Capítulo 13

Fata morgana

San Francisco

1897

LUCÍA MINTURN

Tres días antes del viaje previsto a los Farallones, el señor Bierstadt nos envió una apresurada nota de disculpa en la que anunciaba su regreso a Nueva York porque la enfermedad de su esposa se había agravado.

—Consunción —dijo Lu Shing—. Es lo que se rumorea y nuestra mayor preocupación.

Mis padres murmuraron palabras amables para el señor Bierstadt y yo lo maldije en silencio. Ya no estudiaríamos las aves, ni haríamos una excursión romántica.

—¿Cuáles son sus planes? —le preguntó mi padre a Lu Shing.

—Mi familia lleva un año preguntándome cuándo regresaré, y ahora finalmente podré darle la respuesta que ansía oír.

China. Iba a meterse otra vez en el libro de cuentos. Las cubiertas se cerrarían y sería el fin de la historia de Lucía y Lu Shing. Hasta ese momento, ni siquiera se me había ocurrido que algún día fuera a emprender la ruta de vuelta en su migración. Ojalá hubiese sabido él lo que significaba para mí y por qué necesitaba yo huir a ese valle verde, fuera lo que fuese y estuviera donde estuviese. Yo vivía en un manicomio lleno de gente sin alma: una madre enamorada del cuerpo de los insectos; una abuela que alimentaba las llamas de la discordia; un abuelo rico y medio ido, y un padre que volcaba todo su afecto en las vulvas voraces de mujeres ajenas a la casa. Ésos eran los lunáticos que ventilaban su superioridad sentados a la mesa mientras mi padre presidía la cena como Sófocles, masticando chuletas de cerdo y dirigiendo debates sobre la absurda fragmentación del arte. Tenía que resistir para que no me cambiaran, ni me humillaran, ni pisotearan mis emociones.

Nuestros nombres: Lucía y Lu Shing. Él había dicho que eran cosa del destino, pero yo lo interpreté mal. No había querido decir que fuéramos a permanecer juntos por obra de esas palabras. El destino nos había unido, como el viento une dos granos de polen en una nube, para después separarlos. Yo me había hecho demasiadas ilusiones a causa de mis paroxismos de emoción. Era una tonta y estaba alterada.

Oí hablar a Lu Shing de su decepción por no poder estudiar con el señor Bierstadt. Mencionó asuntos prácticos. Tenía que pagar la cuenta del hotel y recoger el equipaje del señor Bierstadt, y comprar un billete de barco para Shanghái, preferiblemente por una ruta rápida. Estaba seguro de haber oído que la semana siguiente zarparía un barco. Mi madre me miró y me preguntó si estaba enferma. Yo le dije que sí, agradecida por tener una excusa para levantarme de la mesa antes de que se me arrebolara la cara de pena y vergüenza. Subí rápidamente a mi habitación y me senté a escribir cuanto antes lo que ya estaba perdiendo.

Toda yo estaba contenida en ese cuadro. No encuentro palabras adecuadas para explicarlo. Sólo sé que mi conocimiento de mí misma se está alejando y pronto no quedará nada, excepto estas palabras. Había sentido mi alma y ahora apenas la recuerdo. Había sentido todo lo que de verdadero, puro y fuerte hay en mí, todo lo que de inmutable y original hay en mi ser, por mucho que los demás lo pisoteen y lo ridiculicen. Quise tener al creador de ese cuadro, al hacedor de espejismos. Quise enseñarle mis dudas para que él me enseñara las suyas y así poder encontrar juntos el valle real, no sólo el de la pintura, sino un valle auténtico entre montañas, lejos de este mundo delirante.

Ahora sé que no fue una visión fruto del éxtasis. No hay ningún valle, no existe. Lo que sentí ni siquiera era mi alma. Vi una pintura y quise ver y sentir más que cualquiera de los presentes en la sala. Quise la novedad de un hombre chino, y me convencí de que ese hombre estaba en posesión del saber oriental y de que era capaz de llevarme lejos de mi infelicidad. Era un personaje de un cuento de hadas de mi infancia, alguien que me salvaría y me amaría. Me enamoré del pintor que podía pintarme un lugar donde vivir. Todo ese sentimiento casi ha desaparecido por completo y me ha abandonado, como nos abandona la vida cuando pasa por el valle de la muerte. Pero ¿por qué sigo deseando al pintor? Si ahora estuviera aquí conmigo, me dejaría engañar por el espejismo y levantaría vuelo hacia dondequiera que la lujuria quisiera llevarme.

La sirvienta llamó a la puerta y me sobresaltó, despertándome de mi ensueño. Venía para dejarme un tónico sobre la mesilla de noche. Unos minutos después, entró mi madre en la habitación. Fue toda una sorpresa porque no solía visitarme en mi cuarto. Me preguntó si había contraído una enfermedad. ¿Me dolía el estómago? ¿Tenía fiebre y escalofríos? Era muy extraño que se interesara por mis síntomas. Le dije que sí, que creía tener fiebre, y ella replicó que le preocupaba que contagiara a Lu Shing. El año anterior habían impuesto una cuarentena a todos los asiáticos llegados a San Francisco porque en Shanghái se había declarado una epidemia de peste bubónica.

—Si Lu Shing cae enfermo, podría darse el caso de que alguien sacara conclusiones equivocadas y pusiera nuestra casa en cuarentena.

¡Qué maravillosa perspectiva! ¡Todos encerrados en la casa! ¡Lu Shing y yo encarcelados juntos, y él durmiendo justo encima de mi cabeza! Sentí que la fiebre me aumentaba por momentos.

Mi madre prosiguió:

—Probablemente mandarían a Lu Shing de vuelta a China y lo harían pasar la cuarentena en las bodegas del barco. Sería un viaje de regreso muy incómodo.

Mi fiebre empezó a ceder.

—Me parece que lo mío no es contagioso. Creo que me ha sentado mal el puré de nabos.

—Sea lo que sea —dijo ella—, espero que te mejores para que puedas venir con nosotros el jueves a los Farallones. Tu abuelo ha dicho que no tiene sentido perder el viaje programado. Ya lo ha pagado todo, incluso una merienda con rosbif, como hace veinte años…

Mi recuperación fue milagrosa gracias al tónico de las buenas noticias, que obró sus efectos a tan vertiginosa velocidad que esa misma noche pude bajar a cenar con el resto de la familia y participar animadamente en los planes para la excursión. En determinado momento sorprendí a Lu Shing mirándome, con una sonrisa que interpreté como significativa, aunque todavía poco clara. Yo sólo sabía que el destino estaba entre nosotros y que había hecho virar el barco.

Los momentos de éxtasis se me podían escapar si no me daba prisa. Yo ya sabía que el sexo no nos uniría espiritualmente. Nuestra unión debía ser carnal, pero más prometedora que todo lo que había experimentado hasta entonces con mis otros jóvenes. No necesitaba excusas de barcos con altos mástiles, ni del ascenso de la luna sobre una isla. Iba a superar mi miedo a la humillación, me tendería delante de él y le pediría que gozara de mi cuerpo. Tenía la confianza de una prostituta porque me sabía capaz de triunfar precisamente en esa labor.

A las diez en punto, oí sus pasos y el crujido de los peldaños. Me levanté de la cama en camisón, subí por la escalera en espiral y llamé dos veces a la puerta. Oí su respuesta:

—¿Sí?

Y la acepté como una invitación para entrar en la habitación. Él estaba arriba, en la alcoba. La lámpara de aceite iluminaba el contorno de su cuerpo, pero no me dejaba ver la expresión de su cara. No dije nada y él no me preguntó para qué había venido. Subí a la alcoba y vi que no llevaba puesto nada por encima de la cintura. El resto de su cuerpo quedaba oculto bajo las sábanas. Se apartó un poco y me dejó espacio para que me metiera en la cama. Me tumbé de espaldas y volví la cabeza hacia la estantería de los libros. Aún no estaba preparada para ver su expresión y descubrir lo que pensaba de que me hubiera presentado en su cuarto con tanto descaro y sin que él me llamara.

Vi el libro de calistenia, tal como lo había dejado, intacto. No lo saqué de la librería. No quería que aquellos hombres musculosos y aquellas mujeres de expresiones risueñas se metieran en la cama con nosotros. Oí la sirena de niebla de un barco, seguida de los ladridos de los leones marinos, que eran fútiles reclamos sexuales. Deseé que se comportara como el resto de los hombres y pegara por fin la boca a alguna parte de mi cuerpo.

—No soy virgen —le anuncié— y a mis padres no les importa lo que haga. Lo digo por si te preocupan esas cosas.

Me volví hacia él y lo miré. Su expresión era tranquila, o quizá compasiva o tal vez divertida. Me desabroché el botón superior del camisón para que mi propósito quedara claro. Pero entonces él apoyó firmemente la mano sobre la mía para detenerme. Yo no había previsto algo así. Sentí el calor del sonrojo que se me extendía por el pecho y el cuello.

