Capítulo 12

El valle del asombro

San Francisco

1897

LUCÍA MINTURN

Yo tenía dieciséis años cuando se presentó en nuestra puerta alguien que me pareció un emperador chino acabado de salir de las páginas de un cuento de hadas. Vestía una túnica larga de seda azul oscura y un chaleco con símbolos bordados. Sus facciones presentaban una suave inclinación que arrancaba en la barbilla y subía por las mejillas hasta lo más alto de la cabeza. Tenía la trenza típica de los chinos, que le caía desde la coronilla hasta la mitad de la espalda.

—Buenas tardes, señora Minturn —saludó—. Profesor Minturn. Señorita Minturn.

Me dedicó solamente una mirada fugaz. Su inglés era perfecto, adornado con un precioso acento británico, y sus modales eran formales pero no carecían de naturalidad. Si cerraba los ojos, su voz me parecía la de un gentleman inglés; pero si los abría, reaparecía ante mí el personaje de un libro de fábulas.

Por supuesto, yo ya sabía desde el principio que no era ningún emperador, pero esperaba que fuera alguien ilustre: un mandarín manchú, por ejemplo. Mi padre nos lo presentó como «el señor Lu Shing, estudiante chino de la pintura paisajística norteamericana, que llega desde el valle del Hudson, en Nueva York, procedente originariamente de la China».

—De Shanghái —lo corrigió él—. A los que somos de Shanghái nos gusta insistir en la diferencia.

Parecía satisfecho e irradiaba confianza, y se le notaba orgulloso de ser diferente de los demás. Yo también era diferente, por lo que de entrada tuvimos algo en común. Yo llevaba cierto tiempo esperando la llegada de mi gemelo espiritual y aunque no imaginaba que fuera a ser chino, estaba ansiosa por averiguarlo todo acerca de él. Antes de poder decirle una sola palabra más, entró con mis padres en el salón, para conocer a los otros invitados, y yo me quedé sola en el vestíbulo. Mis padres siempre se quedaban lo mejor para ellos.

En ese mismo instante quise poseerlo; quise que fueran míos su corazón, su mente y su alma china, todo lo que había en él de diferente, incluido lo que tenía bajo la túnica de seda azul. Ya sé que la idea puede parecer chocante, pero yo llevaba casi un año de promiscuidad, por lo que fue breve el salto entre el anhelo y el goce.

A los ocho años, decidí ser fiel a Mí Misma. Naturalmente, lo primero fue averiguar en qué consistía esa Mí Misma a la que debía fidelidad. Mi afirmación personal comenzó cuando descubrí que había nacido con un dedo supernumerario en cada mano, gemelo del dedo meñique. Mi abuela había recomendado que me los amputaran antes de abandonar el hospital para que la gente no fuera a pensar que en la familia teníamos tendencia a producir pulpos. Mis padres eran librepensadores y basaban sus opiniones en la razón, la lógica, la deducción y su propia manera de ver las cosas, por lo que mi madre, que nunca aceptaba un consejo de mi abuela, había replicado:

—¿Tenemos que cortarle los dedos supernumerarios solamente para que pueda usar los guantes que venden en las tiendas?

Me llevaron a casa con todos mis dedos en su sitio. Pero entonces un viejo amigo de mi padre, el señor Maubert, que más adelante sería mi profesor de piano, los convenció para que convirtieran mis manos inusuales en apéndices normales. El hombre había sido concertista de piano, pero al comienzo de su prometedora carrera, había perdido el brazo derecho durante el asedio de París por parte de los prusianos.

—Hay muy pocas composiciones de piano para una sola mano —les dijo a mis padres—, y ninguna para seis dedos. Seguramente querréis dar una educación musical a vuestra hija, y sería una pena que tuviera que tocar la pandereta por falta de otro instrumento más adecuado.

El propio señor Maubert me informó, orgulloso, a mis ocho años, de su influencia en la decisión.

Pocos comprenderán la conmoción que supone para una niña pequeña enterarse de que una parte suya ha sido considerada indeseable y le ha tenido que ser violentamente extirpada. Me daba miedo pensar que la gente pudiera cambiar trozos de mi persona sin mi conocimiento ni mi autorización. Fue así como inicié la indagación para averiguar cuáles de mis muchos atributos necesitaba proteger, dando al conjunto de tales atributos el nombre científico de «Mí Misma».

Al principio, la lista completa abarcaba mis preferencias y antipatías, los intensos sentimientos que me inspiraban los animales, mi hostilidad hacia todo el que se riera de mí, mi aversión por la gente untuosa y varias cosas más que he olvidado. También coleccionaba secretos que me afectaban. La mayoría eran cosas que me habían desgarrado el corazón, y el hecho mismo de que no quisiera que se hicieran públicas era la prueba de que formaban parte de Mí Misma. Más adelante añadí a la lista mi inteligencia, las opiniones que me merecían los demás, mis miedos y repugnancias, y ciertas incomodidades persistentes que más tarde reconocí como preocupaciones. Unos años después, cuando manché por primera vez la ropa interior, mi madre me explicó «la biología que ha hecho posible tu existencia», cuyo aspecto principal era mi origen como un huevo que se deslizaba por una trompa de Falopio. Lo expuso de tal modo que cualquiera habría dicho que yo había sido una masa amorfa sin cerebro, que al ver la luz había adquirido una personalidad, modelada bajo la dirección de mis padres.

