Capítulo 10

La aldea del Estanque de la Luna

De Shanghái al Estanque de la Luna

1925

VIOLETA

El verano me inundaba el cuerpo y me salía por la cara como una fiebre húmeda, convirtiendo en lágrimas de barro el polvo que me cubría el rostro. Después volvió la lluvia una vez más y diluyó las lágrimas, ablandó los caminos y profundizó las rodadas, hasta que volvimos a atascarnos.

Habíamos iniciado el viaje hacia el Estanque de la Luna tres semanas antes. Perpetuo había dicho que nos acompañaría para asegurarse de que viajáramos cómodas y seguras. Pero pocos días antes de nuestra partida, había tenido que marcharse de Shanghái por un asunto de negocios en el sur. Algo importante, según dijo. Tomaría una ruta diferente para llegar al Estanque de la Luna y, con suerte, incluso era posible que llegara antes que nosotras. Nos aseguró que estaríamos perfectamente a salvo durante todo el viaje. El camino era fácil y nunca había oído que nadie hubiera tenido problemas con bandoleros ni nada por el estilo.

—Lo peor que puede pasar —había dicho— es que os aburráis.

Tenía razón. Yo ya estaba harta del viaje y empezaba a preguntarme si sería capaz de soportarlo mucho más. Llevábamos todo ese tiempo avanzando hacia el oeste, cada vez más lejos de la costa, por una ruta zigzagueante que ningún demonio habría querido seguir. Primero habíamos dejado atrás ciudades; después, pueblos importantes, y a continuación, pueblecitos cada vez más pequeños, hasta que ya no vimos más coches ni camiones, ni más locomotoras con sus vagones, ni más barcazas con pértigas que pudieran transportarnos hasta la siguiente bifurcación. En el último poblado ribereño, Calabaza Mágica encontró un carretero apostado en el muelle, al acecho de algún tonto. Tenía cara de hombre honesto y se hacía llamar «Viejo Salto», lo que parecía sugerir una larga experiencia de trabajo intenso. Dijo que poseía el mejor carro en cinco condados, un carruaje que había pertenecido a un cabecilla militar local. Calabaza Mágica empezó a negociar por el valioso vehículo sin verlo siquiera. La oferta incluía, además del carro, dos asnos, un carromato, los servicios del carretero y las espaldas de dos hombres robustos que resultaron ser los hijos medio imbéciles de Viejo Salto. Y ahora íbamos saltando y dando tumbos sobre baches y rodadas, sentadas en la banqueta de muelles de un carruaje de ricos, que había sido degradada de su elevada posición social y ahora estaba amarrada a un carro de mulas, bajo una ajada capota de hule y seda carcomida por las polillas. El carretero seguía insistiendo en que no había mejor carruaje que el suyo y desafiaba a Calabaza Mágica a recorrer los cinco condados más próximos para comprobarlo.

Cada mañana, Calabaza Mágica maldecía a Viejo Salto y a sus dos hijos, achacándoles nuevas faltas añadidas a su deshonestidad, como la de sonreírle sin otra razón que burlarse de ella.

—Son la clase de idiota que puedes encontrar en un lugar con nombre de charca —me dijo una mañana—. No te imaginas cómo es la vida en una aldea, pequeña Violeta. Puede que cambies de idea cuando llegues allí, pero será lo único que puedas cambiar. Las mujeres de esos sitios se quitan la vida porque no tienen otra forma de huir.

Como se había levantado viento, Calabaza Mágica llevaba la cara y el cuello cubiertos con un pañuelo para protegerse del polvo. Con sólo los ojos rasgados a la vista, parecía una momia devuelta a la vida. De pronto, el viento arreció y le arrebató el pañuelo. Apenas unos momentos antes, el cielo se había llenado de nubes semejantes a coliflores, que no tardaron en convertirse en un mar de negros champiñones. Aunque yo creía haber dejado atrás los problemas, cada vez tenía más la sensación de ir encaminada directamente hacia ellos. Ya eran muchos los signos de que lo más sensato habría sido volver por donde habíamos venido. Dos días antes, se había desprendido una rueda del carro y habíamos tardado dos horas en repararla, lo que había supuesto una demora más. La víspera, pareció como si uno de los asnos se hubiera quedado cojo, y el animal se había negado a moverse durante horas. El viento me soltó el pelo y me lo arremolinó delante de la cara mientras nos caían en la cabeza gotas de lluvia del tamaño de hojas. Antes de que pudiéramos refugiarnos debajo del carro, un rayo iluminó los arrozales verdes y amarillos. Los densos tallos se doblegaban primero hacia un lado y después hacia el otro, como si el campo fuera una criatura viva y estuviera respirando profundamente mientras cambiaba su color del verde al amarillo. Tras otro deslumbrante estallido, la lluvia se descargó de una vez, lavándome la cara y empapándome la ropa. Al cabo de unos minutos, el aguacero había ablandado y profundizado las rodadas, de tal manera que cuando intentamos movernos, el carro se hundió y quedamos atascados. Edward había descrito una situación similar en su diario de viaje. Se le había ocurrido utilizar unos tablones, que había hecho girar como las manecillas de un reloj, pero al final se había caído de bruces en el barro. El recuerdo me arrancó una risotada, lo que hizo pensar a Viejo Salto que me burlaba de sus esfuerzos por sacarnos de allí.

Calabaza Mágica sacó un pie del zapato y, a continuación, extrajo el zapato del barro.

—Puede que éste sea tu destino —dijo—, pero ¿por qué tiene que estar el mío ligado al tuyo? ¿Qué mal te hice en una vida pasada? Dímelo para que pueda compensarte y seguir mi camino. No quisiera ser tu asno en la próxima vida y tener que aguantar que me mires el culo mientras me ordenas que apriete el paso.

Cuando finalmente volvimos a ponernos en marcha, dijo:

—¿Por qué tanta prisa en llegar? ¿Para conocer a un montón de palurdos provincianos con pretensiones literarias?

Antes de salir de Shanghái, Calabaza Mágica me había expresado sus aprensiones para ver si conseguía hacerme cambiar de idea.

—Los parientes de Perpetuo deben de ser confucianos hasta los tuétanos —me dijo—. Te arrancarán el pelo a tirones cuando tardes un poco en obedecer. Te harán reverenciar a cada miembro de la familia en el orden adecuado y con el grado justo de obediencia, desde el más viejo hasta el más joven. Y tú estarás por debajo de todos, al lado de las gallinas. ¿Te parecía cruel madre Ma? ¡Ya verás cuando trabajes como una esclava para tu suegra! No puedes ni imaginarlo. Yo lo viví y casi no lo cuento. Mi bribón de ojos dulces me había prometido una vida libre de preocupaciones hasta la vejez y desde allí hasta el cielo. Pero no me dijo que antes tendría que dar un rodeo por el infierno de la aldea de sus ancestros. Entonces yo me dije: «¿Por qué tengo yo que morir por la madre de este idiota? ¡Prefiero ser una puta callejera antes que una concubina!».

—Yo no seré la concubina, sino la esposa de Perpetuo.

—¡Ah! ¿Y crees que por eso te tratarán mejor? ¿A ti? ¿A una mujer elegante de Shanghái con cara de americana? ¡Mira qué pies tan enormes tienes! Los campesinos se quedarán de una pieza cuando los vean. ¿Y qué me dices de tus ojos de color verde lagarto? Pensarán que eres un zorro convertido en mujer. Harán un mundo por cada pequeño error que cometas. Tendrás que aguantar sus acusaciones injustas, hablar poco sin quejarte nunca, soportar las habladurías sin demostrar tu enfado y darles la razón cada vez que digan que todo lo de antes era mejor. —Entonces añadió con voz afectada—: «Sí, querida suegra. Gracias por apalearme para hacerme ver que estaba equivocada». —Con las manos imitó los pasos de unos pies diminutos, batiéndose en retirada—. Será mejor que empieces a practicar desde ahora.

Yo estaba convencida de que tenía que haber suegras buenas y otras simplemente tontas. E incluso si la madre de Perpetuo resultaba ser cruel, estaba segura de poder cambiar lo que no me gustara. Yo era lista e ingeniosa. Me llevaría tiempo, pero lo conseguiría. Además, una suegra no podía vivir para siempre. Mi principal preocupación era el aburrimiento.

Para desempeñar bien mi papel de mujer de Perpetuo, le había pedido al sastre que me confeccionara un vestuario adecuado para la esposa de un estudioso que además quería ser una nuera ejemplar.

—¿Esposa? ¡Ah, qué bien! —había exclamado—. Debes de ser la envidia de todas las cortesanas. No he preparado muchos ajuares para chicas con tanta suerte como tú.

—Viviré en la casa de campo de mi marido en Anhui, la casa solariega de una familia de estudiosos. Diez generaciones dedicadas al estudio. ¿Sabías que muchos sabios famosos nacieron en Anhui? Puede que allí no haya tanta animación como en Shanghái, pero será un lugar civilizado, una especie de retiro espiritual para eruditos. La ropa no debe ser demasiado glamurosa, ni moderna. No quiero ningún toque occidental, como los de los trajes de la temporada pasada. La gente de allí debe de ser bastante tradicionalista, pero no por eso quiero que mi ropa parezca terriblemente anticuada.

—Te la haré de estilo histórico, como los trajes de las heroínas de las novelas románticas.

—No te inspires en personajes trágicos —respondí—. No quiero ir vestida con un recordatorio de sus destinos fatídicos.