—Déjame a mí —lo oí decir entonces mientras deslizaba un dedo por la abotonadura del camisón y todos los botones saltaban a un tiempo de sus ojales.

Acercó la cara a la mía y me sorprendí de lo muy chino que me pareció. Por fin podía tocarlo sin preguntarme qué sucedería, ni si era aceptable o permisible. Repasé con las manos la suave pendiente de sus mejillas, la frente, la coronilla, la mandíbula y el mentón, y me asomé a la profundidad de sus ojos oscuros.

—Me marcho dentro de una semana —dijo.

Yo negué con la cabeza, pero él asintió, y con el mismo gesto, sentí que me despojaba de mi camisón. Las ventanas estaban abiertas, el aire era frío y yo estaba temblando. Una mano tibia se deslizó sin prisa por mi cuerpo, siguiendo la redondez de mis hombros y resbalando por un costado mientras sus ojos iban detrás de la mano con la misma calma, pero también con curiosidad, como si estuviera estudiando cómo me habían esculpido, cómo estaban hechas mis curvas y cómo había quedado establecida la longitud de mis brazos o la curvatura de mis orejas. Cerré los ojos. Su mano se movía en círculos leves, lentamente y después con más firmeza, ejerciendo presión sobre el interior de mis muslos. Abrí los ojos y una vez más me asombré de ver sus rasgos chinos. La pasión me embotaba las ideas y difuminaba la luz a su alrededor, por lo que sólo podía distinguir con claridad los detalles de su cara. Cerré los ojos y sentí que me desplazaba las caderas hacia un lugar nuevo para mí. Los abrí, y volvió a aparecer ante mí su maravillosa extrañeza, pero ahora ya lo conocía, tal como conocía el valle del cuadro. Era un conocimiento sin palabras, una familiaridad dichosa. Sentí su miembro, que me bajaba por el vientre: la visión, el tacto y la sensación prohibida de un hombre chino que me pasaba el miembro por mi abertura y después me lo introducía y empezaba a moverse con un ritmo ilícito, mientras yo contemplaba su cara extraña y flotaban por mi mente fugaces pensamientos sobre la diferencia de nuestras razas y la indecencia de unirlas para caer en seguida en el placer de quebrantar un tabú. Cerré los ojos y le pedí que me hablara. Entonces se puso a recitarme en voz baja, con su acento británico:

Barquita, mi linda barquita,

sin mástil, ni palos,

vamos a la orilla,

barca marinera,

déjate llevar.

Abrí los ojos y vi su rostro chino contorsionado en una dolorosa expresión de placer. Entonces me di cuenta de que para él yo también era tabú: una chica blanca y salvaje, excitante por ser prohibida, poco familiar para él, diferente, rara e inusual. Suspiré, satisfecha por encontrarme en ese valle donde podía ser yo misma. Nos miramos a los ojos mientras él murmuraba las palabras que marcaban nuestro ritmo.

Ven conmigo al puerto,

ven sobre las olas,

yo te llevaré

montada en mi polla.

Mi emperador chino cerró los ojos y entonces dijo algo en chino, pero no una cancioncita infantil, sino palabras crudas, mientras se despellejaba contra mí, hasta que nuestros cuerpos se azotaron mutuamente y entonces llegó para mí el tifón y la catástrofe geológica.

Me desperté cuando encendió la lámpara.

—El sol saldrá dentro de una hora —dijo simplemente.

Pronto se reanudaría la vida fuera de la alcoba.

—Deja que me quede un rato más aquí acostada —dije, y me puse a canturrear por lo bajo mientras me acomodaba contra su cuerpo—. Desde que era pequeña, siempre me ha gustado leer —continué, somnolienta y feliz—. Buscaba la soledad, aunque a veces me sentía demasiado sola. Esta habitación me reconfortaba, quizá por tener las paredes curvas. No tenía aristas afiladas. Era igual en todas direcciones. ¿Te has parado a pensar en la redondez de este espacio?

—Me ha supuesto algunos problemas. Me ha preocupado, por ejemplo, la imposibilidad de colgar un cuadro sobre una pared curva. No tengo la propensión al misticismo oriental que quizá tú me atribuyas. Soy un hombre eminentemente práctico.

—¿Qué decías en chino mientras hacíamos el amor?

Rio suavemente.

—Las obscenidades que dice un hombre en la cumbre de la excitación. Chu ni bi.

—¿Qué significan exactamente esas palabras?

—Son bastante vulgares. ¿Cómo explicártelo? Expresan el placer de la conexión entre la parte masculina y la femenina.

—¡Tú no decías eso! ¿El placer de la conexión? ¿La parte masculina y la parte femenina? ¡Eso no es lo que estabas jadeando!

Se echó a reír.

—De acuerdo, tienes razón. Pero no lo tomes como un insulto. Las palabras eran: «Quiero follarte el coño». Muy vulgares, lo reconozco, pero son la señal de que la pasión me había hecho perder la cabeza y olvidar la elocuencia.

—Me gusta que te vuelvas incontrolablemente vulgar —dije.

Pensé en mis otros hombres. La mayoría simplemente gruñía; había uno que se quedaba callado, aunque jadeaba un poco, y otro que invocaba a Dios.

—¿Has dicho esas palabras incontrolables a muchas mujeres?

Lo miré directamente a los ojos para que pensara que se lo preguntaba sólo por curiosidad y no porque sintiera un cuchillo clavado en el corazón.

—No me he parado a contarlas. Es costumbre frecuentar las casas de cortesanas a partir de los quince años, pero yo no iba a menudo, o por lo menos no tanto como me habría gustado. A las cortesanas hay que cortejarlas, llevarles regalos, competir por ellas con otros hombres y padecer sus desaires. Yo no tenía dinero y mi padre no era indulgente conmigo.

No me preguntó por los hombres con los que yo había estado. Fue un alivio para mí, aunque al mismo tiempo deseé que hubiera sentido la necesidad de preguntármelo, como yo sentía la de atormentarme, queriendo creer que no había habido otras mujeres, o al menos ninguna que lo hubiera cautivado por completo.

La noche siguiente volví a subir al mirador, y en esa segunda ocasión caímos más fácilmente en el hechizo de la intimidad. Mientras nos besábamos, cerré los ojos y volví a verlo como un emperador. Pero no imaginaba a otro, sino a él, a la misma cara que tenía junto a la mía. No me sorprendió abrir los ojos y sentir la abrumadora felicidad de verlo. La excitación del tabú se mantenía: un hombre chino que tenía relaciones sexuales con una chica norteamericana. Cuando me penetró, susurró la misma obscenidad que antes y la repitió con cada golpe de las caderas. Estábamos íntimamente unidos en la mutua inconsciencia de nadar en el cuerpo del otro. Me levantó la pelvis y entonces sentí vértigo y perdí todos los sentidos, excepto el que me unía a él sin posibilidad de despegarnos. Pero al final nos separamos y nos quedamos tumbados de lado, frente a frente, con un silencio que se volvía más profundo a medida que crecía la distancia racial.

Aunque me había prometido no esperar nada más que esos pocos días de placer, no podía evitar el miedo a su pérdida inminente. ¿Había pensado él en esa inevitabilidad mientras tocaba mi cuerpo? «¿Me echarás de menos?», habría querido preguntarle. La tercera noche, antes de la excursión a los Farallones, no pude reprimir la pregunta. Se la formulé en la oscuridad, cuando no podía verme la cara. Contuve la respiración, y cuando él me dijo que me echaría mucho de menos, me eché a llorar y lo besé. Después le toqué la cara y sentí la humedad de sus propias lágrimas en las mejillas, o al menos eso creí yo, aunque era posible que lo hubiera mojado con las mías. Las dudas se disiparon cuando atrajo hacia sí mis caderas, se pasó una de mis piernas por la espalda y se hundió en mi interior con una necesidad todavía más acuciante que antes.

En ese preciso instante decidí ir a China, convencida de que ésa era la respuesta a mi malestar espiritual y a mi vida sin amor. Me sentía flotar sobre cumbres de emoción, más eufórica de lo que habría creído posible. El coraje creció en mi interior y venció todos los temores. Por fin podía entregarme a las emociones profundamente y sin restricciones. ¿Cómo iba a encadenar mi alma y encerrarla otra vez en la vida que tenía antes de que él llegara? Sabía que era una locura y una temeridad viajar a China, pero había llegado el momento de asumir riesgos y de enfrentar el peligro, en lugar de aceptar la muerte en vida de la seguridad y el estancamiento. ¿Cómo iba a contenerme? Nuestros cuerpos se movían juntos, remaban al unísono hacia China y se acercaban cada vez más al verde valle del asombro, donde nuestras emociones eran libres y podíamos pasear de la mano de nuestras almas.

Mi madre contrató coches de caballos para llevar hasta el muelle a los pasajeros, que éramos la cantante de ópera, su amante, el señor Maubert y su hermana, mis padres, Lu Shing y yo misma. Nos embarcamos con fardos de abrigos, cestas de comida, cuadernos de apuntes, lápices, acuarelas y una guía de las islas.

