Capítulo 9

Años de arenas movedizas

Shanghái

Marzo de 1925

VIOLETA

Lealtad iba a ofrecer una gran fiesta en la Casa de Lin para homenajear a la cortesana virgen Cielo Rubí, de quince años, y celebrar su inminente desfloración, por la que había pagado un precio mayor que por la mía. Igual que en la fiesta donde nos habíamos conocido, había invitado a siete amigos y necesitaba más cortesanas. Como de costumbre, solicitó mi presencia, y como siempre, yo le agradecí la oportunidad.

En los últimos años, me había esforzado por mejorar mi habilidad como intérprete de cítara y también como cantante de melodías occidentales. Lealtad solía mencionar a sus invitados mi singular talento musical para que ellos también solicitaran mis servicios en sus fiestas. En realidad, mis dotes interpretativas eran sólo pasables, y pese a sus recomendaciones, no me llovían las ofertas. ¿Qué cliente joven iba a querer escuchar la tradicional música de cítara cuando podía poner una canción animada en el fonógrafo? Los jóvenes preferían los estilos más modernos y todo Shanghái enloquecía por la modernidad. Por eso yo había añadido a mi repertorio algunas canciones del estilo melódico occidental, que acompañaba con la cítara solamente como base armónica. Un invitado que había visitado Estados Unidos dijo que mi interpretación le recordaba el sonido del banjo americano, y a partir de entonces empecé a anunciarme como la cantante del banjo, «de gran éxito en las fiestas más animadas».

La madama de la Casa de Lin era Nube Ondulante, vieja conocida mía de la Oculta Ruta de Jade, que me recibió con gran entusiasmo.

—¡Cuánto me alegro de que no tuvieras otros compromisos esta noche! —exclamó antes de que llegaran las demás—. Debería llamarte más a menudo. Nuestras chicas siempre están ocupadas.

En otra época me habría sentido ofendida por su insinuación de que no tenía pretendientes fijos, pero no le presté atención. Calabaza Mágica se apresuró a decirle que pensara siempre en mí cada vez que quisiera dar un toque de animación a sus fiestas. Al entrar en la sala del banquete, vi a Lealtad con su nueva favorita: una chiquilla nerviosa y movediza. La miraba con la misma expresión de ternura que me reservaba a mí cuando yo era su cortesana virgen y él afirmaba que nunca ninguna otra joven había despertado en él sensaciones tan novedosas y sorprendentes.

Al vernos a Calabaza Mágica y a mí, vino hacia nosotras y nos saludó al estilo de la corte británica: con un beso en la mano y una leve reverencia. Le alabé el gusto por la adorable flor a la que rendía homenaje, y ella me miró con suspicacia.

Calabaza Mágica había insistido en acompañarme, pese a encontrarse indispuesta del estómago, porque tenía el presentimiento de que haría una nueva conquista.

A mitad de la fiesta, Lealtad me pidió que cantara para sus invitados. Empecé la actuación con dos canciones sentimentales chinas, seguidas por otras tres occidentales —Always, Tea for Two y Swanee—, con mi habitual acompañamiento de cítara al estilo del banjo. La última de las tres canciones era mi mayor éxito porque mi pronunciación de «swanee» sonaba como si dijera en chino: «Estoy pensando en ir a agarrarte». Además, la primera vez que cantaba el estribillo, lo hacía sonar como si dijera «para enseñarte las hermosas nubes que se levantan en el cielo», pero la segunda lo cambiaba y decía «para enseñarte las ganas que tengo de devorar tu fuego». Swanee era el broche perfecto de mi actuación. Levantaba el ánimo de los presentes y me procuraba buenas propinas y, en ocasiones, un nuevo pretendiente.

Cuando terminé, Lealtad se puso de pie:

—¡Gracias, maestra! —me dijo, utilizando el término tradicional reservado a los cantantes más afamados de la ópera de Shanghái—. Nos has hecho vibrar. Has elevado nuestros espíritus. Permíteme que te demuestre nuestro aprecio.

Propuso un brindis por mí y me deslizó en la mano un sobre con dinero para que los otros se sintieran obligados a hacer lo mismo. Después volvió a brindar, lo que desató otra oleada de imperativos aplausos y de exclamaciones de forzada admiración.

Un hombre en la otra punta de la mesa se puso a elogiarme de manera exageradamente efusiva:

—Nunca había oído una combinación semejante de fuerza y delicadeza como la que tus dedos han arrancado esta noche a la cítara. Tratándose de una extranjera, me resulta todavía más admirable.

Otra vez volvían a llamarme «extranjera».