El sastre me hizo cuatro chaquetas, una para cada estación. La confección era excelente, como siempre, y la seda, de la mejor calidad: suave sin ser resbaladiza y reluciente sin ser brillante. Pero, en mi opinión, el toque histórico no se apreciaba por ningún sitio. Las chaquetas carecían de gracia, como la ropa que llevan las viudas fieles para no incitar a la lujuria, y eran tan voluminosas que podrían haberme albergado a mí y a otras dos como yo. El sastre me aseguró que mis nuevas prendas me harían parecer el arquetipo de una dama de noble cuna. También me hizo tres trajes sencillos de diario, sin bordados. Las chaquetas de invierno tenían forro de seda, y no de algodón grueso. Las de verano llevaban un forro de algodón delicado como el pelo de un bebé y se combinaban con una camisa sin mangas, de la misma tela ligera, para usar por debajo. Las solapas eran sencillas y la forma de las prendas me recordaba las que había encargado años antes, en un estilo que Calabaza Mágica había calificado de «informal». Las chaquetas eran más ceñidas por arriba y se ensanchaban hacia la base, y las aberturas a los lados continuaban por debajo de la cintura y se cerraban con pequeños broches. Eran prendas de aspecto sereno, adecuadas para toda una vida de reposo y ensoñaciones en un jardín. A último minuto, guardé en la maleta algunos de mis chi-paos, los que no tenían el cuello demasiado alto, ni la abertura lateral demasiado alargada. Después de todo, era posible que la aldea del Estanque de la Luna fuera menos provinciana de lo que pensaba.

Perpetuo me eligió un nuevo nombre la noche de su partida, cuando se fue de viaje de negocios. Era Xi Yo, «Fina Lluvia», extraído de unos versos famosos del poeta Li Shangyin, de la dinastía Tang, que ambos admirábamos. El apelativo sugería que yo procedía de una familia de eruditos, lo que en cierto sentido era verdad. Mi madre occidental había recibido una educación cuidada en Estados Unidos, y gracias a sus enseñanzas y a la dirección de varios tutores, yo había aprendido a leer y a escribir tanto en chino como en inglés. Sin embargo, no pensábamos contarle nada de eso a su familia. Más adelante, cuando recordé que Li Shangyin era famoso por haber idealizado el amor ilícito, solté una maldición. Si los miembros de su familia eran versados en literatura, probablemente reconocerían el origen del nombre. Pero ya era tarde para pedirle a Perpetuo que eligiera otro.

Aparte del nombre inadecuado, me preocupaba la reacción de su familia cuando viera mi aspecto ligeramente occidental. Perpetuo me había prometido que pensaría en la manera de volverlo aceptable. Sin embargo, si formulaban objeciones, yo había pensado en la manera de ganármelos. Ya le había proporcionado a Perpetuo el árbol genealógico inventado de una familia manchú lejanamente emparentada con la realeza, procedente de una región del norte de China que a lo largo de los milenios había visto pasar una sucesión de invasores de todas las razas. Para dar más credibilidad a la historia, Calabaza Mágica me había teñido el pelo de negro.

Cuando ya había resuelto ese problema, Calabaza Mágica me señaló otro:

—Su madre querrá saber por qué eres tan mayor y no te has casado nunca. En mi caso, es fácil. Diré que soy la viuda de un honorable funcionario que nunca aceptó sobornos y que, por lo tanto, como mujer de medios modestos, he llevado una vida tranquila y tradicional, entregada al luto. Guiada por la virtud, no he cedido nunca a los avances de los hombres que pretendían casarse conmigo.

—Te costará que te crean si no puedes controlar tu mal carácter y tu boca sucia.

—Pero tú no digas que eres viuda. Y piensa cómo explicarás tu relación conmigo.

—¿Madre e hija? —sugerí y esperé a que ella volviera a mencionar una de sus edades fluctuantes.

—¡Puf! ¿No ves que no tengo edad para ser tu madre? Soy apenas doce años mayor que tú. Diremos que soy tu hermana mayor. —Rápidamente se corrigió—: Lo diremos si decido acompañarte, porque no recuerdo que me lo hayas pedido.

Llevaba mucho tiempo recriminándomelo porque yo, tontamente, le había dicho que no sabía a qué otro sitio podía ir si no venía conmigo.

Me acusó de tenerle pena y de tratarla como si fuera una mendiga. Yo le contesté que ya le había dicho a Perpetuo que no podía ir sola a su aldea, sin Calabaza Mágica de compañera (¡de compañera y no de mendiga!). Y ella repuso que cualquiera podía ser un acompañante, incluso un gato, y que ya encontraría yo compañía en mi nuevo hogar.

—Tú serás la esposa de Perpetuo. Vas allí con un propósito. Si yo no tengo un propósito, no debería ir. No quiero hacer todo el camino y descubrirlo cuando llegue allí. Puedo seguir yo sola mi propio camino. No es necesario que me tengas pena.

Unos minutos después, añadió:

—Pero si hay alguna razón para que vaya, y si finalmente decido acompañarte, entonces yo también necesitaré un nombre.

Recitó en voz alta las posibilidades. Algunos de los nombres propuestos eran demasiado coquetos, y otros, excesivamente literarios para su nivel de educación. Finalmente, eligió Wan Xia, «Fulgor Crepuscular», que en mi opinión era una opción ridícula. No había nada en ella que se apagara gradualmente. «Relámpago» o «Tormenta Eléctrica» habrían sido mucho más adecuados.

Pero esperó a la víspera del día de la partida para encontrar una buena excusa para acompañarme.

—Pequeña Violeta —me dijo—, una de las criadas acaba de contarme una cosa espantosa. Hace veinticinco años trabajó en la casa de una familia de estudiosos, donde el hijo mayor tomó como concubina a una chica norteamericana. La llevó a la casa y la madre empezó a tratarla como a una esclava. Hiciera lo que hiciese la pobre chica, a nadie le parecía bien, ni siquiera a su marido. Poco después de llegar a la casa, su suegra la mató a palos, y nadie hizo nada por evitarlo. Los americanos dijeron que no podían interferir en los asuntos familiares de los chinos y que por esa causa aconsejaban a las ciudadanas estadounidenses no casarse con chinos, y los chinos aseguraron que la chica lo merecía por ser insolente. ¡Es verdad! Murió a causa de la insolencia americana que llevaba en las venas y por no tener a nadie a su lado que pudiera protegerla.

Esperó mi reacción. Yo misma le había contado esa historia muchos años antes. Se la había oído contar a mi madre en una de sus conversaciones con Paloma Dorada. Pero sabía muy bien lo que tenía que decir.

—¡Oh! ¡Me alegro tanto de que vengas conmigo! ¡Tienes que protegerme para que no me pase algo así! ¿Estás dispuesta a hacerlo por mí? ¿De verdad?

A lo largo de nuestro viaje, Calabaza Mágica me daba con frecuencia sus consejos de hermana, que podían resultarme útiles para adaptarme a mi nueva vida.

—Pronto no necesitarás ese libro que estás leyendo. Estarás demasiado ocupada bordando pañuelos hasta que los ojos se te resequen y te quedes ciega. Y olvídate de comer lo que desees cada vez que se te antoje. En esos andurriales no hay restaurantes, ni sirvientes que vayan a buscar tus caprichos. No podrás devolver la sopa a la cocina sólo porque esté un poco aceitosa. Te servirán las sobras del día anterior, que no se habrá comido nadie porque ya estarán medio podridas. Y lo peor es que tendrás que levantarte todos los días al alba. ¡Tú, que sólo habías visto el amanecer cuando no te habías acostado en toda la noche! Pero así es la vida en el campo. Lo recuerdo perfectamente.

La interrumpieron las risotadas de los dos hijos del carretero, que estaban contando chistes.

—… y el idiota de la aldea de la Cola de Perro le dio al estafador dos centavos a cambio de las plumas voladoras y se tiró por el acantilado. Dijo que no se creía lo de las plumas, pero que tampoco quería desperdiciar los dos centavos.

El viejo carretero fue corriendo hacia ellos y los azotó con una fusta.

—¡Os voy a partir el cráneo para sacaros la mierda y los orines que tenéis en la cabeza y que os impiden entender lo que significa trabajar!

—¿Lo ves? —comentó Calabaza Mágica—. Ésas son las vulgaridades que oirás a partir de ahora.

Calabaza Mágica estaba frenética. Parecía como si le picara algún punto del cuerpo que no pudiera alcanzar y no dejaba de desenterrar advertencias e historias sobre fugas suicidas. Yo estaba harta de oírla.

—¡Teníamos tanta libertad en Shanghái! —suspiró con nostalgia.

Después empezó a recitar los mismos argumentos que me había repetido incansablemente en Shanghái, con idénticas palabras:

—Tendrías que haber usado tus ahorros para abrir una casa propia, como yo te aconsejé. Podríamos haber empezado de nuevo en otra ciudad donde los alquileres fueran más baratos y hubiera menos competencia. Pero no. Tenías que convertirte en una esposa respetable. ¿Vas a darle a él todo tu dinero? ¿Y tus joyas? ¿Y todo para qué? ¡Para sentirte respetable en un lugar donde se mueren de aburrimiento los ermitaños! Con tu cabeza y con la mía, podríamos haber buscado otra solución…

—¿Con tu cabeza y con la mía? No parece que haya nada dentro de la tuya. Tus ideas son tan tontas como mis sueños de matrimonio. ¿Qué habría pasado si hubiéramos seguido tu plan? ¿Qué habría sido de ti y de mí si hubiéramos fracasado? Somos demasiado mayores para instalarnos por nuestra cuenta. ¡Tú tienes casi cincuenta años!

—¿Qué? ¿Cincuenta? ¿Me agregas años para insultarme?

—Si me hubiera quedado en Shanghái, habría acabado en un burdel barato de la Concesión Japonesa, donde habría tenido que abrirme de piernas cada vez que un cliente mencionara mi nombre. Era el mismo camino que llevabas tú cuando te permití ser mi ayudante.

Calabaza Mágica se echó hacia atrás.

—¡Ah! ¿Conque tú me permitiste ser tu ayudante? —Resoplando, se bajó del carro—. ¡Qué ingrata! Si no quieres escucharme, muy bien. Nunca más volveré a hablar de este tema. No volveré a dirigirte la palabra por el resto de mi vida. En lo que a mí respecta, eres igual que un fantasma. En cuanto lleguemos al próximo pueblo, emprenderé el camino de vuelta y saldré para siempre de tu vida. Te lo prometo. Para siempre. ¿Me has oído? ¡Entonces las dos seremos más felices!