Por mi aspecto, no podía sustraerme por completo de la biología, ya que había heredado una mezcla de mis padres: ojos verdes, pelo oscuro y ondulado, orejas pequeñas y unas cuantas cosas más. Pero lo peor eran los sonrojos de mi madre cada vez que se enfadaba, que se manifestaban en mí como manchas arreboladas que me estallaban en el cuello y en el pecho, y no se parecían en nada a un adorable rubor, sino más bien a las marcas dolorosas de un hierro candente. Las manchas me traicionaban cuando estaba nerviosa. En mis peores momentos, toda la cara me ardía en llamas y entonces tenía que huir a mi habitación. Mi madre había aprendido a controlar tan bien sus emociones que casi nunca demostraba nada y sus arreboles se reducían a la repentina aparición de un saludable tono rosa en las mejillas. Yo me esforzaba por controlar los míos, pero me resultaba tan difícil como contener la respiración, sobre todo cuando me humillaban delante de la gente, con comentarios como «Lucía se emociona hasta las lágrimas con los gatos callejeros», «Lucía tiene una aversión poco natural por las flores con espinas» o «Lucía se mueve por caprichos pasajeros; dentro de una hora ni siquiera recordará cuál fue el último». Sus palabras eran hirientes y ellos ni siquiera lo notaban, aunque eso no los disculpaba.

Mi padre y mi madre eran excéntricos, y no era sólo mi opinión. Mi padre, John Minturn, tenía un trabajo razonablemente respetable como profesor de historia y experto en arte, famoso por su erudición en todo lo referente a la representación pictórica del cuerpo humano. Las representaciones que más le gustaban eran los desnudos, los cuadros de «diosas —como decía él— cuyas diáfanas túnicas se han deslizado hasta sus marfileños y clásicos tobillos». También coleccionaba objetos fetichistas del Lejano Oriente. En una de las paredes de su estudio destacaba una pintura erótica japonesa en la que una pareja se unía en un retorcido abrazo con expresión demente en las caras. En una vitrina conservaba varios ejemplos de los instrumentos de marfil y crines de caballo que los estudiosos chinos utilizan para ahuyentar a las moscas, y en el mismo aparador, varios pares de zapatos de mujeres manchúes que habían vivido en los palacios imperiales del Jardín de las Ondas Claras. El nombre por sí solo me hacía soñar con visitar esos lugares, hasta que mi padre me dijo que los palacios habían sido incendiados y saqueados. Los zapatos formaban parte del botín. Tenían por debajo una hoja alta de madera que los hacía parecer barcos varados en tierra en precario equilibrio sobre la quilla. Según me explicó mi padre, ese diseño tan poco práctico confería a las mujeres manchúes el mismo paso remilgado de las mujeres chinas, que debían gran parte de su atractivo sexual a sus pies vendados y convertidos prácticamente en pezuñas.

Mi madre era hija de un ilustrador botánico y naturalista aficionado, Asa Grimke, que durante tres años viajó con el gran botánico Joseph Dalton Hooker por Darjeeling, Gujarat, Sikkim y Assam, donde dibujó una serie de exóticas plantas recién descubiertas y participó en su descripción. Esas ilustraciones le valieron cierta reputación y determinaron que finalmente se trasladara a San Francisco con su mujer, Mary, y con su hija, Harriet (mi madre), con el importante encargo de ilustrar la flora de la costa del Pacífico. Por desgracia, nada más llegar, se puso en el camino de un caballo desbocado que pertenecía precisamente al hombre que había ido a buscarlo, Herbert Minturn, caballero acaudalado que había hecho fortuna gracias al negocio del opio en China y a la compra de terrenos en San Francisco. El señor Minturn, que había perdido recientemente a su esposa, le dijo a mi abuela en el funeral que comprendía su dolor e invitó a la familia a alojarse en su mansión hasta que se recuperara. Mi abuela no se recuperó nunca y en repetidas ocasiones acabó en el dormitorio del señor Minturn a causa de numerosos episodios de sonambulismo, que, según afirmaba, eran imposibles de controlar, ya fuera voluntariamente o mediante el uso de medicinas. Como el señor Minturn se aprovechó a conciencia del trastorno nocturno de mi abuela, tuvo que casarse con ella. Así contaba mi madre la historia, con manifiesto desprecio hacia el escaso respeto que mi abuela había demostrado por la memoria de su marido.

El destino quiso que el señor Minturn tuviera un hijo, John, doce años mayor que mi madre. Ella tenía seis años cuando llegó a casa de los Minturn, y en esa época John pasaba casi todo el tiempo en la universidad. Pero cuando mi madre cumplió dieciocho, el joven que la había tratado como a una hermanita pequeña se casó con ella y, al cabo de un año, yo vine al mundo. Ésa fue, por lo tanto, la casa donde nací.

Y ésas fueron las personas que me criaron, todas con opiniones diferentes. Llevábamos vidas separadas bajo un mismo techo. Mi abuelo había sido un hombre importante, cuya inteligencia se fue degradando de año en año. Siguió dispensando en las cenas consejos comerciales desfasados, pero la gente lo oía con amabilidad porque apreciaba sus buenas intenciones. En cambio mi abuela no tenía buenas intenciones y sí una gran habilidad para insultar a la gente sin dejar de parecer amable. Era insidiosa. Solía iniciar las discusiones, y cuando mi madre empezaba a echar humo como una caldera a punto de explotar y se llenaba de manchas rojas en la cara y el cuello, entonces le decía que no había motivo para discutir y se marchaba tranquilamente. Todos la llamábamos «señora Minturn», incluso su marido. Mi madre se indignaba con mi padre porque nunca se enfadaba con ella. Él decía que no se enfadaba con su suegra porque lo hacía reír y añadía que mi madre debía adoptar la misma actitud. A mi madre la enfurecía todavía más que los amigos de ambos alabaran el buen carácter de mi padre, que en opinión de ella tenía la mala costumbre de ignorar los problemas con la esperanza de que se solucionaran solos. Durante mis primeros años, me gustó bastante mi padre. Era sociable, conversador e ingenioso. La gente apreciaba su compañía, y él me prestaba mucha atención e incluso me mimaba. A veces me daba cosas raras que yo ambicionaba tener, o una versión más inocua del objeto codiciado, como cuando me dio una culebra en lugar de una serpiente venenosa. En años posteriores, me hacía tan poco caso como al gato callejero que un día se coló en la casa y nunca se fue.