Durante la travesía, mi madre se dedicó a impartir clases sobre los animales marinos que podíamos divisar desde el barco.

—¡Las ballenas no son peces, sino mamíferos pensantes como nosotros…! —gritaba al viento, cuyas ráfagas volvían imposible o desagradable escucharla.

Los abrigos de que disponíamos eran más elegantes que útiles, todos, menos el de la corpulenta señorita Huffard, enfundada en un grueso abrigo de pieles que le confería un inconfundible aspecto de oso. El barco avanzaba contra el viento, que me cortaba la piel y se me colaba hasta la médula de los huesos. El señor Maubert, su hermana y el señor Hatchett tenían la cara verde y cada poco tiempo corrían a la baranda. Yo me salvé milagrosamente del mareo, debido sin duda a la embriaguez del amor. Mi madre bajó a la bodega y volvió con mantas gruesas para todos. De pie con nuestras mantas echadas sobre los hombros, parecíamos indios fumando la pipa de la paz, por las nubecillas que formaba nuestro aliento en el aire frío.

Junto a la baranda, Lu Shing y yo fingíamos estar atentos a la eventual aparición de ballenas, pero en realidad no hacíamos más que mirarnos el uno al otro. De vez en cuando anunciábamos el avistamiento de un león marino para demostrar nuestra eficacia como vigías. Cada poco tiempo, yo fingía que el balanceo del barco me hacía perder el equilibrio y me apoyaba en Lu Shing, que me brindaba solícito su ayuda.

Pero entonces la nave empezó a sacudirse con más fuerza. Cada vez que la proa se levantaba por el aire y se estrellaba contra las olas, todos se echaban a reír, como si el cabeceo del barco formara parte de la diversión. Sin embargo, tras las olas pequeñas vinieron otras más violentas y yo contuve la respiración. Ya no se oían carcajadas. Nubarrones oscuros florecieron sobre nuestras cabezas, mientras espinas de luz iluminaban el horizonte. El viento arreció y nos azotó la cara hasta entumecernos las mejillas. Las gaviotas desaparecieron y el mar agitado se tragó las aletas de los leones marinos. Lu Shing se había enrollado la trenza a la cabeza y tenía el bombín calado hasta las orejas. Vestía ropa occidental: pantalones y chaqueta gruesa de lana. Yo me había recogido el pelo en una trenza a juego con la suya, pero el viento me la había soltado y los mechones de pelo me fustigaban los ojos.

El capitán gritaba órdenes que se tragaba el viento mientras los ágiles marineros luchaban con la botavara. Un joven de tez oscura repartió salvavidas y nos aseguró que era sólo una precaución. El barco saltaba por los aires y aterrizaba en los valles profundos que formaban las olas, y entonces el joven marinero nos aconsejó que bajáramos a la bodega para no mojarnos. La señorita Huffard y su amante fueron los primeros en seguir el consejo. Hizo falta mucha delicadeza para hacer pasar a la rotunda cantante por la pequeña abertura de la escotilla y para devolverle el equilibrio cuando tropezó con un peldaño. El señor Maubert y su hermana fueron los siguientes, y a continuación bajaron la señorita Pond y mi padre. Mi madre los siguió con renuencia. Poco antes de cerrar la trampilla, mi padre me miró y me dijo:

—¿Vienes o no?

—Soportaremos aquí fuera la tormenta. Creo haber avistado una ballena un poco más allá.

Pronto Lu Shing y yo fuimos los únicos pasajeros en cubierta, y pudimos sonreírnos con total libertad. Era la primera vez que estábamos solos a la luz del día. Me temblaba la barbilla y las lágrimas me quemaban los ojos, pero no por amor, sino por el viento, que no dejaba de castigarme. Oyendo el castañeteo de mis propios dientes, nos imaginé a los dos de pie en la cubierta de otro barco, el que zarparía para Shanghái la semana siguiente.

—Es maravilloso estar aquí fuera —dije—. Ojalá este barco siguiera hasta China.

Él no dijo nada. Quizá adivinaba por qué lo había dicho. Su actitud era solemne e impenetrable, como lo habría sido la de un extraño.

—Me gustaría visitar China algún día. Tal vez pueda convencer a mi madre de que considere el viaje como una expedición para ver aves raras.

Lu Shing se echó a reír y dijo que había muchas aves raras en China, lo que me animó para seguir insistiendo.

—No será fácil para los americanos vivir en Shanghái, teniendo en cuenta las diferencias de idioma y costumbres.

—En Shanghái cada vez hay más gente de Estados Unidos, y también de Inglaterra, Australia, Francia y otros muchos países. Creo que viven con bastante comodidad, e incluso con lujos, en una parte de la ciudad que es como un pequeño país dentro de otro más grande.

Lo miré para juzgar el significado de lo que acababa de decir. Quizá me hubiera interpretado al pie de la letra y creyera que estaba pensando en ir a China con mi madre.

—Claro que si mi madre no quiere ir, podría ir yo sola.

Él sabía lo que yo estaba pensando porque compuso la misma expresión pensativa de la primera vez que subí al mirador sin que me invitara y me metí en su cama.

—Estoy prometido —dijo—. Tengo un contrato con una joven y cuando regrese, me casaré con ella y viviremos con mi familia.

Me conmocionó la noticia y me sorprendió que me la diera de manera tan brusca.

—¿Por qué me lo cuentas? —repliqué, sintiendo que se me arrebolaba la cara. Miré hacia otro lado para que no notara mi sonrojo—. No te estaba pidiendo que te casaras conmigo. Solamente esperaba que me ofrecieras tus consejos para organizar de la mejor manera posible un viaje a China, como harías con el señor Bierstadt.

Me aparté de él antes de que se diera cuenta de lo mucho que me había herido y me fui al otro extremo del barco, humillada por mi propio proceder. Me aborrecí a mí misma por haberle abierto mi corazón a un extraño. ¡Qué estúpida había sido al creer que unos pocos revolcones en la cama eran suficientes para hacerle pensar que la vida sin mí sería insoportable! Sin embargo, si tras la noticia que acababa de darme le hubiera dicho que ya no quería ir a China, habría pensado que no me interesaban las aves raras, sino su amor. Entonces se apoderó de mí una idea temeraria: «Le demostraré que se equivoca. ¡Iré a China y ya veremos qué dice entonces!». Mi rabia y mi determinación fueron en aumento, hasta que me convencí de que realmente quería conocer China, aunque él fuera a casarse con otra chica y no conmigo. Me dije que podía ser independiente, tener una vida propia y ser tan diferente como toda la gente que vivía allí.

Las aguas se aquietaron. El viento se calmó. Oí un grito. Me volví, pero no vi a Lu Shing, sino al capitán. Parecía dibujado sobre una nube, como si flotara en el aire salado. Con el catalejo me indicó que mirara hacia adelante. A lo largo del horizonte se perfilaban las cumbres de los Farallones, justo frente a nosotros. Era imposible que hubiéramos recorrido tanto en tan poco tiempo. Llevábamos apenas una hora en el mar. Pero entonces noté que no eran picos montañosos, sino el contorno sombrío de tres dragones enormes. Mientras los contemplaba maravillada, se convirtieron en un elefante. Forcé la vista. Al cabo de medio minuto, vi una ballena, que en seguida encogió y se convirtió en un barco como el nuestro. ¿Qué estaba pasando? ¿Me había vuelto loca? Miré al capitán. Tenía cara de lunático y se estaba riendo. También los marineros reían a carcajadas, repitiendo unas palabras italianas:

Fata morgana! Fata morgana!

Un espejismo.

Mi madre me había contado que una vez había visto una fata morgana, mirando en dirección a los Farallones. Dijo que primero le había parecido un barco y después una ballena. Cuando me lo contó, supuse que lo habría imaginado. ¡Qué extraño que sucediera justo cuando estaba pensando en viajar a China! Era una advertencia de que el amor que había creído sentir era ilusorio. Era falso y podía asumir un sinfín de apariencias. Pero también podía ser un signo de que debía ir a China y de que la vida que ambicionaba estaba más cerca de lo que creía. Justo cuando lo estaba pensando, una brusca ráfaga de viento me empujó y una gaviota que pasaba justo por encima de mi cabeza lanzó tres chillidos agudos. La proa ascendió por una empinada cuesta de espuma y el barco se inclinó marcadamente hacia un lado. Nos acercábamos al espejismo, o el propio espejismo nos atraía, como las sirenas a Ulises. Era una señal. Ulises había tenido que decidir entre el vicio y la virtud, y yo tenía que escoger entre ser una marioneta o ser yo misma. Tenía las manos entumecidas por la fuerza con que me agarraba a la baranda, y cuando la proa volvió a apuntar hacia abajo, hacia un oscuro valle entre las olas, me resbalaron los pies y descubrí con horror que me estaba deslizando por la cubierta. La manta me voló de los hombros y la falda se me embolsó como una vela. Me golpeé con fuerza contra lo que me pareció un rollo de cuerda y traté de asirme a la soga, pero a causa del frío o del miedo no tuve fuerzas para agarrarme. Me deslicé hacia la baranda del otro lado del barco y vi con cuánta facilidad podría haberme colado por debajo y caído al agua oscura. Grité y me respondió alguien, en un idioma extranjero. Sentí que unas manos me aferraban por los tobillos. Un chico de no más de catorce años, con rasgos de gitano y pelo grasiento, me tenía agarrada y me arrastraba por la cubierta hacia la escotilla. Intenté ponerme de pie, pero tenía las piernas temblorosas y mi salvador tuvo que ofrecerme su apoyo para que no me desplomara. Cuando logré recuperar el equilibrio, me volví para mirar otra vez hacia el horizonte.

