirijo un burdel, si es lo que estás pensando. Es una vieja amiga mía. La conocí hace tiempo, cuando llevaba una vida más respetable. Pero las circunstancias cambian con sorprendente rapidez en esta parte del mundo, y una mujer sin marido tiene pocas salidas. Podría haber sido trapera, lavandera o pordiosera. Podría haber trabajado en un burdel barato o directamente en la calle. Pero en lugar de eso, aceptó mi proposición de alquilar las habitaciones de la segunda planta y recibir allí a caballeros. Nunca te cruzarás con sus visitantes. Entran por el otro lado de la casa, por una puerta que da a otra calle. Cuando la conozcas, verás que es interesante y muy simpática. Le cae bien a todo el mundo. Se llama Paloma Dorada.
A pesar de lo que había dicho Danner, la presencia de esa mujer me alteró los nervios. Tenía la desagradable sensación de que mis circunstancias se parecían demasiado a las suyas. A mí también me visitaba un caballero que me pagaba el alojamiento.
El culi de Lu Shing trajo una nota para confirmar que su patrón nos visitaría esa noche, y tal como había prometido, Lu Shing se presentó poco antes de las doce. Danner ya había hecho servir la mesa con muchos platos recién preparados, pero yo no tenía apetito. Subí inmediatamente con Lu Shing a mi habitación y me puse a observarle la cara para tratar de adivinar su estado de ánimo. Vi fracaso y desesperación. Le hablé de la mujer que vivía en el piso de arriba y le dije que si me abandonaba, correría la misma suerte que ella. Me contestó que no debía atormentarme con ideas desagradables que nunca se harían realidad.
—¿Has vuelto a intentarlo? —pregunté—. ¿Les has hablado de mí?
Danner me había dicho que era imposible cambiar a una familia china, pero yo quería que Lu Shing fuera tan perseverante como yo y también que sufriera tanto como había sufrido yo. Estábamos tumbados de costado en la cama, frente a frente.
—Quizá no debería alimentar falsas esperanzas —dijo—, pero se me ha ocurrido una posibilidad. Creo que primero debería ablandarle el corazón a mi madre para que ella nos ayude con mi padre. Si el niño que esperas es un varón, será el primero de su generación en la familia. Y como será mi primer hijo, su nacimiento se convertirá en un gran acontecimiento. No te garantizo que lo acepten porque no será de pura raza china. Pero como es el primogénito, no podrán ignorarlo.
Esa perspectiva fue una nueva dosis de opio para mí. Volví a sentir la dulzura en el aire. La tristeza se había desvanecido. ¡Había una manera! ¡El primogénito del primogénito! Me alegró tanto su respuesta que ni por un momento consideré la posibilidad de que mi bebé pudiera ser una niña y de inmediato me puse a hacer planes para mi nueva vida con una familia china. Para empezar, tenía que aprender a hablar chino.
Me presenté a la mujer del piso de arriba, Paloma Dorada, que efectivamente resultó ser muy agradable. Tenía unos veinticinco años y era muy atractiva, aunque sus facciones resultaban ligeramente asimétricas, con uno de los pómulos un poco más alto que el otro y el lado derecho del labio superior levemente curvado hacia adentro. Me alegró comprobar que hablaba inglés. Aunque su dominio del idioma no era tan perfecto como el de Lu Shing, podíamos conversar sin problemas. Me habló con franqueza de su vida, adelantándose a todas mis preguntas. Sus padres la habían abandonado al poco tiempo de nacer y había crecido en un colegio de misioneros estadounidenses. A los dieciséis años se había enamorado de un hombre muy guapo y se había fugado del colegio, pero al cabo de un año el hombre la había abandonado y ella había tenido que entrar a trabajar en una casa de cortesanas. La vida allí era bastante llevadera. Tenía muchos admiradores y podía moverse con libertad. En una librería había conocido a Danner, y a menudo solían tomar té juntos. Pero hacía dos años, había cometido el error de iniciar una relación amorosa y su infidelidad había enfurecido a uno de sus pretendientes, que le había roto la mandíbula y la nariz. Danner la había recogido en su casa para que se recuperara de las heridas y desde entonces vivía allí.
—La vida que tenemos no siempre es la que hemos elegido.
No le pregunté por los hombres que recibía. En parte, me daba miedo descubrir similitudes con Lu Shing: familia acomodada, hombre joven que se negaba a hacerla su esposa o su concubina… En cualquier caso, las semejanzas que pudiéramos tener en ese momento no iban a perdurar. Yo era estadounidense y tenía más oportunidades, aunque no estaba muy claro cuáles serían. Mientras tanto, trataría de mejorar mis perspectivas. Le pedí a Paloma Dorada que me diera clases de chino.
—Me has elevado a la categoría de profesora —respondió sonriendo—. Es lo que en otro tiempo deseaba ser.
Lu Shing venía a visitarme a horas impredecibles. Yo esperaba a diario la llegada de su culi, el mismo que me había cuidado el primer día, con una nota para anunciarme si Lu Shing vendría ese día o al siguiente. Lo oía llegar corriendo y atravesar la verja gritando en chino:
—¡Aquí está!
Y entonces se me aceleraba el corazón. Los mensajes de Lu Shing venían escritos en papel de color crema, dentro de sobres a juego, guardados en una bolsa de seda para que las manos sucias del criado no los mancharan.
«Quería Lucía…», empezaban las misivas, escritas siempre con la misma caligrafía elegante y perfectamente ejecutada, tanto para presentar una excusa como para anunciar la hora de su llegada, como si en todos los casos Lu Shing escribiera despreocupadamente y sin prisas mientras saboreaba el té de la tarde. Podía visitarme temprano en la mañana, a última hora de la tarde o casi de madrugada. Nunca venía a la hora del almuerzo ni de la cena. Yo intentaba parecer alegre durante sus visitas, consciente de que en los últimos tiempos estaba cayendo en el mismo estado de exasperación y propensión a la crítica que mi madre. Pero no era fácil disimular lo que sentía cuando Lu Shing parecía cómodo y feliz con nuestro arreglo. No podía ocultarlo cuando las manchas rojas de la furia se me empezaban a extender por el cuello y el pecho.
Para que no me hundiera en mi tristeza, Danner se ofreció con entusiasmo para enseñarme Shanghái. Como era tan corpulento, teníamos que contratar dos rickshaws. Los conductores siempre se alegraban de verlo porque les daba buenas propinas. Comíamos en restaurantes franceses, visitábamos bazares y tiendas de antigüedades, asistíamos a los espectáculos de vodevil que montaban unos judíos rusos y hacíamos excursiones en barco por el río Suzhou. La ciudad nos ofrecía un sinfín de distracciones, y yo iba enhebrando una con otra para tratar de olvidar mis problemas y la ausencia de mi amante. Pero en cuanto terminaba el paseo, volvía a mis preocupaciones.
Una tarde le pregunté a Danner si podíamos dar un rodeo en el camino de vuelta para pasar delante de la casa familiar de Lu Shing, pero él me dijo que no sabía dónde estaba.
—No te miento —me aseguró—. Un día de éstos te mentiré y entonces comprobarás que lo hago muy mal. En esta ciudad hay muchos mentirosos, por lo que a estas alturas debería haber aprendido de ellos. Sin embargo, nunca he tenido motivos para ser deshonesto. No tengo un pasado criminal, ni estoy aquí para estafar a nadie. Los que vienen a Shanghái siempre tienen un motivo poderoso para hacerlo. La mayoría vienen a hacer fortuna; en los fumaderos de opio encontrarás a muchos que han fracasado. Yo vine con un amigo muy querido, que había conocido en la universidad. Era un artista y se consideraba un orientalista por influencia estética. Tuvimos una vida maravillosa juntos. Murió de neumonía hace nueve años. Hace tanto tiempo, hace tan poco…
—Siento mucho tu pérdida —dije.
Me respondió con una sonrisa triste.
—He engordado hasta adoptar el tamaño de los dos juntos. Éramos inseparables, como hermanos gemelos, como el signo de Géminis, compatibles en todos los sentidos…, excepto en las borlas y los pompones, que eran cosa suya.
Danner era homosexual. Pensé en mi padre y en sus aventuras con hombres y mujeres. Me había enfurecido descubrir que era capaz de dar su amor a tantos otros y nunca a mí. Pero nunca lo había oído hablar con afecto de ninguno de ellos, de nadie, ni siquiera de la señorita Pond. No los quería, como tampoco me quería a mí. Tal vez yo habría seguido siendo incapaz de amar y de ser amada si no hubiera conocido a Lu Shing. Pero a diferencia de Danner, yo no podía decir que tuviéramos una vida maravillosa juntos.
—¿Cómo se llamaba tu amigo? —le pregunté.
—Teddy.
Cada vez que íbamos a una tienda de antigüedades, yo le preguntaba a Danner qué habría pensado Teddy de una estatuilla, de un cuadro o de un juego de porcelana.
—Habría encontrado terriblemente pretenciosas esas baratijas doradas… Y habría dicho que esas obras no son artísticas, sino vulgares imitaciones… Pero le habrían encantado los colores de esos cuencos.
Con el tiempo llegué a ser capaz de adivinar con asombrosa exactitud —como reconocía el propio Danner— lo que habría pensado Teddy en cada caso.
Cuando tenía ganas de llorar, o me sentía furiosa o asustada por las incertidumbres de mi nueva vida, Danner me consolaba.
—Me siento muy sola —le decía yo.
—Teddy me dijo una vez que es natural que nos sintamos solos porque los corazones de cada uno de nosotros son muy diferentes entre sí y ni siquiera sabemos cómo ni en qué sentido. Cuando nos enamoramos, como por arte de magia, nuestros corazones abandonan sus diferencias, encajan perfectamente y tienden juntos hacia un mismo deseo. Con el tiempo, vuelven a aparecer las diferencias, y entonces vienen los desengaños y las separaciones, y entre medias, el miedo y la soledad. Si el amor persiste pese al dolor de las diferencias, hay que preservarlo como una joya rara. Eso decía Teddy y eso era lo que teníamos él y yo.
Lu Shing trajo sus pinturas. Quería pintar mi retrato.
—Nunca nos vemos a nosotros mismos como nos ven los demás —dijo—. Por eso quiero enseñarte lo que veo en ti y lo que siento. Te pintaré como Lucía, la mujer que amo.