Mi madre tenía dos estados de ánimo: uno temperamental, que la dejaba irritable y disgustada, y otro melancólico, que la volvía lánguida e igualmente disgustada. Pasaba la mayor parte del tiempo recluida en casa. Cuando hacía calor, estaba todo el día en el jardín, plantando flores o cortándolas. Me permitía elegir una sola flor, que yo podía plantar en un lugar soleado y desnudo del jardín, junto a los rosales de Provenza. Yo escogía las violetas en todas sus variedades: con blanco sobre violeta, o con algo de amarillo, o con un poco de rosa. Eran plantas indómitas que invadían todos los espacios libres bajo los árboles o los arbustos. Mi madre decía que eran malas hierbas y las habría arrancado si yo no le hubiera recordado que me había dejado plantarlas y que por lo tanto eran mías.

Si no hubiese sido por ese jardín, creo que mi madre le habría insistido más a mi padre para abandonar la comodidad del hogar familiar y comprar una de las casas adosadas que surgían como hongos prácticamente en cada colina, a razón de seis o siete por manzana. Cuando estaba melancólica, pasaba la mayor parte del día en el estudio, donde examinaba los insectos muertos atrapados en gotas de ámbar que le había legado su padre. Eran veintidós piezas que mi abuelo había encontrado en una mina abandonada de Gujarat y que se había metido en los bolsillos como un ladrón. Ese mundo dorado de mi madre contenía moscas, hormigas, mosquitos, termitas y otros bichos. Todos los días lo contemplaba durante horas con una lente de aumento. Si la hubiera dejado guiar mis intereses, yo habría acabado en un manicomio.

Su propósito, desde el día de mi nacimiento, había sido convertirme en una pequeña y colérica sufragista. Me puso de nombre «Lucrecia» en homenaje a Lucrecia Mott, la oradora. A medida que me fui haciendo mayor, mi desagrado por mi nombre no hizo más que aumentar porque su combinación de letras me recordaba palabras desagradables, como «lucro», «secreciones» o «cretina». Como alternativa, estuve oscilando durante mucho tiempo entre los nombres «Lucía» y «Lulú». Mi madre decía que «Lulú» era vulgar, por eso yo lo usaba siempre que ella andaba cerca a menos que quisiera parecer un poco más refinada. Todo dependía de la persona con la que estuviera hablando.

Como ya he mencionado, mis padres eran librepensadores, y eso significaba, entre otras cosas, que hablaban con libertad de cualquier tema en mi presencia. La falta de censura puede parecer admirable, pero yo la sentía como una forma de negligencia. No tenían en cuenta mi salud mental. Ni siquiera se paraban a considerar la conveniencia de revelarme que el señor Beekins había sido sorprendido en el dormitorio común de los hombres con los pantalones por los tobillos. Lo comentaron delante de mí justo antes de que dicho señor Beekins viniera a cenar a casa. En numerosas ocasiones, mi padre sacaba sus piezas fetichistas para enseñárselas a otros coleccionistas, y yo me daba cuenta, por las miradas que éstos me lanzaban y por su tono de voz, que les parecía impropio que yo estuviera presente. Cuando era pequeña, solía jugar en el estudio de mi padre con algunas de aquellas piezas sin saber muy bien qué eran ni para qué servían. Entre ellas había un juego de muñecos de marfil de unos ocho centímetros de altura, con los pechos y los penes perfectamente tallados, de los que más adelante descubrí que eran figuritas utilizadas para la masturbación femenina. Pese a la franqueza con que se referían a los asuntos sexuales, mis padres no parecían unidos por ninguna clase de atracción mutua. Dormían en habitaciones separadas y en todos los años que viví en la casa no oí nunca que una de las puertas se abriera y se cerrara, antes de que se abriera y se cerrara la otra, para sellar así su pacto sexual.

Sólo a los quince años me enteré de que los impulsos de mi padre eran abundantes y poderosos, y que los satisfacía en otra parte. Para entonces, había adquirido la costumbre de entrar subrepticiamente en su estudio para examinar sus libros pornográficos, en especial un tomo de cubiertas azules, con cincuenta y dos fotografías que mostraban hombres musculosos y mujeres regordetas enzarzados en una variedad de contorsiones coitales. Anatomía clásica de la calistenia, se titulaba. También encontré una caja grande de madera de raíz, con tapa corredera. Contenía numerosas cartas de amor dirigidas a mi padre, escritas con muy diferentes caligrafías. Habían sido enviadas por hombres y mujeres que describían escenas lujuriosas, recuerdos de encuentros lejanos o recientes, y anticipaciones de actos futuros.

Cuanto más leía, más molesta me sentía. Mi padre regalaba su amor a manos llenas a toda clase de gente, pero hacía mucho tiempo que no tenía ninguna atención especial conmigo. Sus amantes lo llamaban «Dios del Torbellino del Amor», «Zeus Tonante», «Polla Colosal» o «Goliat Triturador», y se hacían llamar «Voluptuosidad Renacida», «Vulva Voraz» o «Vagina Vibratoria». Hablaban en términos muy concretos sobre longitud, ancho, turgencia, sincronización y durabilidad. Hablaban de sexo como si fueran glotones refiriéndose a determinadas comidas que yo no podría haber probado nunca más, como el pudin, la salsa del estofado, la nata o los embutidos. Elogiaban a mi padre por su eficacia para causar catástrofes geológicas e invocar las tormentas. Le atribuían fallas tectónicas y terremotos, inundaciones y tornados, así como la emergencia de nuevas islas de las profundidades marinas. Pero lo único que yo quería era un poco de afecto. Y él se lo daba a otros, con increíble generosidad y en infinidad de formas diversas.

Me puse furiosa. Ya no necesitaba su cariño. Yo también tenía impulsos y necesidades.