—Sólo soy extranjera a medias —dije en tono de disculpa—. Pero aun así intento hacerlo lo mejor que puedo.

—No me refiero a los inconvenientes de la raza. Al contrario, considero una ventaja que seas capaz de cantar en inglés. Lo digo con sinceridad. Nunca había oído una interpretación tan deslumbrante de música de banjo.

Era el habitual cumplido vacío. Probablemente jamás habría oído a otra cortesana interpretar ese tipo de música, pero yo le respondí con la obligada modestia.

—Mi interpretación aún deja mucho que desear, pero me alegro de que a pesar de todo te haya gustado.

—Mi admiración es auténtica. No estoy tratando de ganarme tu simpatía para que después me invites a tu boudoir. Si te he hablado así es porque conozco y respeto las artes.

Aparentaba unos treinta años, pero tenía la expresión grave y admirativa de un jovencito que visitara por primera vez una casa de cortesanas. Yo sabía que las artes que los hombres respetaban y querían conocer eran las de la cama, y conocía bien la palabrería vacía de ese hombre. Se presentó como Perpetuo Sheng, de la provincia de Anhui, primo segundo de Mansión, que a su vez era amigo de Lealtad.

Pese a ser de Anhui, hablaba la lengua han sin el acento típico de la provincia, por lo que era evidente que era una persona instruida. En cuanto a aspecto físico, no carecía de atractivo, pero tampoco era el primero en que se habría fijado cualquier mujer al entrar en la sala. Mientras seguía cubriéndome de elogios, decidí elevar su grado de atractivo y considerarlo agradable, pero corriente, lo que significaba simplemente que no tenía ninguno de los rasgos que me disgustaban. No era estrecho de hombros, ni huesudo, ni tenía la cara ancha de los mongoles. Tampoco tenía la mirada huidiza de los tacaños, ni la nariz ensanchada de los fanfarrones. No tenía los labios gruesos de los descarados, ni tampoco le faltaban dientes, como a los que descuidan la higiene y demuestran así una negligencia que quizá se extienda a otras partes menos visibles del cuerpo. No tenía las facciones bastas de los hombres de moral cuestionable, ni se le notaban calvas en las cejas, como a los sifilíticos. Tenía una abundante cabellera, pero no tan densa y salvaje como la que lucen los miembros de las tribus fronterizas. No llevaba el pelo de cualquier manera, como los palurdos, sino bien cortado y peinado con sedosa brillantina. Por todo lo que no tenía y un poco de lo que tenía, pude considerarlo relativamente atractivo.

Era difícil determinar si sería rico. Había venido a la fiesta como invitado de Mansión. Tenía la ropa limpia, pero un poco arrugada, aunque eso siempre era un problema con los trajes de hilo occidentales cuando hacía calor. Tenía las uñas bien arregladas y no llevaba más larga la del dedo meñique, la que usan los opiómanos para despegar el residuo gomoso que queda en el fondo de la pipa o para hurgarse los recovecos de las orejas. Volvió a hablar con total seriedad:

—Tus delicados dedos brincaban como hadas, convirtiendo la música en una experiencia fascinante.

Eso ya fue demasiado.

—¿Eres miembro de una de las sociedades literarias de Shanghái?

—¿Estás tratando de averiguar si soy merecedor de tu atención? —Esta vez sonrió con la boca, pero no con los ojos. Yo mantuve el aplomo y esperé pacientemente su respuesta—. No busco la compañía de otros intelectuales de opiniones similares a las mías —dijo—. Soy un pintor y poeta que prefiere la soledad. Tengo arranques de malhumor que no me gusta hacer públicos. Esos arranques confieren a mis pinturas un estilo malhumorado que no agrada a la mayoría de los coleccionistas.

—La mayoría de los coleccionistas creen que la popularidad es un estilo —dije yo.

—Cualquiera puede tener un estilo original —replicó—, y aun así, nadie lo tiene realmente. No podemos evitar la influencia de los maestros que pintaron antes que nosotros, empezando por los pintores de hace miles de años, que imitaban la naturaleza.

Me dije que era un patán pretencioso.

—¿Por qué los estudiosos siempre están pidiendo perdón por su ignorancia?

—Insistes en querer saber si pertenezco a una familia de estudiosos… Ah, pero veo que ahora he conseguido irritarte. Lo noto.

—No, en absoluto —dije en tono ligero—. A las cortesanas nos divierte la charla insustancial. Como a ti también te gusta, me alegro de complacerte. —Me volví hacia Calabaza Mágica, que estaba de pie a un costado, ligeramente detrás de mí—. Hace calor. Necesito mi abanico.

