Capítulo 11

La montaña Celeste

Estanque de la Luna

Septiembre de 1925

VIOLETA

En Shanghái, Perpetuo me había declarado su amor con poemas, y uno de ellos aseguraba que la belleza del Estanque de la Luna borraría en mí todo recuerdo de la gran ciudad. Al cabo de siete semanas, no había sufrido todavía ningún ataque de amnesia. De hecho, no podía dejar de pensar en Shanghái y en todas las maneras posibles de escapar del Estanque de la Luna y regresar a la ciudad. Tendría que haber interpretado los poemas más sombríos de Perpetuo como el anuncio de lo que me esperaba.

Antes no había comprendido por qué glorificaba en sus poemas la soledad, la vida vacía y el sentimiento de la muerte. Cuando llegué al Estanque de la Luna, descubrí que no vivía solo, sino que tenía otras dos esposas. Su pobreza no era una elección, sino un motivo de resentimiento. ¿Y sus elevados ideales? Lo único que deseaba era tener fama y fortuna hasta que el dinero le saliera por las orejas. Las impactantes sorpresas sobre su verdadero carácter no parecían tener límite, por no hablar de lo que había descubierto acerca de las «diez generaciones de estudiosos». Desde el instante en que llegué a la casa, tuve la sensación de haber sido engañada también en ese aspecto. Cada vez que surgía el tema de los antepasados o de los estudiosos, se hacía un silencio a mi alrededor.

La semana anterior, había averiguado accidentalmente la verdad mientras buscaba mis joyas y mi dinero, que Perpetuo me había confiscado con la excusa de guardarlos en un lugar seguro. En una caja de documentos que encontré en el fondo de un armario, descubrí el relato personal que había hecho Perpetuo acerca de la historia de su familia.

Cuando tenía nueve años, mi abuelo murió de ictericia y colocaron el cuerpo en el vestíbulo. La correosa piel amarilla del cadáver me dio miedo y temí morir de la misma enfermedad, pero mi padre aprovechó la oportunidad para darme una lección. Yo lo escuché atentamente. Era un gran erudito y ocupaba un importante cargo judicial en la provincia. Me dijo que si memorizaba los Cinco Clásicos, pronto conocería a un ermitaño que me pediría un sorbo de vino, y cuando yo se lo diera, me concedería la inmortalidad. A partir de ese día, estudié frenéticamente. Diez años después, había memorizado todos los clásicos de la poesía: 60 baladas populares, 105 canciones ceremoniales y 40 himnos y panegíricos. También me había aprendido de memoria muchos de los discursos imperiales del Libro de los Documentos, una tarea tan tediosa que estuvo a punto de llevarme a la locura.

Un día, la Sexta Esposa quiso sorprender a mi padre demostrándose más atenta y solícita que cualquiera de las otras. Había encontrado en un baúl la auspiciosa túnica que todas las generaciones de estudiosos de la familia habían utilizado para presentarse al examen imperial, y decidió llevarla al sastre para que le reparara los deshilachados dobladillos de las mangas. Cuando le dijo a mi padre lo que había hecho, ya era tarde. El sastre ya había descubierto debajo del forro una serie de finísimas láminas de seda con copias de los pasajes más difíciles de los Cinco Clásicos. Por desgracia para mi padre, el reciente aumento de las trampas en el examen había motivado un edicto imperial que imponía la decapitación de todos los tramposos. Unos días después, vi cómo dos hombres conducían a mi padre al centro de la plaza, donde ya se había reunido una bulliciosa muchedumbre procedente de muchos condados cercanos. Mi padre era famoso por aplicar sanciones de inusitada severidad por faltas menores, y su impopularidad se extendía por toda la región. Un soldado le dio una patada en las corvas para que cayera de rodillas delante de una pila donde se amontonaban las posesiones más sagradas de nuestra familia: rollos con panegíricos dedicados a los eruditos de nuestra familia, miles de poemas de nuestros antepasados, cientos de tablillas conmemorativas, retratos de nuestros ancestros y el altar familiar con todo el material para los rituales. Lo obligaron a mirar mientras los soldados destrozaban y prendían fuego a todos esos tesoros, que estallaron en llamas altas como árboles.

—¡Yo no hice trampas! —gritó—. ¡Lo juro! Era un estudiante pobre y compré la túnica en una casa de empeños.

Me sorprendió que mi padre fuera deshonesto hasta el final. Uno de los hombres lo agarró por la trenza, se la levantó y el otro enarboló la espada. Un instante después, vi girar por el suelo la cabeza, mientras el cuerpo caía hacia adelante en el polvo. La reputación de mi familia quedó destrozada, tanto en la tierra como en el cielo. Cuando volví a casa, vi que la gente de la aldea le había prendido fuego a nuestra finca y que esos canallas ladrones estaban robando los muebles y despedazando lo que no se llevaban.

Por mucho que estudiara, siempre sería el hijo de una familia de tramposos y charlatanes. Ningún ermitaño vendría a pedirme un sorbo de vino. Pero me niego a heredar la vergüenza. No permitiré que nadie escupa el suelo a mi paso. Reconstruiré la casa y nuestra reputación. Me levantaré yo solo y sembraré la semilla de las próximas diez generaciones. Recibiré lo que merezco.

Ésa era la elevada reputación que me había llevado hasta allí. Igual que su padre, Perpetuo seguía inventando nuevas mentiras para apuntalar las anteriores. También las justificaba.

—¿Habrías venido si te hubiera dicho la verdad? —me había preguntado.

¡Claro que no! Pero ahora que estaba ahí, no pensaba ayudarlo a sembrar la semilla de las diez generaciones siguientes de mentirosos. Tenía que marcharme. Sin embargo, no era fácil salir. La casa era una cárcel y la aldea, una prisión todavía mayor. ¡Maldito Perpetuo! Él sabía que quedaría atrapada.

Desde nuestra primera semana en el Estanque de la Luna, Calabaza Mágica y yo habíamos salido a explorar en busca de rutas de escape. La aldea se recorría a lo largo y a lo ancho en cuestión de media hora. La plaza del mercado resultó ser una simple explanada de tierra batida. Cuando llegábamos a media mañana, los granjeros ya habían levantado los puestos. Había una sola calle comercial, donde se alineaban una serie de talleres que ofrecían todos el mismo servicio: reparación de ollas, cubos, cinceles, sierras, azadas y todo lo que un campesino necesitaba para matarse trabajando. Los otros artículos en venta eran accesorios para funerales, el mejor de los cuales era una casa de papel del tamaño de diez hombres, que por sus colores desvaídos y bordes ajados, era evidente que llevaba muchos años en exposición. La carretera que habíamos seguido para llegar al Estanque de la Luna estaba a medio día de marcha de la aldea, en el otro extremo del valle. Si intentábamos huir por ese camino, nos descubrirían antes de recorrer cien metros. Había senderos que conducían a las montañas, hacia las terrazas de arrozales y los bosques donde las ancianas cortaban leña para después bajarla a la aldea cargada a la espalda. Veíamos a los campesinos que subían trabajosamente la pendiente a primera hora de la mañana, antes del alba, y bajaban con paso cansino al atardecer, a la luz del crepúsculo. Algunas de las sendas se convertían en cascadas con los repentinos aguaceros. Las estudiamos y tachamos de la lista las que no nos servían como vía de escape. Hacia la segunda semana nos dimos cuenta de que necesitábamos ropa que no llamara la atención. Cambié uno de mis bonitos trajes de chaqueta y falda por cuatro conjuntos azules de camisa, pantalones y sombrero como los que usaban las mujeres del pueblo. Me preguntaba para qué querría el traje nuevo la mujer con la que había hecho el trato.

—Puede ponérselo y soñar que está en un lugar donde la gente viste a diario ese tipo de ropa —dijo Calabaza Mágica—. Nosotras también podemos soñar.

La tercera semana, empezamos a convencernos de que la única forma de salir de la aldea era contratar a un carretero. Y no teníamos dinero para hacerlo.

Cuando Perpetuo regresó de uno de sus viajes de negocios, me propuso salir a dar un paseo otoñal, hasta un lugar panorámico que había inspirado muchos de sus poemas. Acepté entusiasmada, pensando que de esa forma podría descubrir otras sendas y caminos. Antes de salir, Perpetuo me recitó uno de los poemas que le había inspirado el lugar al que íbamos para que yo apreciara plenamente su importancia.

Allí donde el ermitaño viste la mortaja de la noche,

un odre de vino medio lleno es su único amigo.

Él mismo no es más grande que el peñasco donde reclina su espalda.

Los dos se vendrán abajo con la erosión del tiempo,

el peñasco y él.

La misma distancia los separa de la muerte.

Y las estrellas seguirán brillando

con la misma indiferencia que esta noche.

El poema me hizo desconfiar.

Para llegar al sendero de la montaña, Perpetuo me llevó por la calle principal de la aldea, lo que me pareció una decisión extraña. Desde mi posición veía una senda elevada que se adentraba por las estribaciones de las colinas y discurría en la misma dirección. Seguramente la senda habría sido mejor elección para inducir en mí la amnesia deseada. Pero pronto comprendí por qué me había llevado por ese camino. Era el mejor para alardear de mí y enseñarme a todos como la última cortesana que se había traído de Shanghái. Parecía orgulloso, andando del brazo conmigo. Me fijé en lo mucho que disfrutaba al ser el centro de atención. Las mujeres nos miraban boquiabiertas y hacían comentarios graciosos entre ellas. Los hombres se sorbían los dientes y sonreían. Nadie reaccionaba de esa forma cuando salía sola con Calabaza Mágica.

Tras cruzar el puente, llegamos finalmente al sendero que subía a la montaña Celeste. Tras un ascenso de apenas diez minutos, Perpetuo anunció que habíamos llegado al destino de nuestro paseo. Contemplé el paisaje a nuestros pies: los tejados de las casas y los campos de arroz entre pequeños cobertizos. Le dije a Perpetuo que no estaba cansada y que prefería seguir subiendo.

—El sendero está bloqueado por ríos de fango y desprendimientos de rocas —replicó—. Es peligroso.

—Entonces ¿por qué me prometiste enseñarme «la fascinante belleza de caminar en las alturas entre las nubes»?

—No hace falta que lleguemos más arriba para alcanzar la fascinante belleza de las alturas —dijo—. Podemos hacer el amor aquí mismo y tú puedes gritar tanto como quieras porque nadie te oirá. —Se llevó la mano a la entrepierna—. ¿Ves lo que me has hecho? Tengo el sable afilado. Ya se ha salido de la vaina y quiere hundir toda su poderosa hoja en tu interior, con tus nalgas como empuñadura.

Tuve que contener la risa ante su poético intento de excitarme.

—Sólo tú despiertas en mí esta urgencia —dijo—. Nunca le he pedido a Pomelo que venga hasta aquí conmigo.

—Pomelo tiene los pies vendados —dije—. No podría caminar tanto.

—No lo había pensado. El hecho de que ni siquiera se me haya ocurrido es la prueba de que nunca he deseado traerla hasta aquí. Date prisa y quítate la ropa. La espera es una agonía.

Le señalé los guijarros de aristas afiladas que cubrían el sendero y le dije que serían una pésima cama.

—Las chicas de Shanghái estáis muy mal acostumbradas. Date la vuelta y apóyate en esa roca, con el culo para arriba. Te penetraré por detrás. ¿Estás húmeda ya?

En Shanghái, parecía vacilante y circunspecto en todo lo relacionado con el sexo; pero desde que estábamos en la aldea, su manera de hablar se había vuelto vulgar y ruin.

—Tengo el sangrado mensual —le mentí—. Me daba vergüenza decírtelo.

—Debes contármelo todo siempre —me dijo con suavidad—, sea lo que sea. Hemos acordado compartir todo lo nuestro: la mente, el cuerpo y el corazón. —De pronto, su tono se volvió severo—. No quiero que tengas secretos para mí, Violeta. Nunca. Prométeme ahora mismo que me lo contarás todo.

Asentí con la cabeza, para que no se enfadara más, y en seguida recuperó el tono suave de antes. Me pidió que me pusiera de rodillas para complacerlo con la boca y en unos instantes habíamos terminado.

En el camino de vuelta, me señaló algunos elementos interesantes del paisaje que yo no había apreciado durante el ascenso: un manzano silvestre, el tocón de lo que había sido un árbol gigantesco, los montículos de las tumbas que jalonaban la ladera… Fingí interés mientras buscaba desde lo alto cierto camino de cuya existencia acababa de enterarse Calabaza Mágica hablando con la doncella de Azur. Todas las sirvientas intercambiaban habladurías sobre sus respectivas patronas y como todas creían que Calabaza Mágica era mi criada, compartían con ella algunos de los chismorreos que circulaban por la casa. Según la doncella, cada tres o cuatro semanas, Perpetuo le anunciaba a Azur que tenía que alquilar un carro y un caballo para ir a inspeccionar un aserradero que supuestamente se encontraba a unos treinta kilómetros de distancia. Azur le respondía en cada ocasión que si iba a inspeccionar un burdel, procurara no traerse otra cortesana. La doncella no conocía el pueblo vecino porque nunca había salido del Estanque de la Luna. Pero un sirviente, del que todas sabíamos que era su amante secreto, «o no tan secreto», se había ofrecido para llevarla algún día. En su opinión, esa oferta equivalía a una propuesta de matrimonio. Su amante conocía la manera de llegar. Era muy fácil:

—Hay que salir por la calle principal del Estanque de la Luna, atravesar el puente y seguir todo recto hasta un camino bastante ancho. Después hay que avanzar hacia el oeste, al encuentro del sol enceguecedor, y caminar durante treinta kilómetros o hasta que se acabe el camino, y al cabo de poco tiempo, ahí está: el pueblo de Wang.

Según el sirviente, Wang no era un pueblo, sino una ciudad, porque le habían dicho que tenía tiendas, burdeles e incluso un puerto donde atracaban embarcaciones pequeñas que iban y venían por el río. No podía asegurar que fuera cierto porque nunca había estado allí, pero una o dos veces al año, pasaba alguien por el Estanque de la Luna que se dirigía hacia Wang o volvía de allí. Los viajeros sólo se detenían en la aldea el tiempo suficiente para que el sirviente les sonsacara toda la información posible sobre el mundo tal como era más allá del reducido espacio que conocía.

Yo imaginaba los barcos. No me importaba adónde pudieran ir. Me embarcaría en uno cualquiera y me marcharía tan lejos como fuera posible. Quizá el barco me llevara a otro pueblo, pero en ese pueblo habría otros caminos, y los caminos me conducirían a otras vías fluviales y a otros barcos. Seguiría avanzando, cada vez más lejos del Estanque de la Luna y más cerca del mar, hasta llegar a Shanghái. Sin embargo, para eso necesitaba dinero y no lo tendría mientras no encontrara el lugar donde Perpetuo había escondido mis joyas y mis ahorros. Una vez le dije que quería ponerme mi pulsera, y él me respondió que en el Estanque de la Luna no era necesario ir presumiendo. Sólo conseguiría parecer arrogante y no había nadie en la aldea que apreciara la arrogancia.

No me quedaba otra opción que tratar de robar lo que era mío. Cuando le conté a Calabaza Mágica mi plan, ella me señaló sus defectos:

—¿Hasta dónde crees que puedes llegar por el camino, más allá del puente, antes de que alguien te descubra? Cualquier imbécil te reconocería. Y aunque llegaras al camino del este, Perpetuo saldría a buscarte en un carro, te agarraría del pelo y te traería de vuelta a casa. Tenemos que buscar otra solución.

Imaginé una docena de complicados planes y estudié detenidamente todos sus aspectos prácticos. ¿Qué era peor, trabajar de prostituta en un fumadero de opio o ser una de las concubinas de Perpetuo en el fin del mundo? Cada vez que me lo preguntaba, la respuesta era la misma: prefería morir en Shanghái antes que quedarme donde estaba.

Mientras tanto, Azur parecía feliz de vivir y morir en el Estanque de la Luna. Había estado haciendo los preparativos para el lugar privilegiado que ocuparía en el cielo, aunque su muerte no fuera a ser tan inminente como Perpetuo habría deseado. Por ser la madre del hijo de Perpetuo, su espíritu recibiría ofrendas diarias de incienso, fruta y té, así como la obediencia obligada del resto de los habitantes de la casa. Había mandado hacer tablillas conmemorativas para Perpetuo y para ella, talladas en la mejor madera de alcanforero. No había ninguna tablilla para los ancestros de Perpetuo porque habían caído en desgracia y no eran dignos de ser venerados, pero Azur había traído a la casa rollos, tablillas, escritos y retratos de sus propios antepasados para que su hijo pudiera dirigir los rituales.