Sólo entonces me puse a buscar a Lu Shing. No estaba por ninguna parte. ¿Se habría caído por la borda? Presa del pánico, intenté comunicarme por señas con el chico de tez morena. Mediante gestos, el muchacho me dijo que el hombre de la trenza estaba bien, pero había perdido el sombrero. Con mímica me indicó que el bombín había salido volando por el aire y después me señaló que Lu Shing estaba en la otra borda del barco, sano y salvo. Me puse furiosa. Seguramente lo estaría pasando muy bien, sin preocuparse de que yo hubiera estado a punto de matarme. Habría querido ir a buscarlo para insultarlo y maldecirlo, pero estaba aterida de frío.

Mientras bajaba la escalera con piernas temblorosas, sentí que el calor volvía a inundarme el cuerpo y me encendía las mejillas. La cabina estaba decorada como un saloncito. Había divanes y butacas, tiestos con helechos y alfombras orientales en tonos rojos y castaños. Curiosamente, no había nada fuera de su sitio. El señor Hatchett explicó que los muebles estaban clavados al suelo y que lo único móvil era la vajilla para el té. Me señaló los restos de una tetera y varias tazas de té reducidas a añicos, y unas cuantas galletas dispersas por el suelo. Había un chico limpiando el desorden y guardándose subrepticiamente las galletas en los bolsillos. Mi madre estaba sentada en una mullida otomana roja, conversando con gesto grave con la señorita Maubert, que yacía en un diván con la cara verdosa, como si estuviera a punto de desmayarse. La señorita Huffard me puso una taza de té caliente en las manos y me animó a beberlo para entrar en calor de dentro hacia fuera. La señorita Pond le estaba diciendo a mi padre que su cuaderno de apuntes se había caído por la borda. Todo me parecía fútil y sin sentido. La señorita Huffard me frotó los brazos con sus manos tibias y comentó que tenía muy poca carne sobre los huesos. Después me hizo volver y se puso a masajearme la espalda. Olía a rosas.

—Has estado a punto de congelarte el culito —dijo—. ¡Qué tonterías hacemos por amor!

Me sobresalté por lo que acababa de decirme, pero ella me dio unas palmaditas amables en la espalda.

—Yo lo he hecho muchas veces, para mi mal, pero nunca lo he lamentado.

Se puso a cantar a pleno pulmón:

El corazón no tiene memoria, cuando se trata de amor

Todos la aplaudieron y ella me hizo volver otra vez para mirarme de frente.

—Lo he cantado muchas veces en el escenario, delante de miles de admiradores, y también en mi habitación, terriblemente sola.

Su gentileza me conmovió. Me llevó por el pasillo hasta un oscuro camarote, me ayudó a acostarme y me arropó con su enorme abrigo de pieles, que también olía a rosas.

Cuando me estaba quedando dormida, oí un griterío en la cubierta. Me levanté de un salto y tuve que luchar con el voluminoso abrigo de pieles de la señorita Huffard para llegar a la cabina principal. Dos marineros estaban bajando a Lu Shing por la escotilla, con mucho cuidado, y otros dos lo esperaban abajo para recibirlo. Tenía la cara crispada en una mueca de dolor y la pierna inmovilizada en un precario entablillado.

—Se ha roto la pierna por el tobillo —dijo mi padre—. Dice el capitán que la tenía doblada en un ángulo de noventa grados, como si no tuviera huesos. Ha sucedido cuando aquella ola enorme ha levantado el barco. Han tenido que entablillarlo antes de atreverse a traerlo aquí abajo.

La mareada señorita Maubert se vio obligada a cederle el diván a Lu Shing. De repente, se evaporó toda la ira que había acumulado en mi corazón. Sólo pensaba en aliviar su dolor y en transmitirle coraje con mi amor. Todos se habían congregado en torno al nuevo inválido para opinar acerca del mejor tratamiento, pero finalmente logré abrirme paso y llegar hasta él. Estaba pálido y se mordía un labio por el dolor. Le miré el tobillo cuando mi madre le desenrolló el tosco vendaje. El hueso astillado asomaba a través de la carne. Vi alfilerazos de luz, todo se volvió negro y me desmayé.

Me despertó el olor a rosas. Seguía envuelta en el cálido abrigo de pieles de la señorita Huffard, que estaba de pie a mi lado. Los demás habían desembarcado.

—Has dormido como un bebé en su cunita —dijo.

—¿Cómo está Lu Shing?

—El whisky le ha aliviado un poco el dolor. Los hombres acaban de subirlo a un coche y han dicho que el médico ya va en camino. Hay otro carruaje esperándonos a ti y a mí.

Mientras me ponía los zapatos, oí que la señorita Huffard decía en tono jocoso:

—¡Qué pena tan grande que se haya roto la pierna! ¡Ahora pasarán por lo menos tres meses antes de que pueda viajar a China!

Le eché los brazos al cuello y me puse a llorar.

—Te aconsejaría que aprovecharas este tiempo para despedirte bien de él, en lugar de aumentar tu sufrimiento. Pero a mí nunca se me ha dado bien seguir ese tipo de consejos inútiles.

Durante los tres meses de convalecencia de Lu Shing, seguí adelante con mi plan sin decirle nada. Llevé a la casa de empeños mis objetos de valor (un reloj de oro, un anillo con un rubí y una pulsera con dijes de oro) y abrí la hucha con los dólares de plata que el señor Minturn me había ido regalando a lo largo de los años. Conseguí sin problemas el pasaporte y el visado tras una amable charla con el funcionario, que me preguntó si disponía de medios para vivir en China. Yo le hablé de un tío imaginario, que me había propuesto ir a Shanghái a enseñar inglés en su colegio americano.

—¿Una maestra de dieciséis años? —me preguntó él.

Le dije que me faltaban solamente dos semanas para cumplir los diecisiete y que siempre había sido una alumna precoz, con conocimientos académicos muy superiores a los de las otras estudiantes de mi edad. El siguiente paso fue la emocionante tarea de decidir lo que iba a llevar y lo que iba a dejar en San Francisco. Una vez solucionados todos los aspectos de mi viaje, empecé a considerar qué haría para anunciar a mis padres (y a Lu Shing) que me marchaba a China.

A Lu Shing le habían asignado mi dormitorio para que estuviera más cómodo durante su recuperación. Yo tenía que haberme trasladado a la habitación azul, pero me instalé en el mirador, desde donde bajaba regularmente para cuidarlo. Le llevaba libros, su cuaderno de apuntes, sus comidas y mucho consuelo, y además le arreglaba la ropa de cama, le acariciaba un brazo y le preguntaba si sufría mucho. Delante de los demás, lo compadecía en voz alta por haber tenido que retrasar su regreso a China y nadie sospechaba que pudiera tener otras razones para ser su Florence Nightingale. Sin embargo, nos entregábamos a nuestras actividades libidinosas cada vez que nos apetecía sin abandonar nunca la actitud vigilante. Como precaución por su tobillo fracturado, nuestros encuentros sexuales requerían ajustes geométricos y cuidadosos posicionamientos, fácilmente complementados por la felación. No volví a mencionar mis planes de ir a China e incluso inventé un subterfugio. Empecé a hablar de mi proyecto de asistir a una universidad femenina en la costa Este, hasta le nombré tres que supuestamente estaba considerando. De ese modo, conseguí que bajara la guardia. Le hablaba de nuestra amistad, que duraría para siempre, y hacía comentarios divertidos sobre ciertas actividades coitales cuyos imprevistos y sorpresivos resultados recordaríamos en el futuro con la nostalgia del deseo. Me inventé un pretendiente ficticio para que Lu Shing no tuviera que preocuparse de que yo fuera a sufrir cuando él se hubiera marchado a China. Le contaba lo que el joven imaginario decía de mis electrizantes cualidades: mi carácter aventurero, mi inteligencia, la ventaja de que no fuera una virgen gazmoña y mi manera singular y misteriosa de diferenciarme de todas las chicas que había conocido. Lu Shing estaba de acuerdo en todo con mi admirador ilusorio y parecía aliviado de que yo tuviera un amante aguardando entre bambalinas. Me confesó su disgusto con algunas costumbres chinas, como la que lo obligaba a casarse con una chica de la que no estaba enamorado. También me confió que a veces dudaba de su talento artístico. Temía no ser original y a veces se veía incapaz de expresar ideas profundas, sencillamente por no tener ninguna. Era como si sólo pudiera imitar la técnica. Yo le dije que estaba equivocado y él apreció mi confianza en su talento.