Para mi primera aventura sexual, elegí el lugar antes que al chico. El bosquecillo estaba en uno de los extremos del campus de la universidad donde enseñaba mi padre. El tiempo otoñal era cálido y los arbustos de hortensias estaban cubiertos de suaves hojas y flores bamboleantes. El lugar me recordaba el ambiente de los cuadros de deidades desnudas, escenario para la fornicación divina.

Sólo asistían hombres a la universidad, por lo que atraje mucha atención por el simple hecho de sentarme en un banco bajo un árbol. El profesorado me conocía como la hija del doctor Minturn, así que a nadie le extrañó verme allí, apoltronada en el parque, estudiando calistenia. Tenía el libro ilustrado abierto sobre el regazo, de tal manera que para los jóvenes que pasaban, parecía estar leyendo y a la vez esperando a alguien. Varios de los chicos que pasaron por el sendero se detuvieron un momento para preguntarme qué estaba leyendo. A los seis primeros les respondí que era un libro sobre los aspectos básicos de la costura. Al séptimo, le dije con expresión pícara:

—¿Te gustaría averiguarlo?

Ese joven merecía una oportunidad. Tenía los hombros anchos y todos los atributos del dios griego: espesa cabellera oscura, ojos azul cielo, manos hermosas y fuertes, labios sensuales y un filtro profundo y marcado. Este último rasgo, según había averiguado en una de las misivas de mi padre, era el erótico surco que se extiende entre el labio superior y la nariz, y que al igual que otros surcos del cuerpo debe ser minuciosamente lamido. Recuerdo también que tenía una actitud segura y que parecía cómodo flirteando conmigo. Además, dejó con rapidez que su lenguaje se deslizara hacia el terreno de lo escabroso («Me encantaría ver lo que tienes en el regazo»), signo de un hombre con experiencia sexual. Me ofreció la mano y me ayudó a incorporarme con tanta gracia que me hizo sentir como una bailarina.

Entre las hortensias, me besó con seriedad, embistiéndome los dientes con sus labios y cubriéndome de saliva de la nariz a la barbilla. Levanté la cara para que me besara el cuello, y sus besos me produjeron estremecidas cosquillas de placer que me bajaron por la espalda. Después apoyó sobre mis pechos adolescentes sus hermosas manos, que para entonces estaban bastante temblorosas, y los besó a través de la blusa de algodón. Mi blusa se fue humedeciendo con sus besos y no parecía que fuera a suceder nada más, por lo que por un momento consideré poner fin a la oportunidad que le había concedido. Pero entonces me desabrochó la blusa y se puso a lamerme los pezones. Una vez más sentí un estremecimiento de excitación, que sin embargo se esfumó cuando él empezó a forcejear con otros de mis botones. Le permití echar un vistazo rápido a una de las páginas del libro de calistenia y le dije que se diera prisa. Tuve que esperar mientras él luchaba como una liebre entrampada para desabotonarse los pantalones con unas manos hermosas pero torpes. En el preciso instante en que logró liberar su pene, oímos voces. Se subió volando los pantalones y volvió a guardarse el miembro con aparente dolor. La imagen de su polla se me quedó grabada en la memoria. Era muy diferente de las que había visto en las fotografías. No era lisa e inmóvil como un trozo de mármol, sino carnal, venosa y curiosamente indefensa, como un roedor ciego y lampiño en busca de una teta llena de leche. Me abroché la blusa, me arreglé el pelo y volví a atarme el lazo. Las voces pasaron de largo. Me puse de pie, le di al joven mi dirección y le dije que me esperara junto al roble esa misma noche, a las diez en punto.

Llegó a la hora exacta. Lo hice pasar a la cocina por la puerta trasera y subimos juntos la angosta escalera que usaban los sirvientes. A mitad de camino, me preguntó si estaba segura de que era sensato lo que hacíamos.

—¿Sensato? —repliqué yo—. Esto nunca puede ser sensato.

Pasamos por el rellano de mi dormitorio y seguimos subiendo la escalera de caracol hasta el mirador. Yo había tapizado el interior con saris indios y había cubierto el suelo con un mosaico de pequeñas alfombras persas que yo misma había cortado, a partir de otras más grandes desechadas por tener quemaduras de cigarro o de cera. Una escalera de mano de siete peldaños conducía a un nivel superior con una ventana en saledizo y un grueso colchón de plumas en el suelo. Era mi retiro, el sitio donde leía y dormía la siesta, y donde a veces me escondía cuando sentía el impulso de gritar y patear sin saber muy bien por qué. Previamente había encendido unas velas, había salpicado el colchón con agua de rosas y había colocado la Anatomía clásica de la calistenia en un estante, con el lomo sobresaliendo de la fila de libros. Subimos, me tumbé de espaldas con una sonrisa amable y empezamos. Me besó en la boca y en el cuello, donde tuve que pedirle que actuara con suavidad. Me desabrochó la blusa con un poco más de habilidad que hacía un rato, probablemente porque había estado practicando durante las horas transcurridas desde el primer encuentro. Yo ya me había quitado la ropa interior para no tener que perder el tiempo. Mi futuro Torbellino de Amor parecía vacilante respecto a lo que estábamos a punto de hacer porque yo acababa de decirle que era la hija del profesor Minturn. (Admito que lo hice solamente para ver su reacción). Aun así, se quedó mudo de admiración mientras yo me quitaba la ropa. Tras contemplarme arrobado el pubis, se puso a inspeccionar el resto de mis partes prohibidas, desde los pechos hasta las nalgas, con religiosa solemnidad. Cuando hubo mirado lo suficiente, lo ayudé a quitarse la ropa. Su pene salió como movido por un resorte y yo lo recorrí con un dedo por un lado, siguiendo una vena, y después por el otro lado, repasando otra vena. ¡Qué objeto tan extraño! Él soltó un gemido y estuvo a punto de abalanzarse sobre mí, pero yo le dije que esperara. Entonces extraje de la estantería el libro de ilustraciones y le enseñé el ejercicio de calistenia que me había propuesto probar. La postura elegida parecía bastante sencilla y no requería estar de pie, lo que habría sido difícil dada la escasa altura del techo. Mi joven titán asintió con la cabeza, aceptando el desafío. Levanté las piernas y las eché hacia atrás, dejando al descubierto mis partes íntimas, y él se colocó en la posición correcta, con una rodilla en mi cintura, la otra por detrás, junto a mis nalgas, y la cabeza metida como en cuña bajo la corva de una de mis piernas. Pero resultó que su pene había quedado mal alineado con mis partes. Entonces volvió a comprobar la postura en la fotografía, ajustó la posición de la rodilla izquierda y ese leve movimiento fue suficiente para que se corriera sobre uno de mis muslos. Fue una decepción enorme para mí.