Varias veces, a lo largo de los años, me había recompensado con unos cuantos días de silencio. Por desgracia, esta vez sólo tardó dos horas en quebrantar su promesa y reanudar su diatriba.

—Algún día llorarás sobre mi tumba y dirás: «¡Cuánta razón tenías, Calabaza Mágica! Fui una estúpida. Si te hubiera escuchado, ahora no tendría que tumbarme en esta choza infecta del Estanque de la Luna y abrirme de piernas para los palurdos, a dos centavos el polvo, y seguiría siendo una persona con un nombre y una cabeza capaz de recordar lo que podría haber sido…».

Dejé de escucharla. Ya me atormentaba bastante yo misma pensando en todo lo que ella decía e incluso en cosas peores. Había cambiado tantas veces de vida y estaba tan habituada a actuar para crear la ilusión del amor que ya no recordaba cómo era el amor de verdad. Miré el anillo que me había regalado Perpetuo: una sencilla alianza, tan fina que me habría sido muy fácil retorcerla. Estaba recorriendo quinientos kilómetros para hacerme pasar por una persona que no era y vivir con un hombre al que yo misma me había tenido que convencer de que amaba. Estaba persiguiendo la felicidad, esa falsa salvación, con la esperanza de encontrarla en un lugar desolado. Pero quizá no estuviera allí. Y aunque diera con ella, tal vez fuera simplemente una ilusión creada por mí. Si me aferraba a esa falsa felicidad, entonces sólo existiría como parte de esa ilusión.

En otro tiempo había temido que le pasara eso a Florita. Todas las noches solía contemplar sus fotografías y las de Edward, hasta que Perpetuo me había dicho que le incomodaba la idea de que yo pensara en Edward mientras hacíamos el amor, o que en cualquier momento lo comparara con Edward o deseara estar con Flora. Entonces guardé las fotos. Pero en mi interior seguía recitando para Florita las palabras que le darían fuerzas hasta que yo la encontrara: «Resiste mucho, obedece poco».

A medida que pasaban trabajosamente los días, lamenté cada vez más no disponer de ropa adecuada para resistir el sol abrasador y las lluvias torrenciales. Entre mis sencillas chaquetas de verano, había elegido la que más me gustaba: una verde de gasa de seda. Sentí una gran aflicción cuando vi aparecer las primeras manchas de polvo en las mangas. Los delanteros parecían estandartes fúnebres cuando el viento los agitaba y los levantaba hacia los lados.

Con ánimo nostálgico, Calabaza Mágica se había dedicado a enumerar todas las comodidades y los placeres que dejábamos atrás: los salones donde contábamos historias, la música, las canciones, nuestra libertad para reír a carcajadas y también nuestra ropa escandalosa, que dejaba una estela de envidia a nuestro paso entre las señoras respetables. ¡Y las apuestas que hacíamos en nombre de nuestros clientes en las mesas de juego y que nos reportaban suculentas propinas cuando teníamos suerte!

—¿Recuerdas los paseos en carruaje con nuestros clientes? —dijo—. ¡Cómo nos divertíamos recorriendo las calles de la ciudad y saludando a las mujeres decentes que iban a los templos a llevar ofrendas! ¿Recuerdas cómo nos reíamos cuando las extranjeras nos miraban con desprecio y sus maridos nos sonreían? ¡Piensa en todos los hombres que te han admirado, que han suspirado por ti y te han cubierto de regalos! ¡Qué tiempos! Ahora todo eso ha terminado.

Cerré los ojos y fingí dormir.

El carro se detuvo y, cuando los volví a abrir, me di cuenta de que había estado durmiendo de verdad. El camino discurría entre una abrupta pared montañosa, a la derecha, y un acantilado, a la izquierda. Unos trescientos metros más adelante, desaparecía bajo un alud de barro que diez minutos antes había devorado a otro carro, según nos contó un chico que encontramos por allí. Los seis miembros de una familia habían caído al abismo cuando su carro se convirtió en una embarcación arrastrada por la cascada de fango.

—Ya no se ven —dijo el muchacho—, excepto un brazo y una coronilla. El brazo dejó de agitarse hace un rato.

Nos invitó con un gesto a que fuéramos a verlo. Todos se acercaron, incluida Calabaza Mágica, pero yo me quedé en el carro. ¿De qué podía servirme ser testigo de la mala suerte ajena? ¿Para alegrarme de que no fuera mía? ¿Para preocuparme pensando que aún podía serlo?

Viejo Salto anunció que la carretera estaba impracticable. Teníamos que dar la vuelta, pero él conocía un atajo que nos ahorraría tiempo. Pronto descubrimos que el atajo ni siquiera era un camino, sino una simple senda que atravesaba un plantío de colza y que apenas tenía el ancho suficiente para las ruedas del carro. Mientras avanzábamos dando tumbos, Viejo Salto alardeaba de sus conocimientos del terreno:

—¿Lo veis? ¿En qué libro podríais haber encontrado esta ruta?

Unas horas después, el carretero se puso a maldecir y los asnos se detuvieron. El sendero estaba cortado por una serie de zanjas entrecruzadas, que impedían el paso sin que una rueda o la pata de una bestia quedara atascada. Dimos la vuelta, atravesamos otro campo cultivado y, varias horas después, encontramos el camino bloqueado por un desprendimiento de rocas que ni siquiera diez hombres habrían podido mover. Cambiamos de ruta una vez más, pero el propietario del nuevo campo había cavado un laberinto de pozos y los había sembrado de afilados trozos de vasijas de barro rotas, a la espera del desgraciado que cayera en ellos.

—El odio vuelve ingeniosos a los hombres —masculló Viejo Salto.

Para entonces llevábamos tres días de retraso respecto al plan original y teníamos que desplazarnos dando marcha atrás porque no podíamos darle la vuelta al carro. A ese paso, era muy probable que Perpetuo llegara a la aldea antes que nosotros. Yo lo prefería.

—¡Buenas noticias! —anunció Viejo Salto unos días después—. Pronto llegaremos a Canal Magnífico. Desde allí cruzaremos el río en transbordador y sólo nos faltarán dos días de marcha para llegar a la aldea del Estanque de la Luna.

Nos dijo que Canal Magnífico era un animado puerto fluvial, capital administrativa del condado, a orillas de un río repleto de barcos y sampanes que transportaban todo tipo de mercancías. Podríamos elegir entre una docena de posadas diferentes.

—Y todas están tan limpias que ni siquiera tú te quejarás —le dijo a Calabaza Mágica—. No he visitado el pueblo desde que era joven, pero todavía lo recuerdo como si fuera ayer, sobre todo los teatros al aire libre, donde los niños acróbatas formaban torres humanas, manos con manos y pies con pies. Las chicas eran las más guapas de toda la región: bonitas y tímidas. ¡Y los aperitivos, picantes! Nunca he dejado de paladearlos en el recuerdo…

Fueran como fuesen aquellos aperitivos, tendría que seguir paladeándolos en el recuerdo. En Canal Magnífico no había canal, ni río, ni tan siquiera un reguero de agua. No había más que una gran extensión de lodo. Viejo Salto iba y venía, soltando maldiciones.

—Debo de haberme equivocado de camino.

Pero un hombre de pie delante de un portal oscuro le dijo:

—No, no te has equivocado. Es aquí.

Nos enteramos de que veinte años antes, el río que alimentaba el canal se había desbordado, había cambiado de curso y había inundado varios pueblos a lo largo del antiguo y del nuevo cauce. Al retirarse, había dejado una ciudad fantasma y descolorida, habitada únicamente por viejos que sólo querían ser sepultados en la tierra de sus antepasados, al lado de los parientes que se habían ahogado.

—¿Por qué el destino me ha traído hasta aquí para ver esto? —exclamó Calabaza Mágica—. ¿Por qué?

—A mí no me culpes —le espetó Viejo Salto—. ¿Crees que estoy al tanto de todas las catástrofes acaecidas en los últimos veinte años?

Una de las calles del pueblo todavía se mantenía en pie, y sus edificios estaban cubiertos por el hollín del fuego de las cocinas, lo que confería al lugar el aspecto de haber sobrevivido a un incendio. Una casa de té notoriamente inclinada, resistía apuntalada por una viga rota. ¿Para qué molestarse en repararla? El salón podía convertirse rápidamente en ataúd para cualquiera que entrara. El escenario del teatro de acróbatas se había desfondado, dejando a la vista una cavidad que contenía toda clase de objetos arrastrados por la corriente: cubos rotos, hoces, butacas… Me estremecí al pensar que los propietarios de esos enseres de uso cotidiano podían yacer enterrados bajo el montón de desperdicios.

El dueño de la posada no cabía en sí de gozo. Éramos sus primeros clientes en más de veinte años. Mientras nos conducía a nuestro alojamiento, se puso a alardear de la fallida visita de un duque a Canal Magnífico.

—Construimos un arco triunfal pintado de rojo y dorado, con dragones tallados en las esquinas. Ensanchamos la carretera, plantamos árboles, remozamos el templo, lavamos y remendamos a los dioses… Pero entonces vino la inundación.

Cuando abrió la puerta de nuestra habitación, se levantaron remolinos de polvo, como si un huésped fantasma se hubiera despertado. En una esquelética cama de madera había un nido de ratones muertos, y la colcha se reducía a unos cuantos jirones deshilachados. No era lo peor que habíamos visto a lo largo del viaje. En algunos sitios, los ratones todavía estaban vivos. Calabaza Mágica y yo retiramos la basura, fregamos el suelo y tendimos nuestras esteras sobre la base desnuda de la cama. Dormí a ratos. Calabaza Mágica gritaba a menudo y me despertaba. En una ocasión me juró que al abrir los ojos había visto una rata que se retorcía los bigotes, como si estuviera decidiendo cuál de sus orejas iba a comerse primero. Después me tocó a mí gritar, porque yo también la vi por encima de nuestras cabezas, andando por una viga. A la mañana siguiente, encontramos a Viejo Salto hablando con uno de los campesinos del lugar, un hombre de facciones agradables, con la piel tan curtida por el sol que podría haber tenido cualquier edad entre los treinta y los cincuenta años. El hombre me miró y oí que Viejo Salto le explicaba que aunque parecía extranjera, en realidad era china.