Me hizo sentar en un sillón y orientó la lámpara para iluminarme la cara. Me hizo posar con el pecho desnudo, aunque sólo iba a representarme de los hombros para arriba.
—Quiero que la pintura transmita tu sensualidad, tu espíritu libre y el amor que sientes por mí. Desnuda, eres más libre de ser tú misma.
—Es difícil ser yo misma con esta barriga enorme.
Estaba un poco enfadada porque él había llegado tarde dos noches seguidas.
—Siempre me ha parecido imposible captar el instante inmortal —prosiguió—, pero tú dijiste una vez que yo lo había conseguido. Por eso ahora estoy inspirado para intentarlo.
Cuando le dije que quería ver surgir ese momento sobre el lienzo, me contestó que tendría que esperar hasta que estuviera terminado.
—Un momento no es lo mismo que el tiempo.
Las noches que podía venir a verme, pasaba una o dos horas pintando. Yo simplemente lo miraba a los ojos cada vez que levantaba la vista de su trabajo. Su expresión eran sombría y concentrada, y a veces me daba la impresión de que sentía tan poco por mí como por el sillón donde estaba sentada. Pero entonces dejaba el pincel y ponía punto final al trabajo. Su cara se encendía de adoración y de deseo, y me llevaba a la cama.
Yo estaba impaciente por ver el retrato y saber qué veía él en mí y quién creía que era yo. En El valle del asombro había captado mi espíritu inmortal. Recordé lo mucho que me había sorprendido cuando me reconocí en ese largo valle verde y sospeché que mi alma era el valle dorado que se distinguía a lo lejos. Mi verdadero yo no tenía nada que ver con un aspecto pulcro y arreglado, los buenos modales o la arrogante opinión de mis padres. No era necesario que ocultara mis defectos. Ya no los tenía porque no era preciso que volviera a compararme con los demás. Yo sabía algo y tenía la certeza de que era algo importante, pero no podía recordar qué era. Siempre se me escapaba. Si hubiese podido atrapar esa certeza, no me habría atormentado la duda, ni habría sufrido pensando si él me amaba o no, ni si debía irme o quedarme. Esperaba que la nueva pintura me ayudara a recuperar esa certidumbre.
Dos semanas después de empezar, me regaló el cuadro, con una inscripción al dorso en chino y en inglés: «Para Lucía, con ocasión de su diecisiete cumpleaños». En realidad mi cumpleaños había pasado mientras estábamos embarcados. La pintura era a la vez hermosa y perturbadora. Aparecía yo sobre un fondo negro, en un espacio vacío e informe, como si no perteneciera a ninguna parte. Mis hombros eran de un blanco lechoso por un lado y se confundían con la sombra por el otro. El cuadro se extendía hasta mi cintura, y sobre mi pecho había una lustrosa pieza de satén que yo sostenía con una mano, transmitiendo la erótica sensación de ser a la vez pudorosa y proclive a la indecencia. Los iris verdes de mis ojos eran anillos finísimos, pero las pupilas eran grandes y negras, tan negras como el lugar sin nombre donde me encontraba. Me recordaban la primera vez que había visto de cerca los ojos de Lu Shing y había pensado que eran tan oscuros que nunca podría asomarme a ellos y descubrir quién era él de verdad. Cualquiera que hubiese visto el cuadro habría confirmado que yo era la modelo. Pero aunque estaba bien ejecutado, yo no quería ser esa chica de mirada vacía, incapaz de ver más allá del pintor, como si él fuera a ser siempre todo su mundo. Ése no era mi espíritu, sino lo que quedaba después de perderlo. Lu Shing no me conocía, y lo que más miedo me daba era que yo tampoco. Él amaba a una chica que no existía. No me conocía íntimamente. Sin embargo, la idea de dejarlo era inconcebible porque entonces habría destruido lo que había en la pintura del valle verde: el amor por mí misma.
—Me has hecho muy hermosa —le dije.
Me alegré de que estuviéramos en la penumbra para que no viera que el cuello se me había llenado de manchas rojas. Expresé mi admiración y traté de encontrar multitud de aspectos positivos al retrato para disimular mi decepción. Después le pedí a Lu Shing que cambiara mi nombre en la dedicatoria, tanto en chino como en inglés.
—Prefiero que escribas «Lucrecia Minturn» —dije—. Si el cuadro pasa a las futuras generaciones de tu familia, quiero que conozcan mi verdadero nombre.
Esperé su reacción, pero no me miró.
—Por supuesto —dijo.
Le pedí que pintara otro cuadro para mí.
—La pintura del valle —dije—. ¿Podrías reproducirla de memoria?
Me la trajo tres días después. Sospeché que me había dado una de las muchas copias que tenía en casa, una de las muchas representaciones donde era posible hallar mi auténtico yo.
A los tres meses me había crecido tanto el vientre que ya no podía ponerme la ropa que tenía. Danner y Paloma Dorada me llevaron a un sastre para que me hiciera varios vestidos nuevos, pero me resultaba más cómodo vestir como mi anfitrión, con pijamas y túnicas sueltas. El bebé se había convertido en una presencia real para mí y no simplemente en una solución para conseguir que la familia de Lu Shing me aceptara. Mi futuro dependía de ese niño, pasara lo que pasase. No podía permitirme ninguna otra expectativa. A veces Lu Shing me visitaba todas las noches durante una semana entera, y justo cuando yo empezaba a acostumbrarme, desaparecía durante toda la semana siguiente y entonces yo me hundía en el inframundo de los abandonados. Cuando volvía, siempre tenía una excusa razonable para justificar su ausencia. Me decía que había tenido que asistir a su padre como intérprete en una importante reunión sobre exención de aranceles, o que su madre había caído enferma y le había pedido que se quedara a su lado. Yo desconfiaba de su sinceridad, pero no quería acosarlo con preguntas y descubrir que quizá mis sospechas eran fundadas.
Con el tiempo, dejamos de hacer el amor con tanta frecuencia como al principio. Supuse que sería a causa de mi embarazo: una mujer redonda como un globo no debía de parecerle una consorte atractiva. Pero me di cuenta de que casi nunca se quedaba más de un par de horas y que siempre parecía tener mucha prisa cuando se vestía. Al final empecé a sospechar lo que estaba ocultando y se me formó un nudo en la garganta. Un día, me obligué a mantener la calma, contuve las lágrimas y traté de controlar el sonrojo que me encendía la cara y me llenaba de manchas el cuello. Cuando se detuvo delante de la puerta para despedirse, lo noté incómodo, con una cara de culpabilidad que desmentía todas sus promesas de fidelidad.
—¿Te has casado? —le pregunté casi sin emoción.
Guardó silencio un momento y vino hacia mí.
—No quería decírtelo hasta estar seguro de que podías recibir bien la noticia. Pero a veces te encontraba demasiado triste y otras, demasiado feliz. Ningún momento parecía bueno.
La verdad era perturbadora, pero su razonamiento me pareció débil y poco sincero.
—¿Cuándo creías que iba a ser un buen momento para decírmelo? ¿Cuando tuviera al bebé en brazos?
—Lucía, tú ya sabías que yo tenía una prometida. El matrimonio no cambia nada de lo que hay entre nosotros.
—No vuelvas a llamarme «Lucía». Esa chica ya no te pertenece. Mi nombre es Lucrecia.
—Me han obligado a casarme con una mujer por la que no siento nada. Pero tú todavía puedes ser mi esposa.
—Tu concubina.
—Todos te conocerán como mi Segunda Esposa. No tiene por qué ser una posición de debilidad si eres la madre de mi primer hijo varón. Con nuestro hijo, podrás vivir en tu propia casa, y aun así la familia te reconocerá como mi esposa. Para ti será mucho más cómodo que vivir en la casa familiar en calidad de Primera Esposa. Pregúntaselo a Paloma Dorada y verás que lo que digo es verdad.
—¿Y si no es un niño?
—No podemos pensar así.
Paloma Dorada me confirmó que era cierto lo dicho por Lu Shing acerca de ser su Segunda Esposa.
—Sin embargo —añadió—, hay una diferencia entre lo que es posible y lo que finalmente se hace realidad, sobre todo cuando es el hombre quien habla de posibilidades. Lo sé por experiencia. Pero quizá tus posibilidades no sean como las mías.
La noche que me puse de parto, en la fecha del aniversario del nacimiento de Lincoln, que en Estados Unidos habría sido un día festivo, Danner estaba en la planta baja, esperando al culi de Lu Shing. Paloma Dorada había pasado todo el día a mi lado, repitiéndome en inglés:
—Tienes que ser valiente, tienes que ser fuerte.
Después de soportar diez horas de dolor, no pude aguantar más y me puse a gritar y a jadear. Todas sus tranquilizadoras palabras en inglés se vieron reemplazadas por frenéticas expresiones en chino que yo no entendía y que me hacían preguntarme si no estaría a punto de morir. Por fin llegó el culi, con el familiar sobre de color crema y el mensaje escrito con la pulcra caligrafía de Lu Shing en el que me anunciaba que estaba obligado a asistir a un banquete para celebrar los sesenta años de una tía suya.
«El sexagésimo cumpleaños es uno de los más importantes», explicaba en la nota.
¿Un número era más importante que estar a mi lado el día del nacimiento de nuestro hijo? La única excusa que me habría parecido aceptable habría sido su muerte repentina. Danner le entregó una nota al culi en la que le comunicaba a Lu Shing que yo estaba a punto de dar a luz a nuestro hijo.
Una hora después, la comadrona china anunció solemnemente que el bebé era una niña y en seguida la depositó en mis brazos. Cuando rompió a llorar, yo también estallé en llanto. Lloraba por el dolor que la niña iba a tener que compartir conmigo y por las esperanzas que se habían desvanecido. Pero entonces mi pequeña dejó de llorar, y yo me enamoré perdidamente de ella. Me dije que la protegería y la cuidaría. No la desatendería como había hecho mi madre, ni pretendería cambiarla. La querría tal como era, por ella misma. Sería como las violetas que plantaba en el jardín cuando era niña, las que mi madre consideraba malas hierbas que habría sido mejor arrancar. Yo solía cuidarlas para que crecieran libremente y se extendieran sin trabas por todo el jardín.