Le pregunté maliciosamente a Azur dónde estaban las tablillas de los antepasados de Perpetuo y me respondió que se habían quemado en un incendio. Pero no me explicó la causa del fuego. Le pregunté entonces cuándo encargaría otras nuevas para reemplazar las quemadas.

—Cuando tengamos dinero para comprar la madera de alcanforero —contestó—. Si no tuviéramos que gastar tanto en alimentarte, podríamos encargarlas mucho antes.

Aunque yo no hubiera leído el relato de Perpetuo acerca de «la Gran Desgracia», me habría enterado. Era un secreto a voces, del que constantemente me llegaban retazos a través de los sirvientes y de Pomelo, así como de las medias verdades que me había estado contando Perpetuo hasta que le dije que lo sabía todo. Estuve enferma del estómago durante una semana, indignada conmigo misma por haberme metido en ese estanque putrefacto, atraída por una familia de estudiosos con la reputación destrozada.

Dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, teníamos que ir al templo que estaba reparando Azur, arrodillarnos en el suelo de piedra y murmurar frases respetuosas dedicadas a sus antepasados. Yo nunca había tenido que cumplir esos rituales. Mi madre los consideraba supersticiones inútiles y Edward no sabía nada del culto a los ancestros. Algunas cortesanas que había conocido solían hacer reverencias y orar en la intimidad de sus habitaciones, pero la mayoría de las chicas ni siquiera sabían de qué familia las habían robado. Además, ningún antepasado habría querido que una cortesana condenada al infierno les comprara un lugar mejor en el cielo utilizando los billetes ganados con su oficio infernal.

Desde que había empezado la estación lluviosa, el techo del templo tenía goteras y el agua nos caía en la cabeza y apagaba el incienso. Me pareció absurda la idea de Azur de gastar dinero en reparar el interior del templo antes de dejar en buenas condiciones el tejado. Un día, mientras las gotas de lluvia me rodaban por la cara, decidí hablar con Perpetuo para que se diera cuenta de que mis ideas también eran valiosas.

Esa noche, después de que hubo venido a satisfacerse en mi cama, alabé la devoción de Azur por los antepasados de la familia. Le mencioné cuánto apreciaba cada uno de los detalles: las columnas, la mesa, el pedestal para el Buda… ¡Qué lista había sido al encargar una tablilla conmemorativa de la más costosa madera de alcanforero!

—Otras maderas más baratas atraen a los insectos —dije— y no hay nada peor que ver a los bichos comerse tu nombre. El aceite de alcanforero los ahuyenta.

Después le conté lo que había escuchado accidentalmente esa mañana.

—Unos campesinos estaban chismorreando junto a mi ventana acerca de las goteras de un vecino. Todos sabían que la mujer del granjero llevaba varios años atormentando a su marido para que reparara el tejado, y últimamente el hombre había llegado a decirle en broma que no se quejara porque el agua que entraba a chorros por el techo era perfecta para cocinar y lavarse. Según contaban los campesinos, el tejado se vino abajo y aplastó la despensa del altillo, con todas sus reservas de comida. Las ratas devoraron la carne; las gallinas se comieron las mazorcas secas, y los cerdos se emborracharon con el vino de arroz derramado. Después salieron corriendo por el pueblo, se cayeron al río y se ahogaron. Lo peor de todo fue que el granjero se partió un brazo y una pierna, y ahora ya no puede trabajar en el campo. Sus padres, su mujer y sus hijos han salido a pedir caridad a los vecinos, pero como el hombre estaba peleado con todos, ahora la familia va a morirse de hambre.

»Cuando oí la historia, me eché a temblar —añadí—. En nuestra casa, basta levantar la cabeza para ver más agujeros en el techo que estrellas en la constelación del Pavo Real. A nadie le importa que le caigan unas cuantas gotas en la cabeza. Pero ¿qué pasará si se desploma el tejado y destruye todo lo que Azur se ha esforzado tanto en reparar? La madera de alcanforero es muy aceitosa y una sola chispa sería suficiente para que todo el templo estallara en llamas. Podría quemarse la casa entera, con todos tus poemas.

Esto último atrajo su atención. Estuve a punto de añadir que Azur podía morir, pero después recordé que quizá fuera lo que él deseaba.

—En mi opinión —proseguí—, hay que reparar ese tejado cuanto antes.

Me miró con una ancha sonrisa.

—¡Qué rápido has aprendido para ser una chica de ciudad!

Me sentí tan triunfante como una cortesana que acabara de ganar un pretendiente codiciado por las demás.

—Quiero ser útil —dije—, aunque sólo sea la Tercera Esposa.

Cuando mencionaba mi baja condición, Perpetuo ya no se disculpaba como antes por haberme llevado engañada a la aldea con la promesa de hacerme su Primera Esposa, ni tampoco me quejaba yo, al menos en voz alta. Con mis quejas sólo me habría ganado su animadversión, que él se habría apresurado en expresar delante de las otras esposas para avergonzarme. Eso a mí no me importaba porque me daba igual lo que pensaran él o cualquiera de los demás. Pero si se enfadaba conmigo, probablemente le habría dicho a Azur que me castigara y me hiciera la vida todavía más insoportable, por ejemplo, dándonos de comer las sobras frías del día anterior o diciéndole a la lavandera que nos devolviera la ropa llena de manchas.

—El tejado es un problema desde hace muchos años —dijo Perpetuo—. Pomelo ya sugirió el año pasado que lo reparásemos, y a mí me pareció una buena idea, hasta que Azur me indicó que sus antepasados están tan contentos con la remodelación del templo que me protegerán de todos los desastres y de todo lo que pueda abreviarme la vida. Así que ya ves. El tejado no se caerá mientras Azur siga reparando el templo.

Se había creído los razonamientos de una loca que vivía con un pie en el otro mundo. Me pregunté si habría mencionado la sugerencia de Pomelo para enfrentarnos entre nosotras. Después de todo, ella también había sido cortesana y sabía utilizar la humildad y los subterfugios en provecho propio. Y Pomelo ya me había dicho que me lo haría lamentar si no sabía mantenerme en mi sitio, que era el más bajo de la casa.

Hasta ese momento, no había notado ningún indicio de que estuviera tramando nada contra mí. De vez en cuando, venía a nuestro patio, siempre con la excusa de traerme un poco de té caliente para que entrara en calor en una tarde fría. No me gustaban sus visitas, pero tampoco podía rechazarlas. Me resultaba incómodo evitar las conversaciones que tal vez pudiera usar en mi contra. Intentaba ser amable, pero no le ofrecía nada, excepto comentarios intrascendentes.

—Cuando llueve —le decía, por ejemplo—, las hormigas forman una enorme procesión por el suelo.

—¿Les has echado polvo de pimiento picante?

—Sí —respondía yo—. El que más les gusta es el de Sichuán.

Había otra razón por la que no me agradaban sus visitas. Mi patio y mis habitaciones eran el reflejo de mi baja categoría, que seguramente sería un motivo de risa para todos. Calabaza Mágica y yo acabábamos de ampliar nuestros dominios, derribando los tabiques de dos trasteros, pero ya no nos quedaba mucho margen de mejora. Nuestro patio era el más alejado de la casa principal, y para ir desde nuestras habitaciones hasta el templo, teníamos que recorrer un pasaje oscuro con el suelo cubierto de musgo verde y resbaladizo, donde ya me había caído sentada un par de veces. Después teníamos que seguir por varios largos pasillos cuyos tejados habían ardido en el gran incendio. Al final del otoño, el ala norte de la casa siempre estaba fría y húmeda, y yo tenía un único brasero, que ni siquiera podía usar para hervir agua y calentarme las manos a la vez. Calabaza Mágica tenía un brasero todavía más pequeño que el mío. Con frecuencia los colocábamos juntos para que desprendieran un poco más de calor. Un día, mientras alimentábamos los braseros con pequeñas cantidades de carbón, Calabaza Mágica me recordó los viejos tiempos, cuando yo era la hija mimada de una madama americana. En ese momento, decidí que ya había tenido suficiente de frío y malos tratos. Me levanté y salí en dirección a la habitación de Azur, que a diferencia de la mía estaba seca y caldeada.

—Estamos a punto de morir de frío —le dije— y el suelo está demasiado helado para cavar nuestras tumbas, así que he venido a buscar un brasero más grande.

—No tenemos ninguno para darte —replicó y después señaló su brasero en el suelo—. El mío no es más grande que el tuyo.

—Es posible, pero tú tienes conductos de calefacción bajo el doble suelo, y el horno que los calienta está encendido día y noche quemando carbón.

Azur podría haberse sentado desnuda en medio de su habitación sin pasar frío.

Me miró con expresión de fingida preocupación.

—¿Y tú no tienes conductos de calefacción bajo el suelo? ¿No tienes horno de carbón? ¡No lo sabía! No me extraña que pases frío. Ahora mismo ordenaré que lleven a tu patio tuberías y ladrillos para construir un horno.

Yo estaba segura de que mentía, pero a la mañana siguiente comprobé que me equivocaba. Una pila de ladrillos rotos bloqueaba por completo mi puerta. Tuve que empujar los de más arriba hacia fuera, uno por uno, para abrir un hueco suficiente por donde salir reptando de esa tumba. Calabaza Mágica me hizo ver que aunque hubiésemos tenido un horno en nuestra parte de la casa, no habríamos tenido carbón para alimentarlo y Azur jamás nos habría dado parte del suyo.

—Y no esperes que yo vaya a cortar leña para ti —dijo—. No pienso convertirme en una de esas mujeres encorvadas, con un machete en la mano y cuarenta kilos de madera a la espalda.

Las ventanas de mi habitación no tenían cristales. Se habían roto durante la Gran Desgracia. Sobre las celosías teníamos solamente postigos, que había que mantener cerrados día y noche porque la ventana estaba a tiro de piedra del muro exterior de la casa, al lado de un camino que era el principal acceso a la aldea y el lugar donde se reunían los campesinos para conversar y chismorrear. Al alba oía cordiales saludos y, a todas horas, discusiones y ladridos de chuchos nerviosos. Calabaza Mágica decía que los vecinos se agolpaban junto al muro cada vez que Perpetuo venía a visitarme.

—Saben exactamente cuándo se corre. —Imitó el roznido de un burro y unos cuantos ronquidos de cerdo—. Tengo que echar a los chiquillos que se trepan a la pared para mirar por las grietas de los postigos. ¡Gamberros! Hoy les enseñé un cuchillo y les dije que iba a rebanarles la colita si no se marchaban.

Las ventanas tapiadas me hacían sentir como si viviera en un establo. El sereno pasaba varias veces a lo largo de la noche, gritando sus advertencias:

—¡Cuidado con el fuego! ¡Vigilad vuestras chimeneas!

Pasaba con tanta frecuencia junto a mi ventana que más de una vez me pregunté si Pomelo o Azur no le estarían pagando para fastidiarme el sueño. Me ponía nerviosa que se acercara tanto a nuestro lado de la casa porque para iluminarse el camino llevaba dos cazos llenos de brasas de carbón ardientes, suspendidos del hombro con una pértiga. Si resbalaba, los cazos podían volcarse y lanzar por el aire una nube de partículas encendidas. Ya había sucedido alguna vez. Un mes antes, una casa justo frente a mi ventana se había prendido fuego y parte de un granero había ardido. Perpetuo decía que ojalá se quemaran todas las casas de nuestros alrededores.

A mí me ponía nerviosa el fuego porque la doncella de Azur le había contado a Calabaza Mágica la historia de una concubina que había muerto sofocada después de volcar el brasero. El infortunio se había producido justo en mi habitación y no era un gran consuelo que hubieran pasado más de cien años desde entonces. Después de todo, los fantasmas no envejecen.

—Cuando venía el fantasma del poeta, tú lo sentías —le dije a Calabaza Mágica—. ¿Sientes ahora algún espíritu?

—No sería capaz de distinguir entre el aliento frío de un espectro y el viento norte que se cuela por la ventana.

Todas las noches, cuando me iba a la cama, imaginaba que me acostaba encima del fantasma de la mujer que había muerto sofocada. Intenté utilizar el raciocinio occidental para convencerme de que no existían los fantasmas. Fuera quien fuese esa mujer, era posible que hubiera muerto accidentalmente. O quizá alguien se había inventado la historia para asustarme. Pero empezaba a quedarme dormida, mi mente occidental me abandonaba y sentía la proximidad del espectro con su cara cenicienta. Soñé que la veía sentada junto a mi cama y que me decía:

—Tú y yo somos iguales, ¿sabes? Yo me sentía tan desgraciada como tú y estuve a punto de volverme loca. El humo fue la única manera que encontré de escapar. Las otras concubinas no tuvieron tanta suerte.

Cuando desperté, me di cuenta de que había sido una pesadilla, pero no pude dejar de pensar en lo que me había dicho el espíritu: «Las otras concubinas no tuvieron tanta suerte». ¿Qué había querido decir? Calabaza Mágica se puso a buscar pistas y la doncella de Azur le hizo una revelación entre susurros: las otras dos mujeres que habían muerto en la casa habían sido concubinas de Perpetuo. Añadió que no podía contarle nada más. Hacía sólo tres meses que vivía en esa casa y todo me ponía nerviosa. Tenía que conservar la fortaleza y no dejarme vencer por el miedo. ¿Qué sería de mi mente cuando pasaran tres meses más? ¿Y tres años? Si mi vida seguía empeorando, ¿sentiría el impulso de respirar bocanadas de humo?

No, no lo haría nunca. No debía flaquear. Mi pequeña Flora era mi razón para vivir. Ella me ayudaría a mantenerme fuerte. Haría todo lo necesario para encontrarla y estaba dispuesta a resistir con tal de volver a verla. Calabaza Mágica y yo utilizaríamos nuestro ingenio para escapar. Teníamos habilidad para crear oportunidades, sabíamos qué buscar y conocíamos la naturaleza del peligro y de la necesidad. Teníamos que estar preparadas para aprovechar cualquier ocasión que se nos presentara de improviso. ¿Cuáles eran las pistas de que disponíamos? El camino hacia el pueblo de Wang. Mi dinero y mis joyas, que estaban escondidos en algún sitio. Una concubina que había muerto sofocada por el humo. Otras dos concubinas, pertenecientes a Perpetuo, que habían desaparecido. ¿Qué más? Me sentí como si estuviera recogiendo todos los botones que se habían desprendido de mis blusas a lo largo de los años, botones que nunca me había molestado en recoger porque podía darles las blusas a las criadas para que las arreglaran. Me puse a buscar hasta el último detalle que pudiera darme una pista y lo encontré: el botón que se le había caído a mi madre de un guante, poco antes de separarnos. Ella simplemente había arrojado el guante sobre la mesa, pero yo lo había visto caer: un pequeño botón en forma de perla, que por alguna causa conservaba todavía en la memoria, después de tantos años. En ese instante tomé una decisión. No renunciaría a ninguna de mis posibilidades sólo porque estaba enfadada con mi madre. Todavía no sabía cómo llegar hasta ella. Pero lo haría y cuando pudiera hablarle, le pediría que me ayudara a encontrar a Florita.

Una tarde, Pomelo vino a verme y me insistió para que fuéramos a su habitación a jugar al mahjong y a escuchar música en su fonógrafo.

—Has agotado todas las excusas —me dijo con fingida severidad—. Perpetuo no volverá hasta dentro de dos semanas y no nos han invitado a ninguna cena en Shanghái. Me muero por alguien que me haga compañía. Calabaza Mágica y tú os tenéis la una a la otra, pero yo estoy sola y se me han acabado las cosas interesantes que contarme. Después de muchos años de prisión solitaria, un recluso agradece incluso la compañía de una rata o de un delincuente. Tú no eres ninguna de las dos cosas, pero me agradará pasar la tarde contigo.

—¿No has pensado en invitar a Azur o a la cuñada de Perpetuo? —le preguntó Calabaza Mágica de manera bastante desconsiderada.

Pomelo no se mostró ofendida.

—La cuñada de Perpetuo sólo sabe hablar de las maravillas que hace su hijo y las cuenta una tras otra, sin respirar. Muchas veces me he visto tentada de decirle que el chiquillo es perezoso, malcriado y estúpido más allá de toda comparación. Habría sido mi perdición. En cuanto a Azur, sabes tan bien como yo que sólo aprecia la compañía de las imágenes de los dioses y las tablillas conmemorativas de sus antepasados. No tengo ganas de ir a hacer reverencias a ese templo que está reparando. Se pasa el día rezando para tener otro hijo.