—Buenas noticias —dijo el carretero, desbordante de sonrisas—. Ese hombre sabe exactamente cómo ir desde aquí hasta el Estanque de la Luna. Hay un camino bueno un poco más adelante, con suelo de tierra dura. La inundación se llevó las rocas que lo bloqueaban y rellenó los baches, y la sequía endureció el firme. Casi nadie lo utiliza, de modo que no hay rodadas.

—Si es tan bueno, ¿por qué no lo usa nadie? —pregunté yo.

—Lo llaman «el camino fantasma» —explicó el hombre— porque un poblado entero situado más arriba en la montaña fue arrastrado por la riada y el agua se lo llevó todo: las casas, la gente, las vacas… Lo arrastró todo y lo dejó amontonado en el siguiente nivel de la carretera, donde la marea de fango se convirtió en un camino totalmente blanco, por los huesos de los muertos. Al menos eso dice la gente.

Viejo Salto ya no sonreía.

—¿Has ido por ese camino?

El hombre guardó silencio un momento.

—No tengo ninguna razón para ir por ahí —dijo por fin—. Vosotros podéis seguir la carretera del este, pero tardaríais un día más en llegar. Además, el camino no es tan bueno y en los últimos años ha habido varios ataques de bandoleros. He oído decir que este año sólo han matado a un par de personas. Durante la hambruna fue mucho peor. No culpo a los bandidos; tenían que comer. Pero si decidís seguir por ese camino, no os preocupéis demasiado. Los bandoleros tienen mosquetes antiguos, heredados de unos tramperos extranjeros que murieron, y la mitad de las veces ni siquiera disparan. Haced lo que mejor os parezca.

Viejo Salto asintió con expresión de incomodidad.

—Iremos por la ruta más corta.

—Por el camino fantasma, entonces. En ese caso, prestadme atención. Tenéis que ir por esta carretera hacia el oeste, y en el siguiente poblado, donde el camino se bifurca, girad otra vez hacia el oeste. Hasta ahí, tardaréis unos dos días. Después llegaréis al tramo blanco que os he mencionado, el de los huesos. Os llevará otros dos días más. Cuando lleguéis a una bifurcación donde el camino fantasma sigue hacia el oeste y una senda más rústica tuerce hacia el norte, coged la senda y seguid andando unos dos días más. Al llegar a otro cruce, torced a la izquierda, hacia las colinas Ondulantes. Es imposible confundirlas porque parecen tetas y nalgas. Podréis disfrutar un par de días, magreándolas. Perdón —se excusó, mirándonos a Calabaza Mágica y a mí, pero sin dejar de sonreír a Viejo Salto—. Al final encontraréis una angosta abertura entre dos colinas. Pasad por ahí y al otro lado veréis un valle estrecho entre montes bajos con un río que baja serpenteando por el centro. Al final del valle hay cinco montañas. La aldea del Estanque de la Luna se encuentra al pie de una de esas montañas. Sabréis que habéis llegado porque se acaba el camino. Las montañas son bastante altas, de modo que cuando las veáis a lo lejos, no os engañéis pensando que ya habéis llegado. Necesitaréis una jornada completa para bajar de las colinas Ondulantes. Y os aconsejo que llevéis bastante cuerda para asegurar los lados del carro. La cuesta es más empinada de lo que parece. Tendréis que tener cuidado para que el peso de la carga no empuje a los asnos al borde de la cornisa. Al final del descenso hay una aldea. Podéis hacer un alto allí o continuar unas siete u ocho horas más hasta llegar al Estanque de la Luna.

Dos días después, cuando llegamos al tramo blanquecino del camino, Calabaza Mágica, Viejo Salto y sus hijos enmudecieron con la mirada fija en el suelo, que a mí me pareció de arcilla común y corriente.

—Es más blanca —dijo Calabaza Mágica—, como los huesos desenterrados por los saqueadores de tumbas. He visto huesos de ese color en la aldea donde vivía con la malvada de mi suegra.

Seguimos adelante. Una de las ruedas chirriaba y gemía como un animal herido. Cada vez que oíamos un ruido en el bosque, Calabaza Mágica sofocaba una exclamación y me agarraba del brazo. Yo sentía un escalofrío en cada ocasión, hasta que por fin le dije que dejara de actuar como una tonta. Viejo Salto dejó descansar a los asnos solamente un momento, y las bestias protestaron porque les retiró el agua demasiado pronto.

—¿Cómo puedes creer en esas tonterías de fantasmas? —le dije a Calabaza Mágica.

—Lo que quizá sea una tontería en Shanghái no es ninguna tontería en el campo. La gente que no hace caso de las advertencias no vive para reconocer su error.

Cuando anocheció, Viejo Salto y su hijo se pusieron a discutir si era mejor seguir avanzando o pernoctar donde estábamos y poner un centinela. Pero los asnos se pararon en seco y tomaron la decisión por nosotros. Si morían de agotamiento, habríamos quedado varados para siempre en ese lugar. Cada vez que oíamos susurros entre los arbustos, los hijos del carretero gritaban amenazas y asestaban cuchilladas en el aire con sus dagas, como si fuera posible matar a un fantasma que ya estaba muerto.

Al alba nos pusimos en marcha otra vez, y a media mañana, las ruedas volvieron a crujir ruidosamente sobre baches y piedras. Habíamos dejado atrás el camino fantasma y rodábamos por la senda más rústica, en dirección al norte. Tras rodear varias de las colinas Ondulantes, poco antes del anochecer del día siguiente, llegamos a la estrecha abertura entre dos montes. En las laderas a los costados del camino se sucedían los arrozales en terrazas, donde el verdor ya estaba adquiriendo los matices dorados de la cosecha. Al final del valle se distinguía la sombra oscura de cuatro montañas, erguidas una por encima de la otra. Entre la segunda y la tercera flotaba una nube negra de tormenta con un desgarrón rosa en el centro, por donde se colaba la luz del sol y hacía resplandecer la tierra. Bajo esa luz yacía la aldea del Estanque de la Luna.

La escena era muy hermosa, pero me pareció de mal augurio. De repente, comprendí por qué. Había visto muchas veces un valle como el que tenía delante: era el que aparecía en los cuadros que Lu Shing les había regalado a mi madre y a Edward. El valle del asombro. ¿Estaría yo predestinada desde siempre a ir a ese lugar? Secretamente había examinado docenas de veces la escena del cuadro. Edward creía que la luz del valle era la del alba, la hora de levantarse, y yo sentía que la iluminación era propia del crepúsculo, cuando la vida se apaga. Él pensaba que los nubarrones se estaban alejando y que la tormenta había terminado, pero yo creía que estaba a punto de estallar. Los dos nos habíamos equivocado y los dos habíamos acertado. Estaba anocheciendo y la tormenta se alejaba.

—Son sólo cuatro montañas, y no cinco —dijo Calabaza Mágica—. Ese campesino no sabía contar.

Eran cuatro montañas. En el cuadro había cinco: dos a un lado del paso dorado y tres al otro. Pero, de pronto, el cielo cambió, la nube de tormenta se desplazó ligeramente, y vimos aparecer una quinta montaña, enorme y oscura, situada un poco más allá de las otras cuatro. La pintura había sido un presagio. Busqué diferencias y las encontré. El valle que tenía ante mí era más largo y en las laderas había arrozales cultivados en terrazas. Las montañas del cuadro eran más escarpadas. De hecho, aparte de las cinco montañas, el valle fluvial y las nubes de tormenta, el paisaje que tenía ante mí no era idéntico al del lienzo. En la pintura había algo que resplandecía al fondo, y allí sólo se veían montañas.

El valle fue cobrando gradualmente su forma y sus colores propios. Me dije que no era sombrío. El anochecer pondría punto final a mi pasado y lo dejaría atrás como un secreto, y la mañana marcaría un brillante comienzo. Por fin iba a ser la esposa de alguien. Perpetuo estaría allí para darme la bienvenida y juntos iniciaríamos una vida tranquila de estudio y reposo. Saldríamos a caminar por las montañas y los dos sentiríamos la inspiración de escribir poemas. ¿Quién sabía? Quizá incluso tuviéramos un hijo. El recuerdo de Florita hizo que me invadiera la tristeza. Si me quedaba a vivir en un lugar tan alejado de la costa, jamás podría encontrarla. Tendría que insistirle a Perpetuo para volver a Shanghái y hacer pesquisas.

Bajamos del carro y Viejo Salto se puso delante de los asnos para seguir conduciéndolos por el camino. El sol siguió descendiendo y distinguimos el resplandor y el humo de los fogones en las cocinas. Tras recorrer una hilera de casas alineadas junto al río, llegamos a una plaza pequeña, con un templo en un extremo. Desde la puerta oscura de una taberna, un hombre nos llamó para que entráramos a calmar la sed, y Viejo Salto aceptó con gusto la invitación. Nos quedamos de pie, a la sombra de una fría pared de piedra, sintiéndonos el centro de las miradas de los hombres, las mujeres, los niños e incluso los perros. Vi que el tabernero le daba indicaciones a Viejo Salto. Primero señaló con el dedo adelante, hacia un lugar desconocido, mientras ladeaba la cabeza hacia un lado y torcía la mano en la misma dirección. Después giró bruscamente el cuerpo y se puso de puntillas, como contemplando desde arriba algún peligro imaginario al que podíamos precipitarnos. Sin dejar de mirar hacia abajo, volvió a ponerse de puntillas, rechinó los dientes y después, rápidamente, se arrodilló y se levantó de un salto mientras agitaba las manos, como la cola de un pez que estuviera boqueando en la orilla. De pronto, se quedó inmóvil. Tendió los brazos adelante y cerró un solo ojo, como para mirar por un catalejo. Finalmente, dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y miró a Viejo Salto satisfecho, como para indicarle que así llegaríamos al Estanque de la Luna. Viejo Salto repitió los gestos, y el hombre asintió y lo corrigió solamente dos veces. Conforme con las indicaciones, Viejo Salto le compró una botella pequeña de vino de arroz, y el hombre volvió a apuntar con el dedo en la dirección que debíamos seguir y desplazó la mano hacia adelante, como si a partir de entonces fuéramos a viajar mucho más rápido. Dos hombres jóvenes salieron a la puerta de la taberna, me sonrieron lascivamente y, sin molestarse en bajar la voz, se pusieron a comentar mi aspecto de extranjera y a preguntarse qué tal sería yo en la cama.