—¡Lo has arruinado todo! —exclamé y en seguida me arrepentí de no haber reprimido esa exclamación porque quedó muy afectado.

Al cabo de media hora, se recuperó de la humillación y nos reímos de buena gana de nuestra sobreexcitación. Pero cuando intentamos la misma postura, el resultado fue el mismo. Me suplicó que no se lo contara a nadie y me prometió que practicaría. La noche siguiente, vino fortalecido por el whisky. Eligió un ejercicio calisténico más sencillo y finalmente, tras hacer todos los ajustes pertinentes y comprobar que estaba en el lugar adecuado, me penetró. Creo que soporté bien el dolor y me alegré de haber superado de una vez por todas la apertura de la puerta. Pero, de repente, él se incorporó bruscamente, palpó las sábanas y se dio cuenta de que había causado el derramamiento de sangre virginal. Pareció muy preocupado, pero yo le dije:

—Si lo hubieras sabido, ¿qué habrías hecho? ¿Te habrías guardado el pene palpitante y te habrías marchado a casa?

Tuvimos otros cuatro encuentros, que mejoraron en cierto modo su resistencia. Pero yo no creía estar aprovechando plenamente la situación, ya que todavía no había experimentado nada comparable a una catástrofe geológica.

A lo largo del año siguiente, recluté desde mi puesto en los terrenos de la universidad a media docena de jóvenes ardientes y voluntariosos. Casi todos se comportaban como si me hubieran seducido a mí. Se volvían atentos cuando estábamos en la cama: «¿Estás segura? ¿No te importa?». Tenían varios años más que yo, pero eran inmaduros. Tan pronto transmitían seguridad y confianza, como se volvían torpes, aniñados e inseguros. No me gustaba tener que animar a los más apocados, cuidándome de no parecer profesoral o crítica. Si mi joven amigo se ponía nervioso, yo lo tomaba como un signo de que nuestro encuentro le parecía moralmente reprobable y yo no quería nada de eso. Uno de los adonis resultó ser bastante eficaz. Aparecieron las tormentas (un pequeño remolino, una marejada…), pero al cabo de dos meses de calistenia, me cansé de su mediocre personalidad. Seguí con él, pero me aseguré de que me frecuentara otro joven menos hábil en la cama y más capaz de mantener una conversación cuando terminábamos.

Mis padres, mientras tanto, hacían caso omiso de mis aventuras sexuales, como de casi todo lo que yo hacía. En realidad, no sé por qué seguía esperando más de ellos. ¿Cómo sabía que me faltaba el amor si nunca lo había conocido? Quizá porque formaba parte de Mí Misma la aspiración de tener un padre y una madre que me prestaran atención y me consideraran más importante que un bicho metido en resina de ámbar o un fetiche masturbatorio. Si me hubieran dado más importancia, me habría sentido amada.

Yo quería que mi padre y mi madre se enteraran de mi promiscuidad para castigarlos y obligarlos a mirarme con manifiesto disgusto. Entonces podría echarles en cara su egoísmo entre gritos de furia, decirles que mi disgusto era aún mayor al suyo y recitarles la lista de agravios que había escrito. Además, quería contarle a mi padre que yo ya había disfrutado de muchas erupciones volcánicas como las que describían las cartas que recibía.

La noche que mi emperador chino vino a cenar, mis padres habían invitado a otras ocho personas que solían visitar con frecuencia nuestra casa: el doctor y la señora Beekins (un astrónomo y su esposa); la señorita Huffard, cantante de ópera, y su amante, Charles Hatchett; mi profesor de piano, el señor Maubert, y su hermana soltera, la señorita Maubert; la señora Coswell, destacada sufragista, y una prestigiosa pintora de paisajes, la señorita Pond, cuya reputación incluía la producción de un bebé ilegítimo que había tenido que dar en adopción. Mi padre la visitaba a menudo, en encuentros sexuales ampliamente descritos en su correspondencia.

Primero nos reunimos en el salón para tomar una copa de jerez. Mi padre presentó a nuestro invitado como «el señor Lu Shing».

—En realidad, el primer nombre, Lu, es el apellido, y Shing es el nombre de pila.

—Para los occidentales, nuestros nombres están al revés —dijo Lu Shing con una sonrisa divertida—, pero en China, es el orden natural: la familia es lo primero, tanto en los nombres como en la vida. Yo uso los dos, siempre juntos: Lu Shing. El hijo es indivisible de la familia.

«Lu», pensé yo, como «Lucía» y «Lulú». Cuando me llegó el turno en las presentaciones, mi padre me llamó Lulú, y yo en seguida lo corregí:

—Lucía.

—¡Ah, esta noche se llama Lucía! —replicó mi padre con un guiño, y yo me puse colorada.

—Señor Lu Shing —dijo el astrónomo—, su inglés es mejor que el mío. ¿Cómo es posible?

—Tutores británicos desde los cinco años. Mi padre trabaja en el Ministerio de Asuntos Exteriores y siempre ha pensado que hablar inglés es una ventaja.

«Pertenece a una familia privilegiada —me dije—. Tiene categoría social y una voz preciosa».