Calabaza Mágica resopló.

—¡Qué ridiculez! ¿Cómo va a tener otro hijo si Perpetuo no la visita?

—Por supuesto que la visita, al menos una vez por semana. Me sorprende que no lo sepáis. Debería ser obvio para vosotras. La familia de ella le suministra el dinero para cubrir los gastos de la casa. Sin ese dinero, nos habríamos muerto de hambre hace tiempo. Los padres de Azur viven en un pueblo importante y son gente acaudalada.

Miré rápidamente a Calabaza Mágica con el rabillo del ojo. Las dos habíamos pensado lo mismo: Wang.

—Su madre la adora —prosiguió Pomelo—. Y como es la única hija, el niño de Perpetuo heredará toda su fortuna. Con otro hijo varón, Perpetuo se aseguraría doblemente la herencia cuando muera Azur. Y está convencido de que Azur morirá en cualquier momento. Siempre ha sido una mujer de salud endeble. Ven esta tarde y te contaré más cosas.

Con una sonrisa ladina, se marchó.

No podía imaginar a Azur revolcándose en la cama con Perpetuo. Nunca demostraba ningún afecto ni la menor atracción por él, ni tampoco Perpetuo por ella. ¿Le pediría él que hiciera locuras en la cama? ¿O se acoplarían con sobria diligencia, como al hundir el sello de la firma en la pasta de cinabrio antes de estamparlo en el papel?

A última hora de la tarde, Calabaza Mágica y yo fuimos al patio de Pomelo.

—¡Hermanas flores! —exclamó—. Me alegro de que hayáis decidido venir.

Parecía sincera. Con un gesto nos indicó que nos sentáramos en torno a una mesa donde ya estaban preparadas las fichas de mahjong.

—Seamos francas —dijo—. Ya sé que todavía os estaréis preguntando si podéis confiar en mí. Probablemente yo soy igual de precavida con respecto a vosotras que vosotras con respecto a mí. Pero os prometo una cosa: no os haré ningún daño si vosotras no me perjudicáis. ¿Habéis oído alguna vez que alguien hablara mal de mí en Shanghái? En todas las casas donde trabajé, siempre fui honesta con todo el mundo. Nunca le robé clientes a nadie, ni difundí rumores falsos. Por eso nadie intentaba robarme clientes. Cuando haces daño a una hermana, todas se sienten justificadas para hacerte daño a ti. Esta tarde, os propongo olvidar nuestras suspicacias y divertirnos un poco.

Como yo, Pomelo sólo había podido traerse de Shanghái unas pocas de sus pertenencias. Sus lujos eran las fichas de mahjong y un pequeño fonógrafo Victrola. Tontamente, yo había elegido traerme un tocador portátil, que había sobrevivido al viaje con un espejo agrietado y una bisagra rota. Cada día, cuando lo veía, me daba la impresión de que se burlaba de mí. Pomelo le dio cuerda al fonógrafo y sonó un aria de ópera. Me recordó los tiempos con Edward, una época tan reciente y a la vez tan lejana. El viejo dolor volvió a atenazarme y tuve que fingir que el humo del brasero me irritaba los ojos. Contemplando la habitación de Pomelo, me puse enferma de envidia. Todos los muebles —las sillas, las butacas, la mesa y el armario— estaban lustrosos y libres de taras y quemaduras. Los suelos estaban cubiertos con gruesas alfombras. Grandes cortinas de seda roja y amarilla flotaban delante de su cama. Del techo colgaban cuatro lámparas que ahuyentaban la oscuridad de todos los rincones.

—He trabajado mucho para conseguir estas cosas —dijo.

—Me lo imagino —repuso Calabaza Mágica con sorna.

—No son regalos de Perpetuo.

Nos contó que había encontrado los muebles en el cobertizo: mesas y sillas destrozadas y quemadas durante el saqueo de la casa. Ella misma había cambiado la pata rota de una silla por la pata sana de otra, que había pegado con resina espesa de pino. Después había rellenado los agujeros de la mesa con serrín, astillas y goma laca, y había lustrado la madera con hojas cerosas arrancadas de unos árboles que crecían junto a la senda de la montaña Celeste. Para limpiar las alfombras de manchas y restos de excrementos, las había impregnado con una pasta de agua y polvo fino de madera que ella misma había preparado. Después había dejado secar la pasta y había pasado cinco días sacudiendo las alfombras. Para reparar los trozos chamuscados, había quitado hebras de lana sueltas de diferentes sitios y después las había unido y pegado en el lugar de la quemadura. Las cortinas de seda de la cama, según dijo, estaban hechas con dos vestidos de fiesta que se había traído inútilmente de Shanghái. Las lámparas colgantes estaban hechas con ramas verdes, dobladas y unidas entre sí para formar un cuadrado, y cubiertas con la gasa de algodón de algunas de sus propias prendas de ropa interior. Se enorgullecía de haber reparado o reconvertido todo lo que había en la habitación —incluidos los jarrones y las fichas de mahjong— a partir de objetos inútiles que ella misma había traído en su equipaje o había encontrado entre los recuerdos de la pasada gloria familiar. Entonces empecé a ver la habitación con otros ojos. Las cortinas estaban torpemente cosidas; las irregularidades de las alfombras delataban los trozos reparados y los huecos rellenos de las mesas resultaban evidentes. Dejé de envidiar a Pomelo y la admiré por su ingenio.

Compuso una expresión irónica.

—Si vivo cien años más, conseguiré transformar esta habitación en la que tenía cuando vivía en la casa de flores. Allí tenía un boudoir muy bonito del que me sentía orgullosa. Pero la soberbia me impidió actuar con sensatez. En lugar de casarme cuando pude hacerlo, decidí esperar. Varios clientes me habían propuesto matrimonio, pero yo estaba convencida de poder encontrar otro hombre mejor, uno más rico y poderoso. Uno de mis clientes resultó ser un gánster, que amenazó de muerte a cualquiera que se me acercara. Se corrió la voz. Al cabo de unos meses, el gánster se encaprichó con otra cortesana, pero los antiguos pretendientes siguieron evitándome porque aún les duraba el miedo. Todos me evitaban, excepto Perpetuo. Y ya veis adónde me ha llevado la ambición: aquí. Es peligroso combinar la ambición con el orgullo.

—Hacen mala mezcla —masculló Calabaza Mágica—, a menos que tu ambición se reduzca a tener una tumba en una montaña un poco más alta que la de los demás.

—Hay más sillas y alfombras en el cobertizo —me dijo Pomelo—. Puedo ayudarte a repararlas. No creas que te lo ofrezco solamente como un favor. Prefiero dedicarme a la carpintería antes que dejar que se me seque la mente por aburrimiento y falta de uso.

Mientras se lo agradecía, sentí que un temor sofocante crecía en mi interior. Esa habitación, con sus comodidades de pacotilla, tenía cierto aire de triste resignación, como si la vida no fuera a ser nunca mejor que eso. Pomelo había asumido que iba a quedarse en esa casa para siempre. Pasaría los días fabricando falsos artículos de lujo con material de desecho; viviría el resto de su vida en ese naufragio y exhalaría el último suspiro viendo la cara de gente que le era antipática. ¿Sentiría aún algo por Perpetuo que la ayudara a soportar todo lo demás? Yo no, desde luego.

—Veo la duda en tu cara —dijo—. ¿Te preocupa que te haga pagar el favor más adelante? No lo haré. Pero mantendré mi oferta por si al final cambias de idea.

Cuando anocheció, encendió las lámparas y sacó el juego de mahjong. El entrechocar de las piezas mientras las lavábamos me trajo a la mente el recuerdo de Shanghái y de sus tardes calurosas, cuando esperábamos a que comenzaran nuestras fiestas y empezaran a llegar los pretendientes. Los ruidos familiares me permitían huir de ese lugar con el recuerdo.

Pomelo interrumpió mis pensamientos.

—¿Alguna vez te ha llevado Perpetuo a ver la panorámica desde la montaña Celeste? ¡Ah! Ya veo por tu cara que sí. ¿Te ha prometido llevarte a las grutas de sus poemas? ¿Todavía no? Ya lo hará. Para mí fue una tortura subir ese sendero. Perpetuo no se ofreció para llevarme en brazos. Cuando volví a esta habitación, tenía los vendajes de los pies ensangrentados.

—¿Llegaste a las grutas? —le pregunté.

—No estoy segura de que existan. Perpetuo me dijo que unos desprendimientos de tierra habían bloqueado el sendero el año anterior.

—Ah, sí. A Violeta le contó lo mismo —intervino Calabaza Mágica.

—Aunque la senda fuera ancha y despejada —dijo Pomelo—, nadie del Estanque de la Luna la subiría. La gente cree que la montaña Celeste está maldita. Si yo viviera en Shanghái, diría que es una historia inventada para asustar a la gente. Pero hace casi cinco años que vivo aquí y debo reconocer que con sólo pensar en contárosla un escalofrío me recorre la espalda.

La historia de la Mano del Buda, contada por Pomelo

En lo alto de la montaña, hay una blanca bóveda rocosa con la forma de una mano ahuecada. Desde la cumbre bajan cinco pendientes que parecen cinco dedos y terminan en el lugar donde la bóveda se achata y extiende, formando la palma. Hace trescientos años, un monje que hacía un peregrinaje se perdió y llegó a la montaña equivocada. Cuando alcanzó la cima, vio un pequeño valle y la bóveda en forma de mano, pero ningún templo. Si entonces hubiera bajado de la montaña, habría tenido que sufrir la humillación de reconocer su error. Pero en cuanto pensó en volver, la bóveda se iluminó y el monje supo que la Mano del Buda le estaba indicando que construyera un templo para que de su error naciera un santuario. Imbuido de poderes sagrados, se adentró en el bosque y encontró grandes árboles de madera dorada. Taló cinco de esos árboles armado únicamente con una piedra afilada y llevó rodando los troncos hasta el centro del valle. Edificó el templo en siete días y sólo necesitó uno más para esculpir una imagen del Buda el doble de grande que un hombre. Su mano levantada era exactamente igual que la de la bóveda. El monje escogió entonces una losa e inscribió en ella la consagración del templo, dedicado a la Mano del Buda. Después añadió una descripción de sus hazañas de carpintería y escribió que todo el que subiera en peregrinaje hasta ese lugar vería cumplidos sus deseos con sólo tocar la Mano del Buda. Entonces ascendió al cielo sin haber muerto y regresó brevemente para terminar de escribir la estela.

Poco después, un pastor que iba en busca de una búfala perdida llegó por casualidad a la montaña de la blanca bóveda rocosa. Encontró a la búfala junto al templo dorado y cuando fue a buscarla, vio la estatua del Buda a través de la puerta entreabierta. Habría querido dejarle una ofrenda, pero jamás en toda su vida había poseído dos monedas juntas. Lo único que podía ofrecer era una torta de maíz, que era toda su comida para los tres días siguientes. Colocó entonces la torta de maíz entre el pulgar y el índice del Buda, y un instante después, le fue concedido su más intenso deseo: poder leer, escribir y hablar como un sabio. Las lágrimas le rodaron por las mejillas cuando notó que podía leer con la mayor facilidad la inscripción de la estela de piedra. Incluso corrigió un error menor en uno de los caracteres. Cuando bajó de la montaña, habló con elocuencia del templo y de la Mano del Buda.

Al poco tiempo, el templo se había convertido en el lugar más sagrado en tres condados y en el centro de un importante peregrinaje. Su reputación se vio reforzada por la enorme dificultad para llegar. Era muy fácil perderse. El camino empezaba en el Estanque de la Luna y, quinientos metros después, se bifurcaba en dos senderos que proseguían en direcciones opuestas. Un kilómetro más adelante, esos dos senderos se dividían a su vez en tres ramales cada uno, algunos de los cuales subían y otros bajaban. Al cabo de dos kilómetros más, los seis caminos se dividían en cuatro sendas, que serpenteaban en distintas direcciones, arriba y abajo. En total, había más de un millar de caminos diferentes, que recorrían todos los rincones de la montaña, aunque nunca se supo muy bien quién los había contado. A esa maraña de caminos la gente la llamaba «las venas de la mano de la vieja que conduce a la Mano del Buda». Un hombre robusto tardaba un día de azaroso recorrido en llegar desde el Estanque de la Luna, al pie de la montaña, hasta la Mano del Buda, en la cima, y una mujer sana y fuerte tardaba por lo menos dos días. Muchos de los que subían en época de monzón eran barridos por el viento y el agua. Las rachas huracanadas se cobraban muchas víctimas. Al comienzo del verano, aparecían alimañas venenosas, y al final del otoño había osos y tigres que buscaban comida para resistir el invierno. Los peregrinos que no se perdían y sobrevivían a todos los peligros, veían cumplido su más preciado deseo, pero sólo si se liberaban de todo pensamiento de codicia y se acercaban al Buda con la actitud adecuada. Si el peregrino deseaba un hijo, tenía que quitarse de la cabeza la idea de un heredero. Si deseaba una gran fortuna, tenía que dejar de imaginar montones de monedas. Por desgracia, al esforzarse para no pensar en su deseo, los peregrinos pensaban precisamente en aquello que deseaban, de ahí que muy pocos consiguieran ver realizada su aspiración.

Había dos rutas para llegar a la Mano del Buda. Una empezaba por la cara sur de la montaña Celeste. Era la parte delantera de la montaña, tal como quedaba demostrado por la forma de las estribaciones, que parecían los dedos de unos pies. La otra ruta partía de la cara norte, que era la espalda de la montaña Celeste, como podía deducirse de las formaciones semejantes a un par de talones que sobresalían al pie de la ladera. La ruta que se iniciaba por detrás de la montaña era la que partía del Estanque de la Luna. Nadie sabía si era muy difícil ascender por un lado y descender por el otro porque los pocos que podrían haberlo aclarado nunca habían regresado.

La fama del templo duró más de doscientos años, pero entonces, unos cien años atrás, un hombre codicioso que no había conseguido hacer realidad su deseo robó el pulgar del Buda. De inmediato, el templo quedó maldito, el hombre se convirtió en piedra y todos los peregrinos que a partir de aquel momento llegaron al santuario fueron castigados con una desgracia. No había familia que no tuviera una historia que contar. Una anciana que deseaba tener otro nieto descubrió, al volver a casa, que su primer nieto había muerto sin causa aparente. Una joven que deseaba la curación de las piernas paralíticas de su marido volvió a casa con los pies vueltos del revés y mirando hacia atrás. La gente contaba historias de desprendimientos de rocas, inundaciones repentinas, acantilados que se desmoronaban y ataques de osos y tigres. Todas las historias se transmitían como parte de la tradición familiar entre aquellos cuyos antepasados habían sufrido uno de esos infortunios.

Pero hubo un joven que no sufrió la maldición de la Mano del Buda. Contaba que al llegar al templo había visto espíritus que se movían en círculos. Les habló y ellos le respondieron y le contaron un secreto. A partir de aquel instante, sólo él pudo visitar el templo sin que un desastre afectara a su familia. Aquel joven era el bisabuelo de Perpetuo, que le transmitió el secreto a su hijo, el abuelo de Perpetuo, y éste se lo reveló al suyo. Por desgracia, el padre de Perpetuo había muerto antes de poder transmitirle el secreto a su hijo y, sin esas palabras, Perpetuo no se atrevía a escalar la montaña y llegar hasta la Mano del Buda.

—Esa historia es una soberana tontería —dijo Calabaza Mágica.

Lo soltó con tanta firmeza que en seguida me di cuenta de que se la había creído.

—No puedes convencer a nadie de que una historia es una tontería cuando forma parte de su tradición familiar —dijo Pomelo—. Perpetuo suele recordarle a la gente las desgracias que le esperan a todo aquel que se arriesgue a ir a ver la Mano del Buda y describe las rocas que aplastaron a los que desoyeron las advertencias. Sin embargo, sigue escribiendo poemas sobre ermitaños borrachos que viven en la montaña. Yo misma le he preguntado por qué. ¿Te ha recitado alguno a ti? Su padre escribió muchos sobre el mismo tema. Y también su abuelo y su bisabuelo. Hay algo allá arriba y no es una maldición. Perpetuo guarda esos poemas en una caja, en lugar de dejarlos en el altar. ¿Has encontrado la caja? ¿No? ¿Y la otra, donde tiene guardada la historia de su infancia, en la que describe cómo cayó su familia en desgracia?