Una tarde, después de hacer el amor tiernamente y de intercambiar muchas palabras afectuosas, le dije, mientras yacía entre sus brazos, que siempre lo recordaría como mi emperador chino. Sentí que hacía una inspiración profunda, como para reprimir un suspiro. ¡Cuánto conocía ya su cuerpo y su mente! Le pregunté si me guardaría en la memoria como su alocada chica americana, y él me contestó que me recordaría como mucho más que eso. Entonces le dije que no quería que mi recuerdo le hiciera quebrantar los votos de su matrimonio.

—El matrimonio en China y en nuestra familia es concertado y no se basa en el amor. Es más bien un arreglo comercial entre viejos amigos y madres entrometidas. No conozco a mi futura esposa y ni siquiera sé si me gustará. Es posible que no sea atractiva, o que no tenga nada interesante que decir.

Le dije que podría visitar a cortesanas, y él respondió vagamente que quizá lo hiciera.

Proseguí:

—Mis padres tienen un matrimonio como el que tú describes, pero eso no impide que mi padre vaya a satisfacer sus necesidades a otra parte. Tienen una extraña lealtad basada en el apego a esta casa. Han llegado a un arreglo práctico, pero su vida en común está cada vez más vacía y ya ni siquiera se dan cuenta de que es una tragedia. Quizá otro hombre podría haber querido más a mi madre y sacarla de su tristeza.

Yo estaba segura de que él estaría pensando en su propio matrimonio sin amor y en la perspectiva de una casa desprovista de una auténtica unión.

—Si hubieras nacido en este país —le dije—, me habría gustado que alguien como tú fuera mi marido.

Él aceptó de inmediato la lógica de las almas gemelas.

—Y si tú hubieras nacido en China, me habría gustado que tú fueras mi esposa.

Pensé que debía hacer todo lo posible, antes de que se marchara a su tierra, para que esas palabras se convirtieran en otras diferentes: «Si vienes a China, me hará muy feliz que seas mi esposa».

No me propuse quedarme embarazada para que tuviera que casarse conmigo. Habría preferido un matrimonio contraído libremente y no por necesidad. Si se casaba conmigo porque había un bebé en camino, siempre persistiría la duda acerca del motivo que nos había unido. Dos semanas antes de la fecha prevista para su partida, le dije con disimulado miedo que tenía la certeza de estar embarazada, probablemente de dos meses. Temía lo que pudiera sentir o decir.

Fue una conmoción para él, por supuesto. En sus ojos vi que estaba calculando todo lo que eso significaba, antes de acercarse a mí y rodearme con los brazos. Me abrazó, y aunque no me dio ninguna respuesta acerca del futuro, sentí en su abrazo protección y la seguridad de que encontraríamos una solución.

—No puedo casarme contigo y quedarme en Estados Unidos —dijo finalmente.

Sentí rabia de que fuera eso lo primero que decía. No confiaba en que se alegrara, pero tenía la esperanza de que expresara un poco de preocupación por mí.

—No pienso jugarme la vida en un aborto —repliqué—. Y si no me marcho, no podré quedarme al bebé. Tendré que entregarlo a un orfanato. Es lo que tuvo que hacer la señorita Pond, incluso siendo librepensadora. Intentó quedarse con su hijo, pero la gente le hizo el vacío y rechazó su obra. Es probable que el bebé fuera de mi padre, y él no hizo nada para ayudarlos. Dejó que se llevaran al niño al asilo. Es lo que le pasará a nuestro hijo, y no lo adoptará nadie porque tendrá la mancha de ser medio chino. Languidecerá en el orfanato sin recibir nunca un poco de amor.

—En China tampoco lo querría nadie —dijo Lu Shing.

—¿No se te ocurre nada más aparte de decirme lo que no podemos hacer? —exclamé—. ¿Soy la única que intenta encontrar una solución?

—No sé qué puedo ofrecerte que sea aceptable para ti. Mi familia no romperá el contrato de matrimonio, y como tú eres extranjera, jamás permitirá que entres en casa, ni siquiera para visitarme. En el mejor de los casos, podría tenerte como amante a escondidas de mi familia. Y no podría verte exclusivamente a ti, ni vivir contigo, porque tendría la obligación de mantener relaciones sexuales frecuentes con mi esposa para engendrar un heredero. De hecho, mi familia espera que tenga tantos hijos varones como sea posible y, de ser necesario, con varias concubinas por si mi mujer tarda mucho en traer un niño al mundo. Las expectativas de las familias son mayores en China que en Estados Unidos, y hay otras complicaciones que tú estás muy lejos de poder comprender. Ya sé que no es la respuesta que esperabas oír. Lo siento.

Simplemente me había recitado las normas de su sociedad sin considerar la posibilidad de romperlas. Yo había desafiado a mis padres. ¿Por qué no podía hacer él lo mismo? Se negaba a considerar otras opciones porque no estaba sufriendo como yo. Él no estaba desesperado por superar el miedo y la confusión, ni se sentía al borde de la locura.

—¿Por qué no puedes actuar por tu cuenta? ¿Por qué no puedes marcharte simplemente de casa de tus padres?

—No puedo explicarte las razones. Sólo puedo decirte que todo lo que pienso y hago tiene sus raíces en mi corazón, en mi carácter y en mi espíritu. No quiero decir que tú no seas importante para mí; pero por muy grande que sea mi amor por ti, no puedo arrancarme la otra parte de mí y convertirme en alguien capaz de traicionar a su familia. No puedo esperar que quien no ha nacido en China, en el seno de una familia como la mía, comprenda la verdadera magnitud de mi responsabilidad.

—Dime que no me quieres para que pierda la esperanza de que llegues a quererme algún día. Dime que estás dispuesto a dejar que mi alma se marchite y muera con tal de revolcarte en la cama con una mujer que ni siquiera conoces. Nunca más volveré a confiar en el amor y sentiré solamente desprecio por mí misma por haber dejado que un calzonazos me rompa el corazón.

Por fin vi angustia en su cara. Parecía a punto de llorar. Me abrazó y me dijo:

—No te abandonaré, Lucía. Nunca he amado a nadie tanto como a ti. Es sólo que todavía no sé qué podemos hacer.

Sus palabras me llenaron de coraje y esperanza, y yo las amplifiqué. Me las llevé conmigo cuando mi familia se reunió en el gabinete tras mi anuncio de que tenía noticias urgentes. Se sentaron todos rígidamente y con caras de preocupación. Lu Shing y yo permanecimos de pie, yo delante, y él a un costado y detrás de mí.

—Estoy embarazada —me limité a decir.

Antes de que pudiera añadir nada más acerca de mis planes, mi madre se puso de pie de un salto y le gritó a Lu Shing que había traicionado «nuestra hospitalidad, nuestra confianza, nuestro honor, nuestra buena voluntad…». Él repitió infinidad de veces que lo lamentaba, que se arrepentía y que estaba profundamente avergonzado. Sin embargo, parecía demasiado tranquilo para que fuera cierto.

—¿De qué nos sirve tu maldito arrepentimiento chino? —dijo mi madre con sarcasmo—. No es sincero. Dentro de poco tú te irás en un barco y dejarás todo este lío atrás.

Entonces mi padre y mi madre se volvieron hacia mí y se pusieron a enumerar a coro todos mis defectos: «ingrata», «estúpida», «arrogante», «promiscua»…

—Decías que querías elegir tú misma tus intereses, aficiones y pasiones. ¿Esto es lo que has elegido? ¿Sexo pasional con un hombre que está a punto de abandonarte?

Sentí la agitación interior de una niña pequeña ridiculizada por ser como es. Pero no fue la humillación lo que me enrojeció la cara. Estaba furiosa.

—¡Pasión y diversión con un chino! —exclamó mi madre con una mueca de desdén—. ¡Un chino con una trenza! ¡La gente se reirá de nosotros por haberle abierto las puertas de nuestra casa! ¡Qué generosidad tan tonta la nuestra!

Sus últimos comentarios infundieron en mí una rabia incontrolable. Mi madre sólo podía pensar en sí misma, como siempre. ¿Por qué no pensaba en el daño que me había hecho de pequeña?

No pude reprimir las lágrimas y me enfadé conmigo misma por llorar como una niña.

—Ni siquiera te importa qué pueda pasarme —le dije—. Nunca he sido nada más que una sombra en esta casa. Jamás me has preguntado qué quería hacer con mi vida, ni cuáles eran mis sentimientos. Nunca te has parado a ver si estaba triste o alegre. Nunca me has dicho que me querías. No has hecho nunca el menor esfuerzo. Simplemente, me descuidaste. Si nos alimentáramos de amor, yo habría muerto de hambre hace tiempo. ¿Qué clase de madre eres? No sé por qué te asombra que haya buscado a alguien que se preocupara por mí y me quisiera. Sin amor, me habría vuelto loca. No quería acabar como tú. Pero como era una niña, tenía que quedarme aquí y soportar que me humillaras por mis ideas y me ridiculizaras por ser demasiado emocional. Decías que siempre estaba alterada y estabas empeñada en aplastar todas mis emociones para que fuera igual que tú: egoísta, insensible, malhumorada y solitaria.