Danner estaba encantado de tener en casa una «reina en miniatura», de la que pensaba ser el súbdito más fiel. Cuando le dije que había decidido llamarla «Violeta», por mi flor favorita, dijo que las violetas también estaban entre sus flores preferidas porque tenían unas caritas bonitas y expresivas. Me anunció que por la mañana enviaría a un sirviente a buscar violetas para plantarlas por todo el jardín.
La nebulosa nota de Danner obró el efecto deseado. Al cabo de dos horas, Lu Shing subía corriendo la escalera. Llegó con la mirada expectante, pero un segundo después había adivinado la verdad, por mi cara. Cuando levanté la manta con que había envuelto al bebé, no se inmutó, y si noté alguna emoción en su rostro no fue de maravilla, sino una ligera vacilación que expresaba su desencanto. No pudo disimularlo.
—Es preciosa —murmuró—. ¡Qué pequeñita!
Se esforzó por decir algunas naderías más sobre los rasgos de nuestra hija y después me miró con expresión interrogante. Estaba esperando que yo misma reconociera lo que el nacimiento de una niña significaba para mi futuro. En ese momento, lo odié. Seguramente pensaría que yo estaba decepcionada por haber traído al mundo un bebé sin pene y haber perdido así la oportunidad de ser aceptada en su familia. Entonces me di cuenta de que él veía a Violeta como el origen de todos sus problemas. Ella era la razón por la que yo lo había acompañado a Shanghái. Pero yo no podía permitir que Violeta fuera un motivo de decepción para nadie. Tenía que sentirse bienvenida por ser como era. Era mi hija, mi pequeña, la niña que yo quería más que a nadie en el mundo, más incluso que a Lu Shing.
—La he llamado «Violeta» —dije y, sin mirarlo, añadí—: La quiero más de lo que piensas.
Asintió. No me preguntó por qué le había puesto ese nombre, ni comentó en ningún sentido mi declaración de amor por ella.
Al día siguiente, se presentó una mujer, enviada por Lu Shing, para cuidar a la pequeña. Fue una señal de amor que me reconfortó. Pero ¿realmente era una señal de amor? ¿Una nodriza? Me molestaba tener que cuestionar todos los actos de Lu Shing. Cada vez que venía a visitarnos, traía regalos para Violeta. Yo observaba su cara mientras la sostenía en brazos, y no parecía feliz ni fascinado. Más adelante, cuando la niña aprendió a reír, él empezó a mirarla con más simpatía, pero yo seguía sintiendo que no la quería tanto como yo. Si la hubiese querido de verdad, habría luchado para que su familia la aceptara. Cuando Violeta lloraba con los puños apretados y la cara enrojecida, él se interesaba por ella, pero no sufría tanto como yo y no hacía nada por consolarla.
—Ningún padre tiene ese instinto —me dijo Danner en una ocasión.
—Si es verdad que la quiere, ¿por qué se niega a poner su nombre en el certificado de nacimiento?
—Porque no desea que sea su hija ilegítima. Es mejor que esperes hasta que puedas ocupar una posición oficial dentro de su familia.
—¿Es mejor para ella llevar el estigma de hija ilegítima? ¿Qué pasará si su familia no me acepta nunca? No dejaré que Violeta tenga que vivir con gente que se crea superior a ella, ni que nadie la desprecie.
—Tengo la solución —dijo Danner.
Se marchó de la casa sin más y volvió al cabo de dos horas, con un documento que certificaba mi matrimonio con Philo Danner. Supuestamente, nos habíamos casado dos meses antes del nacimiento de Violeta. Después me enseñó la partida de nacimiento de Violeta Minturn Danner.
—La he inscrito en el consulado americano —dijo—. Ya es ciudadana estadounidense. Ahora sólo tienes que enseñarle a cantar el himno.
Me eché a llorar de emoción. Danner le había regalado a Violeta el don de la legitimidad.
—Si prefieres casarte con otro —prosiguió él—, puedo volver a buscar al hombre que hizo los certificados. Es uno de los mejores de Shanghái. Impresos de apariencia perfecta, sellos rojos, caracteres chinos, jerga judicial en inglés…
Para celebrar su paternidad, Danner le compró a Violeta un moisés y un sonajero de plata con una borla.
—Mis puritanas plegarias han sido escuchadas. ¡Por fin soy padre!
Violeta tenía el pelo castaño y los ojos verdes, como yo. Aunque tenía la tez clara, la forma de los ojos la hacía parecer más china que blanca. Danner no estaba de acuerdo conmigo. Decía que había heredado los rasgos del lado italiano de la familia de Teddy. Como para complacerlo, Violeta cambió a lo largo del año siguiente, hasta el punto de que los desconocidos que la veían y la admiraban solían pensar que tenía sangre italiana o española.
Danner y yo vivíamos en muchos aspectos como un matrimonio. Por lo general comíamos juntos. A menudo se nos sumaba Paloma Dorada, que ejercía de tía de Violeta, y los tres nos turnábamos para hablar maravillas de nuestra pequeña. Nos fijábamos en cada cosa nueva que hacía y en todo lo que parecía interesarle. Cuando tenía once meses, Violeta llamó «papá» a Danner, y él se echó a llorar y dijo que pocas veces se había sentido tan feliz en toda su vida. Cuando salíamos a pasear, hablábamos del futuro de la niña, de los colegios a los que asistiría y de los chicos que le convendría evitar. Nos preocupábamos juntos por su salud y discutíamos acerca de los mejores remedios para aliviar sus crisis de llanto.
Danner la llevaba a las jugueterías y le compraba todo lo que ella señalaba. Al final tuve que decirle que doce cajas sorpresa con muñecos dentro eran más que suficientes. Violeta lo adoraba y se reía a carcajadas cuando él la llevaba montada en su barriga enorme. Pero yo me daba cuenta de que cualquier peso extra lo cansaba terriblemente. En seguida tenía que sentarse para recuperar el aliento. Preocupada por su salud, ejercí mis prerrogativas de esposa y le exigí que bajara de peso.
En mayo, cuando aún no había transcurrido un año de mi llegada a Shanghái, Lu Shing cayó en una insatisfactoria pauta de visitas esporádicas. A veces venía a verme tres días seguidos y después desaparecía durante una semana entera. Le había enseñado a Violeta a llamarlo baba, «papá», pero ella nunca le tendía los brazos cuando lo veía, como hacía con Danner. Las decepciones que me había causado Lu Shing se habían suavizado gracias a Violeta, que ocupaba la mayoría de mis pensamientos. Ella me había dado la plenitud. Cuando agitaba las manitas, se me pasaba el enfado. Verla gatear por el jardín y caer riendo entre los macizos de violetas me inundaba el corazón de asombrada felicidad.
Una calurosa tarde de mayo, que coincidía con la fiesta tradicional del Doble Cinco, la calle estaba mucho más tranquila que de costumbre. La mayoría de los vecinos, tanto chinos como extranjeros, se habían ido al río Suzhou a ver las regatas de las barcas dragón. Lu Shing estaba de pie en la quietud del jardín, con Violeta en los brazos, y allí le di la noticia. Había vuelto a quedarme embarazada.
Lu Shing le pidió a la nodriza que me diera comida buena para fortalecer al bebé que llevaba en el vientre. Ni una vez pronunció la palabra «niño». Yo sabía que los dos debíamos ser cautos, pero dejé que renaciera en mí la esperanza. No sólo por mí quería ser aceptada por la familia de Lu Shing, sino por Violeta. Esperaba que fuera reconocida como hija suya.
El bebé nació el 29 de noviembre de 1900, el día de Acción de Gracias. Lu Shing me había avisado de que estaría fuera un tiempo, asistiendo a su padre en su trabajo, pero acudió apenas tres horas después de que le enviáramos la noticia. Cogió al niño en brazos y estuvo un buen rato mirándolo y hablando del gran futuro que le aguardaba. Estaba encantado de que su hijo hubiera nacido en un día muy señalado, al día siguiente del cumpleaños de su abuelo. Según dijo, la proximidad entre los dos cumpleaños marcaba la continuidad de las generaciones. Se puso a comparar los rasgos del bebé con los suyos propios y señaló que el niño tenía, indudablemente, «la frente de la familia» y «la nariz de los Lu». Al ver mi expresión, me explicó:
—Es importante que vean el parecido para que sepan sin sombra de duda que el niño es hijo mío.
Entonces me dio un beso en la frente y me agradeció que le hubiera dado un hijo.
Al día siguiente, regresó cargado de regalos: ropa china para el bebé, un relicario de plata y una preciosa manta de seda. Dijo que el niño debía parecer chino cuando se lo enseñara a su madre. Se tenía que notar que pertenecía a una familia acaudalada.
Lo levantó, se lo acercó a la cara y le dijo:
—Tu abuela te ha estado esperando con impaciencia. Hacía ofrendas diarias. Tenía miedo de que sólo le nacieran nietas.
Las palabras de Lu Shing, que había hablado sin pensar, despertaron de inmediato mi suspicacia y me hicieron sentir mal.
—¿Tu mujer le ha dado una nieta a tu madre?
No se disculpó.
—Hoy es un día para estar felices, Lucía. Olvidemos todo lo demás y alegrémonos de que nuestro destino haya cambiado.
—¿Estás dispuesto a convertirme en tu Segunda Esposa? —le pregunté.
—Estoy dispuesto a intentarlo. Ahora tenemos más posibilidades.
—¿Cómo crees que será la actitud de tu familia conmigo? ¿De afectuosa bienvenida? ¿De tolerancia? ¿De resentimiento? Sé sincero. Está en juego mi felicidad.
—Es posible que nos lleve un tiempo.
Me habló de sus planes para hablarle a su madre y proponerle mi reconocimiento, pero yo no lo estaba escuchando. Durante la última hora no había hecho más que pensar en lo mucho que cambiaría mi vida si me marchaba de la casa de Danner. Allí tenía libertad y no había nadie que gobernara mis actos. Violeta adoraba a Danner y él la adoraba a ella. Además, Danner, Paloma Dorada y yo teníamos una buena amistad, basada en la confianza mutua.