Pomelo también debía de haber estado curioseando entre las pertenencias de Perpetuo por alguna razón. ¿Ella también estaría buscando sus joyas?

—Cuando llevaba un año aquí, más o menos, me di cuenta de que Perpetuo siempre se enfrascaba en la escritura de un nuevo poema antes de salir a inspeccionar los aserraderos. Una mañana me levanté temprano para espiarlo. Estaba copiando las anotaciones que había en un fajo de papeles. Cuando terminó, enrolló las copias y las introdujo en la funda de una daga. Poco después, oí que uno de los sirvientes hablaba con mi doncella. Era su amante, el mismo que le había hablado del pueblo de Wang. Le dijo que Perpetuo no sigue por el camino al otro lado del puente cuando se marcha, sino que camina un poco más y toma una pequeña senda oculta entre unos arbustos. Y siempre lleva consigo un odre de vino. Creo que ya sé cuál es la verdadera maldición de la Mano del Buda.

—¿Cuál? ¡Dilo ya! —la exhortó Calabaza Mágica.

—Yo ya tengo mi idea —dijo Pomelo—. Ahora intentad adivinarlo vosotras.

—Preferirá ir al aserradero por la senda panorámica y emborracharse por el camino —sugerí yo.

—¿Y los poemas?

Calabaza Mágica frunció el ceño.

—Querrá seducir a otra cortesana ingenua y sin gusto por la buena poesía. ¿Estará en Shanghái? Si es así, ¿qué hace para ir y venir de la ciudad en dos semanas? ¿Habrá un tren?

—No existe ningún tren, ni hay ninguna otra cortesana —replicó Pomelo—. Mañana me diréis vuestras suposiciones y yo os diré las mías. Es mi manera de convenceros para que vengáis otra vez a jugar al mahjong.

Esa noche, casi no pude dormir pensando en el enigma de Pomelo y en sus distintos elementos: el aserradero, el templo y la maldición, el odre de vino, los poemas sobre un ermitaño y las mentiras acerca de los desprendimientos de tierra y los desmoronamientos. Teniendo en cuenta la propensión familiar a contar mentiras, me dije que probablemente el bisabuelo de Perpetuo se habría inventado toda la historia. La maldición era una manera de evitar que subieran peregrinos a la montaña en busca de milagros. No había deslizamientos de fango ni maldiciones. Tenía que haber algo allá arriba, pero estaba segura de que no era una tribu de fantasmas bailarines.

Me desconcertaba que Pomelo me hubiera contado a mí todo eso. ¿No le preocupaba que yo fuera a decírselo a Perpetuo? Por otra parte, sabía que yo no se lo diría. Pomelo quería que yo lo supiera, pero no la movía el amor fraternal hacia mí. Me había revelado el secreto porque quería conseguir algo de mí y pensaba que de otro modo yo no se lo daría.

Me di cuenta entonces de que quizá Pomelo había mentido respecto a los sentimientos que la unían a Perpetuo. Quizá lo hubiera amado en otra época, o se hubiera convencido de que estaba enamorada de él, como me había pasado a mí. Fuera como fuese, no podía creer que apreciara su actuación en la cama. En Shanghái, Perpetuo ya hacía el amor de manera previsible y poco excitante. Pero desde que estábamos en la aldea, incluso había dejado de ser amable y considerado, y se había vuelto exigente, grosero y demasiado directo. Por otra parte, yo tampoco ponía tanta dedicación como antes.

Perpetuo y yo ya no manteníamos las discusiones animadas del principio. En esos andurriales no había nada de que hablar. En el Estanque de la Luna, las únicas noticias eran las pequeñas rencillas que surgían entre los campesinos o la enfermedad de algún vecino. Si el fuego hubiera arrasado Shanghái, no nos habríamos enterado. Perpetuo me había dicho en una ocasión que admiraba mi mente y las opiniones que era capaz de formarme por haberme codeado con los hombres de negocios que frecuentaban a mi madre. Pero había sido otra de sus mentiras. Se me ocurrió, sin embargo, que tenía que hacerlo hablar más a menudo. Pensé en confesarle preocupaciones inventadas para inducirlo a creer que no le ocultaba nada. Tal vez entonces él me hablaría y me daría consejos, y entonces yo fingiría agradecimiento y se lo demostraría complaciéndolo más allá de lo que cualquier otra podría complacerlo. Y durante esos momentos de repulsiva intimidad, me pondría a lamentar sus frecuentes ausencias y le preguntaría cuándo regresaría de su próxima salida y si me traería dulces o una pieza de tela. Era posible que entonces dejara escapar, sin proponérselo, algún retazo de información útil. No había nada que yo no estuviera dispuesta a hacer para escapar de ese lugar.

Cuando volvió de su siguiente viaje, yo ya tenía preparados té y panecillos para su visita a mi habitación. Mientras él comía vorazmente, le hice mi primera falsa confesión. Le dije que lo echaba de menos terriblemente cada vez que se ausentaba y que temía que ya no me quisiera tanto como antes. Añadí que en su ausencia había releído todos los poemas que me había escrito, para sentirlo dentro de mí, aunque sólo fuera espiritualmente. Le dije que había encontrado muy eróticos sus versos, aunque sabía que no había sido ésa su intención al escribirlos. Le confesé que mientras los leía, había recordado los tiempos en que él los recitaba antes de llevarme a la cama y proporcionarme otro tipo de delicias poéticas. Lo halagué diciendo que las palabras de un maestro y la maestría en la cama iban inextricablemente ligadas. Él era la cumbre de la montaña y yo el estanque, con su imagen en mi interior, ondulando de excitación. Le dije que mientras leía los poemas en la soledad de mi habitación, no podía evitar imaginarme su pico montañoso. Me di cuenta de que se alegró mucho al oírme. Era tanta su egolatría que se creyó todas mis mentiras. Se limpió las migas de pan de la boca con el dorso de la mano y se dispuso a hacer realidad mis falsas fantasías, recitando un poema sobre un ermitaño borracho, mientras me penetraba.

Después, cuando yacíamos juntos, frente a frente, le hice otra confesión. Le dije que lo deseaba tanto que me moría de preocupación y de celos, convencida de que en sus viajes iba a visitar a otra mujer. Sabía que no debía exigirle fidelidad, pero sólo podía pensar como una mujer abrasada por el amor, que ya tenía que compartirlo con otras dos esposas. Tal como esperaba, me aseguró tiernamente que no veía a ninguna otra mujer y que yo era su favorita, su emperatriz del patio norte.

—¿Por qué tenemos que estar tantos días separados? —le dije con voz anhelante—. ¡Por favor, llévame contigo! Si me llevas, podremos hacer el amor en cualquier lugar del camino. ¿Recuerdas el día que subimos al mirador?

Me dijo con suavidad que no podía llevarme. Tenía que ocuparse de unos asuntos que requerían toda su atención, y la tentación de mi cuerpo habría sido una distracción demasiado poderosa.

Fingí actuar con tímida coquetería.

—¿Qué puede exigirte más atención que lo que tanto desearía que me des?

Abruptamente, endureció el gesto.

—No me preguntes por mis asuntos. No son de tu incumbencia.

Sabía que podía ser arriesgado tratar de sonsacarle información con demasiada prisa. Reaccioné con pretendido horror por haberlo hecho enfadar y le supliqué que me perdonara. Me volví y me tapé la cara con las manos, como si quisiera ocultar las lágrimas. Al cabo de un momento, le dije con voz temblorosa:

—¿Sería demasiado pedirte que me dieras más poemas para ayudarme a resistir tu ausencia? Mis favoritos son los que hablan del ermitaño. Quizá te asombre saber que imagino que tú eres el ermitaño y yo, tu gruta.

Accedió con gusto a darme más poemas suyos y me recitó uno, que era una simple variación de los muchos que había escrito.

—¿Imaginas la gruta de tus poemas mientras escribes? ¿Te apetece visitarla más a menudo que la mía? —le pregunté, separando lentamente las piernas.

—La tuya es mejor.

Giró sobre la cama y se me puso encima.

—¿Alguna vez has estado en una gruta como la que mencionas en tus poemas?

Me miró con dureza.

—¿Por qué haces tantas preguntas?

Volvió a rodar sobre sí mismo, esta vez para apartarse de mí, y me pidió que le sirviera más té. Me disculpé y le dije que simplemente quería serlo todo para él y que él lo fuera todo para mí, como él mismo me había prometido. No pretendía resultar indiscreta. Me puse la bata y él me dijo que me la quitara. Por mi trabajo en la casa de flores, había superado la timidez que podía producirme la desnudez. Pero en ese momento me sentí vulnerable, como si él hubiera podido ver si le mentía o le decía la verdad. En mi época de cortesana, había aprendido a descubrir lo que pensaban los hombres y a adelantarme a sus deseos observando sus movimientos y la tensión de sus músculos. Dejé caer los brazos e intenté relajarme. Él se sentó en la cama y se puso a observarme mientras le servía el té. Se llevó un panecillo a la boca e hizo una mueca de disgusto.

Entonces me lo acercó a los labios.

—¿Te parece que sabe a rancio? —dijo.

Antes de que yo pudiera responder, me lo introdujo por la fuerza en la boca.

Desvié la cara y me tapé la boca mientras masticaba. Asentí. Tenía consistencia gomosa. Cuando conseguí tragar el último trozo, intenté hacerle otra confesión, una relacionada con mi deseo de tener un hijo suyo.

—¿De modo que te sabe a rancio? —me interrumpió él mientras me metía otro en la boca, esta vez con más violencia—. ¿Y éste? ¿Éste también?

Asentí. Se proponía algo. Me dije que tenía que adularlo para que recuperara el buen humor.

—Si está rancio, escúpelo —me dijo.

Agradecí no tener que comérmelo.

Me empujó por los hombros hacia abajo, hasta que me obligó a ponerme de rodillas, y entonces me metió el pene en la boca.

Mientras crecía su excitación, me gritó:

—¡Abre más la boca, puta!

Yo intenté zafarme.

—¿Cómo puedes hablarme así? —exclamé, fingiéndome herida.

Él frunció el ceño.

—No puedo controlar lo que sale de mis labios cuando pierdo la razón. —Volvió a llenarme la boca y empezó a insultarme otra vez—. ¡Más rápido, puta arrastrada! ¡Perra con el coño baboso!

Cuando terminó, se tumbó en la cama, borracho de satisfacción, y se quedó dormido. Yo me senté en la otra punta de la habitación. ¿Qué estaba pasando? Era evidente que había encontrado pistas importantes. Había una gruta y no quería que yo supiera nada al respecto. Me llevaría un tiempo sonsacarle más información. Mientras tanto, le pediría que cumpliera lo prometido cuando acababa de llegar a la aldea. Me había dicho que mandaría construir unas habitaciones más cómodas en otra área de la finca, lejos del camino ruidoso y en un lugar que recibiera algo de sol. Mi propósito no era tener una vida más confortable porque no pensaba vivir mucho tiempo más en la casa. Pero el trato con mis clientes me había enseñado que cuanto más pagaban por mí, más me valoraban. En ese momento yo me encontraba en lo más bajo de la escala, y él me seguiría tratando sin ninguna consideración mientras no mejorara mi categoría dentro de la casa. Tenía que llegar a ser por lo menos igual que Pomelo.

Cuando volvió a visitarme, esperé a estar acurrucada entre sus brazos tras llevarlo al éxtasis y entonces le hablé del frío, de la falta de sol y de la humillación de tener unas habitaciones mucho menos confortables que las del resto de la familia.

—El pasillo de piedra amplifica nuestras voces como un megáfono. Todo el mundo oye lo que estamos haciendo.

—No exageres —dijo él entre risas.

—¡Es verdad! Calabaza Mágica dice que los vecinos se agolpan junto a la pared para escucharnos, como si fuéramos una compañía de ópera.

Perpetuo rio todavía con más ganas.

—Deja que nos escuchen. Es la mayor emoción que tendrán en sus vidas. ¿Quieres negársela?

Le dije que no necesitaba un ala entera de la casa y que tendría suficiente si ampliaba las construcciones en torno a nuestro patio para que mis habitaciones fueran interiores y quedaran lejos del pasillo y de sus ecos.

—Me da vergüenza que Pomelo y Azur nos oigan cuando estamos juntos.

Guardó silencio un momento.

—Nadie se ha quejado del ruido.

—Los sonidos también vienen en esta dirección —le dije con voz llorosa—. Oigo cómo haces delirar de felicidad a Pomelo. Por tus gritos, sé exactamente lo que estáis haciendo y si ella está de espaldas, boca abajo o volando por el aire.

Soltó una carcajada.

—¡Qué imaginación tienes!

—¿Cómo voy a dormir si te oigo decirle que eres solamente suyo y que ella es tu favorita?

—¡Nunca le he dicho que sea mi favorita!

—¡No te das cuenta de lo que sale de tus labios cuando pierdes el control! —Intensifiqué el tono de angustia—. ¿Cómo voy a dormir si tengo el corazón herido?

Él se limitó a reír.

—¡Mi esposa insomne! Haré que todos sepan que eres mi favorita. Date la vuelta y grita todo lo que quieras.

Fue despiadado desde el principio. Sus dedos eran como raíces endurecidas de árboles muertos. Me agarró los pechos y me los retorció, haciéndome gritar de dolor. Me mordió el cuello, una oreja y el labio inferior, y cada vez que yo lanzaba un alarido, él me gritaba:

—¡Dime que soy tuyo! ¡Dime que me deseas! ¡Más fuerte!

Cuando terminó la tortura, me quedé tumbada de lado. Había escogido una estrategia errónea. Mientras tanto, Perpetuo me acariciaba el pelo, diciéndome que ahora Pomelo sabría lo mucho que él me apreciaba. Se puso a analizar lo que le había gustado más y yo me aislé mentalmente para no tener que oír sus repulsivas palabras. Guardé silencio. Después me volvió hacia él y noté que sus pupilas eran grandes y oscuras, como las de un animal. Bajé la vista para no tener que verlas, pero él me levantó la barbilla.

—Mírame —dijo—. Tienes unos ojos preciosos. Son como ventanas abiertas a tu mente. —Me besó los párpados—. Incluso cuando callas, puedo asomarme a tus ojos y ver en tu interior el lugar donde ocultas tus verdaderos sentimientos. ¿Te parece que entre a ver? ¿Quieres que averigüe lo que sientes realmente por mí?

Sus pupilas eran dos lunas negras. Verdaderamente sentía como si se hubiera introducido en mí a través de mis ojos. Sentía un peso opresivo en la cabeza. Casi no podía reaccionar. Me estaba sofocando y no me dejaba pensar ni actuar. Tenía que fortalecer mi voluntad. Me seguía sosteniendo la barbilla, pero yo estaba decidida a no delatar mi nerviosismo. Cerré a medias los párpados, tratando de parecer soñadora.

—Abre bien los ojos —me ordenó—. Quiero saber todo de ti. Ahora lo veo. Ahí están tus preciosos pensamientos. ¿Sabes cuáles son los míos? Que no dejaré que te vayas nunca de mi lado.

Me sobresalté y él debió de notar que se me tensaban los músculos.

—¿Qué tienes, amor? —dijo mientras me dirigía la cara hacia él—. Mírame. Dime de qué tienes miedo.

No me fue fácil hablar.

—Nunca creí que te oiría decirlo. Por eso me he sorprendido. Pero ahora que lo has dicho, espero que sea verdad.

Siguió mirándome a los ojos y obligándome a devolverle la mirada.

—Me perteneces y siempre serás mía. ¿Y yo? ¿Soy tuyo?

Volví a sentir su opresiva presencia en mis pensamientos. Reuní la escasa fortaleza mental que me quedaba para combatir el miedo.

—Eres mío —respondí.

Noté lo que estaba pensando. Estaba enfadado porque sentía que le había mentido. Entonces repetí lo mismo en un tono más suave y tierno, haciendo un esfuerzo para parecer dichosa y maravillada de que fuera cierto.

Calabaza Mágica decía que su vida era como la de una monja budista y que su obediencia a imbéciles y a majaderos aumentaría su mérito para la vida siguiente. Pero añadía que la convivencia con sirvientes tenía sus ventajas porque le permitía descubrir lo que tramaban los demás, a medida que le llegaban los sucesivos rumores: Azur estaba enferma. Azur había vuelto a fingir que estaba enferma. Azur decía que el hijo de Perpetuo estaba enfermo, pero era mentira. Pomelo estaba enferma. Pomelo estaba fingiendo otra vez una enfermedad. Pomelo se quejaba de la comida. Azur la reprendía por quejarse de todo. Pomelo le había concedido a Perpetuo algún tipo de favor sexual que él pretendía y él se lo había pagado con una pulsera. Azur se lamentaba de haber extraviado la pulsera que guardaba para la futura esposa de su hijo. Pomelo había montado en cólera cuando había tenido que devolver la pulsera. Pronto Perpetuo se iría a inspeccionar los aserraderos y todos tendríamos una semana de paz.