Mi madre pareció afectada y decepcionada conmigo. Yo quería hacerla sentir mal y verla llorar. Cuanto más le decía, más destructiva me volvía. No podía parar. Había enloquecido y era capaz de utilizar cualquier arma que tuviera a mi alcance.

—¿Qué sabrás tú del amor? —le dije—. Prestas más atención a unos bichos que llevan millones de años muertos que a mí, que estoy viva. ¿No lo has notado? ¿Y tu matrimonio? ¿Eres feliz en tu matrimonio? Lo único que haces es encerrarte en tu habitación para regodearte en tu propia tristeza y cuando sales, la única emoción que eres capaz de expresar es la rabia.

Después le hablé en un tono más burlón e hiriente:

—Que no te extrañe que todos comenten que papá tiene que ser un santo para aguantarte. Todos tus queridos amigos, ésos a los que tanto criticas, se ríen de tus experimentos científicos y comentan que ellos mismos podrían ahorrarte las molestias y darte la respuesta que buscas: los bichos están muertos. Te crees una gran científica y te engañas diciéndote que algún día descubrirás algo útil, pero en realidad no haces más que desperdiciar la vida.

El señor Minturn estaba demasiado senil para entender lo que yo estaba diciendo.

—¿Por qué está enfadada? Deberíamos organizar otra excursión en barco para animarla.

La señora Minturn le lanzó a mi madre una mirada de superioridad.

—Ahí tienes el resultado de una mala crianza. Deberías haberla encerrado en un armario cada vez que se portaba mal. Pero no quisiste seguir mis consejos. Ahora no te quejes si no tiene moral.

—¡Cállate! —le grité yo—. ¡Eres una mujer mala y estúpida, una presencia maligna que envenena esta casa! Durante toda tu vida has ido dejando un rastro de podredumbre por donde has pasado. Todos te odian. ¿No lo has notado? ¡Y no me acuses a mí de no tener moral, tú, que usaste el truco del sonambulismo para seducir al señor Minturn y obligarlo a casarse contigo! Nunca más has vuelto a padecer sonambulismo, ¿verdad?

—Cálmate, Lucía —intervino mi padre—. Estás diciendo cosas que no quieres decir y que tal vez más tarde tengas que lamentar. Cuando estés menos excitada, podremos hablar como personas racionales y tú misma verás que lo que estás diciendo no es cierto.

—No vas a imponer tu parecer sobre este asunto, como cuando presides la mesa de la cena y nos impones tus conversaciones aburridas y tus pomposas preguntas sobre el arte. Pretendes que oculte mis sentimientos del mismo modo que tú ocultas a tus amantes. Mamá, ¿sabes con cuántas mujeres se ha acostado papá a tus espaldas?

—No, por favor… Basta ya —gruñó él.

—He leído las cartas de tus amantes, papá, ésas donde elogian tu magnífico instrumento, tus habilidades amatorias y las posturas que practicas, cartas de gratitud escritas por mujeres y también por hombres. ¡Sí, mamá! ¡Hombres! Tu marido ha tenido tratos íntimos con hombres. ¿Te sorprende? También ha estado complaciendo a la señorita Pond. ¿Sabías que la otra noche ella se presentó una hora antes de la cena y le pidió que le enseñara su colección? ¡Su colección! ¿No te diste cuenta de que después se lo comía con los ojos, con la mirada lánguida del afecto postorgásmico? Papá me llama «promiscua» a mí por haber mantenido relaciones sexuales con Lu Shing, pero él ha sido mi modelo. Lu Shing no fue el primero. Antes me había acostado con varios estudiantes tuyos, papá. Y para inspirarme usé tus libros con repugnantes fotografías de hombres y mujeres encastrados mutuamente en diferentes posturas. ¡Los libros de texto del profesor Minturn! Es un milagro que no me haya convertido en una pervertida sexual como tú, que coleccionas asquerosos objetos utilizados para el sexo y la masturbación. ¿Cometo un error por querer conservar a este bebé? ¿No era tuyo el niño que dio a luz la señorita Pond? ¡Has abandonado a tu propio hijo! ¿Qué ha sido de esa pobre criatura? ¿Te da igual que ahora esté languideciendo de tristeza en una cuna o que el día de mañana tenga que ganarse la vida fabricando cordones de zapatos?

No podía parar. No sabía por qué, pero no podía contenerme. Saqué a la luz todos los secretos que la familia tenía guardados y me aseguré de destrozar concienzudamente a todos los presentes, siendo consciente desde el principio de que también me estaba destruyendo a mí misma.

Mi madre salió de la habitación y creo que ya estaba llorando. Mi padre no dijo ni una palabra, pero cuando levantó la vista, vi en sus ojos pena y miedo. Sólo entonces me di cuenta de que había sido tremendamente cruel. Había herido al padre que había querido tanto cuando era niña, y lo había apartado de mí y también de mi madre. Me había convertido en un monstruo.

No podía quedarme en casa ni un día más. Lu Shing y yo tuvimos que alojarnos en una pensión. Cuando me fui, nadie bajó al vestíbulo a despedirme.

Durante las dos últimas semanas antes de partir hacia China, Lu Shing no me cuestionó nada de lo que había dicho a mi familia. Yo le aseguré que había exagerado notablemente mis experiencias con otros hombres y reconocí que había perdido el control y que si bien mis sentimientos eran verdaderos y todo lo dicho era cierto, también me daba cuenta de que había hablado demasiado. Me preocupaba haberlo asustado al revelarle esa faceta turbulenta de mi personalidad. Quizá pensara que yo esperaba más de lo que podía darme. También yo tenía miedo de querer siempre más y de que mis necesidades fueran infinitas.

La duda se hizo presente. Yo había alimentado su remordimiento y lo había empujado a decirme que me quería. Lo había obligado a reconocer su desconsideración y a declarar que no me merecía y que nunca me abandonaría. Un hombre sometido a tortura era capaz de decir cualquier cosa. Ya no recordaba exactamente cómo lo había inducido a decir esas palabras, pero sabía que no las había dicho de forma espontánea ni en una única confesión de amor. Aun así, esperaba que sus declaraciones fragmentarias estuvieran inspiradas por un convencimiento íntegro y firme.

En el último minuto, le envié una nota a la señorita Huffrad, la cantante de ópera. Ella conocía la pasión y me comprendería. Le dije adónde iba y que Lu Shing y yo nos casaríamos en cuanto hubiéramos superado los pequeños obstáculos previsibles tratándose de una unión entre razas. Le dije que le escribiría desde Shanghái y le pedí que me deseara buena suerte. Llevé la carta a la oficina de correos y, cuando el empleado se la llevó, sentí que esa misiva contenía la declaración definitiva de que estaba dejando atrás mi vida para empezar otra nueva. Fue una inyección de confianza.

Cuando llegamos al barco, besé a Lu Shing en la mejilla sin molestarme en disimular porque no me importaba que nos vieran. Estaríamos un mes separados. Él subiría por una pasarela y yo por otra. La suya conducía a la cubierta de los orientales y la mía, a las zonas del barco reservadas a los blancos. Unos días antes, cuando me había enterado de que nos separarían por razas, me había reído de las normas. Estaba segura de que podríamos visitarnos subrepticiamente en nuestros camarotes, tal como hacíamos en casa. Pero Lu Shing me dijo:

—Si me sorprenden en tu camarote o a ti en el mío, me encerrarán en los calabozos de la bodega del barco y a ti te harán desembarcar en Honolulú, antes de llegar a China.

Me aseguró que le asignarían una confortable litera en un camarote privado, en una zona con otros chinos adinerados, y que nos reuniríamos cuando llegáramos a puerto. Su familia ya sabía de mi llegada. Ante mi insistencia, le había escrito a su padre para anunciárselo. No sabía cuál sería su reacción, pero había recibido un telegrama suyo diciendo que su familia lo estaría esperando.

Al segundo día de viaje, deshice mi equipaje. En el fondo de una de las maletas encontré dos cosas que yo no había guardado. La primera era una bolsa de terciopelo rojo con el catalejo de mi padre en su interior. Cuando era pequeña, solíamos subir al mirador para observar con el catalejo los barcos que entraban en la bahía, y mi padre me enseñaba los nombres de los países de procedencia de las naves.

También encontré otra bolsita de ante morado. Contenía tres trozos de ámbar, cada uno con una avispa dentro. Lloré toda la noche sin saber muy bien qué habían querido decirme con esos objetos. Quizá mi padre me estuviera regañando por haberlo espiado, y era posible que mi madre me confirmara que quería a los insectos más que a mí. Admití sin embargo una remota probabilidad de que fueran pequeñas muestras del afecto que debieron de profesarme en otro tiempo. De lo contrario, ¿por qué sentía yo de manera tan palpable y punzante que era amor y no podía ser otra cosa?