—Que os follen a vosotros y a vuestra madre —les espetó Calabaza Mágica.

Ellos se echaron a reír.

Viejo Salto pagó y volvió con nosotras.

—Buenas noticias… —empezó a decir, pero Calabaza Mágica lo interrumpió.

—Deja de decir «buenas noticias» por aquí y «buenas noticias» por allá. Es una maldición escucharte.

—Muy bien. Entonces se lo contaré a la novia —repuso, mirándome a mí—. Aquí en el pueblo hay una viuda que se volvió loca cuando murió su marido. No puede parar de fregar los suelos y las paredes, excepto cuando recibe huéspedes de pago.

Esa noche me di un baño frío. Al ver que me retorcía el pelo para quitarle el barro, la viuda loca me trajo otra tinaja pequeña de madera con agua limpia y me ayudó a meterme dentro antes de llevarse la otra. Repitió la operación dos veces más, hasta que le aseguré que ya no me quedaba nada más que quitarme, salvo mi propia piel.

A la mañana siguiente nos despertamos temprano. Cuando me vestí, descubrí que la viuda loca le había sacudido el polvo a mi ropa: los pantalones y la chaqueta verde hoja. Calabaza Mágica se había puesto una chaqueta azul oscuro. Nunca habíamos usado ropa tan desprovista de gracia, pero cuando la viuda nos vio, se quedó boquiabierta, y por primera vez la oí hablar:

—Ya puedo morirme en paz —dijo con su acento rústico—, sabiendo que las esposas de los dioses han tomado un baño en mi casa.

Me alegré de haberle causado tan buena impresión. Era la ropa que luciría cuando conociera a mi suegra y al resto del clan, y también cuando viera a Perpetuo. A raíz de todos nuestros retrasos, llevábamos más de una semana de demora.

Cuando nos montamos en el carro, el calor se abatió sobre mí. Las ruedas volvieron a girar y a echarnos el polvo en la cara y en la ropa. De vez en cuando nos sacudíamos mutuamente las chaquetas, que desprendían pequeñas nubes sofocantes. Un viento racheado levantaba la grava fina del camino y nos la arrojaba encima. A medida que nos acercábamos, el cielo iba quedando oculto por el muro que formaban la montaña Celeste y sus cuatro hijos. Empezamos a rodar a su sombra.

—Cuanto más nos acercamos, menos vemos —murmuré.

—Para cuando lleguemos, nos habremos quedado ciegas —repuso Calabaza Mágica.

Guardamos silencio el resto del camino. Yo estaba cada vez más nerviosa, imaginando a la familia de Perpetuo, que sería culta pero anticuada y bulliciosamente amable, y lamentaría las muchas dificultades que habíamos tenido para llegar hasta allí. Imaginé la majestuosa mansión, con un hermoso estanque que serviría de espejo a la montaña. El camino discurría junto al río, y en ambas riberas los campesinos cosechaban arroz y separaban allí mismo el grano de la paja. Cuando pasábamos, interrumpían el trabajo para mirarnos con caras inexpresivas.

Llegamos a un puente estrecho y ruinoso, que claramente debía de ser la parte peligrosa del recorrido sobre la cual nos había advertido el vendedor de vino. La corriente bajaba con rapidez, saltaba sobre las rocas y formaba remolinos al pie de los peñascos cuyo estruendo nos obligaba a gritar para hacernos oír. Tras cruzar el río, llegamos al camino principal que conducía a la aldea, un camino que pronto se estrechó hasta convertirse en una angosta callejuela que pasaba como un túnel entre dos hileras de casas. Unos minutos después, desembocamos en una plaza, donde se levantaba un templo con la laca roja de las columnas descascarada en varios sitios. Apenas faltaba una hora para el anochecer y la mayoría de los vendedores de comestibles ya se habían retirado, pero aún quedaban algunos puestos de venta de cestas, artículos fúnebres, vino, sal, té y piezas de tela. Mi vida estaba cambiando a peor de segundo en segundo. Al otro lado de la plaza, nos adentramos por otra callejuela que también formaba un túnel, y al salir, justo delante de nosotros, vimos un estanque grande y redondo, que no era azul y cristalino, sino verde y lleno de algas. Tampoco estaba rodeado de árboles y hierba, como en mi imaginación, sino flanqueado por un amasijo de casuchas desordenadas y mal alineadas, que parecían las dos mitades de una dentadura defectuosa, a los lados de una boca verde paralizada en medio de un bostezo. Al otro lado del estanque, en el extremo más alejado, se levantaba una casa de dos plantas, con un tejado oscuro tendido sobre unos muros que recordaban los de una fortaleza. Era impresionante en comparación con las casuchas, pero mucho más pequeña de lo que yo la había imaginado, mucho más pequeña que la casa de Lu Shing, el modelo que sin advertirlo yo había utilizado para imaginar mi futuro hogar. Miré a Calabaza Mágica. Tenía los ojos muy abiertos de asombro.

—¿Qué estoy viendo? ¿Un sueño de mi pasado? —dijo—. Espero que el camino siga adelante, deje atrás este sitio y llegue a otro estanque y otra casa.

Yo tenía la boca seca.

—Tengo sed —le dije a Calabaza Mágica—. En cuanto lleguemos, pide a los sirvientes que nos traigan té y toallas calientes.

—¡Eh! Recuerda que soy tu hermana mayor, y no tu subordinada. Pronto me estarás sirviendo tú a mí, como desagravio por haberme traído a este sitio.

Su pelo desarreglado por el viento parecía un nido abandonado de golondrinas. El mío debía de tener un aspecto igual de espantoso. Le pedimos a Viejo Salto que parara y saqué de la maleta mi neceser de viaje. Levanté la tapa y se abrió el espejo. Cuando le limpié la suciedad, tuve que sofocar una exclamación al verme la cara surcada por las arrugas llenas de polvo. Dos meses y medio de sol y viento me habían transformado en una señora mayor. Con movimientos frenéticos, me puse a buscar en los compartimentos del neceser el pote de crema de perla y finalmente conseguí borrar parte de los años ganados. Después nos ayudamos mutuamente a recogernos el pelo en apretados rodetes sobre la nuca. Cuando estuvimos listas, le pedí a Viejo Salto que enviara a uno de sus hijos por delante para anunciar que estábamos a punto de llegar. De ese modo, la familia podría prepararse para darnos la bienvenida.

Llegamos a los muros que rodeaban la casa de la familia Sheng. La escayola estaba agrietada y en algunos puntos había desconchones que dejaban a la vista los ladrillos. ¿Por qué estaría tan deteriorada la casa? No hacía falta mucho dinero para pintar las puertas y reparar las bisagras. Quizá los sirvientes se habían vuelto perezosos sin la dirección de una mujer en la casa.

El carro se detuvo y por fin las ruedas dejaron de chirriar. Estábamos ante las puertas, altas como dos hombres. Nadie salió a recibirnos. Por un rato, lo único que oímos fue la respiración trabajosa de los asnos, sus ronquidos y las palpitaciones de mi corazón.

—¡Eh! ¡Ya hemos llegado! —llamó Viejo Salto.

Las puertas permanecieron cerradas. Probablemente el vago del portero se habría quedado dormido. Viejo Salto pasó los dedos por el pestillo de bronce. Los portones de madera sólo conservaban unas pocas tiras rizadas del lacado rojo original. El carretero levantó la vista para estudiar la placa de piedra labrada en lo alto de la entrada. Tenía algo escrito, pero estaba demasiado deteriorada para distinguir la inscripción.

—No está mal —comentó Viejo Salto—. Se ve que en otra época fue una familia adinerada y de categoría.

Tras llamar a voz en cuello por tercera vez, un hombre nos contestó con otro grito y oímos el ruido del pestillo, que se deslizaba para liberar la pesada doble puerta. No estallaron petardos, ni vimos ondear estandartes rojos. No debía de ser la costumbre en esos parajes. ¿Dónde estaría Perpetuo?

Encontramos a seis mujeres y seis niños, inmóviles y silenciosos, de pie en el patio desnudo. Supuse que se comportaban con respetuosa reserva, en observancia de alguna antigua tradición. Vestían ropa bien cortada, pero de tela poco llamativa, en matices apagados de azul, marrón y gris, y con un estilo apropiado para viudas y ancianas, tal como había temido. Incluso las mujeres más jóvenes iban vestidas de ese modo. La ropa que lucíamos nosotras no estaba de moda en Shanghái, pero en la aldea resultaba fuera de lugar. Parecíamos pavos reales entre cuervos y, más concretamente, pavos reales sucios y desaliñados. Quizá estuvieran esperando a que yo fuera la primera en hablar, como en una visita imperial. Ya me había advertido Calabaza Mágica de que sus tradiciones se remontarían a miles de años atrás. Perpetuo me había dicho que cinco generaciones convivían bajo un mismo techo. Rápidamente estudié las caras de quienes iban a escuchar mis obsequiosas palabras. La más anciana debía de ser la bisabuela. Tenía la cara más seca que hubiese visto nunca, y la mirada opaca de quien está a punto de abandonar este mundo. A su lado había otra vieja con menos arrugas. Deduje que sería la abuela, y pensé que la otra mujer de expresión pétrea y postura erguida debía de ser la madre de Perpetuo, la suegra a la que yo tenía que ganarme y conquistar. Era necesario llegarle al corazón con palabras dulces. Había otras dos mujeres, una más joven que yo y la otra un poco mayor. La mayor llevaba un peinado que había estado de moda en Shanghái unos años antes: partido por la mitad, con dos amplias curvas que le enmarcaban el rostro. Prácticamente no las miré porque no me parecieron importantes. Busqué entre los niños al hijo de Perpetuo. Había cinco chicos y una niña un poco mayor. No me costó reconocer a su hijo de cuatro años, por los ojos, las orejas y la forma de las cejas. El pequeño no apartaba la vista de mis pies sin vendar.