Calabaza Mágica y yo hablábamos en voz baja, lo que para ella era toda una hazaña de autocontrol. Sospechaba de la doncella de Azur y ya la había sorprendido espiando. Para mantenerla alejada de mi ventana, había difundido el rumor de que rondaba por nuestras habitaciones el fantasma de una mujer con la mirada desencajada. Pero incluso con esas precauciones, seguíamos susurrando. No podíamos saber si estarían escuchando las otras criadas, las que servían a la familia del otro lado de la casa. A mí me había preocupado tiempo atrás la doncella de Pomelo, hasta que un viejo de la aldea la dejó embarazada y le pagó a Perpetuo para llevársela. Después Azur se negó a utilizar el dinero para comprarle a Pomelo una sustituta.

Cada vez que Perpetuo se ausentaba, era más llevadero el peso de nuestra vida cotidiana. Calabaza Mágica, Pomelo y yo nos reuníamos para hablar de los viejos tiempos, a veces con nostalgia y otras entre risas. Contábamos anécdotas de nuestros clientes favoritos sin recordar las humillaciones. Teníamos en nuestro inventario de historias prácticamente a todos nuestros pretendientes y amantes, así como a las cortesanas y madamas, y hablábamos en cada ocasión de quienes nosotras escogíamos: de los patanes, de los generosos, de los amables y de los jóvenes cuyas demandas sexuales eran ilimitadas. Las tres habíamos tenido un cliente especial que nos había hecho el trabajo fácil, un hombre al que habíamos amado y con el que habíamos deseado casarnos, pero que con el tiempo nos había hecho desconfiar del amor. Le conté a Pomelo mi relación con Lealtad.

Yo misma me había prometido no volver a pensar nunca más en él, pero era imposible evitar que afloraran los recuerdos. Lealtad me conocía desde los siete años y había sido testigo de todos mis cambios, desde la época en que era una niñita norteamericana malcriada. Sabía lo que yo había esperado de él, que era lo mismo que habría esperado de cualquier otro hombre. Había padecido mis sospechas y mi constante insistencia para que se abriera a mí y fuera honesto conmigo. Recordé su consejo de que aceptara el afecto cuando se me ofrecía y de que supiera reconocer el amor. En retrospectiva, me daba cuenta de que a su manera me había querido mucho, pero no había sido suficiente para mí. Los buenos recuerdos que conservaba de él eran un hermoso regalo.

Sin embargo, los mejores recuerdos eran, por supuesto, los de Edward y Flora. Y también los más tristes. Para las tres, nuestras historias de mayor dolor eran las más preciadas. Eran la prueba de que habíamos amado, y yo tenía muchas historias dolorosas que contar.

Había llorado mucho una tarde, recordando a Florita: el 18 de enero, día de su séptimo cumpleaños. Calabaza Mágica y yo recordamos juntas el día que nació, la expresión de Edward cuando la cogió en brazos y la vez que Florita se fijó en aquella mosca que se lavaba las manos. Yo tenía miedo de que no se acordara de mí. De repente, oí un estornudo al otro lado de la ventana y abrí rápidamente los postigos. Vimos a la doncella de Azur, que se alejaba corriendo. Me había visto llorar.

En Shanghái, antes de enterarme de que Perpetuo me pretendía, yo le hablaba de Edward con total libertad. Después de todo, él no hacía más que expresar su dolor por la muerte de Azur. Le había dicho que los pequeños momentos con Edward ocupaban un lugar enorme en mi memoria: por ejemplo, una conversación que habíamos tenido sobre la naturaleza observadora de las aves, o los matices cambiantes de nuestros ojos, y otros pequeños detalles de ese estilo. Perpetuo había elogiado mi devoción por Edward («tu adorado marido») y me había animado a seguir hablando de él, diciéndome que éramos compatriotas en el dolor. Yo le di la razón, sin darme cuenta del peligro que entrañaba decirle a un futuro amante que nunca amaría a ningún hombre tanto como había amado a mi marido muerto.

Cuando nos hicimos amantes, Perpetuo me preguntaba de vez en cuando, con suave amabilidad, si aún pensaba en Edward. Yo reconocía que sí, pero me apresuraba a añadir que pensaba más a menudo en él. Perpetuo se entristecía cuando lo oía y poco a poco me hizo notar que no quería que recordara nada de mi pasado. Entonces dejé de mencionar a Edward. Con el tiempo, tuve que fingir que había perdido toda memoria de los momentos felices compartidos con cualquier otro hombre para crear la falsa apariencia de que mi vida había empezado con él y de que nadie antes que él había despertado mis emociones. Pero la doncella de Azur había visto la verdad en mis lágrimas. Probablemente habría corrido a contárselo a Azur, que le habría dado una recompensa.

—Me ha dicho Azur que has estado llorando —me espetó Perpetuo esa noche mientras se metía en mi cama—. ¿Estás triste, amor?

Parecía preocupado.

—¿Por qué iba a estar triste? Supongo que Azur me habrá oído cantar esta tarde. Era una canción triste.

—¿Ah, sí? Cántamela.

No supe qué decir.

—Me daría vergüenza cantar para ti. Ya no lo hago tan bien como cuando estaba en la casa de cortesanas. Tendría que practicar mucho para no castigarte los oídos con mis chillidos.

—Todo lo que haces es encantador y es más encantador todavía cuando es imperfecto. —Me rodeó con los brazos—. Canta. No te soltaré hasta que hayas cantado.

Busqué desesperadamente en la memoria y, por fortuna, encontré una tonta cancioncilla americana que nunca me había gustado. Las hermanas flores solían ponerla en el fonógrafo y bailarla como un foxtrot, y la melodía se me quedaba pegada al cerebro durante días. Se la canté a Perpetuo en inglés, procurando que la letra pareciera tristísima.

Un chinito solitario, enamorado,

hace la maleta sin dejar recado

y muy pronto ya estará embarcado.

Lejos de su tierra,

lejos ya se va,

y su canción entona:

«¡Adiós, adiós, Shanghái!».

Perpetuo aplaudió.

—Sigues teniendo una hermosa voz. Pero ¿qué quiere decir la letra? Lo único que entiendo es Adiós, adiós, Shanghái.

—La canción habla de una joven que está muy triste porque debe separarse de su familia, que se queda en Shanghái.

—¿La estabas cantando porque echas de menos Shanghái?

Empecé a preocuparme. ¿Adónde me llevaría esa inoportuna canción?

—¿Echarla de menos? No, casi nada —respondí.

—¿Casi nada? Entonces la echas de menos un poco. ¿Qué es lo que más extrañas? ¿Las fiestas, la ropa elegante, los manjares…?

Busqué mentalmente algo inofensivo.

—Echo de menos el pescado de mar y los mariscos. Eso es todo.

Me acarició la cara, y cuando lo miré, me preguntó:

—¿Extrañas a los hombres?

Me incorporé en la cama.

—¿Cómo puedes preguntarme algo así?

—¿Te da vergüenza reconocerlo, amor?

—No siento ninguna nostalgia por mi pasado —respondí en tono forzadamente alegre—. Es sólo que me ha sorprendido que me hicieras esa pregunta.

—¿Por qué desvías la mirada? —Me hizo volver la cara hacia él—. Creo que te gusta recordar a esos hombres, por lo menos a algunos.

—A ninguno. Era un negocio y nada más.

—Debes de haber disfrutado con la compañía de algunos: los más apuestos, los más poderosos… Lealtad Fang, por ejemplo. Fue el primero, ¿no?

Contuve la respiración. ¿Cómo era posible que lo supiera? ¿Se lo habría dicho Lealtad? ¿Me habría oído la doncella de Azur?

—No albergo ningún sentimiento especial hacia él —dije.

—Las mujeres siempre recuerdan al primero —replicó—. Debes de haberlo recibido más de una vez, a lo largo de los años, sin pensar en el negocio. Es un hombre con mucho más éxito que yo y debe de haberte hecho regalos muy hermosos. Mírame. ¿Es más atractivo que yo? —Me inmovilizó los brazos y me clavó la mirada en los ojos. Yo aparté ligeramente la cara—. ¿Estás pensando en él en este instante? ¿Por eso has mirado hacia otro lado? ¿Te gustaría imaginar que mi polla es la suya? Entonces date la vuelta para no tener que verme la cara.

Hizo que me volviera antes de que yo pudiera responderle y me montó como un mono frenético, entre gritos y gruñidos. Se había vuelto loco.

La noche siguiente, me pareció más tranquilo, pero yo ya estaba en guardia. Hablamos de su hijo y de lo mucho que había crecido. El tono de Perpetuo era amable y animado. Ponderó la diligencia del pequeño para los estudios y mencionó varias cosas que había dicho y que denotaban su inteligencia. Estaba de buen humor cuando se desvistió y me llevó a la cama. Pero en cuestión de segundos, su ánimo cambió. Me abrazó con fuerza y me miró a los ojos. No dijo nada, pero sentí como si estuviera rodeando mis pensamientos para extirparlos y reemplazarlos con los suyos.

—¿En qué piensas, amor mío? —dijo—. ¿Te estás acordando de Edward?

Yo estaba preparada.

—No voy a responder a ninguna pregunta más sobre Edward. —Intenté soltarme, pero él me estrechó con más fuerza todavía—. No entiendo por qué insistes. Edward se ha ido y en cambio tú estás aquí.

—¿Por qué mientes? La mentira es lo que nos separa. Si mientes, quiere decir que lo estás ocultando y que todavía sigue aquí. Sé que lo echas de menos. No deberías avergonzarte.

Era cierto, más que nunca. Lo reconocí para mis adentros, pero tuve la precaución de no decir nada.

—Sin embargo, para que yo pueda amarte totalmente —prosiguió él en tono de súplica—, debes renunciar a su recuerdo y verlo como lo que era: un extranjero que les dijo a todos que se había casado contigo para poder tener una puta gratis en casa. ¿Por qué tiemblas? ¿Es por él? ¿Te estás acordando de lo que te hacía cuando te follaba como a una zorra? Todavía sigue presente, ¿verdad? Hay un cadáver entre nosotros en la cama.

Hice un esfuerzo para no gritarle y le hablé con calma.

—No quiero que volvamos a hablar sobre esto.

—Vamos, mi amor, dime la verdad. ¿Qué sentiste la primera vez que te tocó? ¿Te estremeciste? ¿Quisiste sentirlo en seguida dentro de ti? Eras una mujer experimentada. Las mujeres como tú no reprimen los impulsos. Lo noté cuando te conocí. Tú me deseabas, pero yo me contuve y te obligué a esperar antes de poseerte. —Me besó con brusquedad. Su inexpresividad resultaba espectral—. ¿Cuánto tuviste que esperarlo a él? ¿Te tomaba por detrás como a una perra? ¿Es lo que hacen mejor los extranjeros? —Me volvió de espaldas y me penetró brutalmente—. ¿Te hacía esto? ¿Más fuerte? ¿Más rápido? ¿Te arrodillabas para chupársela? ¿Por qué te resistes? Enséñame lo que le hacías a él y que nunca me has hecho a mí. Quiero tener todo lo que tenía él. Quiero que me des lo que les dabas a esos hombres que no eran más que un negocio. Quiero que me des lo que no les has dado nunca a ninguno de esos bastardos.

Mientras me tomaba por detrás, yo no tenía aliento para hablar. Me estaba empujando con todo su peso. Me estaba aplastando. Intenté apartarlo, pero él me animó a seguir resistiéndome, como si yo también estuviera excitada. Me di cuenta de que tenía que darle lo que quería oír y me puse a gritar que él me pertenecía y que yo era suya. Grité que me tomara más profundamente y que me hiciera del todo suya, y entonces se tranquilizó.

Cuando terminó, se tumbó de espaldas, satisfecho y exhausto, y volvió a hablarme con amabilidad.

—Te quiero tanto, amor mío. ¿Qué tienes? ¿Por qué pareces desdichada?

—No podía respirar. Creía que ibas a sofocarme.

—¿Te he hecho daño? Pierdo el control cuando hago el amor, ya lo sabes. Me suelto, me siento libre. Pensaba que tú sentías lo mismo, pero veo que no. ¿Estabas recordando a ese mentiroso canalla americano?

La vieja herida volvió a abrirse y sentí un odio puro e incontrolable hacia Perpetuo.

—Claro que estaba pensando en él. Tú nunca conseguirás que sus recuerdos se vuelvan obscenos.

Se levantó, fue hacia la mesa y fijó la vista en mí. La lámpara le iluminaba la cara desde abajo y sus ojos parecían dos pozos profundos. Tenía la expresión crispada.

—No puedo creer que me estés diciendo esto después de lo que acabamos de sentir.

Se puso a sacudirme con tanta fuerza que mis palabras sonaban temblorosas y apenas comprensibles mientras le gritaba.

—¡Siempre lo amaré! Él me respetaba y me quería. Él me dio una hija, y no hay nadie en este mundo que sea más importante para mí.

Perpetuo me soltó. Se rodeó a sí mismo con los brazos y me miró con la cara devastada por el dolor.

—¿Los quieres a ellos dos más que a mí?

Yo estaba eufórica por haber conseguido herirlo. Me dije que debía herirlo todavía más para que me odiara y me obligara a marcharme.

—No te he querido nunca —le dije—. Tienes que dejarme ir.

Se levantó de la cama y vino hacia mí. Su expresión parecía de piedra gris.

—Ya no te reconozco —declaró.

Entonces me dio un puñetazo.

Por un instante se me entumeció un lado de la cara, antes de que me empezara a palpitar como si estuviera recibiendo una y otra vez el mismo puñetazo. A través de los ojos entrecerrados, lo vi con la mirada borrosa: un hombre desnudo que se tambaleaba adelante y atrás, con la boca abierta por el horror de haberme hecho daño. Tendió una mano hacia mí y yo le dije que se fuera. Me cogió de la bata y, mientras se disculpaba, yo le seguí gritando que se marchara. Me agarró por un brazo y yo me solté de una sacudida y me alejé. Pero entonces sentí en la espalda un puntapié que me derribó al suelo y, antes de que pudiera recuperar el aliento, otro más. Después me agarró por el pelo y me golpeó en las sienes con los nudillos mientras gritaba con voz aguda: «¡Para, para, tienes que parar!», como si hubiese sido él quien estuviera recibiendo la paliza. Había enloquecido e iba a matarme. Yo sentía los golpes secos, los puñetazos y las patadas, que pasaban de los hombros al estómago y después a los muslos. Oí que Calabaza Mágica le gritaba, y entonces él me dejó por un momento, pero en seguida la oí aullar a ella de dolor. Cuando volvió, me siguió pegando con los puños cerrados. Después de cada puñetazo, veía pequeños círculos blancos que crecían, se desvanecían y revelaban al desaparecer la cara horrenda de Perpetuo. De pronto, sentí una explosión en la nuca y no vi más que negrura delante de mí. Me había dejado ciega. Me empujó y tuve la sensación de caer hacia adelante. Esperaba que mi cuerpo golpeara el suelo, pero seguí cayendo y esperando, mirando la oscuridad con los ojos ciegos.

Cuando me desperté, vi la cara espeluznante de una desconocida flotando sobre la mía. Era Calabaza Mágica. Tenía un ojo morado y tan hinchado que no podía abrirlo, y la mitad de la cara roja y violácea.

—Le voy a rebanar esa babosa asquerosa que le cuelga entre las piernas —dijo—. ¡Sabandija repugnante! ¿Crees que bromeo? Cuando todos duerman, iré a buscar el cuchillo más afilado de la cocina. Si intenta matarte, lo mataremos a él primero.

Su voz sonaba rara, como si las palabras sobrenadaran en una sopa espesa. Después me dijo que me había dado un poco de opio medicinal. Me sentía flotar sobre cojines de aire.

—Conozco a los de su calaña. Cuando dejan salir la crueldad que llevan dentro, la tienen que seguir alimentando. Notó que tenías miedo y eso lo excitó. Cuando gritas de dolor, se vuelve tierno y lleno de amor. Pero, de pronto, ¡pam!, vuelve a cambiar y quiere que te acobardes otra vez para volver a sentirse tierno. Los hombres crueles son adictos al miedo de la otra persona. Cuando lo prueban, ya no pueden dejarlo.