Además del malestar propio del embarazo, los primeros tres días estuve mareada a causa de los movimientos del barco. Utilicé el mareo como excusa para las náuseas que padecía ocasionalmente cuando estaba con el resto del pasaje. Me habían asignado un lugar en el comedor junto a otras cinco mujeres que viajaban solas. Eran esposas de diplomáticos y empresarios, que se dirigían a Shanghái para reunirse con sus maridos. Cuando me preguntaron por qué iba a China, les conté la misma mentira que al funcionario del pasaporte. Les dije que tenía un tío que dirigía un colegio y que había aceptado un empleo como profesora de inglés.

—¿Es una escuela para niños chinos? —preguntó una señora mayor.

Yo asentí.

—Es un colegio para hijos de diplomáticos.

Lu Shing había estudiado con ese tipo de niños.

—¡Entonces yo conozco a tu tío! —exclamó una de mis compañeras—. Es el doctor Thomas Wolcott, ¿verdad? Cuando te hayas instalado, nos reuniremos todos para tomar el té.

Murmuré que debía de ser otro colegio porque mi tío se llamaba Claude Maubert. Nadie había oído hablar de él.

—Es un colegio nuevo —dije—. Es posible que aún no acepte alumnos. Mi tío, el doctor Claude Maubert, lleva muy poco tiempo en Shanghái.

—¡Y yo que pensaba que conocía a todo el mundo! —comentó la señora—. Los extranjeros en Shanghái somos un círculo muy reducido, pero también es cierto que la ciudad está creciendo a marchas forzadas.

Mis compañeras me animaron a frecuentar su iglesia y a unirme a algunas de sus asociaciones, como el Círculo de Damas Benefactoras de los Huérfanos y la Sociedad para Rescatar a Niñas Esclavas.

Después de una semana a bordo, me atreví a contarles una historia interesante que había oído.

—Me ha dicho mi tío que conoció en Shanghái a una pareja formada por una mujer norteamericana y un hombre chino. Estaban casados y vivían con la familia de él. Incluso tenían un hijo. Pensé que debía de ser gente muy moderna.

Una de las mujeres, esposa de un diplomático, hizo una mueca de desdén.

—Eso no puede ser. Las uniones entre chinos y estadounidenses son ilegales.

Intenté disimular mi alarma.

—¿Lo prohíbe la ley china o la americana? —pregunté—. Mi tío dijo que estaban casados. Estoy segura.

—Las dos. Mi marido trabaja en el consulado de Estados Unidos y me ha hablado de varios casos parecidos, tanto con la chica china y el hombre americano, como con la chica americana y el hombre chino. En ambos casos, la mujer siempre sale mal parada.

Estuve un buen rato escuchando sus historias de terror. Las mujeres norteamericanas que se relacionaban con un hombre chino eran objeto de escarnio. No tenían estatus legal y nunca eran aceptadas por las familias chinas como esposas a causa de la importancia del linaje y el culto a los antepasados. Mis compañeras sólo recordaban dos casos de mujeres americanas que hubieran vivido con una familia china, y en los dos había sido por poco tiempo. En uno, la chica estadounidense había sido tomada como concubina, es decir, como parte de un harén. La trataban como a una criada y recibía toda suerte de desprecios y castigos por parte de su suegra y de las otras concubinas. Todas mis compañeras de viaje estaban de acuerdo en que las suegras chinas eran terribles. El caso de la pobre chica lo confirmaba, ya que su suegra la había matado a palos.

—El suceso se produjo en la sección china de la ciudad —dijo la esposa del diplomático—, por lo que era jurisdicción de los tribunales chinos. Nadie defendió los intereses de la víctima. No sé qué diría ni qué haría la suegra, pero el tribunal dictaminó que la muerte de la joven estaba justificada.

La otra americana había huido de la casa de su marido y había tenido que dedicarse a la prostitución. No tenía dinero y su familia en Estados Unidos no había querido saber nada de ella. Estaba trabajando en un barco en el puerto, donde recibía marineros.

—Si hablas con esa joven que te mencionó tu tío, sugiérele que acuda al consulado de Estados Unidos para que se pongan en contacto con su familia y la ayuden a regresar cuanto antes —me dijo la esposa del diplomático.

Me pregunté si se habría dado cuenta de que yo era la chica de la historia. Lo que me habían dicho me daba mucho miedo. ¿Por qué no habría querido oír las advertencias de mis padres y de Lu Shing?

Pero las oleadas de miedo que me invadían no tardaron en pasar, lo mismo que las náuseas del embarazo. Me sentía capaz de ganarme a los padres de Lu Shing. Yo era lista y perseverante. Lu Shing ya le había escrito a su padre, como yo le había pedido, por lo que su familia tendría tiempo de asimilar la noticia. Además, les había revelado en su carta que muy pronto yo sería la madre de un hijo suyo, quizá el primer varón de la nueva generación. Me dije que su padre era una persona instruida, un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, y que seguramente tenía una actitud moderna hacia los norteamericanos. Estaba convencida de que todo saldría bien.

Un mes después de zarpar de San Francisco, me encontré en el muelle, esperando a que Lu Shing desembarcara por la pasarela reservada a los chinos. Estaba a punto de desmayarme por efecto del nerviosismo, el cansancio y el calor, y quizá por no haber podido comer desde la noche anterior. Para empeorar las cosas, llevaba un vestido adecuado para los neblinosos veranos de San Francisco, pero demasiado grueso para la sauna china que era Shanghái. Unos culis se me acercaron corriendo para ofrecerse a llevar mi equipaje, pero yo los ahuyenté con la mano. No veía el momento de que llegara Lu Shing para ocuparse de esos asuntos.

Finalmente lo vi y me quedé atónita. Iba vestido con ropa china, como la primera vez que lo había visto delante de nuestra puerta. Entonces me había parecido un emperador salido de un libro de cuentos y me había cautivado el corazón. Pero allí, en el puerto, en un muelle atestado de chinos, me pareció simplemente un chino más. Un culi en pantalones cortos iba detrás de él, con maletas bajo los brazos, colgadas de las manos y cargadas a la espalda. Lu Shing me vio, pero no vino hacia mí. Le hice señas con la mano, pero tampoco hizo ademán de venir a reunirse conmigo. Me dirigí rápidamente hacia él.

En lugar de abrazarme, dijo:

—Hola, Lucía.

Hablaba como un desconocido.

—Siento no poder abrazarte como me gustaría —añadió con expresión grave y solemne.

Ya me había advertido que debíamos actuar con discreción hasta que su familia se acostumbrara a la idea de nuestro matrimonio.

—Estás diferente —dije—. Esa ropa…

Sonrió.

—Diferente sólo para ti. —Me miró con la amabilidad de un extraño—. Lucía, ¿has reflexionado seriamente durante este mes? ¿Estás segura de que quieres quedarte en Shanghái? Tal vez no lo logremos. Debes estar preparada.

Se suponía que debía tranquilizarme, pero no hacía más que asustarme.

—¿Has cambiado de idea? —le pregunté con la voz quebrada—. ¿Me estás diciendo que me vaya a casa?

Debí de hablar más alto de lo que pensaba porque varias caras de expresión curiosa se volvieron para mirarnos.

Lu Shing siguió hablando, implacable.

—Simplemente, quiero que estés segura. Nuestra separación en el barco es sólo un adelanto de lo que nos espera. Será difícil.

—Ya lo sabía desde el principio —respondí—. Y no he cambiado de idea.

Secretamente estaba aterrorizada, pero durante ese mes había acumulado un tipo diferente de coraje. Me sentía valiente por el bebé. Mi hijo ya no era un problema, sino una parte de mí, y estaba dispuesta a protegerlo.

Lu Shing y el culi se pusieron a hablar animadamente. Me pareció que estaban discutiendo. Fue sorprendente oír a Lu Shing hablando chino con fluidez. Me sonó muy extraño. Nunca lo había oído hablar con otro chino. ¿Dónde estaba mi gentleman inglés con facciones chinas? ¿Qué se había hecho de mi apuesto amante con su traje impecablemente cortado y la trenza oculta bajo el bombín? ¿Dónde estaba el deseo que yo solía inspirarle?

El culi me miró con incredulidad. Intercambió unas cuantas palabras más con Lu Shing y al final asintió. ¿Qué habría ocurrido? Nos dirigimos a la calle y, cuando llegamos a la acera, Lu Shing dijo:

—Mi familia está esperando allí enfrente. Han venido todos: mi padre, mis hermanos, mi abuelo enfermo, la chica con la que tengo el contrato de matrimonio, sus hermanos y su padre.

—¿Por qué ha venido ella? —pregunté yo—. ¿Vas a ir del puerto al altar? ¿Qué seré yo? ¿Su dama de honor?

—No puedo impedirle que venga. Esto no es un comité de bienvenida, Lucía. Es la manera que tienen aquí de imponer el orden familiar. Han venido para que me avergüence y asuma mis responsabilidades dentro de la familia. Son mis iguales y mis mayores.