Mi nueva suegra habló por fin en tono severo.

—De modo que has llegado. ¿Qué te parece tu nueva casa? ¿Sorprendida? ¿Complacida?

Recité las rebuscadas frases que había ensayado, alabé la reputación de la familia y sus diez generaciones de virtud, proclamé que era un honor para mí entrar en la casa en calidad de Primera Esposa del hijo mayor y estuve a punto de afirmar que no lo merecía.

Mi suegra se volvió hacia la mujer con el peinado de la raya al medio y le comentó algo que hizo que levantara la barbilla con gesto desafiante y me mirara con una mueca de desprecio, como si la hubiera ofendido. Me di cuenta entonces de que era bastante atractiva.

Para entonces Calabaza Mágica estaba parloteando irrefrenablemente.

—Hemos venido todo el viaje preocupadas, pensando que os estaríais impacientando. Pero los caminos, el tiempo… Incluso hubo un desprendimiento de tierra peligrosísimo, que casi nos arrastra y…

Mi suegra la interrumpió.

—Sabíamos perfectamente cuándo llegaríais. Incluso conocíamos el color de vuestros trajes teatrales.

¿Teatrales? ¿Lo habría dicho para ofendernos? Desde el otro extremo del patio, dos hombres jóvenes nos saludaron con la mano. Eran los sonrientes hijos del tabernero que nos había vendido vino.

Viejo Salto gritó a sus hijos que descargaran nuestras pertenencias. Los jóvenes arrojaron al suelo nuestros bultos, que al caer levantaron una nube de polvo. Un sirviente dirigió una mirada cautelosa a mi suegra.

—Llévala al ala norte —dijo ella.

¡El ala norte! ¡El peor flanco de todas las casas, la dirección por donde se cuelan el viento y el aire frío! Era poco probable que Perpetuo tuviera allí sus habitaciones. ¿O quizá fuera costumbre alojar a la novia lejos de los aposentos principales hasta la celebración de la ceremonia oficial del matrimonio?

—Y pon a su sirvienta en la habitación contigua.

Calabaza Mágica ladeó la cabeza y compuso una sonrisita falsa.

—Siento tener que mencionarlo, pero no soy su sirvienta, sino su hermana mayor…

Mi suegra no la dejó continuar:

—Sabemos quiénes sois las dos y a qué os dedicabais en Shanghái. —Resopló con desdén—. No es la primera vez que Perpetuo trae a una prostituta de concubina. —Entonces me miró—. Pero sí que es la primera que trae a una mestiza extranjera.

El estupor me impidió pensar o hablar, pero Calabaza Mágica siguió parloteando impulsada por el nerviosismo.

—Para que lo sepáis, ella no era ninguna prostituta, sino una… —Se detuvo justo a tiempo. Enderezó la espalda, se rehízo y, en tono autoritario, continuó—: No ha venido como concubina, sino para ser la Primera Esposa. Ésa fue la promesa. De lo contrario no habría hecho todo el camino desde Shanghái. Tienes que hablar con Perpetuo para corregir este malentendido.

—Ninguna sirvienta me dice a mí lo que tengo que hacer. Vuelve a intentarlo y te mataré a palos.

Logré salir de mi estupor y agarré a Calabaza Mágica por un brazo.

—Déjalo, no te preocupes. Cuando vuelva Perpetuo, arreglaremos esto.

Por fin comprendí las razones que podía tener mi futura suegra para insultarme de esa forma. La perra palurda pensaba que de ese modo iba a intimidarme. Pero yo me había enfrentado con mi ingenio y mi habilidad a varias confabulaciones de cortesanas y madamas, y ella no era rival para mí. Simplemente, debía tener paciencia y averiguar lo que era importante para ella porque allí estaba su debilidad y allí intentaría herirla.

—Estamos cansadas —dije—. Por favor, enséñanos nuestras habitaciones.

La mujer de hermoso rostro se ofreció para acompañarnos y mi suegra la miró con una sonrisa extraña.

Cuando atravesamos la casa, observé una rara mezcla de muebles nuevos y viejos en avanzado estado de deterioro. La mesa del altar era grande y de buena calidad, pero la tapa estaba quemada. Los retratos de los antepasados se habían desgarrado por el centro y habían sido torpemente reparados. Recorrimos varios pasillos y finalmente llegamos al patio más alejado, un espacio pequeño y descuidado, más parecido a un callejón que a un jardín, con un par de arbustos, una roca escuálida junto a un estanque seco y dos bancos con manchas de líquenes. Una telaraña se extendía sobre la puerta, como para impedirme que entrara. La aparté de un manotazo y abrí la puerta. Fue peor de lo que esperaba. La habitación estaba amueblada con una cama raquítica sin cortinas a los lados, un armario ropero de madera basta, una butaca baja, un banco y, debajo de la cama, un orinal de madera. El suelo estaba barrido, pero había montones de polvo en las esquinas. Si me situaba de pie en el centro de la habitación, no podía dar más de un paso en ninguna dirección sin toparme con algún mueble.

Calabaza Mágica se asomó a su cuarto desde el pasillo.

—¡Mira! Voy a vivir en un gallinero. ¿Dónde pondré los huevos?

Había únicamente una cama angosta, un banco y un orinal. Se puso a maldecir en voz alta.

—¿Qué modales tiene la gente en este pueblo? ¡No nos ofrecen té, ni nada de comer! ¡Nos insultan! ¡Me llaman «sirvienta»! —Se volvió y se dirigió a la mujer de rasgos agradables—. ¿Por qué sigues ahí parada? ¿Para reírte de nuestra desgracia?

La mujer llamó a una criada que iba andando por el pasillo.

—Trae té, cacahuetes y fruta.

Llegaron nuestras maletas. Me dije que ni siquiera me molestaría en abrirlas porque Perpetuo llegaría en cualquier momento y ordenaría que llevaran mis pertenencias a su habitación. Después vería qué hacer con Calabaza Mágica y su alojamiento. No podía solucionarlo todo a la vez. Nos sentamos en el patio y, cuando llegó el té, lo bebimos ávidamente, sin preocuparnos por dar elegantes sorbitos entre comentarios intrascendentes. ¿Para qué molestarme en impresionar a esa mujer con mi elegancia?

—¿Quién eres? —le pregunté.

—Soy la Segunda Esposa —dijo simplemente.

Me sorprendió que hablara el dialecto de Shanghái. Debía de ser la concubina de un hermano, un tío o un primo de Perpetuo.

—Y tú eres la Tercera —prosiguió la mujer—. No hace falta que me hagas reverencias ahora. Ya lo harás más adelante.

¿Quién era esa shanghaiana?

—Puede que tú seas la segunda o la decimosexta esposa de otro hombre de la casa —repliqué yo—, pero yo soy la Primera Esposa de Perpetuo.

—¿Quieres que te haga el favor de contarte a qué clase de casa has llegado para que puedas ahorrarte muchos de los golpes y de los disgustos que me llevé yo? Te advierto que con tu incredulidad y tu sorpresa no harás más que divertir al resto de la familia y a los criados.

—¡Qué ridiculez! —masculló Calabaza Mágica. Su postura era rígida, señal de que estaba nerviosa—. Te inventas toda clase de mentiras para ahuyentarnos. Pero has de saber que sólo nos iremos cuando nosotras lo decidamos.

—Yo no me invento nada, tiíta —le dijo a Calabaza Mágica.

—¡Yo no soy tu tiíta, ni la sirvienta de nadie! ¿Lo entiendes, hermana mayor?

Fue una ofensa muy poco efectiva porque la mujer debía de ser por lo menos diez años menor que ella.

—Aunque quisiera echaros, ¿qué iba a hacer para que os fuerais? ¿Adónde iríais? El hombre del carro ya se ha marchado, y en esta aldea no hay ningún otro al que podáis contratar. ¿Y por qué iba a mentiros? No tengo nada que ocultar. Preguntad a cualquiera de la casa y os dirá lo mismo. Tú eres la Tercera Esposa de Perpetuo, una cortesana más de Shanghái que llega a la aldea en busca de un futuro confortable.

Empecé a sentir las palpitaciones del corazón dentro de la cabeza.

—¿Te ha mencionado Perpetuo a su Primera Esposa? —preguntó—. Azur. Su único y verdadero amor antes de conocerte a ti. Inteligente y sabia como un viejo erudito. Muerta a los diecisiete años. ¿O fue a los veinte? Una historia muy triste, ¿verdad?

—Me lo ha contado —dije—. No hay secretos entre marido y mujer.

—Entonces ¿por qué no te ha hablado de mí?

¿Qué clase de trampa me estaba tendiendo esa mujer?

—¿Todavía no me crees? —dijo con fingida decepción—. Déjame adivinarlo. ¿Te recitó ese poema que dice «Interminable fue el tiempo hasta que nos conocimos, pero más infinito aún desde que ella se fue»? Se le olvidó decirte que en realidad lo escribió Li Shangyin, ¿verdad?

Habría querido darle una bofetada para hacerla callar.

—¿Lo ves? ¡Ya decía yo que el tipo era un estafador!