Se puso a maldecir a Perpetuo, pero yo ya no la oía. Me pregunté si me habría quedado sorda.

Cuando abrí los ojos, vi la cara borrosa de Pomelo, que formaba ondulaciones. Por un momento pensé que me había ahogado y la estaba viendo desde debajo del agua. Me dije que quizá estaba muerta, pero al menos no estaba ciega. Al principio la expresión de Pomelo me pareció severa, pero después se volvió indulgente, como si me hubiera perdonado. Pero ¿por qué tenía que perdonarme? Intenté preguntárselo, pero ni yo misma podía oír mis palabras.

Cuando se me pasó el efecto del opio, me desperté dolorida y con sensación de náuseas. Miré en todas direcciones, buscando a Perpetuo. Si intentaba acercarse, no podría huir. Tenía las piernas y los brazos rígidos, y cada vez que trataba de moverme, sentía un dolor punzante y abrasador en cada parte de mi cuerpo. Pomelo me estaba aplicando cataplasmas de hierbas en las contusiones, pero el peso de los emplastos no hacía más que intensificar el dolor.

No sé cuántos días pasaron antes de que regresara Perpetuo. Venía con los ojos enrojecidos, expresión contrita y un regalo. Pese a mi dolor, me aparté de él tanto como pude. Si iba a matarme, que lo hiciera pronto.

—¿Cómo he podido hacer algo así? —exclamó—. Ahora me tienes miedo.

Adujo que estaba borracho, y que el amor, la desesperación y el vino habían sido la causa de lo sucedido. También temía que el espíritu de su padre lo hubiera poseído.

—Mientras lo hacía, no me sentía yo mismo —explicó—. Estaba aterrorizado por lo que estaba sucediendo, pero no podía parar.

Recordé sus gritos: «¡Para, para! ¡Tienes que parar!».

Examinó el hematoma que yo tenía en la mandíbula y las contusiones de los brazos, los hombros y las piernas, depositando un beso en cada una y despertando en mí, en cada ocasión, una oleada de náuseas. Después comparó el color de las heridas con el de diferentes frutas: ciruelas, mandarinas y mangos.

—¿Cómo pude haberle hecho algo así a tu preciosa piel, amor mío?

Puso en la cama, junto a mí, una bolsita de seda. Yo me negué a tocarla. Entonces la abrió y sacó un broche para el pelo, un fénix de filigrana de oro, con incrustaciones de turquesa y perlas en la cola. Me dijo que había pertenecido a su bisabuela. Me lo dejó sobre la cama.

Venía todos los días y se sentaba unos minutos junto a mi cama. Mi miedo inicial se había convertido en repugnancia. Me traía dulces y fruta. Yo no los comía y él no me pedía nada más. Dos semanas después de la paliza, me preguntó si podía hacerme el amor. Me aseguró que lo haría con suavidad y que nunca más haría nada que pudiera lastimarme. ¿Qué podía hacer yo? ¿Adónde podría haber ido? ¿Qué me habría hecho él después si me negaba?

—Soy tu esposa —le dije—. Es tu privilegio.

Mi cuerpo se echó a temblar cuando me tocó. Sentí el impulso de levantarme y huir. Cuando finalmente logré controlarme y quedarme quieta, sentí sus manos como pesadas piedras sobre mi carne muerta. No le gustó mi falta de pasión, pero aseguró comprender que necesitaríamos tiempo para volvernos a amar con verdadera entrega. Cuando salió de la habitación, vomité. Poco después, lo oí gritar de lujuria en la habitación de Pomelo. Él aullaba su deseo y ella le gritaba que le pertenecía toda entera. Si era cierto que lo quería tanto, podía quedárselo para ella todas las noches. Yo la ayudaría. Haría lo posible e insistiría.

Más o menos una vez por semana, Perpetuo se transfiguraba y me pegaba. Nunca volvió a ser como la primera vez, cuando estuvo a punto de matarme. Él rugía y entonces yo gritaba, sabiendo lo que venía después. Según Calabaza Mágica, los vecinos se sentaban cerca de las ventanas, partían cáscaras de cacahuete y disfrutaban de nuestra ópera. Él tenía cuidado para no golpearme la cara. Me pegaba con la palma abierta en la nuca y después me propinaba patadas en las nalgas y en las piernas. Me empujaba contra la pared y me obligaba a mirarlo a la cara, y entonces me agarraba por el pelo y me tiraba al suelo. Cuando las náuseas me impedían continuar, me encogía en un ovillo. Calabaza Mágica tenía razón cuando había dicho que Perpetuo tenía necesidad de ser cruel primero y arrepentirse después. Yo lo aborrecía, pero no quería demostrarle mi miedo.

Cuando él estaba en mi cama, me valía de la memoria para hacerlo desaparecer. Como él no podía ver ni oír mis pensamientos, yo me concentraba en mis recuerdos y los recuperaba uno tras otro, hasta conseguir que desapareciera. Volvía a frecuentar los lugares que había amado, como el gran salón por donde perseguía a Carlota mientras ella jugaba con una bola hecha con un pañuelo anudado de mi madre. Salía a la avenida a pasear en coche de caballos y saludaba a los hombres con la mano. Recorría una calle donde había librerías y tiendas que vendían relojes y candados. Compraba caramelos. Iba al encuentro de Edward. Estábamos los dos en el coche y yo conducía. De repente, lanzaba un grito porque había estado a punto de arrollar a una pata seguida de sus patitos. Después me retrotraía a una tarde demasiado calurosa para hacer cualquier otra cosa que no fuera estar tumbados en los divanes de la biblioteca, uno frente a otro. Él estaba leyendo… La copa dorada. «Escucha», había dicho él. ¿Qué estaba leyendo yo? Un pasaje de su nuevo diario. Su diario. Lo estaba leyendo en voz alta. A continuación volvía a verme a mí misma al volante del coche. Después me imaginaba otra vez en nuestro dormitorio y veía a Edward de pie, con Florita en brazos. Estaba a punto de amanecer y un cálido fulgor sepia bañaba la habitación, que poco a poco se llenaba de luz y de colores. Los veía a los dos con absoluta claridad y distinguía la expresión de Edward mientras le susurraba a Florita que ella era un milagro. Volvía a vivir un instante en que me había mirado y me había dicho:

—Esta niña es la perfección del amor, pura y sin daño.

¿Por qué había dicho «sin daño»? Pensé en preguntárselo más tarde, cuando Flora estuviera dormida. ¡Había tantas cosas que habría querido preguntarle! Pero las únicas respuestas que podría tener serían las que me confirmaban lo que necesitaba creer. Sabía lo que Edward había intentado decir. Yo protegería a Flora, y todo el daño que me hubieran hecho a mí sanaría, hasta que volviera a sentirme pura, sin odio en el corazón y con nada más que amor.

Calabaza Mágica y yo íbamos dos o tres veces por semana al patio de Pomelo a jugar al mahjong. Nos tratábamos como viejas hermanas flores, tras renunciar a nuestras suspicacias y prometer que nunca nos perjudicaríamos mutuamente. Un día, Pomelo mencionó un plato que había comido en Shanghái. Yo le susurré que la doncella de Azur podía oírla y que entonces iría a contarle a Perpetuo que estaba pensando en su vida pasada.

—¿La doncella de Azur? —dijo ella—. Esa pequeña entrometida no se atreve a contar nada de mí. La tengo agarrada por el cuello. El criado más joven es su amante, y he descubierto que le ha estado pasando comida robada de la despensa. Pero ella aún recibe regalos de Azur por espiarte. Te sugiero que la dejes ganarse su recompensa. Cuando notes que te está espiando, habla del amor eterno que sientes por Perpetuo y de la admiración que te inspira Azur. Úsala para que vaya a contar tus mentiras.

Se levantó y puso un disco en el fonógrafo.

—Nadie podrá oír lo que decimos mientras suene la música —dijo y abrió nuestra conversación en torno a la mesa de mahjong con una amonestación—: Hace tiempo que quería decirte que tus demostraciones de afecto y dedicación a Perpetuo no pueden compararse con las mías.

La miré extrañada, preguntándome qué se propondría.

—Te oigo a través del patio cuando estás con él, y tú me oyes a mí. Estarás de acuerdo conmigo en que yo soy mucho más convincente. Tu apreciación de su miembro viril se ha vuelto apagada y deslucida. Te sugiero que mejores tus habilidades histriónicas. Creo que deberíamos competir entre nosotras para ver quién de las dos lo engaña mejor con nuestros fingimientos. Podemos ser como las hermanas flores de nuestro pasado en Shanghái y competir por un hombre que no deseamos. Grita de placer. Declara que eres suya para siempre. Dile que lo amas a él y solamente a él. Hazlo por el orgullo de nuestro oficio.

—Antes de eso, prefiero que me pegue.

—Eso decía otra de las concubinas. Era fuerte y obstinada como tú.

Contuve la respiración. Hacía tiempo que esperaba que me lo dijera. Hasta ese momento, se había negado a revelarme nada más.

—¿Vivía en mi habitación?

—Ella vivía en mi cuarto y yo en el tuyo, hasta que fui promovida. Se llamaba Verdeante —dijo Pomelo—. Llegó a estar realmente enamorada de Perpetuo, incluso después de venir aquí y descubrir que le había mentido. Pero cuando llegué yo, se volvió loca. Le echó en cara su deshonestidad y empezó a burlarse de él por vivir en un lugar tan pobre. Dejó de demostrarle aprecio y mucho menos pasión. Y nunca se acobardaba. Él le pegaba hasta dejarla inconsciente. Una vez le hizo saltar dos dientes y le dejó un párpado cerrado para siempre. Una noche la oí gritar más fuerte que de costumbre. A la mañana siguiente, ya no estaba. Naturalmente, temí que Perpetuo la hubiera matado y hubiera sacado el cuerpo de la casa para que nadie viera lo que había hecho.

—¡Ay! —suspiró Calabaza Mágica.

Sofoqué una exclamación y sentí un nudo en el estómago. «Perpetuo, un asesino». Existía la posibilidad de que yo corriera el mismo fin.

—En realidad, se había escapado —aclaró Pomelo.

Volví a respirar. Estaba ansiosa por saber cómo lo había logrado.

—Siguió el sendero del río. En el primer recodo, dos mujeres que trabajaban en el campo vieron a Perpetuo forcejeando con Verdeante. Ella se soltó, se adentró en el río y echó a andar por las rocas lisas del fondo. Junto a la ribera, el agua le llegaba solamente a las rodillas, y ella debió de pensar que podía vadear fácilmente la corriente. Pero el musgo de las piedras era resbaladizo y la corriente era rápida y la hizo caer varias veces. Más adelante, el cauce se volvía más profundo y, hacia el centro del río, el agua le llegaba a los muslos. Con la ropa recogida, Verdeante intentaba mantenerse erguida. Cada vez que se caía, se desplazaba un poco más río abajo antes de levantarse de nuevo. Pero, de repente, el agua le llegó a la cintura y la arrastró como a una hoja, aunque con mucho esfuerzo ella consiguió acercarse a la orilla y agarrarse a las raíces de un árbol. Perpetuo fue en busca de una rama robusta, se la tendió y Verdeante logró aferrarla. Las mujeres que estaban presenciando la escena suspiraron aliviadas. Mientras Perpetuo tiraba de la rama, le gritaba a Verdeante y ella le respondía, también a gritos. Las mujeres no entendieron lo que decían porque la corriente era rápida y atronadora. Pero una de ellas dijo después que Perpetuo tenía cara de furia y que soltó la rama. Verdeante fue arrastrada por la corriente con la rama aún en la mano. Asomó un par de veces la cabeza por encima de la superficie del agua antes de caer por una pequeña cascada y desaparecer en un remolino. La mujer dijo que Perpetuo parecía tan satisfecho como un hombre que acaba de pescar un pez de buen tamaño.

Me quedé muda, imaginando la escena.

—La otra mujer dio una versión diferente. Dijo que mientras se gritaban mutuamente, Verdeante empezó a mirarlo con ojos de loca. De repente, profirió un último grito, apartó de sí la rama y se dejó llevar por la corriente. La mujer dijo que Perpetuo tenía la expresión de un hombre que acababa de pescar un pez de buen tamaño, pero lo había dejado escapar.

»El cuerpo de Verdeante fue hallado al día siguiente, estrellado contra una roca, un kilómetro y medio más abajo. La corriente era tan fuerte que fue imposible recuperar el cadáver hasta el verano siguiente, cuando bajó el nivel del río. Ya fuera cierta una versión o la otra, la gente estuvo de acuerdo en que Perpetuo no había sido culpable de su muerte. Después de todo, ella había huido y se había metido en el río por su propia voluntad. Si quieres saber mi opinión, creo que fue ella la que se soltó. Era ese tipo de mujer. Era como tú.

Sentí que se me cerraba la garganta.

—Has dicho que hubo otra concubina. ¿También murió?

—Sobre ella quería hablarte. Encanto llegó después que yo y se marchó un año antes de tu llegada. Tenía tu habitación.

Esperaba que Pomelo no me contara que Encanto había hallado una muerte espantosa.

—Nos hicimos muy amigas, éramos casi como hermanas. Nos hacíamos confidencias sobre nuestro odio común a Perpetuo y urdíamos planes para marcharnos. Ella tenía dos buenos pies y yo en cambio tenía dos muñones. Encanto sospechaba que cada vez que Perpetuo decía que iba a inspeccionar los aserraderos, en realidad subía a la montaña Celeste. Una mañana, muy temprano, esperó escondida al comienzo del sendero oculto. Tal como imaginaba, al cabo de un momento vio a Perpetuo, que subía por el sendero a paso rápido. Esperó a que volviera a casa y entonces lo atiborró de vino con unas gotas de opio y lo agotó con una larga sesión de sexo apasionado. Cuando él se durmió y empezó a roncar, ella se levantó y revisó los bolsillos de los pantalones que él había llevado al viaje. Encontró una pequeña funda de piel y, en su interior, una hoja de papel plegada cinco veces. Parecía ser un poema sobre el paisaje de la montaña Celeste. Describía un árbol con una rama doblada como el brazo de un hombre, una roca con forma de tortuga y muchas señales diferentes en el camino, entre ellas varias rocas que jalonaban una senda practicable para una persona, pero imposible para los caballos. También había muchas indicaciones: «a la derecha», «a la izquierda», «todo recto», «más arriba», «más abajo», «el segundo», «el tercero»… Encanto se dio cuenta de que tenía en las manos las instrucciones para llegar a la cima de la montaña, a la Mano del Buda.

Se me desbocó el corazón. ¡Una manera de escapar!

—¿Tú también anotaste las indicaciones?

—Déjame terminar. Cuando se marchó, Encanto no quiso que Perpetuo supiera hacia dónde había ido. Desgarró una chaqueta y unos pantalones, y me los enseñó. «Quiero que crea que me he unido a Verdeante en su tumba acuática», me dijo. Prometió mandarme noticias suyas cuando llegara a un lugar seguro. Partió esa misma noche, después de dejar otra vez a Perpetuo fuera de combate con su combinación de bebida y sexo. Se llevó las indicaciones, la ropa destrozada y una pequeña mochila con comida y agua. Al día siguiente, Perpetuo encontró en el río las prendas hechas jirones. Parecía destrozado. Supuse que Encanto había conseguido escapar por la montaña Celeste y me alegré. Pero cuando pasaron dos meses sin noticias suyas, empecé a pensar que había muerto. Guardé luto por ella y deseé que su muerte no hubiera sido dolorosa.

Entonces era cierto que había un fantasma en mi cama: el de Encanto.

Sin embargo, Pomelo abrió un cajón y sacó una hojita de papel doblada.

—Hace dos días, recibí la prueba de que sigue viva. Un zapatero ambulante se presentó en la casa y dijo que me traía unos zapatos que me enviaba mi hermana. Como los zapatos me resultaron vagamente familiares, los acepté. Habían sido de Encanto. Los había cortado y remodelado para adaptarlos a mis pies vendados. Las costuras eran perfectas y en seguida me puse a buscar una abertura en el forro, como las que usábamos las cortesanas para ocultar dinero o notas de nuestros amantes. Con mucho cuidado, abrí la costura trasera del zapato izquierdo.

Me entregó la nota:

Usa las indicaciones para subir a la montaña Celeste. En la cima, verás el valle y una bóveda rocosa con la forma de la Mano del Buda. Si miras hacia abajo desde la cumbre, verás Vista de la Montaña. Una vez allí, busca la Casa de Encanto y te recibiré con los brazos abiertos.