—Prefiero seguir como hasta ahora —le dije a Lu Shing—. Puedes darme la posición que quieras en tu familia, siempre que Violeta y nuestro hijo también sean aceptados y reconocidos como hijos míos. Pero yo seguiré viviendo aquí, en casa de Danner.
Lu Shing pareció aliviado y en seguida volvió a hablar de la posibilidad de conseguir la aprobación de su familia cuando les enseñara a nuestro hijo.
—Quiero que nuestros dos hijos sean aceptados como miembros de la familia Lu —le dije—. Mientras tanto, serán considerados hijos de Danner, y tendremos certificados oficiales estadounidenses para demostrarlo. E incluso cuando sean aceptados, seguirán viviendo conmigo.
—Nuestro hijo tendrá que pasar algún tiempo con sus abuelos, sobre todo en las ocasiones importantes, para que quede establecida su posición legítima dentro de la familia.
—¿Y Violeta?
—Intentaré que la admitan y la traten bien. Pero no puedo cambiar el modo en que mis padres consideran al hijo primogénito de la próxima generación.
Jamás habría aceptado un arreglo semejante dos años antes. Pero ahora me daba cuenta de que sólo por estupidez o por orgullo habría querido imponer mi presencia a la familia de Lu Shing, arriesgándome a sufrir su rechazo. Mi propuesta no era una concesión, sino lo que verdaderamente deseaba. Podía renunciar a mi rencor y Lu Shing ya no tendría que ocultarme nada. Ese día se acostó en mi cama con nuestro hijo entre los dos. Me habló con afecto y me dijo todas las palabras tiernas que no le oía decir desde hacía un año. Pensaba comunicarle a su familia que iba a dividir su tiempo entre su casa y el otro hogar que tenía conmigo en el pasaje Floral Oriental. Pese a nuestra animada charla acerca del futuro, yo era realista. Era posible que sus padres no aceptaran a nuestro hijo como su legítimo heredero, pero no me importaría que así fuera porque yo seguiría teniendo a mis dos niños. Quizá me llevara otra decepción con Lu Shing, pero ya no dependería de él para ser feliz. Danner era mejor marido de lo que Lu Shing podría ser jamás y mucho mejor padre de lo que nunca había sido el mío.
Cuando Lu Shing se marchó, le conté a Danner mis planes.
—No ha querido quedarse aquí en calidad de segundo marido —le dije bromeando—, así que tú seguirás siendo el primer marido y yo la Primera Esposa, y nuestra familia estará compuesta simplemente por Violeta, el bebé y nosotros dos. Lu Shing vendrá a visitarnos como antes. Puede ponerle al bebé el nombre chino que quiera, pero su nombre americano será Teddy Minturn Danner.
Danner estaba tan emocionado que se puso a sollozar hasta quedarse sin aliento.
A la mañana siguiente, Lu Shing llegó temprano, cuando Danner, Violeta y yo estábamos desayunando. Me di cuenta de que estaba impaciente por ver a su hijo.
—Está durmiendo y no podemos molestarlo —le dije.
Entonces me pidió para hablar en privado.
Cuando salimos al jardín, me di cuenta de que mis sentimientos hacia él habían cambiado. Ya no lo necesitaba para ser feliz, ni para tener un hogar o un futuro. Me había liberado mentalmente y podía verlo tal como era: un hombre del que había estado enamorada y al que era posible que aún quisiera, aunque no lo sabía con certeza. Me pregunté si notaría la diferencia en mí.
—Mi madre ha aceptado ver a nuestro hijo —me anunció—. Le he dicho que tiene muchos de los rasgos de la familia Lu y que no me cabe la menor duda de que pertenece a nuestro linaje. Le dije que desde el primer momento me miró fijamente y me reconoció como su padre.
Su mentira me hizo reír.
—También le he dicho que se llama Lu Shen —prosiguió—. Shen significa «profundo». Habría querido elegir el nombre contigo, pero no tenía tiempo. Vi la oportunidad de hablarle a mi madre cuando no había nadie más en casa que pudiera oírme.
—Ciertamente, no puedo criticarte por haberle puesto un nombre chino porque yo ya le he elegido su nombre americano. Se llama Teddy Minturn Danner. «Teddy», y no «Theodore». No es un diminutivo. —Los dos nombres elegidos por separado eran la señal de la distancia que se había abierto entre nosotros—. Ahora me doy cuenta de que nunca te he preguntado qué significa Shing, tu nombre.
—«Realización» —dijo él—. Parece una burla porque nunca he realizado nada, ni contigo, ni con mi familia. He fracasado como artista, pero mi hijo compensará todas mis frustraciones y algún día será la cabeza de una gran familia.
Esas últimas palabras fueron como una dosis de opio para mi alma.
—¿Cuándo quiere verlo tu madre?
—Esta noche. Está ansiosa. Será mejor que lo lleve yo solo. Si lo acepta como nieto, se lo presentará a mi padre, y si él está de acuerdo, les diré que es necesario que te reconozcan a ti como su madre.
—¿Qué haremos si se niegan a reconocerme?
—Tú y yo lo criaremos fuera de la familia. Pero en ese caso no sería el hijo legítimo de una familia china y no tendrá derecho a su posición social ni a su herencia, y yo no quiero eso para él.
Le pedí que me dejara pensarlo unas horas y le aseguré que esa misma noche le comunicaría mi decisión y le diría si podía llevarse al niño sin mí.
Corrí a pedir consejo a Paloma Dorada y a Danner. Les dije que la familia de Lu Shing podía rechazarlo y que también era posible que lo aceptara a él, pero no a mí. Pasamos el día entero hablando, sopesando las posibilidades y reflexionando juntos. Sin embargo, si me daban consejos que se apartaban de lo que yo quería, no los escuchaba. Mi mayor deseo era que mis dos hijos, Violeta y Teddy, fueran reconocidos y tuvieran todas las oportunidades posibles para vivir la vida que ellos mismos eligieran.
Cuando Lu Shing se presentó esa noche, yo ya tenía a Teddy preparado y envuelto en su mantita. El padre de mis hijos venía acompañado de una nodriza, que traía un pijama de seda para el bebé. Lu Shing me abrazó con gratitud y me declaró su amor. Me dijo que al día siguiente por la tarde me devolvería a Teddy y que ni siquiera tendría tiempo de echarlo de menos. Deposité un beso en la carita dormida de mi bebé y lo dejé marchar.
No pude dormir, pensando en lo que sentiría la madre de Lu Shing cuando viera a Teddy. Imaginé lo peor, su cara de disgusto. Danner me hacía compañía e intentaba distraerme, contándome anécdotas del tocayo de mi pequeño Teddy. Le expresé mi preocupación de que todo fuera inútil y le agradecí que enumerara las razones por las que podía confiar en el éxito de Lu Shing. Empezó por la desesperada necesidad de la abuela de ver por lo menos un nieto antes de abandonar este mundo. Dijo que probablemente la señora sería indulgente con Lu Shing porque era su primogénito. Me habló de numerosas familias conocidas por la mezcla de razas. Y para terminar, dijo que Teddy era demasiado guapo para que su abuela lo rechazara.
A las nueve de la mañana, llegó el culi de Lu Shing, con el sobre habitual, dentro de una bolsa de seda.
Querida Lucía:
Nuestras esperanzas están próximas a hacerse realidad. Mi madre está encantada con él. Lancé un grito de alegría y seguí leyendo. Confía en poder convencer a mi padre de que acepte a nuestro hijo como su nieto. Hablará con él mañana, cuando vuelva a Shanghái. Ahora le gustaría pasar más tiempo con el bebé, pues dice que de ese modo le será más fácil encontrar las palabras justas para superar los obstáculos cuando hable con mi padre. Debemos tener paciencia un día más.
No me gustó que la madre de Lu Shing se quedara a Teddy otro día. Ya me había costado mucho pasar una sola noche sin él. Me pregunté si debía enviarle una carta a Lu Shing para pedirle que me trajera al bebé. Después de todo, si su madre estaba tan encantada con su nieto como él decía, seguiría encantada cuando volviera su marido. Finalmente, le envié una nota en la que le pedía que me devolviera a Teddy.
Por la tarde, cuando lo esperaba de vuelta con mi hijo, recibí una respuesta a mi mensaje:
Mi querida Lucía:
Cada vez son más los signos esperanzadores. Mi madre le ha enviado un mensaje a mi padre y él ha anunciado que volverá antes de lo previsto. Estará en casa esta misma noche.
Debí alegrarme de que estuviéramos haciendo progresos, pero no era feliz sin Teddy en mis brazos. Tendría que haber insistido en ir con él. ¿Lo estarían zarandeando demasiado? ¿Lo dejarían dormir? De pronto, otro pequeño temor, molesto como un grano de arena, empezó a reptar bajo mi piel. ¿Me lo devolverían? El grano de arena se me metió en el ojo y me puse tan nerviosa que salí a la calle y empecé a recorrerla sin parar, arriba y abajo. Danner no podía seguirme sin quedarse sin aliento. Al final, me sugirió que fumara un poco de opio para quitarme de la cabeza algo que de momento no podía cambiar.
A la mañana siguiente, Lu Shing envió un mensaje con más noticias positivas:
Mis hermanos y sus esposas han visto al bebé y también están encantados. A ellos también les ha parecido que tiene los rasgos de la familia. Mi padre está tan feliz con su nieto que ya ha empezado a hablar de su futuro. Todos los obstáculos están cayendo y cada vez tenemos más libre el camino.
Sentí que no podía celebrar esa victoria mientras no volviera Lu Shing con mi hijo. Danner y Paloma Dorada intentaron distraerme de mis preocupaciones, hablándome de todos los privilegios de que gozaría Teddy. También me advirtieron que tendría que inculcarle valores para que no se convirtiera en un burócrata corrupto. Mientras tanto, Danner hacía saltar a la pequeña Violeta sobre su barrigota, cantándole una cancioncilla infantil y levantándola por encima de la cabeza cada vez que llegaba al final de una estrofa. Teddy regresaría por la tarde.
Por la noche, yo estaba frenética. Lu Shing aún no había llegado. Si se había retrasado, tendría que haberme enviado una nota con una explicación. Me puse a repasar todo lo que podía haber pasado, como por ejemplo que Teddy hubiera caído enfermo y no quisieran decírmelo. O tal vez que el padre de Lu Shing hubiera cambiado de idea y su madre quisiera conservar al bebé más tiempo con ellos para hacerle reconsiderar su postura. O también que la esposa de Lu Shing se hubiera puesto en contra y fuera necesario más tiempo para vencer su oposición. Pero ninguno de esos temores era peor que la realidad.