—Lu Shing está estudiando el arte occidental —explicó mi padre—. Ha estudiado con los pintores paisajistas de la Escuela del Río Hudson durante los últimos tres años y ahora tiene la poco frecuente oportunidad de trabajar como aprendiz en el taller de Albert Bierstadt, que ha vuelto a California para pintar una vez más los Farallones y el Yosemite.

Se oyeron murmullos de felicitación.

—Soy más bien un mayordomo o un secretario —repuso Lu Shing—. Me ocupo de organizar los detalles del alojamiento y los viajes. Pero es un gran privilegio para mí porque podré ver al señor Bierstadt en acción en las primeras fases de su trabajo.

Mi padre inició entonces una animada conversación sobre las diferencias entre el arte estadounidense y el arte chino, y entre el óleo y la tinta. Lu Shing hablaba con soltura y confianza, como si el resto de los comensales, muchos años mayores que él, hubieran sido amigos suyos de toda la vida. En los momentos oportunos, se dirigía a ellos con deferente cortesía, pero era evidente que siempre brillaba más que los demás con cualquier cosa que dijera. Les expresaba su aprecio cada vez que mencionaban una idea nueva para él, pero la mayor parte del tiempo parecía secretamente divertido.

Mi padre seguía proponiendo temas de conversación como si estuviera impartiendo una clase: las tradiciones chinas y la influencia occidental; la transformación de la sociedad de Shanghái; las cambiantes formas artísticas; la influencia del arte en la sociedad y viceversa. Cada vez que iniciaba otro tema aburrido, yo habría querido gritarle que se callara.

—¿Cómo se hace para captar un momento de emoción en el arte? —preguntó la señorita Pond y miró a mi padre.

Siguió una ronda de opiniones, y cuando le llegó el turno a Lu Shing, dijo:

—El momento se altera en cuanto uno intenta captarlo, de modo que para mí es imposible.

«¡Qué gran verdad! —me dije—. Los momentos se esfuman en cuanto piensas en ellos».

Mi padre hablaba sin parar, mi madre guardaba silencio y la señorita Pond elogiaba con excesiva frecuencia todo lo que mi padre decía. Al cabo de un momento, la señorita Maubert empezó a alabar también a mi padre, con los ojos brillantes, y en seguida se le sumó la señora Croswell, con una coqueta inclinación de la cabeza. Incluso el doctor Beekins, el astrónomo, tenía un destello en los ojos cada vez que miraba a mi padre. Todos estaban enamorados de él. ¿Serían su aquelarre de acólitos sexuales? ¿Lo notaría Lu Shing? ¿Sería yo la única que lo veía? A nuestro alrededor, la conversación se volvió más animada y todo el mundo se puso a hablar a coro de la redención, el simbolismo de los dioses, la salvación cristiana, el vicio y la virtud, el purgatorio, los pecados, el karma y el destino.

—Lu Shing —dijo mi padre—, ¿qué opina del destino?

—Soy chino, doctor Minturn —dijo él—. Mi opinión no puede ser más elevada.

Fui a colocarme a su lado e intenté parecer tranquila y sofisticada.

—Señor Lu Shing —dije—, no he podido entender si estaba bromeando o no. ¿Realmente cree en el destino oriental?

—Por supuesto. Si estamos aquí es porque así lo ha querido el destino, sea o no oriental.

Iba a preguntarle algo más, pero mi padre hizo tintinear su copa y anunció que íbamos a ver lo que había hecho Lu Shing desde que estudiaba en nuestro país. Enseñó entonces una pequeña pintura enmarcada. No me hizo falta acercarme para comprobar que era una obra maestra. Los colores eran adorables, y por la expresión de los demás, vi que todos opinaban lo mismo. El cuadrito fue pasando de mano en mano mientras se acumulaban los elogios para la obra y el artista:

—No esperaba ver tanta habilidad en un aprendiz.

—Tiene una sutil riqueza cromática.

—Parece captar un momento perfecto.

Finalmente, la pintura llegó a mis manos. La primera sensación fue de inquietante escalofrío. Reconocí el lugar del cuadro. Yo había vivido allí. Sin embargo, sabía que era imposible. Desapareció la luz de la sala a mis espaldas, las voces se desvanecieron y me sentí transportada al interior de la pintura, a ese valle verde y alargado. Sentí su atmósfera como real y presente, el tacto del aire frío y una soledad que no era falta de compañía, sino la claridad de ser yo misma. Yo era ese valle, idéntico a sí mismo desde el principio de los tiempos. Las cinco montañas también formaban parte de mí; eran mi fuerza y mi coraje para enfrentarme a todo lo que pudiera adentrarse en ese valle. En el cielo había oscuras nubes grises que ensombrecían parte del paisaje, y yo comprendí que en otro tiempo me habían azotado las tempestades y había tenido que aferrarme a los árboles de la montaña. Había sentido miedo de que se evaporaran las nubes oscuras, y yo con ellas. Pero el vientre de las nubes era rosado, bamboleante y erótico. Y lo más maravilloso de todo era que más allá del paso entre las montañas se distinguía otro valle dorado. En ese lugar dorado estaba el pintor de esa utopía. Vi que Lu Shing me miraba con expresión complacida. Era como si me estuviera leyendo el pensamiento.

—¿Y tú qué opinas, Lucía? —me preguntó mi padre—. Te has quedado absorta mirando el cuadro.

Intenté que mi crítica fuera un poco más intelectual:

—Capta muchos momentos, muchas emociones —empecé, mirando a Lu Shing—: esperanza, amor, pureza… Veo una eternidad que no comienza ni acaba nunca. El cuadro parece decirnos que todos los momentos son eternos y no desaparecerán nunca, como tampoco la paz en el valle, o la fuerza de las montañas, o la inmensidad del cielo…

Podría haber seguido, pero mi padre me interrumpió.

—Lucía es muy dada a los paroxismos de emoción, y esta noche, Lu Shing, su cuadro es el afortunado receptor de su entusiasmo.

Todos rieron y yo sentí que se me arrebolaba el cuello.