Imaginé un pueblo situado en una hondonada, en lo alto de la montaña. Calabaza Mágica y yo nos abrazamos, rebosantes de dicha.

—¿Cuándo nos vamos? —le pregunté a Pomelo.

—Lo antes posible. Yo me quedaré y les diré a los demás que os he oído decir que pensabais huir hacia el río. Cuando lleguéis a Vista de la Montaña, enviadme una carta en otro par de zapatos para indicarme si el camino es muy difícil.

Se señaló los pies vendados. No eran particularmente pequeños, pero era evidente que no sería capaz de recorrer sola esa gran distancia. Estuvimos varios minutos discutiendo porque Calabaza Mágica y yo le insistíamos en que debíamos marcharnos todas juntas, como tres hermanas.

Calabaza Mágica levantó los pies y se los enseñó:

—¿Ves? Yo también los he tenido vendados y aun así estoy dispuesta a intentarlo.

Pomelo se los apartó.

—A ti te los vendaron solamente de pequeña. Ahora son tan grandes como los de Violeta o puede que incluso más.

Seguimos discutiendo. Queríamos encontrar la manera de ayudarla, pero ella insistía en que sería una carga para nosotras. Le hicimos ver que ella nos había dado las instrucciones y la carta de Encanto. Al final, dijo:

—Las dos sois demasiado buenas conmigo. Ni siquiera he reparado ningún mueble para vuestras habitaciones.

A partir de aquella noche, vi la vida de otra manera. Por la mañana oía los broncos saludos de los campesinos y me parecían más dulces. Veía a los viejos en la calle fumando sus pipas. Una jauría de perros aullaba cerca de mi ventana y después se alejaba ladrando, y yo, mentalmente, corría con ellos.

Era primavera y estaban brotando las hojas. Por fin se habían acabado las lluvias y los días se estaban volviendo más cálidos. Pomelo ya se había fabricado unas muletas con las patas de una silla rota. Había pegado varias capas de cuero rígido en la suela de unos zapatos y tenía una bolsa con hierbas para reducir la inflamación. Practicaba todas las noches caminando por su habitación, cuando no la visitaba Perpetuo y las sirvientas ya se habían ido a la cama.

Recogimos más restos de madera en el cobertizo de los muebles rotos y los usamos para fabricar efigies nuestras para dejarlas en nuestro lugar y hacer creer a los demás que no nos habíamos marchado. Hicimos las cabezas con la base de unas butacas; los cuerpos, con las tapas de unas mesas de té, y las piernas y los brazos, con las patas de las mesas. Calabaza Mágica se empeñó en que les hiciéramos caras. Con ese fin preparó una mezcla de arcilla, modeló montículos en la base de las butacas y les pegó encima tachuelas y piedras de diferentes tamaños para formar los ojos, la nariz y los labios. Nuestras caras resultaban bastante espeluznantes.

Calabaza Mágica y yo acumulamos una cantidad de provisiones suficiente para comer las tres durante tres días de viaje. No había nada que no pudiera dejar atrás. Lo que llevara conmigo sería una carga para mi espalda, pero lo que dejara sería un peso para mi corazón. Decidí llevar solamente ropa adecuada para soportar los días calurosos y las noches frías, pero entonces recordé algunas cosas que no podía abandonar: el diario de Edward y las fotos suyas y de la pequeña Flora. Recordé el terrible día en que me arrancaron a Florita de los brazos. Mirando su fotografía, le había dicho: «Resiste mucho, obedece poco». Yo también había seguido ese consejo. Saqué las fotografías de sus marcos y las inserté entre las páginas del diario de Edward.

Calabaza Mágica había puesto sobre mi cama una blusa y una falda larga de estilo occidental.

—¿Por qué has dejado aquí esta ropa? —le pregunté.

Me sonrió con expresión astuta.

—Para que te transformes en tu mitad occidental. Una mujer occidental puede viajar sola y sin marido sin que nadie se extrañe. Todo el mundo sabe que las extranjeras están locas y van a donde les da la gana. Merece la pena probar.

—Y si alguien me pregunta qué hago escalando una montaña, ¿qué diré?

—Dirás en inglés que eres una artista y que viajas para pintar el paisaje. Yo traduciré tus palabras.

Fruncí el ceño.

—¿Dónde están mis pinturas? ¿Qué voy a enseñarles para demostrar que soy una artista?

Calabaza Mágica sacó de su maleta dos lienzos enrollados.

—No hace falta que me los enseñes —le dije.

Los reconocí en seguida. Eran los dos cuadros de Lu Shing: el retrato de mi madre y el paisaje del valle. Cada vez que había intentado deshacerme de ellos, Calabaza Mágica los había recuperado.

—Al menos podemos probar —dijo—. Yo los llevaré. Valen tanto como cualquier documento para certificar que eres occidental. Y además están muy bien pintados.

Esperamos a que le llegara a Azur el turno de recibir la visita nocturna de Perpetuo. La luna estaba en cuarto creciente. Por la tarde, mientras la doncella de Azur rondaba a nuestro alrededor, Pomelo nos invitó muy ostensiblemente a jugar al mahjong. Al principio nos excusamos y esperamos a que insistiera un par de veces para aceptar. A lo largo de la semana anterior, habíamos ido trasladando a su habitación, pieza a pieza, nuestras pertenencias. A las siete, fuimos al patio de Pomelo para nuestra partida de mahjong. A las diez, mientras reinaba el silencio y la doncella de Azur estaba con su amante, nos vestimos con ropa sencilla de campesinas y dejamos en el suelo nuestras efigies, junto a la pared más alejada de la puerta, engalanadas con vestidos bonitos. Sin hacer ruido, tumbamos la mesa y las sillas, como si se hubieran caído. Sembramos por el suelo las fichas de mahjong y las tazas de té para que pareciera que la partida se había interrumpido abruptamente. Encima pusimos la lámpara de aceite y, con mucho cuidado, derramamos parte del combustible sobre las mantas de la cama, las cortinas de seda, las lámparas cubiertas de velos de gasa y la alfombra. Cuando se declarara el incendio, nadie podría entrar para salvarnos o, mejor dicho, para salvar a nuestras efigies, que yacían en el suelo con guijarros en lugar de ojos. Yo salí con Pomelo por la puerta del fondo. Mientras tanto, Calabaza Mágica le dio cuerda al fonógrafo, puso un aria triste, derribó la lámpara de aceite sobre el brasero, se aseguró de que ardieran las cortinas de la cama y salió corriendo hacia la puerta donde nosotras la estábamos esperando.

Salimos por el camino de arriba, en dirección al pie de la montaña. A los cinco minutos, oímos gritos por el camino grande, que discurría más abajo. Imaginé las expresiones de horror de los que vieran a nuestras pobres efigies tendidas en medio de la conflagración, fuera de su alcance y calcinadas hasta volverse irreconocibles. Seguramente Azur los enviaría a todos a salvar el templo. Pero ¿qué haría Perpetuo? ¿Qué sentiría? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguien entrara en la habitación y examinara los falsos cadáveres con piel de corteza quemada?

El sendero seguía ascendiendo y nosotras volvíamos con frecuencia la vista atrás para ver hasta dónde llegaban las llamas anaranjadas. Me pregunté si se habría prendido fuego toda la casa. ¿Se quemaría la aldea entera? Intentábamos fingir entereza, pero nuestras voces nos delataban. Estábamos asustadas. Yo tenía la sensación de que Perpetuo aparecería en cualquier momento detrás de un arbusto. A medida que nos alejábamos de la aldea, dejamos de distinguir el humo por encima de las colinas más bajas y nos sentimos aliviadas.

Anduvimos durante tres horas. Pomelo tenía que parar a menudo porque se le cansaban los brazos con el uso de las muletas. Nos detuvimos al llegar a un tramo del sendero cubierto por un montón de rocas. Podríamos haber pasado, pero estaba oscuro y no queríamos arriesgarnos a que ninguna de nosotras cayera, por lo que buscamos un lugar para dormir, ocultas entre los arbustos. Hicimos turnos para dormir y montar guardia.

Con el amanecer, nos impresionó la belleza del cielo abierto y de las laderas y los barrancos de la montaña. Me inundó una sensación de paz que nunca había experimentado. Cuando regresamos al camino, pude comprobar que Perpetuo había dicho la verdad. Era cierto que un desprendimiento de piedras y fango cubría el sendero. Calabaza Mágica y yo podríamos haber pasado con relativa facilidad, saltando de piedra en piedra, pero tuvimos que ayudar a Pomelo a pasar poco a poco, apoyándose en las muletas. Mientras trepaba tambaleándose por las rocas, nosotras permanecimos a su lado, listas para sostenerla si perdía el equilibrio. Cuando superó el obstáculo, estaba tan agotada que decidimos concedernos una hora para comer y descansar. Avanzábamos con lentitud y ella nos agradecía profusamente y con frecuencia nuestra ayuda, además de disculparse por retrasarnos.

—La gente no se preocupa por los problemas de los demás cuando tiene problemas propios —decía.

Una vez me habían dicho que cuando salvas a alguien, incluso sin proponértelo, te sientes unido a esa persona por el resto de tu vida. Así nos sentíamos respecto a Pomelo. Calabaza Mágica le preguntaba a menudo si necesitaba hacer otra pausa para descansar, y yo, si le dolían los pies. Y ella nos preguntaba a su vez si no estábamos cansadas de cargar la pequeña bolsa con sus pertenencias. Nosotras le asegurábamos que no nos pesaba nada, y era cierto.

Por la tarde, ascendimos lo suficiente para adentrarnos en el bosque, donde por fortuna el ambiente era mucho más fresco. Sin embargo, nos preocupaba que un tigre o un oso apareciera detrás de los árboles. A mí me preocupaba algo mucho peor: la aparición de Perpetuo.

—¡Imposible! —exclamó Calabaza Mágica—. Tardará bastante en darse cuenta de que los cadáveres son falsos y al principio nos buscará en el río. ¿Por qué iba a pensar que hemos huido por la montaña?

El bosque de pinos se fue haciendo menos denso y los retazos de cielo abierto que veíamos entre las copas de los árboles poco a poco se fueron abriendo hasta abarcar toda la bóveda celeste. Por un instante se disipó el temor que me oprimía el pecho, pero volvió en seguida, cuando el camino se estrechó hasta convertirse en una senda tallada en la pared rocosa de un acantilado. Cuando veía la distancia que nos separaba del fondo del valle, sentía un vértigo irreprimible y no podía evitar pensar en la historia que me había contado Edward acerca del niño que se había despeñado tratando de salvar una muñeca.

—No mires hacia abajo. Mira hacia adelante —me aconsejó Calabaza Mágica—. A donde mires es adonde irás.

—Según el mapa, nos estamos acercando a la gruta —dijo Pomelo—. Debe de estar más o menos por ahí —añadió, señalando el otro lado del barranco—. Llegaremos en un par de horas.

Pomelo tenía el presentimiento de que nuestras joyas estaban escondidas en el interior de la cueva. Pensé en el ermitaño del que hablaban los poemas. Yo siempre lo había imaginado con los rasgos de Perpetuo, y la idea de encontrarlo en la gruta me hizo estremecer.

—¡Mirad ahí! —dijo Pomelo mientras indicaba un punto más abajo, en la falda de la montaña.

Era una pequeña figura que se movía a lo lejos. Estudiándola con atención, llegamos a la conclusión de que no era un tigre ni un ciervo. Caminaba sobre dos piernas y no podía ser otro que Perpetuo. Sólo él sabía que la montaña Celeste no estaba maldita. Apretamos el paso por la estrecha y peligrosa senda con la esperanza de encontrar un bosque donde pudiéramos escondernos. Al cabo de media hora, me di cuenta por la expresión crispada de Pomelo de que estaba padeciendo una intensa agonía. Las muletas le habían abierto llagas en los brazos y en las manos, y el dolor de los pies era un tormento insoportable. Avanzaba tambaleándose por un camino angosto, apenas más ancho que sus caderas, arriesgándose a caer por el barranco si tropezaba una sola vez. Calabaza Mágica iba detrás de ella, agarrándola por los faldones de la chaqueta para equilibrarla en su balanceo. Yo me decía que no debía mirar hacia abajo. A nuestro lado se abría el peligro del abismo y otro peligro se nos acercaba por detrás. Por fin llegamos a un camino más amplio, que se apartaba del acantilado. Calabaza Mágica y yo subimos rápidamente por la senda para ver mejor el terreno y determinar a qué distancia se encontraba Perpetuo. Las dos sofocamos una exclamación de horror al ver que estaba mucho más cerca de lo que habíamos imaginado. Había hecho en un instante el camino que nosotras habíamos tardado dos horas en recorrer. Era evidente que tenía prisa. ¿Nos estaría persiguiendo? ¿O se dirigiría a la gruta por otras razones?

Subíamos por un camino zigzagueante, que nos daba la sensación de estar avanzando y retrocediendo sin hacer ningún progreso. El miedo apenas me dejaba respirar.

Al llegar a un enésimo recodo, vi lo que nos esperaba en el camino y todas mis esperanzas se esfumaron. Un desprendimiento de rocas había borrado una buena porción de la senda. Habíamos tardado casi una hora en superar un obstáculo similar y no había a nuestro alrededor ningún lugar donde escondernos. Sentí que me palpitaban las sienes. Intercambiamos miradas de preocupación. Una de nosotras tenía que tomar una decisión. Al ritmo que llevábamos, Perpetuo nos alcanzaría en menos de una hora. Supuse que traería una pistola o un arma blanca, que le serviría para capturarnos (o para matarnos) a las tres.

—Seguid vosotras —dijo Pomelo.

Tenía los ojos huecos y la mirada vacía.

—No digas tonterías —replicó Calabaza Mágica—. ¿Qué clase de gente crees que somos?

Yo la apoyé, aunque sabía que quedarnos equivalía a renunciar a toda posibilidad de huida. Imaginé la paliza que recibiríamos todas y me dije que cuando regresáramos tendríamos que vivir en una jaula quemada, sufriendo diez veces más que antes por el resto de nuestras vidas. Pero lo haríamos juntas, y nuestra unión haría que todo fuera soportable.

—¡Seguid adelante! —exclamó Pomelo con voz airada—. Después de todo lo que hemos planificado y nos hemos esforzado, me haríais un mal servicio si os quedarais aquí. Yo intentaré seguir por mi cuenta. Tal vez encuentre un arbusto donde esconderme más adelante.

Era poco probable y las tres lo sabíamos. Unos meses antes, yo la habría abandonado sin más. Pero desde entonces nos habíamos convertido en viejas hermanas flores y habíamos luchado juntas por salvarnos. ¿Cómo íbamos a dejarla sola? Pomelo volvió a insistir con firmeza:

—Sentiré que he ganado si una de las tres consigue liberarse de ese hombre. No traicionéis la esperanza de derrotar a ese canalla que he cultivado durante todos estos años.

Se echó a llorar y nos suplicó durante varios minutos más.

—Muy bien. Seguiremos adelante —dijo finalmente Calabaza Mágica—, pero sólo para buscar un lugar donde esconderte. Si lo encontramos, volveremos para llevarte. Para entonces habrás descansado un poco y podrás venir con nosotras.

Me pregunté si Calabaza Mágica creía de verdad que su plan tenía alguna esperanza de éxito. No nos despedimos. Dijimos solamente que volveríamos más tarde a buscarla.

—Idos ya —replicó ella y nos ahuyentó con la mano como si fuéramos una molestia.

Mientras saltábamos de piedra en piedra, me volví y la vi de rodillas, agarrada trabajosamente a la siguiente roca. Se me encogió el corazón, y aunque ella misma nos había insistido para que siguiéramos, sentí que la había traicionado. Al cabo de una hora, ya no pude soportarlo.

—Tenemos que volver —dije.

—Yo estaba pensando lo mismo —replicó Calabaza Mágica—. Hagamos lo que hagamos, Perpetuo nos atrapará. No podemos escondernos para siempre en el bosque.

—Podemos ayudarla entre las dos para que pase por encima de las rocas —dije—. Juntas, quizá podamos.

—No importa si podemos o no. Lo importante es que estaremos juntas.