A última hora de la noche, el culi me entregó una nota escrita apresuradamente.
Mi querida Lucía:
No sé cómo contarte lo que ha sucedido…
Los padres de Lu Shing habían decidido quedarse a Teddy. Se negaban a reconocerme como su madre y lo consideraban hijo de la esposa de Lu Shing. Cuando se lo habían comunicado a él, su madre ya se había llevado al bebé. Ignoraba su paradero.
Si supiera dónde está, ya te lo habría llevado, Lucía, y ahora estaría en tus brazos. Estoy asqueado por todo lo sucedido e imagino tu horror.
Después me contaba que su familia lo había amenazado, diciéndole que si hacía el menor intento de volver a verme alguna vez, no le permitirían ver a Teddy nunca más.
Yo estaba temblando y no conseguía entender lo que leía en la carta. Bajé corriendo la escalera, pero el culi ya se había ido. Salí a la calle y corrí por el camino de Nankín, maldiciendo y llorando. Cuando finalmente volví, dos horas más tarde, Danner y Paloma Dorada estaban sentados a la mesa con expresiones sombrías. Habían leído la carta varias veces, intentando interpretar de todas las maneras posibles el significado de cada frase.
—Es un secuestro —dijo Danner—. Lo primero que haremos será ir al consulado de Estados Unidos.
Pero unos segundos después, el terror le transfiguró la cara. Con todo el nerviosismo y la emoción de estar a punto de lograr la aprobación de la familia Lu, habíamos olvidado inscribir a Teddy en el consulado como hijo de Danner y mío. ¿Cómo íbamos a denunciar la desaparición de un bebé que ni siquiera figuraba en los registros? Además, era muy posible que Lu Shing ya lo hubiera inscrito ante las autoridades chinas.
Me quedé tres días en cama, sin comer ni dormir, mientras Paloma Dorada y Danner se ocupaban de Violeta. Repasé minuciosamente todo lo sucedido. Había presentido el peligro. Tendría que haber acompañado a Lu Shing, al menos en el coche hasta su casa. Tendría que haber contratado otro coche para seguir al culi. No podía dejar de pensar que probablemente Lu Shing estaba al tanto del plan de sus padres desde el principio. Por fin se había librado de mí, su problema, la chica americana que nunca podría entender lo que significaba ser chino. No sentía nada por mí ni por la pequeña Violeta.
Danner sufrió casi tanto como yo. La presencia del pequeño Teddy había sido como recuperar un poco a su compañero muerto, y ahora sentía que los había perdido a los dos. Ya no comía insaciablemente, sino que apenas probaba bocado. Paloma Dorada se dispuso a encontrar a Teddy y me aseguró que lo conseguiría. Se dedicó a indagar entre sus amigas de las casas de cortesanas para ver si alguna conocía a un hombre llamado Lu que trabajara en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Sin embargo, le dijeron que había miles de hombres con ese apellido.
—¿En qué sección del ministerio trabaja? —le preguntaban.
—Últimamente hay muchos extranjeros que presentan reclamaciones contra la administración —le decían, desconfiadas—. ¿Cuál es tu propósito? ¿Para qué lo buscas?
Cuando me recuperé lo suficiente para levantarme de la cama, lo primero que hice fue estrechar a la pequeña Violeta contra mi pecho por miedo a que ella también desapareciera. Se retorció para que la soltara y entonces la dejé en el suelo. Andando torpemente, se acercó a una pila de libros y la derribó. Me miró, buscando aprobación, y yo hice un esfuerzo para sonreírle. Para ella no existían el odio, ni la traición, ni la falsedad en el amor.
Un mes después de perder a Teddy, Danner se levantó de la mesa del comedor con un gruñido, quejándose de indigestión. Se fue a la cama a las diez de la noche y no volvió a despertarse.
Yo tenía el corazón demasiado maltrecho para sentir el agudo dolor de su muerte. Ya no me quedaba lugar para el sufrimiento y me negué a comprender lo que significaba su pérdida. Pero con el paso de los días, el lacerante vacío de su ausencia se fue haciendo cada vez más grande. ¿Dónde estaba el hombre que me había entregado la plenitud de su corazón, su compasión y su amor, el que me había acompañado en mis esperanzas y en mis derrotas, en mi furia y en mi tristeza? Danner había hecho de mí una mujer decente y le había dado a Violeta el privilegio de ser hija legítima. Me había equipado con una coraza para ser valiente y seguir adelante. Había sido el padre que me habría gustado tener, y me daba pena no habérselo dicho nunca. Nosotros éramos la pequeña familia que él siempre había querido. Le pertenecíamos, y él nos pertenecía a nosotros y lo sabía.
Cuando fui al consulado de Estados Unidos a informar de su muerte, descubrí que me había dejado en herencia todas sus propiedades: la casa, las pinturas, los muebles y todas las borlas y los pompones. Había sido su esposa y me había convertido en su viuda. Pero Danner tampoco había olvidado a Paloma Dorada. Había abierto una cuenta bancaria a su nombre, en la que había ido ingresando durante todos esos años el importe del alquiler que ella le pagaba. Paloma Dorada quería seguir pagándome la renta para poder quedarse en la casa y recibir a sus clientes; pero yo le dije que podía quedarse como invitada, y ella me respondió que yo era mejor que una hermana.
Aunque había heredado la casa, teníamos muy poco dinero para los gastos diarios y ya habíamos usado la mayor parte de las reservas para pagar el funeral. La venta de cuadros era la única fuente de ingresos de Danner. Solía vender uno o dos al mes y sólo después de una larga deliberación para determinar cuáles eran los más prescindibles. Llevé varias pinturas a una galería y me dijeron que no valían prácticamente nada. Como no podía permitir que los cuadros de Danner cayeran en manos de estafadores, me los llevé a casa y les dije a los sirvientes que no tenía dinero para pagarles. Dos de ellos se marcharon, pero la niñera y el culi se quedaron. Dijeron que les bastaba con disponer de casa y comida, e incluso se ofrecieron para conseguir provisiones a precios muy inferiores de los que pagaría un extranjero. Se lo agradecí sinceramente, pero todos sabíamos que no hacíamos más que aplazar lo inevitable. ¿Adónde irían entonces? Recorrí la casa haciendo un inventario de lo que podía vender: el sofá, el sillón grande con el cojín hundido, la mesa, la lámpara… Iba sorteando las pilas de libros que ocupaban el suelo y se amontonaban sobre la repisa de la chimenea, adornada con profusión de borlas y pompones. Libros y borlas. Me dije que el despilfarro de dos manirrotos serviría ahora para mantener a dos mujeres frugales.
Al principio, decidí vender solamente los libros que no pensaba leer nunca: obras sobre los beneficios médicos de las sanguijuelas, tablas de mareas y tratados sobre la mecánica de los instrumentos musicales y la densidad de los líquidos. Pero esos libros resultaron ser también los que nadie quería leer. Entonces tuve que deshacerme de los más fáciles de vender entre los británicos y los norteamericanos que acababan de llegar a Shanghái. Las historias de la navegación, las biografías noveladas de los grandes capitanes británicos y un atlas geográfico tuvieron un éxito asombroso. Cuando limpié el suelo de libros, empecé a vender los que se alineaban en las estanterías. Según mis cálculos, tardaríamos seis meses en quedarnos sin blanca, o incluso menos, si los libros que quedaban no tenían demanda. En todas las librerías preguntaba por un cliente llamado Lu Shing, explicando que había localizado un libro que le interesaba. Siempre llevaba conmigo una estilográfica con la punta afilada por si lo encontraba. Tenía pensado rajarle la cara, si no me llevaba a donde estaba Teddy, para que llevara bien a la vista la marca de su vergüenza.
Paloma Dorada y yo hicimos una lista de todas las maneras posibles de ganar dinero. Ella podía enseñar inglés y chino, y yo, hacer de guía para mostrar «los misterios de Shanghái» a los visitantes occidentales. Dejamos octavillas en los comercios y clubes americanos, y pegamos anuncios en las paredes, cerca del consulado de Estados Unidos. Mientras tanto, yo visitaba las galerías de arte en busca de cuadros con nubes de tormenta, montañas y un valle verde, largo y estrecho. Todos los días recorríamos las calles de la Concesión Internacional en busca de lugares donde promocionar nuestros servicios y nos prometíamos que no nos daríamos por vencidas, pese al creciente número de personas que atestaban la ciudad. Danner me había dicho que la población había alcanzado ya el millón de habitantes, duplicándose en poco tiempo. Muchos de los hombres que veíamos en el Bund, por el camino de Nankín y en otras zonas de la Concesión Internacional, eran chinos adinerados, vestidos con trajes occidentales y bombines como el de Lu Shing. Cada vez que divisaba a uno, apretaba el paso para darle alcance y verle la cara. Cuando volvía a casa, estaba exhausta, pero nunca derrotada.
Todo ese esfuerzo nos sirvió para descubrir que ningún extranjero estaba interesado en aprender chino, excepto los misioneros, que ya tenían sus propios profesores. Encontré a algunos hombres estadounidenses dispuestos a contratar una visita guiada por Shanghái, pero todos nos tomaron por prostitutas y supusieron que les ofreceríamos además una visita guiada por los misterios de los genitales femeninos.
Un día caluroso, un hombre que me vio colgar un anuncio de nuestros servicios de visitas guiadas, me preguntó dónde había un pub. Le sugerí que fuera al Club Americano.
—Hay demasiados esnobs —respondió.
Le mencioné las tabernas del Bund. Me dijo que eran demasiado bulliciosas y que siempre estaban llenas de marineros borrachos. Quería un pub pequeño, que le recordara el que solía frecuentar en su ciudad.
—Siempre dicen que en Shanghái hay de todo —se quejó—, pero aún no he encontrado un lugar donde un hombre pueda beber una jarra de cerveza con sus amigos, fumar un buen cigarro y cantar viejas canciones al lado de un piano.
—Si lo que busca es un sitio hogareño, conozco el lugar adecuado. Se inaugura la semana próxima.