Mis padres siempre me ridiculizaban cuando en su opinión me ponía demasiado emocional. Era cierto que tenía paroxismos de emoción, toda una cordillera de cumbres emotivas, y ellos creían que debía controlarlas. Mi madre había conseguido adormecer completamente sus emociones. Pero ¿acaso mi padre controlaba sus paroxismos orgiásticos?

—Muy afortunado, en efecto —dijo Lu Shing—. De hecho, mi ambiciosa intención había sido captar un momento de inmortalidad y pensaba que había fracasado. Pero la señorita Minturn me ha hecho muy feliz con su elogio de que he captado todos los momentos eternos. Les aseguro que ningún artista podría agradecer más que yo su cumplido.

La sala se volvió más luminosa. Las lágrimas de cristal de la lámpara relucieron con renovados destellos y los halos de las velas parecieron aumentar de tamaño. Todas las caras se transformaron en rostros de desconocidos y sólo la de Lu Shing siguió siendo familiar para mí. Aunque era la primera vez que experimentaba un sentimiento tan poderoso, me di cuenta en seguida de que me había enamorado. Me esforcé por conservar la calma delante de los demás mientras me aferraba a mi secreto. Advertí entonces una pequeña placa de latón en la parte inferior del marco. La leí en voz alta:

El valle del asombro.

Hubo murmullos acerca de lo acertado del nombre.

—Yo también pensé que era adecuado —dijo Lu Shing—, cuando lo encontré en una traducción al chino de un poema sufí, «El coloquio de los pájaros». Elegí el título sin saber a qué se refería en realidad el poema y después descubrí que el valle del asombro no era una agradable etapa en el camino, sino un lugar de dudas. Y las dudas son peligrosas para un pintor. Por eso estoy buscando un título diferente.

Todos protestaron contra el significado del texto sufí y alguien dijo que «El valle del asombro» describía a la perfección la esencia del cuadro y que no era necesario que guardara ninguna relación con el otro contexto más sombrío.

—Nosotros no somos sufíes —dijo la señorita Maubert.

Hacían mal en descartar con tanta ligereza las dudas de Lu Shing. Si tenía dudas, su deber era enfrentarlas, derribarlas y lidiar con ellas para descubrir que no eran reales. De lo contrario, permanecerían en su mente. Yo podía ayudarlo a vencerlas, simplemente estando a su lado y enseñándole que su confianza en sí mismo era suficiente para conquistar cualquier duda. Le diría que yo misma lo había comprobado en muchas ocasiones.

La conversación pasó a otros temas y entonces entró la sirvienta y anunció que la cena estaba servida. A Lu Shing lo sentaron del mismo lado de la mesa que a mí, pero en la otra punta, cerca de la cabecera donde se sentaba mi padre. Se interponían entre nosotros la oronda cantante de ópera y el señor Beekins. Los generosos pechos de la mezzosoprano y su abultada cabellera me impedían verlo. Era frustrante encontrarme tan lejos de él. El señor Maubert estaba a mi izquierda, con la señorita Huffard a su lado. Miré en torno a la mesa y observé que la sufragista, la señorita Maubert y el astrónomo ya no parecían mirar a mi padre con arrobada admiración. Estaba siendo una noche muy extraña. Las velas parpadearon con su denso olor a cera mientras la cocinera depositaba en la mesa una voluminosa pata de algún animal, que nadaba en salsa grasienta. Cuando la cantante de ópera se echó un poco hacia atrás, pude lanzar miradas furtivas hacia el liso rostro de Lu Shing y la afeitada desnudez de su cráneo en todo su despojado esplendor. Él no me miró.

Surgió la duda. Quizá él no sintiera nada parecido a la emoción que se había apoderado de mi mente y de mi cuerpo. Yo había bebido un elixir y él ni siquiera había probado una gota. Tal vez no se sintiera atraído por las mujeres. Quizá tuviera intimidad con un centenar de hermosas mujeres de su raza. Me había engañado a mí misma en mi búsqueda de afecto.

A través de esa nube gris, oí la voz de Lu Shing, que se elevaba por encima del murmullo de la charla. La luz del comedor tenía un fulgor aceitoso. La conversación había derivado hacia la estancia del señor Bierstadt en el hotel de la Casa del Acantilado, que en días despejados le ofrecería una vista inigualable de los Farallones. Lu Shing ya había llevado el equipaje del señor Bierstadt al hotel y ahora se disponía a preparar su estudio portátil de pintura.

—Yo me alojé una vez en la Casa del Acantilado —dijo la señorita Pond— y cada mañana, cuando miraba por la ventana, volvía a sorprenderme de que las islas estuvieran a cuarenta kilómetros de distancia. Cada mañana, excepto los días en que sólo se veía la niebla, claro. ¿También usted se alojará en el hotel, señor Lu Shing?

—Un aprendiz no puede aspirar a tanto —dijo él—. He encontrado una pequeña pensión a escasa distancia de la Casa del Acantilado.

—Debería quedarse con nosotros —me apresuré a decir—. Tenemos mucho sitio.

Mi madre me miró sorprendida, pero mi padre estuvo de acuerdo al instante.

—¡Sí! Tiene que quedarse aquí.

—Tenemos huéspedes a menudo —añadí—. ¿Verdad, mamá?

Ella asintió y los demás estuvieron de acuerdo en que estaría más cómodo que en la pensión. Lu Shing declinó amablemente la invitación, hasta que mi padre le dijo que disfrutaría enseñándole su colección de pinturas mientras fuera nuestro huésped.

Entonces mi madre llamó a la sirvienta y le ordenó que preparara la habitación azul, que era el cuarto de invitados y estaba situado en el lado sur del segundo piso. Mi cuarto estaba en el lado norte, y el mirador se encontraba justo encima.

—Mamá —me apresuré a decir—, creo que a Lu Shing le gustaría ocupar el mirador. Es pequeño, pero tiene la mejor vista sobre la bahía.