Bajamos a toda prisa, levantando a nuestro paso grandes nubes de polvo. Tenía tanto miedo que creí que me iba a estallar el corazón. Finalmente divisamos a Pomelo, sentada en una roca. Miramos un poco más abajo, por el sendero, y vimos a Perpetuo tan cerca que era posible distinguirle los rasgos de la cara y las pobladas cejas. Avanzaba balanceando con fuerza los brazos para impulsarse hacia adelante. Ya debía de haber visto a Pomelo. Lo oímos gritar su nombre. Ella no se inmutó. Se había rendido. Estaba agotada y no podía avanzar ni siquiera un centímetro más. Vi que una marca ensangrentada le atravesaba la frente. Debía de haberse caído. Meneaba lentamente la cabeza, como si estuviera mareada.

Perpetuo estaba apenas a dos breves vueltas del sendero. Se detuvo y levantó un brazo.

—¡Os mataré a golpes, perras!

Pomelo se arrastró hacia atrás, empujándose con los pies apoyados contra una roca, que se soltó, se deslizó por la tierra blanda y fue a estrellarse en el sendero. Cuando se dispuso a empujar una roca más, nos dimos cuenta de que lo hacía adrede. Desalojó con los pies un grupo de rocas más pequeñas, que se precipitaron al vacío. Algunas chocaron contra los peñascos y salieron rebotadas en otra dirección mientras continuaban su caída. Ni siquiera le cayeron cerca a Perpetuo, pero él comprendió lo que estaba haciendo Pomelo, maldijo entre dientes y aceleró todavía más el ritmo. Ella seguía empujando las piedras con las muletas, los pies y las manos, pero todas caían y rebotaban en ángulos que las alejaban de Perpetuo. Para entonces, él había llegado al tramo de la senda que discurría justo por debajo del lugar donde se encontraba Pomelo, que seguía tirando piedras tan rápidamente como sus piernas se lo permitían. Una docena de guijarros del tamaño de una nuez golpearon las rocas de más abajo y salieron despedidos en otra dirección. Uno de ellos cayó unos seis metros delante de Perpetuo, que se detuvo, y miró primero hacia atrás y después hacia arriba, en dirección a Pomelo. Su expresión se volvió más decidida y echó a correr para alcanzarla.

A Pomelo se le había enrojecido la cara por el esfuerzo. Se echó hacia atrás, apoyó los codos en el suelo y empujó con todas sus fuerzas con las piernas. Yo contuve la respiración mientras una avalancha de piedras grandes como puños rodaba cuesta abajo entre nubes de polvo, saltando y provocando que otras rocas se desprendieran y surcaran el aire silbando entre Pomelo y Perpetuo. Huyendo de la lluvia de rocas, Perpetuo corrió a guarecerse bajo una cornisa, pero antes de alcanzarla, levantó la vista y entonces un estallido rojo le cubrió la cara y le torció la cabeza hacia un lado y hacia atrás. Se desplomó como si no tuviera huesos en las piernas. Al principio Calabaza Mágica y yo nos quedamos inmóviles, pero cuando vimos que Pomelo comenzaba a bajar con mucho esfuerzo hacia el lugar donde yacía Perpetuo, corrimos a reunirnos con ella. Las tres llegamos a la vez y vimos lo mismo: una masa roja de carne, sin ojos, nariz, ni boca. Las piernas estaban giradas en un ángulo casi imposible con respecto al tronco, y a su alrededor aún no había terminado de depositarse el polvo. La sangre se estaba desplegando como un estandarte debajo del cuerpo.

Calabaza Mágica me dio un codazo y me señaló a Pomelo, que estaba sentada en el suelo y parecía rebosante de dicha por lo que había hecho. Cada vez que bajaba la vista y contemplaba el cuerpo de Perpetuo, echaba hacia atrás la cabeza y se reía a carcajadas. Resultaba impresionante. Cuando nos acercamos un poco más, me di cuenta de que estaba aullando como una lunática. Se volvió para mirarnos y vimos en su cara una expresión congelada de indefensión y horror. Nos tendió las manos y nosotras nos sentamos a su lado y lloramos en silencio. Ella siguió gimiendo y lamentándose:

—¡Canalla! ¿Por qué me has obligado a hacer esto?

Nos dijo entre sollozos que todavía lo odiaba y que había tenido que matarlo para salvarnos. Empujar las piedras había sido la única manera de defendernos; pero en el instante en que la roca le aplastó la cara, se había dado cuenta de que no quería que sucediera algo tan terrible. Lo había matado y su acción no era moralmente reprobable. Sin embargo, cuando alguien mata a un semejante (con una piedra o provocando su caída por un acantilado), su acción mancha para siempre su espíritu y lo aparta del resto de las personas que nunca han matado a nadie. Cualquiera de las tres podríamos haberlo hecho. Sentí agradecimiento hacia Pomelo por habernos salvado de Perpetuo y por habernos ahorrado el horror de ser sus verdugos. Abrí el corazón a la profundidad de su tristeza mientras imaginaba su agonía al recordar una y otra vez, por el resto de su vida, lo que había hecho. Entonces recordé lo que me había dicho Edward: «Matar a otra persona también es violencia contra uno mismo, y el que lo ha hecho sufre el daño por el resto de su vida».

Pomelo quería que lo enterráramos porque no le parecía decente dejar el cuerpo abandonado a los buitres y a los lobos. Sin embargo, la convencimos para no hacerlo. Si alguien lo descubría, pensaría que había sido víctima de un desprendimiento de rocas y que las piedras se habían precipitado empujadas por el destino y no por las piernas de Pomelo.

Más allá del pinar, el camino seguía avanzando en torno a la montaña. Cuando salimos al otro lado, vimos un bosquecillo sombreado alrededor de una pequeña laguna alimentada por un manantial. De inmediato dejamos en el suelo nuestros fardos y bebimos el agua de la laguna, que nos supo muy dulce, antes de lavarnos la cara. Un poco más allá había otra fuente, que brotaba en una oquedad oscura de la roca. Debía de ser el escondite de Perpetuo. Cuando estuvimos a unos veinte metros de distancia, me paré en seco porque me pareció ver a un hombre sentado de espaldas. ¡El ermitaño! Por un momento pensé que iba a volverse y que sería Perpetuo. Me agaché para recoger una piedra y Calabaza Mágica me imitó.

—¡Eh, el de allí! —lo llamó Calabaza Mágica.

La figura no respondió.

Dimos unos pasos más y Calabaza Mágica lo llamó de nuevo. El ermitaño siguió sin moverse. Entonces mi amiga se volvió hacia nosotras.

—Es lo que pensaba: el monje lleva tanto tiempo meditando que se ha convertido en piedra.

Nos acercamos rápidamente, rodeamos la pétrea figura y nos adentramos en la gruta. A un lado, manaba el agua por una grieta y caía sobre una base de piedra desgastada en forma de cuenco. No había nada más, ningún cofre del tesoro. Ni siquiera encontramos un lugar donde sentarnos.

Pero a Calabaza Mágica le resultaron sospechosas las piedras apiladas junto a la entrada de la gruta y rápidamente empezó a separarlas. Cuando terminó de retirarlas, vimos una pequeña cueva oscura de menos de un metro de altura. En la entrada había una soga. Tiramos de la soga hacia arriba y notamos que estábamos izando algo pesado. Me dije que ojalá no fuera un cadáver. Lo primero que vimos fueron unas arañas blanquecinas que se escabullían por encima de la tapa de una caja. Retrocedimos de un salto y Calabaza Mágica se fue en busca de un palo para apartar a los bichos.

La caja contenía libros y una docena de rollos pequeños. Fue una decepción para nosotras. ¿Dónde estaban nuestras joyas? ¿Dónde estaban los anillos, las pulseras y los collares que Perpetuo nos había arrebatado? Pomelo abrió uno de los rollos y encontró un poema. Después sacó un libro, que contenía los edictos del emperador Qianlong. Yo noté algo en el fondo de la caja y rápidamente sacamos a la luz el resto de los libros y dos cofres poco profundos.

Uno de ellos estaba hecho de cuero endurecido y era más alargado que un libro. Tenía en la tapa un relieve dorado, que representaba una casa con sus patios y sus habitantes. No tenía candado. Cuando Pomelo levantó la tapa, contuve la respiración. Allí estaban todas nuestras joyas. Recorrí con los dedos mi pulsera de oro, mi collar de perlas y el anillo de jade y brillantes que me había regalado Lealtad y que Calabaza Mágica se había negado a vender, en contra de mi voluntad. Había dicho que el anillo era como una cuenta corriente: solamente tenía que enseñárselo a Lealtad para que él recordara la promesa y soltara su dinero.

Calabaza Mágica encontró su pulsera de plata y dos horquillas de oro. Pomelo tenía más que nosotras: un broche de diamantes, dos pulseras de oro, varios anillos y unos pendientes de jade y brillantes.

—Encanto podría haberse llevado todas mis joyas —dijo—. Podría haber pensado que yo nunca llegaría hasta aquí y, sin embargo, sólo cogió lo que le pertenecía. Es una buena persona.

El otro cofre era de madera corriente y tenía un cerrojo de latón. Pesaba mucho. Levantamos la tapa y las tres lanzamos al mismo tiempo una exclamación de sorpresa. En su interior había doce pequeños lingotes de oro y treinta y tres dólares mexicanos de plata. Cuando llegáramos al pueblo, tendríamos dinero para pagar la comida y el alojamiento, y todos nos respetarían.

Decidimos pasar la noche en la gruta. Me desperté varias veces, sobresaltada por la sensación de que Perpetuo estaba de pie a mi lado, mirándome. Pomelo gemía:

—Ha venido a buscarme.

Yo le aseguré que había sido una pesadilla, pero ella respondió que no estaba dormida.

—Lo siento a mi lado —dijo.

Nos pusimos en marcha antes del amanecer. Según el mapa, nos faltaban solamente unas horas para llegar a la cumbre, a menos que la pendiente fuera muy abrupta o que encontráramos más desprendimientos de rocas en el camino. Ya no nos perseguía nadie, pero nos empujaba la esperanza de encontrar una vida mejor en el pueblo al que nos dirigíamos.

—Es muy raro que nadie de Vista de la Montaña haya bajado nunca al Estanque de la Luna —dijo Calabaza Mágica.

—No hay nadie en estos tres condados que no haya oído hablar de la maldición y de los fantasmas que bailan en la cima de la montaña —replicó Pomelo—. ¿Por qué correr el riesgo de encontrárselos para visitar un lugar horrible como el Estanque de la Luna? Su mala fama es bien conocida.

—Hay gente estúpida que sería capaz de ir a cualquier lugar —dijo Calabaza Mágica—. O valiente, como nosotras.

Yo nunca había oído hablar de un pueblo en la cumbre de una montaña, excepto en los cuentos de hadas. Pero en su nota, Encanto había dicho que estaba ahí. Cuando llegáramos a la cresta de la montaña, lo veríamos. En mi imaginación, Vista de la Montaña era exactamente igual que la bulliciosa ciudad de Shanghái, con confiterías y restaurantes, quioscos de periódicos y librerías, farolas en las calles, grandes almacenes, cines, coches de caballos, tranvías y automóviles. Sus habitantes serían educados e instruidos, y vestirían ropa moderna. Incluso habría un río y un puerto con gran animación comercial, todo concentrado en la cima de una montaña.

Ese Shanghái no era un lugar, sino una sensación de satisfacción en mi interior. Estaba regresando a mi antiguo ser, entera y con el cuerpo, la mente y el espíritu intactos. Me había desembarazado del orgullo, esa carga inútil de altanería que había llevado conmigo lo mismo que el tocador portátil con su espejo roto. Perpetuo y yo habíamos contrapuesto nuestros respectivos orgullos y yo habría estado dispuesta a morir con tal de demostrarle mi superioridad. Pero ¿de qué me habría servido que él la reconociera? Prefería vivir y hacer lo que de verdad importaba: encontrar a Florita y decirle lo mucho que la quería. Haría todo lo que hiciera falta para reunirme con ella.

Cuando sólo nos faltaban dos vueltas del camino para llegar a la cima de la montaña, nos quitamos la ropa de campesinas y nos pusimos nuestras mejores galas. Yo me transformé en una moderna mujer occidental. No hablamos mientras caminábamos por el bosque. Intentábamos avanzar a buen ritmo porque pronto se haría de noche. Yo estaba segura de que a Pomelo debían de dolerle mucho los brazos y los pies, pero ella no se quejaba.

Salimos del bosque y atravesamos un claro, bajo el cielo abierto. Delante de nosotras estaba el montículo rocoso que figuraba en las indicaciones de Encanto, y después llegaríamos a la cresta de la montaña. Calabaza Mágica y Pomelo tenían la expresión ansiosa e inocente de dos niñas pequeñas. Trepamos al montículo y vimos, frente a nosotras, una bóveda blanca en forma de mano. A nuestros pies se extendía un pequeño valle cubierto de hierba. ¿Dónde estaba el pueblo? El valle era demasiado pequeño para albergar una ciudad. Ni siquiera el Estanque de la Luna habría cabido en un espacio tan reducido.

—Si Encanto nos aseguró que hay un pueblo —dijo Pomelo—, tiene que haber un pueblo.

El sol siguió su descenso y la Mano del Buda se volvió dorada. Me sentía en un lugar desconocido y a la vez familiar. Pensé en el cuadro que había pertenecido a mi madre, El valle del asombro. El sitio donde me encontraba no se asemejaba al paisaje del cuadro, pero la sensación era la misma. Parecía contener un enigma referido a mí. ¿Era mejor ese lugar que el que había dejado atrás? Estaba segura de que sí, pero de inmediato empecé a oscilar entre la duda y la certeza.

Nos desplazamos en silencio por el borde del valle pequeño y verde. Pomelo estaba jadeando, exhausta y dolorida. Yo admiraba su fortaleza. Divisamos un templo un poco más abajo. Entonces ¿no era sólo una leyenda? Desde la distancia a la que nos encontrábamos, el templo parecía destruido, poco más que un esqueleto que servía de percha a las aves carroñeras. No había fantasmas danzando a su alrededor. Yo sabía que Calabaza Mágica y Pomelo también habían esperado encontrarlos.

El tiempo estaba refrescando y pronto se pondría el sol. Los dedos blancos del Buda se habían vuelto rosados. Seguimos andando sin pausa a lo largo de la cresta de la montaña. La hierba del valle se tornó de un verde más oscuro y el templo se ensombreció hasta adquirir el color del marfil quemado.

—¡Ja! —exclamó Calabaza Mágica—. El templo no es más que un cobertizo para guardar las vacas. ¿Veis alguna vaca fantasma por los alrededores? La mente engaña a la vista y la vista nos vuelve tontas.

Volvió a guardar silencio.

Vivíamos momentos de inseguridad, en los que un instante apacible podía transformarse fácilmente en el preludio de un desastre. El sol seguía bajando y los dedos de la Mano del Buda adquirieron un gris cadavérico. Todo a nuestro alrededor se sumía en la niebla y perdía el color, hasta que, de pronto, en un instante, el sol desapareció y nos dejó sumidas en nuestros propios pensamientos. El pueblo tenía que estar cerca. ¡Habíamos llegado tan lejos!

Pomelo dijo que necesitaba descansar y cedió por fin al agotamiento. Una luna creciente reemplazó al sol en el cielo y aparecieron tenues estrellas. Cuando Pomelo pudo levantarse de nuevo, el cielo era un cuenco oscuro y las estrellas que lo jalonaban eran aguzadas puntas brillantes. La ayudamos a incorporarse y ella gimió de dolor al apoyar los pies en el suelo. Echamos a andar con pasos breves y cautelosos por la desigual cresta rocosa, que describía una curva hacia la izquierda y nos acercaba a la Mano del Buda. «¡Qué extraño —pensé— que las estrellas brillen allá abajo!». Parecían acercarse cada vez más y desprendían un curioso fulgor. Casi podíamos sentir su calidez.

—¡Es Vista de la Montaña! —gritamos las tres a la vez.

Encanto tenía razón. Una vez alcanzada la Mano del Buda, sólo teníamos que mirar hacia abajo desde la cresta de la montaña.

Estaba demasiado oscuro para ver nada, excepto las luces lejanas de Vista de la Montaña. Mentalmente, ya casi estábamos allí. Podíamos tardar horas en llegar, o quizá un día, o incluso más si el camino estaba cubierto de rocas y la senda era peligrosa. Pero nada de eso nos importaba. No podíamos esperar hasta la mañana. Teníamos que emprender el camino de inmediato.

Colocamos a Pomelo entre las dos, y ella nos pasó los brazos por los hombros. Me sorprendió lo poco que pesaba y lo ligera que me sentía yo. Juntas, dimos nuestro primer paso y comenzamos nuestra nueva vida.