Le escribí el nombre y la dirección: «Danner’s Pub, pasaje Floral Oriental, 18».
Cuando volví a casa, Paloma Dorada se puso a dar saltos de alegría al oír la noticia.
—¡Por fin! —exclamó y en seguida preguntó—: ¿Qué es un pub?
—Sea lo que sea —dije yo—, nosotras podemos hacerlo.
El pub de Danner fue cobrando forma a lo largo de los meses siguientes, con las sugerencias y las quejas de nuestros primeros clientes. Abrimos la primera semana con una mercancía patética: cerveza, puros baratos y un whisky tan malo que quemaba las entrañas. Nuestra principal baza resultaron ser nuestras canciones sentimentales. Le agradecí interiormente al señor Maubert que hubiera intercedido para que me cortaran los meñiques supernumerarios, ya que de ese modo había podido recibir clases de piano. Encontré junto al piano montones de partituras, la mayoría de baladas románticas. Cuando un cliente me solicitaba una canción que no teníamos, le pedía que me escribiera el nombre en una libreta y le prometía que a la noche siguiente la cantaríamos. Por la mañana, Paloma Dorada y yo recorríamos los anticuarios y las casas de empeño en busca de partituras. A veces teníamos éxito. Nuestros clientes también mencionaban sus preferencias en cuanto a whisky, cerveza y cigarrillos, y nosotras invertíamos cada día los beneficios de la noche anterior en la compra de licores y puros de mejor calidad, que vendíamos a precios cada vez más altos. Apliqué las técnicas memorísticas de mi madre para recordar los nombres de los clientes y darles personalmente la bienvenida cada vez que nos visitaban. Me reservaba un momento para hablar brevemente con cada uno de ellos y hacerlos sentir como en casa:
—¿Has recibido otra carta de tu novia? ¿Se ha recuperado tu madre de la indisposición?
Me compadecía de sus dificultades, les daba la enhorabuena cuando triunfaban y les deseaba buena suerte. Me daba cuenta de que esos pequeños gestos eran los que hacían regresar a nuestros clientes al día siguiente y muchos días más. Al cabo de seis meses, estábamos saturadas de trabajo. En otra calle encontramos una casa con los salones de la planta baja en alquiler. Tampoco nos fue difícil encontrar un piano de segunda mano y músicos sin trabajo. A nuestro segundo negocio lo llamamos Lulu’s Pub.
Descubrí que el apetito de éxito de Paloma Dorada era insaciable. La calidad del brandy, el oporto y los licores que vendía iba en aumento, como también los precios que cobraba. Ganábamos mucho dinero, pero ella nunca se daba por satisfecha. Decía que había otras oportunidades y que quienes se movieran con rapidez podían hacer grandes fortunas. Lo sabía porque solía escuchar a nuestros clientes occidentales mientras hablaban de negocios. Tenía un gran talento para escuchar conversaciones ajenas. Nuestros clientes no sospechaban que una mujer china pudiera dominar lo suficiente el inglés como para entender sus coloquios, y ella sabía mantener la sonrisa constante de quien no entiende nada de lo que se dice a su alrededor, de manera que se volvía invisible para ellos.
De ese modo, escuchando sus conversaciones, concibió la idea de abrir un pequeño club social donde los hombres de negocios pudieran reunirse en un ambiente más elegante y tranquilo que el de una taberna. También sería más discreto que el Club Americano y otros lugares donde todo lo que se decía y hacía era de dominio público. No nos fue difícil alquilar unos salones en una casa más señorial. Había muchos locales vacíos, abandonados por empresarios que habían llegado con grandes ideas y habían quebrado. Decoramos las salas con sofás, sillones, mesitas redondas cubiertas con tapetes, tiestos con palmeras, detalles de latón reluciente y suelos de mármol. Los mejores cuadros de Danner adornaban las paredes. Los otros se habían quedado en poder de un marchante, un hombre honesto que había sido amigo de Danner y que nos ayudaba a venderlos de uno en uno y a buen precio. Lo llamamos «Club de la Paloma Dorada». Además de buenos licores, servíamos té. En lugar de interpretar al piano melodías tradicionales para que las cantaran los clientes, contratamos a un violinista y a un violonchelista, que tocaban piezas de Debussy. Disponíamos de pequeñas salas privadas en alquiler, donde los hombres podían reunirse para hacer negocios y cerrar acuerdos. Como anfitriona de un club elegante, vestía con sobriedad, pero a la última moda. Lo mismo que en nuestros pubs, recibía a nuestros «invitados» —como los llamábamos— saludándolos por sus nombres. Paloma Dorada contrataba a los camareros y se ocupaba de que dominaran el oficio. Controlaba cuánto licor servían en cada copa (una medida y un chorrito más) y se fijaba en las preferencias de cada invitado y en lo que pedía para poder ofrecerle lo mismo la vez siguiente y sentarlo a la misma mesa.
Paloma Dorada ocupaba su puesto en las salas privadas, donde estaba siempre alerta. Se llevaba las copas vacías y regresaba con otras limpias, que procedía a llenar. Entre esos clientes más adinerados, los secretos eran más lucrativos. Allí nos enterábamos de los negocios que disfrutaban de una repentina marea de éxito y de los que se hundían sin previo aviso, y averiguábamos las razones de que así fuera. Sabíamos que algunos bancos recibían información anticipada para quedarse con la mejor parte de los beneficios y conocíamos los mecanismos que empleaban. También llegaban a nuestros oídos algunas maquinaciones ilegales, como la que involucraba a empleados de cuatro empresas diferentes que habían inflado sus cifras de ventas para atraer a inversores ingenuos. Y de ese modo aprendimos a reconocer los tratos fraudulentos.
—Tenemos más información para ganar dinero que la mayoría de la gente —decía Paloma Dorada—. Sólo nos falta decidir qué negocio queremos iniciar para poder utilizarla.
No tardamos mucho en pensárnoslo.
En Shanghái, había muchas cosas que tanto los chinos como los occidentales podían comprar, pero las compraban en diferentes comercios. Si abría sus puertas una lujosa peluquería para occidentales, al poco tiempo se inauguraba otra para chinos adinerados. Un salón de belleza para mujeres occidentales no tardaba en encontrar eco en un salón similar para señoras chinas de clase alta. En otras palabras, todo lo que estaba de moda entre los occidentales encontraba un mercado inmediato entre los chinos acaudalados. Cuando abrimos El Club Dorado para clientes chinos, descubrimos que allí se esfumaba la ventaja secreta de Paloma Dorada. Los huéspedes chinos sabían que ella los entendía y evitaban hablar de sus asuntos confidenciales en su presencia. Yo, por mi parte, no sabía suficiente chino para entender sus secretos, hasta que aprendí el arte del momo, que consistía en quedarme callada y memorizar todo lo que oía. Paloma Dorada recibía a los huéspedes, yo escuchaba sus conversaciones y después recitaba lo que lograba recordar. El primer día sólo pude repetir las frases más utilizadas: «¿Cuándo regresaste?», «¿Cuándo te vas?», «¡Eso es una tontería!». Pero en menos de un año ya entendía la totalidad de casi cualquier conversación de negocios. A eso había que añadir un amplio vocabulario de animales, flores y juguetes, aprendido de Violeta, que a los cuatro años hablaba inglés mezclado con el chino que asimilaba de su niñera. Hablaba los dos idiomas como si fueran uno solo.
Si un huésped buscaba una alianza de comercio exterior con una empresa estadounidense, Paloma Dorada mencionaba a nuestros clientes chinos la oportunidad de «una nueva relación de amistad». Yo hacía lo mismo con los clientes occidentales, y de ese modo, los clubes gemelos se convirtieron en proveedores de las piezas de rompecabezas necesarias para triunfar en el comercio exterior. Los pequeños éxitos de nuestros clientes suponían para nosotras un pequeño regalo, y los éxitos más sonados, una suculenta recompensa. Con el tiempo, decidimos cobrar honorarios y asegurarnos un porcentaje de los beneficios. Paloma Dorada seguía inquieta como siempre y me contagiaba a mí su inquietud. Cuanto más ricos eran los clientes, más emocionantes eran los negocios y mayores las perspectivas de ganancias.
—Si queremos atraer a hombres más ricos —me dijo un día—, deberíamos abrir una casa de cortesanas de primera categoría. Conozco una de muy buena reputación, cuya madama está dispuesta a vender el negocio.
Dos años después, inauguramos una casa que combinaba los dos lados de nuestro negocio: un club social para occidentales y una casa de cortesanas para chinos. La llamamos «Casa de Lulú Mimi», en chino, y «Oculta Ruta de Jade», en inglés. La ruta era el camino para que ambos mundos llegaran a encontrarse en un mismo terreno.
—Dentro de diez años —le dije yo en broma a Paloma Dorada—, habrás comprado diez países, y dentro de veinte años, serán cuarenta. Eres insaciable. Tienes la enfermedad del éxito.
A ella le gustó oírlo, pero respondió:
—De momento me doy por satisfecha. Necesitaba volver a mi pasado y cambiarlo. Hace diez años, tuve que marcharme de una casa de cortesanas con la cara destrozada. Ahora soy la dueña de una de las mejores casas de Shanghái. Y para que esto sea un éxito, sólo me falta convertirme en una mujer tranquila, despreocupada y tal vez incluso un poco perezosa.
Yo no estaba tranquila, ni era despreocupada, por lo que tuve que hacerme cargo de una parte de su trabajo. Al cabo de una semana, cuando Paloma Dorada vio mis ojos hundidos por la falta de sueño, me prometió que se volvería un poco más activa. Creo que sólo se proponía hacerme notar lo mucho que había trabajado hasta ese momento. Desde entonces, siempre lo tuve en cuenta.