Tenía la cara cubierta de transpiración y yo sabía que no era sólo por el calor. Nunca lo había visto tan nervioso. Pronto tendría que enfrentarse a su familia, tal como había hecho yo con la mía. Pero yo estaría a su lado para apoyarlo en su decisión. El único interrogante que persistía era si nos permitirían vivir en la casa familiar.

—¿Dónde están? —dije, mirando a mi alrededor.

Lu Shing indicó un área a unos diez metros de distancia, donde esperaban dos cabriolés y diez rickshaws cubiertos. Parecía una procesión fúnebre. El culi estaba colocando el baúl de Lu Shing en uno de los últimos rickshaws de la fila. Cuando Lu Shing echó a andar en dirección a su familia, yo lo seguí.

Entonces él se detuvo.

—Creo que deberías quedarte aquí y esperar a que yo allane el camino —dijo—. No me parece apropiado echarles esto en cara desde el primer momento.

¿«Echarles esto en cara»? ¿Por qué tenía que decirlo de ese modo?

—No voy a dejar que me intimiden —repliqué—. Tu familia no puede ignorarme.

—Por favor, Lucía, deja que lo haga a mi manera.

Le indiqué al culi con un gesto que llevara mi equipaje a uno de los rickshaws. El hombre miró a Lu Shing con expresión interrogante, y éste le respondió secamente. El culi le hizo otra pregunta y Lu Shing gruñó. ¿Qué estarían diciendo? Ya no entendía nada de lo que se hablaba a mi alrededor. Estaba en un país de secretos.

¡Al cuerno con el equipaje! Me dirigí sin las maletas hacia la fila de cabriolés y rickshaws, pero Lu Shing corrió hacia mí y me bloqueó el paso.

—¡Lucía, por favor, espera! ¡No lo hagas todo más difícil!

Me exasperaba que Lu Shing tuviera más consideración con los sentimientos de su familia que con los míos. Necesitaba demostrarle a su familia desde el principio el tipo de mujer que era yo. Había traído conmigo el libre albedrío y el instinto emprendedor de los americanos. Estaba acostumbrada a tratar con gente de todos los ámbitos sociales, empezando por el señor y la señora Minturn, los pomposos profesores que creían saberlo todo.

Lu Shing se acercó al primer cabriolé y se puso a hablar con un hombre que iba sentado detrás. Yo seguí andando lentamente hasta un lugar desde el cual podía distinguir al hombre de aspecto severo sentado dentro del carruaje. Llevaba puesto un bombín como el de Lu Shing. Mientras el señor mayor hablaba, Lu Shing tenía la vista baja, fija en el suelo. Me aproximé un poco más, hasta quedar a la misma altura que ellos, a unos ocho metros del bordillo de la acera. Hasta mis oídos llegaba un río de palabras chinas, como agua que fluyera sobre un lecho rocoso. El hombre era el padre de Lu Shing, evidentemente. Se parecían mucho y sólo los diferenciaba la edad. Los dos eran apuestos, parecían inteligentes y cultivados, y tenían la misma expresión solemne, sólo que la del padre era más rígida.

Lu Shing hablaba en voz baja y en tono de disculpa, ante el rostro impávido e impenetrable de su padre. Mientras tanto, una agraciada joven sentada en el rickshaw justo detrás del segundo cabriolé no me quitaba la vista de encima. Era su prometida, sin duda. La miré fijamente hasta obligarla a apartar la vista.

De repente, el padre de Lu Shing se puso de pie, gritó lo que debía de ser una palabra malsonante, se quitó el sombrero y se lo arrojó a la cara a su hijo, que se llevó una mano a un ojo. El hombre escupió varias palabras más, con sonidos ásperos que se arrancó de las profundidades de la garganta, e impartió lo que me parecieron unas cuantas órdenes, acompañadas de movimientos cortantes de las manos. Lu Shing mantuvo todo el tiempo la mirada baja, sin replicar nada. ¿Qué significaba su actitud? ¿Por qué permanecía inmóvil y sin decir palabra? Pensé que tal vez era así como se hacían las cosas en China. Estaba expresando su rechazo con el silencio. No parecía que su padre fuera a calmarse en breve, por lo que la familia de Lu Shing tendría que volverse a casa sin nosotros.

Justo cuando acababa de sacar esa conclusión, Lu Shing se volvió para mirarme, vino hacia mí y, rápidamente, me puso un poco de dinero en una mano. Después me imploró que esperara un momento, con la cara contorsionada por una mueca trágica.

—Volveré en cuanto pueda. Espérame aquí. Ten paciencia y perdóname por lo que está pasando.

Al minuto siguiente, sin darme tiempo a recuperarme lo suficiente como para protestar, se subió al cabriolé de su padre. Yo me quedé mirando la escena, como en un sueño. El cochero agitó las riendas, el carruaje partió y se llevó a Lu Shing lejos de mí. Le siguió el coche estacionado detrás y, a continuación, todos los conductores de los rickshaws levantaron las asas de sus vehículos y echaron a correr. Los parientes de Lu Shing pasaron a mi lado con las caras vueltas al frente, como si yo no existiera. Sólo la chica me miró con gesto desdeñoso. Y se marcharon todos.

Sentí náuseas y temí desmayarme. No podía mantenerme en pie. Vi un árbol un poco más adelante. ¿Cómo iba a lograr llegar hasta allí cargada con todo mi equipaje? Mientras lo pensaba, vi que el culi pasaba a mi lado a paso rápido con mis maletas bajo los brazos. Me puse a perseguirlo gritando:

—¡Al ladrón, al ladrón!

Sabía que no podría alcanzarlo jamás. Me detuve y, cuando estaba a punto de desplomarme, vi que el hombre dejaba mis maletas a la sombra del árbol que había visto antes. Dispuso las piezas de mi equipaje formando una especie de canapé y me indicó con un gesto que me sentara. Yo me acerqué lentamente, sin saber muy bien qué pensar, y entonces él me señaló el asiento con un amplio ademán, como si fuera un camarero indicándome una mesa en un establecimiento selecto.

Al cabo de un momento, me di cuenta de que el culi seguía de pie a mi lado, mirándome fijamente. Con expresión interrogadora, se golpeó con un dedo la palma de la mano e hizo el gesto de frotar billetes. Quería que le pagara. Bajé la vista y miré el dinero chino que aún apretaba en la mano. No tenía la menor idea de su valor. Los servicios del culi no podían costar más de unos pocos centavos. Pero ¿cuál de esos billetes valía más? ¿Y cuál menos? El hombre hizo mímica de comer y beber, y se frotó el estómago, como si estuviera hambriento. ¿Sería una estratagema para conseguir que le diera mucho dinero? Dijo algo incomprensible y yo le contesté en lo que para él también sería una jerigonza:

—¡Maldito calor, maldita ciudad! ¡Maldito Lu Shing!

Busqué el billete con el número más pequeño: un cinco. Se lo di. El hombre sonrió. Debía de ser una fortuna. Salió corriendo y me alegré de perderlo de vista. Me puse a mirar los coches de caballos y los rickshaws que iban y venían, y que al alejarse me hundían en una desesperación cada vez más negra.

Diez minutos después, volvió el culi. Traía consigo una cesta, en cuyo interior había dos huevos marrones con las cáscaras agrietadas, tres plátanos pequeños y un frasco con té caliente. Me ofreció también un objeto que parecía un bastón, pero que resultó ser un parasol, y me devolvió unas cuantas monedas. Yo no salía de mi asombro. Supuse que Lu Shing lo habría contratado para cuidarme. Me puse a examinar la cesta con comida, cuya higiene me ofrecía ciertas dudas. El culi me aseguró con mímica que todo estaba limpio y que no tenía nada de que preocuparme. Yo estaba hambrienta y sedienta. Los huevos tenían un sabor extraño, pero estaban deliciosos. Los plátanos eran dulces y el té me calmó la sed y me tranquilizó. Mientras comía, no apartaba la vista de la calle, que era una avenida muy animada.

Al cabo de un rato, el sirviente me dio a entender que iba a tumbarse a descansar al otro lado del árbol. Me indicó que le gritara si lo necesitaba y yo asentí. Entonces se echó en el suelo y en seguida se quedó dormido.

Yo también sentía que empezaba a dominarme el sueño, pero no quería ceder. Si lo hacía, todos notarían mi fracaso: una tonta jovencita americana, sola y metida en un lío cuando todavía no hacía ni una hora que había llegado a China. Me senté con la espalda erguida. Quería demostrar que sabía cuál era mi lugar en el mundo, que por el momento se encontraba a la sombra de un árbol, en una transitada calle de una ciudad cuyo idioma desconocía por completo, con la única excepción de la expresión vulgar chu ni bi. La grité a voz en cuello, para gran sobresalto del culi.

Estuve esperando durante horas, sentada en aquel ridículo diván hecho con maletas. El orgullo se me fue marchitando y la postura erguida se disolvió por sí sola. Mis párpados parecían tener voluntad propia. Me recosté y dejé que me invadiera el sueño y me llevara lejos.