—Es un poema que hace perder la cabeza a muchas mujeres —dijo ella—. ¡Ah, ya veo que ahora dudas un poco menos de mí y un poco más de él! El cuchillo del conocimiento se ha hincado en tu cerebro. Necesitarás tiempo para adaptarte, pero cuando hayas asimilado cuál es tu lugar, nos llevaremos bien. Sin embargo, si te enfrentas conmigo, te haré la vida imposible. No olvides que todas hemos sido cortesanas y dominamos el arte de la destrucción mutua. Cuando nuestra época dorada en la casa de flores llega a su fin, no nos cambia el carácter. Todavía necesitamos impedir que nos pisoteen.

Calabaza Mágica le hizo una mueca de desprecio.

—¿Qué sabrá una puta callejera de épocas doradas?

—¿No recuerdas a Melocotón Sabroso?

Era el nombre de una cortesana muy admirada, que en otro tiempo había visitado varias veces la casa de mi madre para colaborar en sus fiestas. Cada vez que venía era una gran ocasión. Pero resultaba imposible que se tratara de la misma mujer. La Melocotón Sabroso que yo había conocido tenía las mejillas firmes y redondeadas, y era desenfadada y alegre, como si todo lo que viera la divirtiera de alguna manera. En cambio, la mujer que teníamos delante lucía la piel opaca y parecía más bien una madama, por sus modales secos y severos. Sin embargo, cuando se puso de pie y echó a andar, se transformó en una belleza sin edad, capaz de moverse como una corriente de agua, en un estilo que me trajo a la memoria épocas pasadas. Los brazos acompañaban el suave balanceo de las caderas, los hombros se movían al compás y la cabeza oscilaba levísimamente adelante y atrás, con un ritmo perfecto y sin esfuerzo aparente. Tenía el aire de la perfecta seductora, una mujer experta y dócil a la vez. Melocotón Sabroso había sido famosa justo por eso. Nadie podía copiar del todo su manera de andar y su forma de ser, aunque todas lo habíamos intentado.

Sonrió victoriosa.

—Ahora me llaman «Pomelo», una fruta un poco más ácida que el melocotón. Vine por la misma razón que tú: unos cuantos poemas, la promesa de ser una esposa respetable en una familia de eruditos y el miedo al futuro. Cuando llegué, me enteré de que la Primera Esposa estaba viva. Lo has oído bien. No ha muerto, por mucho que a él le habría gustado lo contrario. Ya la conoces. Es la mujer que habló contigo cuando llegaste.

—Yo sólo hablé con la madre de Perpetuo.

—No era su madre, sino su esposa. Como has visto, goza de buena salud.

Sentí lo mismo que cuando mi madre me había abandonado: ni tristeza, ni angustia, sino una ira ciega que fue creciendo en mi interior, a medida que comprendía todo el alcance del engaño. ¿Qué más me faltaba por saber?

—Creo que de momento es suficiente —dijo Pomelo—. Es demasiado para entenderlo todo de una vez. Recuerda solamente que no somos las únicas.

—¿Hay más? —pregunté.

—Por lo menos otras dos, pero ya no están. Yo sólo conocí a una; a la otra no. Ven a mi patio mañana a mediodía. Estoy en el flanco oeste. Almorzaremos y os contaré un poco más acerca de esta casa y de las razones por las que estamos aquí.

Me quedé sin habla. Esperaba que Calabaza Mágica me recordara todas las advertencias que me había hecho y todos los motivos por los que no debimos confiar en Perpetuo. Podría haberme culpado por haber tomado la estúpida decisión de meternos a las dos en esa casa de locos. Pero en lugar de eso, me miró con ojos tristes y el dolor pintado en la cara.

—Que se lo follen a él y a su madre —dijo—, que se follen a su tío y a su mujer, que tiene el coño podrido. ¡Cuánta mierda te ha contado! Debería limpiarse con su propia lengua el culo por donde ha salido toda la mierda que te ha contado, y por ese mismo culo deberían follárselo un perro y un mono.

Me fui a mi habitación. Me quité la chaqueta de seda y la usé para limpiar la suciedad que se amontonaba en las esquinas mientras lo maldecía a él entre dientes.

—Que se lo follen a él y a su madre, que se follen a su tío…

Abrí la maleta donde guardaba mis objetos más valiosos. Extraje sus poemas de una carpeta de tapas duras, les escupí encima y los rompí en mil pedazos. Arrojé los trozos al orinal y les meé encima. Saqué las fotografías de Edward y de Florita, las puse sobre la cama y les dije:

—Nunca he amado a nadie más.

Y me sentí victoriosa porque era cierto.

Al día siguiente, Calabaza Mágica me dijo que el tabique entre nuestras habitaciones era delgado y que se me había olvidado desearle a Perpetuo que un perro y un mono se lo follaran por el culo.

—Tampoco has llorado —dijo.

—¿No me oíste vomitar?

Había pasado toda la noche reuniendo mentalmente fragmentos de lo que había sucedido, lo que él me había dicho, lo que yo le había ofrecido, lo que él había aceptado y lo que había rechazado hasta que yo había vuelto a ofrecérselo. Comparé esos fragmentos con lo que sabíamos hasta ese momento y fue suficiente para que me vinieran náuseas. Ni siquiera sabía quién era él.

—Tenemos que irnos de este sitio —dije.

—¿Cómo? No tenemos dinero, no conservamos ninguna de nuestras joyas. ¿No lo recuerdas? Te dijo que las guardaras en una caja fuerte y que él se ocuparía de traerlas. Y después nos separamos para venir por caminos diferentes.

Una sirvienta vino a anunciarnos que la familia se estaba reuniendo para desayunar. Le dije que estábamos indispuestas y le señalé el orinal. Calabaza Mágica confirmó que así era. No queríamos ver a los demás hasta saber un poco mejor dónde nos habíamos metido. A mediodía, fuimos al patio de Pomelo, en el ala oeste, y nos sentamos bajo un ciruelo. No nos invitó a pasar a su habitación, pero por el número de ventanas se veía que era mucho más grande que las nuestras.

La sirvienta nos trajo el almuerzo, pero yo no tenía apetito. Aunque Pomelo tenía cara de sinceridad y parecía hablar con franqueza, yo no sabía hasta qué punto confiar en nadie de la casa. Mientras hablaba, la escuchaba con el oído atento a las mentiras.

Tal como me había pasado a mí, el día que Pomelo había llegado de Shanghái, Perpetuo no estaba en la casa para recibirla. El cobarde no quería estar presente cuando ella se enterara de la verdad. Cuando al fin se presentó, le dijo que realmente había creído que su mujer estaría muerta para entonces, y le aseguró que no duraría mucho tiempo más con vida y que muy pronto ella podría ser su legítima esposa.

—¿Por qué le creí? —dijo Pomelo—. Las cortesanas somos expertas en detectar las mentiras y las verdades a medias que nos cuentan los hombres. Sabemos que suelen omitir parte de la verdad, normalmente la más importante, y para nosotras son transparentes. Sin embargo, me dejé engañar por Perpetuo. ¿Por qué? Cuando llegué a esta casa, Azur estaba enferma de verdad. Perpetuo me llevó a su habitación y me enseñó a una mujer que parecía un esqueleto. Yacía inmóvil en la cama, con los ojos abiertos y fijos en el techo, como un pescado muerto. La piel le cubría los huesos como una mortaja. Me sentí horrorizada, pero a la vez feliz de que Perpetuo me hubiera dicho la verdad. Azur estaba a punto de morir. Aun así, me pareció extraño que no se le acercara para decirle unas palabras tiernas. ¿No me había dicho que el amor que lo unía a esa mujer era fruto del encuentro en varias vidas pasadas? ¿No me había asegurado que sus espíritus eran cual constelaciones gemelas, fijos en el cielo y eternos? ¡Eso me había contado! Perpetuo me explicó que se estaba preparando para la devastadora ausencia de Azur, fingiendo que ya se había ido. ¿Os lo imagináis? Yo estaba tan dispuesta a creerle, que me habría tragado cualquier cosa, aunque hubiera afirmado que él era el dios de la literatura y yo la pobre lecherita del cuento.

Con el tiempo, Pomelo se enteró de que Perpetuo había tergiversado prácticamente todo lo relacionado con su esposa. Poco a poco, la verdad fue saliendo a la luz. A los diez años, lo habían encadenado a un contrato de matrimonio, imposible de romper por la importancia de la dote pagada. Su familia necesitaba el dinero. ¿Qué sabe un niño de diez años de matrimonios, dotes y novias que no se ven porque están detrás de un velo? Perpetuo tenía dieciséis años cuando la vio por primera vez y quedó espantado al descubrir que era una mujer esquelética diez años mayor que él, con un ojo estrábico y una boca enorme de la que sobresalían los dientes superiores. En cuanto a los inferiores, eran tan desiguales en tamaño y color como los granos de una mazorca de maíz que ha salido mala. Al verla, sintió una ira tremenda, pero no se enfadó con su familia por aceptar la dote, sino con Azur por ser fea. Sólo frecuentaba la habitación de su mujer para cumplir con sus obligaciones reproductoras.

—Cuando dio a luz a nuestro hijo —le había dicho a Pomelo—, ya no tuve que verle nunca más la raja.

A partir de entonces, empezó a viajar con regularidad a otros poblados para desahogarse con prostitutas.

—¡La raja! —exclamó Calabaza Mágica—. ¿Qué tipo de hombre usa esa expresión para hablar de la madre de su hijo? ¡Un burro debería darle por el culo a ese imbécil!

—Me contó que había vivido en la más absoluta castidad durante tres años —dijo Pomelo.

—A Violeta le contó que habían sido cinco —repuso Calabaza Mágica con un resoplido de desprecio.

No me gustó que le contara a Pomelo que yo había sido aún más crédula que ella.

—Cuando llegué aquí, no sabía nada de eso. No sabía cuántos años tenía Azur, ni conocía su aspecto antes de enfermar. Parecía una aparición, agarrada por un delgado hilo a la vida. Pero era extraño e incómodo que Perpetuo fuera tan insensible con ella. Nunca la visitaba en su habitación y no parecía recordar sus años de castidad. Lo mismo que él, yo estaba esperando que Azur muriera y estaba segura de que sucedería esa misma semana, o la siguiente, o quizá la otra.