Entre el té de la tarde y las fiestas nocturnas, yo jugaba con Violeta, le contaba cuentos, la bañaba, le cantaba canciones en chino y en inglés, y le decía lo mucho que la quería mientras la acostaba, la arropaba y esperaba a que se durmiera. Eran nuestros hábitos de amor y ella podía confiar en que nunca los olvidaría. Su niñera la cuidaba por las mañanas, cuando yo aún estaba durmiendo. De vez en cuando yo me echaba un amante, pero tenía la precaución de escoger siempre hombres inferiores a mí en dinero, poder o capacidad intelectual. Tras poner a prueba a mis candidatos, como había hecho con mis jóvenes estudiantes, conservaba a los que tenían experiencia y desechaba a los que carecían de ingenio y sentido del humor. Los utilizaba de manera egoísta y codiciosa, sin la menor contemplación por sus sentimientos. Me permitía sentir la excitación de los prolegómenos y la complacencia de los impulsos satisfechos, pero nunca la embriaguez del enamoramiento. Tampoco aceptaba preludios que pudieran ser interpretados como pruebas de amor. Mi amor pertenecía únicamente a Violeta, que con cuatro años se había convertido en una niña vivaz y caprichosa. Yo me alegraba de que fuera así porque nunca tendría que encerrarse en sus pensamientos.
Más o menos por esa época, descubrí que el corazón también puede comportarse como un niño caprichoso y que es preciso dominarlo. Cuando se me aceleraba indebidamente, sabía que había llegado el momento de sacar de su escondite los aborrecidos cuadros dejados por Lu Shing. Pasaba largo rato contemplando el retrato que me había pintado cuando yo empezaba a sufrir la incertidumbre, pero aún quería confiar en él, o tal vez me aferraba a una esperanza vana. Miraba el cuadro de cerca y penetraba en aquellas grandes pupilas oscuras, el portal del alma de una jovencita estúpida que amaba al pintor. Dentro de esas brillantes pupilas negras, Lu Shing había visto un espejo de sus deseos y mi voluntad de satisfacerlos, convirtiéndome en quien él quería que fuera. Después estudiaba la segunda pintura, El valle del asombro, siempre con el disgusto de haber creído alguna vez en la ilusión de mi auténtico yo, esa pureza interior que me exigía la preservación de mis cualidades originales. No sabía cuáles podían ser esas cualidades, pero estaba decidida a defenderlas para que nadie las alterara ni influyera en ellas. Sin embargo, había dejado que Lu Shing las modificara. ¡Con cuánta facilidad me había olvidado de mí misma! Había permitido que la ilusoria sensación del enamoramiento fuera mi guía, determinara mi camino en la vida y me dirigiera hacia un valle dorado que no existía, hacia una ciudad al otro lado del mar. Había viajado a ese lugar imaginario y había estado a punto de perder la cabeza, el corazón y el alma. Pero había aprendido a ser más lista que el amor. Aún conservaba la determinación de encontrar a Teddy. Sabía que era legítimamente mío, pero cada vez que pensaba en él, sentía un odio asesino y no el dolor de haber acunado alguna vez a un bebé que me reconocía y me sonreía. Cuando intentaba recordar su carita, sólo conseguía ver el rostro de Lu Shing mientras contemplaba a su hijo, y tenía que arrancarme el recuerdo de la memoria.
La única persona a la que me entregaba sin reservas era Violeta. Yo era su constante, la que marcaba las horas del alba y el crepúsculo, la que fabricaba las nubes con sólo señalar el cielo, la que volvía caluroso el tiempo al quitarle el jersey y lo volvía frío al ponerle el abrigo, la que descongelaba sus deditos ateridos con la magia del aliento y volvía fragantes las violetas agitándolas bajo su naricita. Yo era la que provocaba sus aplausos cuando le declaraba mi amor a todas horas y en todos los lugares para que supiera lo que yo sentía. Ella era la razón de mi existencia.
Uno de nuestros primeros huéspedes en la Oculta Ruta de Jade fue un hombre de poderoso atractivo llamado Fairweather, nombre que debería haberme servido como advertencia para no acercarme a él[1], como yo misma le dije. Pero él me explicó que era un apodo afectuoso que le habían puesto sus numerosos amigos. Me contó que sus conocidos lo invitaban a sus cenas y fiestas, sabiendo que de no haber sido por el mal estado de sus finanzas, él les habría retribuido su generosidad. Pero algún día, cuando triunfara en Shanghái, les devolvería con creces todas sus invitaciones. Cuando hacía poco tiempo que lo conocía, me confesó que a causa de sus locuras de juventud su acaudalada familia lo había desheredado. Esperaba hacerse rico, o tal vez lograr que su padre lo perdonara, o quizá incluso las dos cosas.
Al comienzo, Fairweather me recordaba al primero de mis jóvenes estudiantes: el dios griego de ojos azules y cabellera oscura. Pero no tardé en encontrarlo mucho más atractivo que los otros hombres de mi pasado reciente. Desde el comienzo me anunció que se proponía hacerme gemir de pasión en la oscuridad de la noche y reír a carcajadas a la luz del día. Al principio me reí, pero de su descaro.
—Veo que me evita, señorita Minturn —me dijo una vez en tono jocosamente solemne—, pero la esperaré como Rousseau esperó a madame Dupin.
Con frecuencia sacaba a relucir ese tipo de referencias históricas, que combinaba con oscuras alusiones y extensas citas de obras literarias, para demostrar que procedía de un ambiente refinado. Sus frases ingeniosas obraban en mí el efecto del opio. Una semana después de conocerlo, le abrí la puerta de mi dormitorio, y para mi desgracia, resultó ser un amante cuyo conocimiento de la naturaleza femenina superaba el de todos los demás. Tenía una disposición infinita para escuchar las quejas de una mujer y las aflicciones de su corazón solitario, y para expresarle después su compasión ilimitada y consolarla entre las sábanas.
Fue así como se enteró de mis pérdidas inesperadas, de las traiciones que atormentaban mi espíritu, de mi sentimiento de culpa por el daño infligido a los demás y de los momentos de soledad autoimpuesta. Supo de la debilidad que me había llevado a enamorarme del emperador de un cuento de hadas. Me consoló por la pérdida de Danner y de Teddy, y por el fin de mi confianza en la gente. Yo le contaba absolutamente todo porque él me daba a cambio las palabras que necesitaba escuchar: «Te han engañado», «Te mereces que te quieran»… Sólo para oírlo decir esas frases, que no eran sinceras, le regalé a manos llenas todos mis secretos, y él, a cambio, me robó lo más valioso que había en mi vida.
SAN FRANCISCO
MARZO DE 1912
LULÚ MINTURN
Antes de que Shanghái desapareciera a lo lejos, yo ya había registrado todo el barco, de la proa a la popa y de babor a estribor. Irrumpí una docena de veces en nuestro camarote con la esperanza de que apareciera Violeta, como en un número de magia. Iba por todas partes gritando su nombre con una voz que se quebraba en el viento. La sola idea de que aún estuviera en Shanghái me provocaba náuseas. Le había prometido que no me marcharía sin ella. Aún podía ver su cara, su expresión de alarma mientras yo me apresuraba a guardar todo en los baúles, pensando en lo que necesitaríamos en nuestro nuevo hogar. Había actuado con despreocupación y ligereza, en parte para aliviar sus dudas y su miedo. Pero no había conseguido calmarla. No estaba tranquila cuando Fairweather se la había llevado.
Intenté convencerme de que Fairweather y ella simplemente habían perdido el barco. Era probable que no hubieran conseguido la partida de nacimiento y el visado necesarios. O quizá no habían llegado a tiempo al muelle. Pero entonces recordé que el culi me había traído una nota en la que Fairweather me anunciaba que ya estaban a bordo y que se reunirían conmigo en la popa del barco. De repente, comprendí que me había enviado esa nota para asegurarse de que me embarcara y me fuera de Shanghái. ¿Qué podía significar eso? Repasé los detalles del engaño. Nos había dicho que necesitaba la partida de nacimiento de Violeta para tramitarle el pasaporte, pero no encontré el documento en el cajón. Era posible que la hubiera robado la última vez que había dormido conmigo. Había tenido múltiples oportunidades de espiarme mientras abría los cajones. Supuse que habría devuelto a Violeta a la Oculta Ruta de Jade en cuanto estuvo seguro de que yo me había embarcado. ¿Qué otra cosa podría haber hecho con ella? ¡Maldito canalla! Imaginé la cara de furia de Violeta y a Paloma Dorada intentando calmarla. Paloma Dorada le explicaría que habíamos sido víctimas de un engaño y le haría saber que yo necesitaba un mes para llegar a San Francisco y otro mes para regresar. Y cuando volviera, aún estaría furiosa conmigo por no haber prestado atención a sus temores y haberla dejado en manos de un hombre que nunca le había gustado y por el que incluso sentía desprecio. Le daría igual que me hubieran engañado o que yo estuviera loca de preocupación. Sólo sabría que la había abandonado.
Cuanto más imaginaba la expresión de su cara, más miedo sentía. De pronto, pensé que algo no encajaba. No era probable que Fairweather hubiera devuelto a Violeta a la Oculta Ruta de Jade porque no querría que nadie se enterara de lo que había hecho. Paloma Dorada habría llamado a la policía y lo habría hecho encarcelar. Para Fairweather, era mejor que todos creyeran que Violeta estaba en el barco conmigo. Pero ¿por qué razón iba a querer quedarse con Violeta? ¿No decía que era una niña malcriada? De repente, lo entendí todo: pensaba venderla. ¿Cuánto pagarían en una casa de cortesanas por una niña bonita de catorce años? En cuanto esa posibilidad entró en mi mente, ya no pude desprenderme del terror de que se materializara. Me dirigí de inmediato a un hombre que vestía uniforme blanco.
—Tengo que hablar en seguida con el capitán del barco —le dije.
Me contestó que él era sólo un camarero. Entonces entré corriendo en el comedor y le pregunté al encargado qué debía hacer para hablar con el capitán.
—Tengo que enviar un mensaje urgente. Mi hija no está en el barco.
Sentía que mi pánico aumentaba por momentos y sólo atinaba a pedir ayuda a todo el que veía con chaqueta blanca. Finalmente vino el sobrecargo.
—Por desgracia, se trata de una situación bastante frecuente. Una persona sube a bordo, su acompañante no llega a tiempo… Pero al final todo se arregla.
—Usted no lo entiende —repliqué—. Es mi única hija y está en manos de un rufián. Le prometí que la esperaría. Ella confiaba en mí. ¡Por favor, necesito enviarle un telegrama!
Me contestó que sólo era posible enviar mensajes relacionados con la navegación o avisos urgentes.