Mi padre declaró que era una idea excelente y la señorita Pond se ofreció para llevar a Lu Shing a la pensión en su coche de caballos para que recogiera su equipaje. Me puse a observar si daba señales de intentar seducir al pintor, pero entonces mi padre se ofreció para acompañarlos.

Temprano a la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar, Lu Shing y mis padres ya estaban sentados a la mesa. Me pregunté por qué se habrían levantado tan pronto sin decirme nada. Me emocionó ver la cara china de Lu Shing, pero eché en falta algo. Llevaba ropa corriente: pantalones oscuros, camisa blanca y chaleco gris. Habría querido verlo otra vez con su traje chino. Por otro lado, me gustó poder apreciar su cuerpo perfecto. Superaba en altura a mi padre, que era de mediana estatura.

—Todos los que van a los Farallones quieren ver por el camino los leones marinos, las ballenas y los delfines —oí decir a mi madre—. Es la experiencia del espectador. —Tenía abierto sobre la mesa su precioso libro ilustrado de pájaros—. Pero yo creo que la variedad de aves en las islas es mucho más interesante, y es evidente que el señor Bierstadt opina como yo porque las pintó ampliamente durante su última visita. Una de mis aves favoritas es el mérgulo sombrío, que a cierta distancia parece bastante corriente: oscuro y más bien rechoncho. Sin embargo, si te acercas y sabes dónde mirar, te fijas en las patas azuladas, la mancha blanca sobre el ojo, la cabeza redondeada y el pico fino. Ahí está el gran desafío con las aves: distinguir los detalles y sus diferencias. ¡Esas alcas, esos frailecillos, esos cormoranes…!

Hacía tiempo que no la veía tan entusiasmada.

Mi padre la interrumpió.

—Harriet, deberías acompañar al señor Bierstadt y a nuestro joven amigo en su viaje a los Farallones. Seguramente tu vista aguda les sería de gran ayuda.

Mi madre pareció sorprendida y halagada a la vez. Era obvio que le gustaba la idea.

—Al señor Bierstadt le encantará que nos acompañe —dijo Lu Shing—, pero sólo si dispone de tiempo para dedicarnos.

—A mí también me gustaría pasar un día observando las aves —intervine yo.

Mi madre me miró con escepticismo.

—Tú te mareas cuando viajas en barco.

—Lo soportaré si es para ver las aves —respondí—. Sabes que siempre me han interesado.

Volvió a mirarme con incredulidad.

—Además, tendré tiempo para estudiarlas antes de ir a verlas.

Esa noche estuve dando vueltas en la cama, sin decidirme a ascender sigilosamente por la escalera de caracol que daba al mirador. Lu Shing estaba durmiendo justo encima de mi cabeza. Lo imaginé tendido en la cama, con la luz de la luna iluminando su cuerpo desnudo. ¿Qué excusa podría poner para entrar en la habitación? ¿El deseo de contemplar un barco que entraba en la bahía? ¿La luna, las estrellas? ¿Un libro que estaba leyendo y que me había dejado olvidado? Entonces recordé que, en efecto, existía tal libro: La anatomía clásica de la calistenia. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo y se quedó palpitando en el centro de mi ser. Al día siguiente, mientras Lu Shing estaba en la Casa del Acantilado preparando el estudio pictórico del señor Bierstadt, subí como una flecha al mirador para buscar el libro ilustrado. Lo había escondido bajo el colchón de plumas y ahí lo encontré. Lo saqué de su escondite y lo acomodé en la estantería, con el lomo sobresaliendo entre los otros libros. Después de cincuenta y dos páginas, Lu Shing estaría encantado de recibirme.

A la mañana siguiente, lo estaba esperando en la mesa del desayuno. Fue amable y cordial, pero no me dedicó nada parecido a las sonrisas secretas ni a las miradas cargadas de intención que la señorita Pond le lanzaba a mi padre. No debía de haber visto la guía calisténica del amor.

—Tengo una colección de mis libros favoritos en el mirador —le dije—. Puede elegir el que quiera.

Lo miré, por si notaba algún signo de que ya lo había hecho.

—Gracias, pero de momento estoy leyendo todo lo que puedo acerca de los Farallones y el Yosemite.

—Creo recordar que tenemos un libro excelente sobre el Yosemite. Mire a ver si lo encuentra en la pequeña biblioteca del mirador.

Después del desayuno, fuimos directamente al estudio de mi madre. La encontramos sentada en un rincón, escudriñando sus bichos, y fuimos a instalarnos al rincón opuesto, junto a una mesita donde ella solía escribir sus cartas. Entre nosotros yacía abierto el gran libro ilustrado de las aves. Nos pusimos a comentar al detalle los colores, la forma de los picos, las envergaduras, la longitud de las colas y un centenar de pormenores que nos ofrecían la oportunidad de conversar, diciendo cosas como: «La cola de éste es más larga que la de este otro».

Lu Shing pasaba las páginas a la derecha y yo a la izquierda mientras me empleaba en lanzarle mi más intensa mirada de coqueteo: un vistazo sobre el hombro con los ojos caídos para luego levantarlos lentamente y fijarlos en él. Pero su única reacción fue una vaga sonrisa. Por dos veces conseguí rozarle un brazo «accidentalmente», y él no hizo más que disculparse y apartarlo. Cuando hablábamos de envergaduras o rutas migratorias, yo me acercaba a su cara y le hablaba susurrando, con la excusa de no molestar a mi madre en su importante trabajo. Al no ver ninguna señal de interés por su parte, mi desaliento fue en aumento de minuto en minuto.

—Lucía —dijo mi madre—, no apoyes los codos en las páginas del libro.

Rápidamente, me aparté de la mesa y sentí que el sonrojo de la humillación se me extendía por el cuello.

Entonces Lu Shing se volvió hacia mí y me dijo:

—«Lucía», «Lu Shing». ¡Tan parecidos! Los americanos lo llamáis «coincidencia», pero los chinos lo llamamos «destino».