Cada pocos días, Pomelo iba a la habitación de Azur para ver si aún le quedaba carne pegada a los huesos, y observar si sus ojos seguían húmedos o estaban hundidos y opacos, señal de la inminencia de la muerte.

—Era como mirar una tortuga vieja que no se movía nunca —dijo—. Habría sentido compasión por ella si la hubiera visto debilitarse día a día, hasta que la cara se le hubiera vuelto gris y hubiera muerto. Pero cada vez que iba a verla estaba igual. Me ponía frenética.

Pomelo contó que un día tomó la decisión de asumir lo antes posible el papel de Primera Esposa. Fue a la habitación de Azur e hizo un inventario de todos sus muebles y enseres. Anotó lo que quería conservar y lo que no mientras criticaba en voz alta su ropa y sus joyas.

—Baratijas —sentenció—. Incluso una mujer bellísima parecería espantosa si se pusiera estas cosas.

Se sentó delante del espejo del tocador y se pellizcó las mejillas para que parecieran sonrosadas y saludables. Practicó diversas expresiones faciales para componerlas fácilmente cuando lo exigiera la ocasión: una cara amable, otra confiada, otra dispuesta, otra solícita, otra satisfecha y otra agradecida, pero prestó especial atención a la cara de enamorada. Abrió un cajón y sacó un collar que había pertenecido a la familia durante cientos de años, un mosaico de perlas, rubíes y jade sobre barras curvas entrelazadas, con un voluminoso colgante de topacio rosa. Se lo puso al cuello y se miró al espejo. El diseño era basto y las piedras no eran de la mejor calidad, pero era una joya de familia que habían lucido todas las generaciones de esposas.

Cuando se llevó las manos al cuello para desenganchar el broche, oyó un susurro áspero:

—Segunda Esposa, Segunda Esposa.

Parecía la voz ronca de un espectro. Pomelo estuvo a punto de desmayarse del susto, convencida de que Azur estaba usando su último aliento para maldecirla por ponerse el collar de la familia cuando ella aún no había muerto. Pero entonces Azur volvió a hablar, y esa vez sus labios se movieron de verdad:

—Perpetuo puede ser muy cruel —le dijo a Pomelo—. No lo puede evitar. Tiene el cerebro enfermo. Huye de aquí antes de que te haga sufrir.

Pomelo sintió un escalofrío porque en parte creyó en la sinceridad de Azur. ¿Qué razón habría tenido una moribunda para mentirle? Pero Azur no estaba moribunda y de hecho no murió. Pomelo acababa de darle una razón para vivir. Ella no era una ramita frágil que alguien pudiera arrancar con la mano. Su fuerza manaba del amor que sentía por su hijo, y no quería que su hijo tuviera por madre a una antigua cortesana. Tampoco quería que fuera como Perpetuo. El niño había heredado el físico de su padre, pero ella se aseguraría de que no desarrollara su carácter. Quería un hijo que devolviera la gloria a la familia Sheng. Entonces empezó a comer de nuevo y al cabo de una semana, ya podía salir al patio e imitar el canto de los pájaros. Durante la enfermedad, la mayoría de los dientes se le habían podrido todavía más que antes y se le habían caído. Entonces se arrancó los que le quedaban y mandó hacer una dentadura grande y de dientes regulares, que le confería un aspecto feroz, sobre todo cuando sonreía. Era una mujer fuerte, no sólo por sus dientes y su cuerpo, sino por su voluntad. Ya no cedía a los deseos de los demás, ni siquiera a los de Perpetuo. Su suegra ya había fallecido, y Azur se puso al frente de la casa sin nadie que pudiera contradecirla. Había una sola afirmación cierta en todo lo que Perpetuo decía de ella. Era inteligente. Era capaz de debatir sobre cualquier asunto con los mismos razonamientos que un hombre. Y tenía otras tres grandes ventajas sobre el resto de los habitantes de la casa. La primera era su familia, que vivía en otro pueblo, a ochenta kilómetros de distancia. Sus padres eran ricos y Perpetuo dependía de sus envíos regulares de dinero para cubrir los gastos de la casa y los suyos propios. La segunda era su hijo, primogénito de la nueva generación y heredero de la fortuna familiar. Azur podía esgrimir la promesa de la herencia para que Perpetuo se plegara a todos sus deseos. La tercera ventaja era su capacidad para pensar con la mente despejada, sin volverse loca de celos, ni dejarse engatusar con mentiras bonitas. Ella no se dejaba envolver por los encantos de Perpetuo.

Pomelo nos había dado el don del conocimiento. Y todo era malo. Compartíamos una alianza basada en la misma traición. Habíamos llevado vidas sofisticadas en Shanghái; hablábamos el mismo lenguaje y habíamos tenido nuestra ración de hombres atractivos. Nos habíamos enamorado de algunos, y las dos habíamos conocido un amor enorme y devastador antes de encontrar a Perpetuo. Ambas habíamos caído en la misma trampa, empujadas por nuestro propio miedo, y las dos habíamos buscado la supuesta seguridad de una situación ideal: una existencia elevada en el retiro campestre de un erudito. Habíamos sido igual de tontas, por lo que de vez en cuando podíamos hablarnos con franqueza. Pero no podíamos confiar del todo la una en la otra. Las dos habíamos sido engañadas demasiado a menudo por demasiada gente.

Sin dinero, vivíamos en una cárcel. Calabaza Mágica y yo repasábamos sin cesar las mentiras de Perpetuo, comparándolas con lo que nos había dicho en Shanghái. Mansión, su presunto primo, debía de haber sido una víctima más de sus engaños. Me pregunté quién sería realmente Perpetuo. ¿Cómo sería el hombre que vendría a reunirse conmigo?

Mientras tanto, tenía que cuidarme sobre todo de Azur y de su fortaleza. Era la mujer que me había hablado la primera vez, cuando me presenté en el patio con mi bonito traje de seda ajado y reseco después de casi tres meses de viaje. Ella me había llamado «prostituta». Después nos había dicho a Calabaza y a mí que nos quedáramos a comer en nuestra parte de la casa. Nosotras lo preferíamos tanto como ella. Teníamos poco en común con el resto de la familia, compuesta por la bisabuela aquejada de locura senil, la abuela melancólica, las dos esposas de los hermanos muertos de Perpetuo y los diversos chiquillos que habían traído al mundo esas mujeres. Azur nunca me levantaba la mano, pero encontraba otras maneras de humillarme, y la peor de todas era habernos instalado allí, en los trasteros de la ruinosa ala norte, el lugar más frío de la casa en invierno y el más caluroso en verano.

Antes de la llegada de Perpetuo, me preparé para oír más mentiras. Imaginé todas las excusas que podía poner y me dispuse a cortar todos los hilos que las mantuvieran en pie. Decidí actuar como una mujer práctica y exigirle que me instalara en una casa separada para poder ser la Primera Esposa del otro hogar.

Tardó un mes en llegar, y para entonces yo estaba tan hundida que prácticamente no podía levantarme de la cama. Me había convertido en la Tercera Esposa de un don nadie en un lugar desolado y remoto del mundo. ¿Dónde estaban los estudiosos, el respeto, los jardines apacibles donde yo luciría mis trajes bien cortados y dejaría que la brisa agitara la seda sobre mi piel? Todos los días me maldecía a mí misma. ¿Cómo había podido permitir que me pasara algo así? En otra época me había creído capaz de hacer frente a cualquier adversidad, pero nada de lo que yo pudiera saber, creer o pensar tenía la menor importancia en ese lugar. No tenía nada de donde agarrarme. Ninguna oportunidad iba a salir a mi encuentro en esa desolación. Calabaza Mágica intentaba animarme, pero ella también estaba decaída espiritual y mentalmente.

Cuando Perpetuo entró en mi habitación, lo insulté y me negué a escucharlo. Pero él conocía mi lado más débil, y pronto estuve dispuesta a aceptar cualquier frágil excusa de sus labios, con tal de conservar la esperanza de que su amor por mí era auténtico, porque ésa era la única prueba de que yo era una persona importante. Toda mi inteligencia, mi cordura y mi determinación se escurrieron como arena entre sus dedos. Se disculpó, me suplicó que lo perdonara y proclamó que no me merecía. Yo quería creerle, de modo que le creí. Confesó que había mentido, pero sólo por el miedo agónico a perderme. Me explicó que la historia acerca de su esposa había sido su manera de demostrarme que era capaz de amar con devoción infinita. Adujo que los sentimientos expresados eran verdaderos y me aseguró que, de lo contrario, una mujer experimentada como yo, que había conocido a tantos hombres (¡a cientos!), lo habría notado. Me animó a detestarlo por el resto de mi vida y dijo que admiraría mi fortaleza de carácter si lo odiaba. Me juró que habría hecho de mí su Primera Esposa si pudiera cambiar el orden universal decretado por el emperador. Me prometió llevarme de vuelta a Shanghái y comprarme una casa donde yo sería su Primera Esposa… el día que tuviera suficiente dinero para permitírselo.

Añadió que hasta que llegara ese día, yo sería la Primera Esposa del ala norte, donde se sentiría libre de amarme como la más deseada de todas. Cada vez que me visitaba, me administraba su elixir de palabras, y por un tiempo llegué a olvidar que en esa parte de la casa el viento se colaba entre las grietas y hasta el sol era frío. Me dijo todo lo que yo necesitaba oír para dejar de odiarme a mí misma y recuperar el sentido de mi importancia. Pero cuando volví a sentirme importante, recobré la cordura perdida. Él no me quería, ni yo lo quería a él, ni lo había querido nunca. Me di cuenta de que yo era como un pájaro cuyas alas se habían sustentado sobre un viento de mentiras. Pero seguiría batiendo esas alas para permanecer en vuelo, y cuando el viento dejara de soplar o me vapuleara con fuerza, continuaría batiendo mis fuertes alas y volaría con mi propia ráfaga.