—¡Maldita sea su navegación! ¡Esto es una emergencia! ¿Cómo puede ser tan estúpido? ¡Si no puedo enviar un mensaje, entonces dele la vuelta al barco!
Para entonces, el médico de a bordo estaba a mi lado. Me dijo que en cuanto llegáramos a San Francisco, podría zarpar de inmediato hacia Shanghái.
—¿Me cree imbécil? ¿Piensa que no lo sé? ¿No se da cuenta de que se tarda un mes en llegar a San Francisco y otro en volver a Shanghái? ¿Qué habrá sido de mi hija para entonces? ¡Tengo que volver ahora mismo! ¿Hay un bote salvavidas? ¡Dígamelo! ¿Dónde están los chalecos? Soy capaz de volver a nado si es preciso.
El médico del barco me comunicó que harían todos los preparativos para proporcionarme un bote salvavidas y un marinero que me ayudara a remar, y añadió que mientras tanto debía serenarme y sentarme a beber un té y comer algo, antes de emprender el difícil viaje de regreso.
—Siéntese y meriende —me aconsejó—. Le calmará los nervios.
Y así fue, porque no volví a despertar en dos días.
Me desperté mareada, con unas náuseas terribles y con la horrible sorpresa de constatar que toda esa pesadilla no había sido un sueño. Durante lo que restaba de viaje, repasé mil veces los pormenores de lo sucedido. Era como formar una madeja de lana, tejerla en puntos apretados, destejerla y formar otra vez el ovillo, incansablemente. Veía a Violeta en la Oculta Ruta de Jade, en mi despacho, llorando con Paloma Dorada e insultándome. La veía en una casa de cortesanas, muerta de miedo y a punto de ser deshonrada. Veía su cara mientras Fairweather se la llevaba, llena de temor y de dudas. ¿Qué le había hecho yo? ¿Qué daño le había hecho?
Cuando llegamos a San Francisco, un hombre me estaba esperando en el muelle. Me entregó una carta y se marchó. La abrí y sentí que las piernas se me ahuecaban y se hundían en el suelo. Era una misiva del consulado de Estados Unidos en Shanghái que me anunciaba la triste noticia de que Violeta Minturn Danner había muerto arrollada por un vehículo cuando cruzaba corriendo el camino de Nankín. Varios testigos habían declarado que la habían visto con dos hombres y que se había separado de ellos gritando que la estaban secuestrando. Por desgracia, los hombres habían huido antes de que pudieran ser detenidos.
No podía ser cierto. Tenía que ser otro engaño. ¿Dónde estaba el mensajero que me había entregado la nota? Casi sin poder hablar, me puse a suplicar a todos los que veía a mi alrededor que por favor me llevaran a la comisaría de policía. Tardé veinte minutos en encontrar un coche de alquiler que accediera a llevarme y una vez allí, tuve que esperar media hora a que me atendieran. Durante otra hora más, los agentes intentaron tranquilizarme, y finalmente, una señorita me aconsejó que me dirigiera a una oficina de correos y le enviara un telegrama a Paloma Dorada. Como en Shanghái era plena noche, la respuesta no podía ser inmediata. Me quedé sentada en la calle, junto a la puerta de la oficina de correos, hasta que por fin llegó el telegrama que esperaba.
Queridísima Lulú:
Lamentablemente, es cierto. Violeta murió en un accidente. Fairweather desapareció. El funeral fue hace tres semanas. Te envío carta.
Con cariño,
PALOMA DORADA
Si solamente hubiera perdido a Violeta, el dolor me habría atormentado toda la vida. Pero además sabía que mi hija había muerto sintiendo que yo no la había querido nunca. Sabía cómo era ese sentimiento porque yo misma lo había padecido cuando el amor me había abandonado. Me dolía que hubiera tenido que marcharse de este mundo sufriendo esas heridas. Imaginé su desconsuelo en las últimas horas. No importaba cómo había sucedido, si por accidente, por descuido o a causa de un engaño. Ella habría muerto creyendo que yo la había abandonado. No podía dejar de ver el miedo en sus ojos, amplificado para mí en espanto y en el horror de haberla entregado a cambio de un simple trozo de papel, una falsa partida de nacimiento que iba a permitirme ir en busca del bebé que había tenido en los brazos menos de dos días.
Ella siempre había sido una niña muy observadora, incluso demasiado, como lo había sido yo. Reconocía lo que era falso y lo que era obvio. Con su mirada clarividente, había visto el poder destructor del egoísmo. Lo había visto en mí. Había visto que el egoísmo teñía mi orgullo, mi amor y mi dolor. Yo me sentía con fuerzas para conseguir todo lo que quería, pero había dejado de verla a ella, a pesar de que la tenía justo delante de mí.
Violeta habría pensado que no la quería tanto como a su hermano y que estaba dispuesta a dejarla atrás con tal de reunirme con él. Pero él era el bebé que yo había sostenido tan sólo unas horas entre mis brazos, y ella, la hija que durante catorce años había andado agarrada de mi falda. Había creído equivocadamente que ella siempre estaría a mi lado y que si no le daba un día lo que necesitaba, podría dárselo al día siguiente o incluso al otro. La conocía mucho y la quería enormemente. ¡Pero qué poco se lo había demostrado cuando había empezado a crecer! Me parecía que se estaba volviendo independiente, como yo a su edad, y así justificaba que todo mi tiempo estuviera dedicado a los negocios. Se me había olvidado que a su edad yo no era independiente. Era más bien una niña solitaria, que sufría cada día por no ser tan importante para mis padres como un insecto muerto o un par de zapatillas manchúes rescatadas de un palacio quemado.
Si la hubiese tenido delante, le habría dicho que no era cierto que quisiera más al bebé. Estaba obsesionada con una falsa ilusión que había empezado cuando tenía dieciséis años y que no podía dejar atrás. La ira me impulsaba a exigir que todos mis sueños estúpidos se hicieran realidad. El bebé formaba parte de la ilusión. Pero en ese momento, finalmente, pude renunciar también a él.
Volví a la casa de mis padres. No la habían vendido, ni estaba ocupada por desconocidos, como había imaginado. Había resistido al gran terremoto, tal como me había contado la señorita Huffard en una de sus cartas. Mis padres aún vivían allí y no estaban destrozados, como yo pensaba. Mi madre me cogió suavemente de la mano y se echó a llorar. Mi padre se acercó y me dio un beso en la mejilla. El señor y la señora Minturn habían muerto, según me informó mi madre en un tono que me pareció respetuoso. No dijimos nada de lo sucedido.
Durante meses, vivimos instalados en la rutina. Coincidíamos en la mesa, pero llevábamos vidas separadas. No fingíamos alegría. Éramos amables y considerados, y en esos pequeños gestos, reconocíamos el daño que nos habíamos hecho mutuamente. Una vez sorprendí a mi madre mirándome con ojos trágicos. Todavía cuidaba el jardín, pero ya no la veía retirarse a su estudio para mirar los insectos. Los trozos de ámbar ya no estaban a la vista. Las colecciones habían desaparecido del despacho de mi padre. Yo enterré el recuerdo de la Oculta Ruta de Jade, que me parecía tan poco importante como un montón de arena.
Nuestras veladas eran tranquilas. No había fiestas, ni grandes cenas presididas por mi padre. El señor Maubert aún venía a cenar con nosotros tres veces por semana. Tenía la espalda encorvada y se había vuelto más bajo que yo. Cada vez que tocaba el piano para él, decía que hacía años que no se sentía tan feliz. Se conformaba con poco.
Seis meses después de mi regreso, les dije a mis padres:
—Estuve casada con un hombre muy bueno llamado Danner y tuve una hija, pero los perdí a los dos.
Mientras sollozaba, vinieron hacia mí, me rodearon con los brazos y se echaron a llorar. Los tres sabíamos que estábamos llorando por todo el dolor que habíamos causado y por el que seguiríamos padeciendo.
MARZO DE 1914
Durante dos años, Lu Shing me envió cartas franqueadas desde San Francisco y desde Shanghái. En todas sus misivas, me decía que me había estado esperando en el hotel donde habíamos convenido reunirnos. Me repetía que su sincero propósito había sido llevarme a ver a mi hijo y añadía que su esposa había aceptado que lo viera. Me aseguraba que aún podía llevarme, pero me advertía que su hijo tenía unos lazos emocionales muy fuertes con la familia Lu. Era su heredero e ignoraba que era mestizo.
«Deberíamos ahorrarle la conmoción de descubrir su complicado origen», escribía Lu Shing. Cada vez que llegaba a esa parte de sus cartas, me ponía furiosa. ¿Me creería capaz de herir deliberadamente a mi hijo?
Su vigésima carta, que recibí hace dos semanas, repetía gran parte de lo que me había dicho en Shanghái. Pero esta vez añadía una nueva confesión:
Una vez te dije que nuestros nombres estaban conectados por el destino: Lucía y Lu Shing. Nuestros nombres fueron la señal para reconocernos y un cuadro nos hizo sentir que éramos almas gemelas. Todavía creo que eres parte de mí. Pero por las muchas maneras en que te he fallado, me enseñaste a verme tal como soy realmente. No eliminaste mis dudas, pero me obligaste a ver mis vacilaciones. Querías profundidad de espíritu, pero no te diste cuenta de que yo no tenía nada más que dar. Tú vives en mares profundos y yo floto en la superficie. Temo que esto que es verdad para mi arte, también lo sea para mi carácter. Por fin, llegado a este punto de mi vida, puedo librarme de las dudas y aceptar que soy menos de lo que esperaba ser y muchísimo menos de lo que tú creíste que era. Soy un hombre mediocre, Lucía. No te estaba escatimando nada. Nací pobre de corazón. Lamento que mis defectos te hayan hecho tanto daño.
Le respondí:
El bebé que perdí tenía dos días y se llamaba Teddy. No lo conocí más allá de esas pocas horas que lo tuve en mis brazos. Después de tantos años de buscarlo en vano, al fin me doy cuenta de que el niño que tan desesperadamente deseaba encontrar no existe. Lu Shen no es ese niño. Es tu hijo, es tuyo por completo, como Violeta es del todo mía. Ella es la única hija que he perdido. Es la única por la que lloro y la única que seguiré buscando vanamente a través de los años, aunque haya muerto.