Dejar el abanico sobre el regazo era la señal para que Calabaza Mágica me llamara aparte y me dijera que alguien me había enviado un mensaje urgente. Siempre llevaba una nota en el bolsillo con ese propósito. Yo ya estaba segura de que mi interlocutor no era un buen candidato. Si hubiese tenido dinero, ya me lo habría ofrecido a cambio de algo. Llevaba más de dos horas en la fiesta y era poco probable que recibiera más muestras de aprecio monetario por parte de los otros invitados.

Me volví otra vez hacia Perpetuo.

—¿Estás dispuesto a confesar? ¿Tienes un barco cargado de oro? ¿Eres el funcionario al que todos debemos sobornar?

—Confieso que pertenezco, en efecto, a una familia de estudiosos… y que soy un holgazán.

—¿Te has gastado toda la fortuna familiar? ¿No has guardado nada para mí?

—No es dinero lo que he derrochado, sino mi educación. Superé los exámenes del tercer nivel hace cinco años, cuando tenía veintiséis, y desde entonces no he hecho nada.

—¡Veintiséis! No sé de ningún hombre que los haya aprobado antes de los treinta, incluidos los tramposos.

—Empecé a estudiar para los exámenes nacionales en el instante en que salí del vientre materno. Cuando aún estaba prendido al pecho de mi madre, mi padre preparó el plan para mi vida, un plan típico de la época de la antigua dinastía Ching. Mi destino en la vida era ser un burócrata en un distrito pequeño, respetar estrictamente las normas y las costumbres, y ascender a partir de ahí a puestos cada vez más destacados, en distritos y provincias cada vez más importantes. Era lo que había hecho mi padre.

—¿Y qué sucedió después de toda esa leche materna?

—Destaqué en las seis artes. La contabilidad y la recaudación de impuestos fueron mi ruina. No podía aplicar mi mente a un sistema que robaba a los pobres para enriquecer a los ricos.

—Tienes razón. No son temas muy amenos.

Me apoyé el abanico sobre el regazo. No veía la hora de quitarme de encima a ese pelmazo.

—El régimen Ching era injusto. Pero ¿cómo es el nuevo? Sólo han cambiado las manos que se llevan el dinero.

Era un imbécil. Probablemente algunos de los hombres de la sala ocuparían los cargos que él estaba criticando.

—¡Eh, primo! —le gritó Mansión—. ¿A ella también la estás atormentando con tu cháchara revolucionaria? Olvídate por una noche de las injusticias. Ya las arreglarás mañana.

Perpetuo no le prestó atención y me siguió mirando a mí.

—Mis críticas del antiguo régimen me dejaron sin trabajo. Y como muchos desempleados, me hago llamar pintor y poeta. De modo que ya tienes tu respuesta. Soy demasiado pobre para ser tu pretendiente. No podría haberme permitido una visita a esta casa si mi primo no me hubiera invitado.

—No soy la mercenaria que crees que soy —repliqué. Era una de mis frases más repetidas—. Recítame un poema para compensarme por mi tiempo.

—Escucha al vendedor ambulante que está pregonando en la calle las virtudes de su sopa de arroz fermentada. Es uno de mis poemas.

—Tu humildad no conoce límites, pero no te dejaré en paz hasta que me recites uno de tus poemas de verdad. Sólo te pido que elijas uno que no tenga nada que ver con burócratas ni con sopa de arroz fermentada.

Hizo una pausa y entonces dijo:

—Aquí tienes uno adecuado para ti.

Lo recitó sin dejar de mirarme a los ojos.

Interminable fue el tiempo hasta que nos conocimos, pero más infinito aún desde que ella se fue.

Un viento se levanta por el este y hace volar un centenar de flores;

los primaverales gusanos de seda tejen y tejen hasta la muerte.

En su espejo matutino, ella ve cambiar el color de su nimbada cabellera,

y aun así se burla de la gélida luz lunar con su canción nocturna.

Al final de la noche, lloran las velas bajo las mechas.

No está lejos, no está lejos su montaña encantada.

¡Aves azules, escuchadla con atención y traedme sus palabras!

Sus versos me sorprendieron casi hasta las lágrimas porque removían la tristeza de mi separación de Florita. Mi pequeña estaba lejos de mí, el tiempo proseguía su marcha y ella vivía en otro lugar. Los versos me habían sacudido la lasitud de una rutina sin sentido.

—¡Es magnífico! —exclamé—. En serio. No lo digo por cortesía. Es vívido sin exageraciones y tan natural que parece escrito sin ningún esfuerzo. No hay falsedad en el estilo, ni parece que busques efectos forzados, sino únicamente la expresión de una emoción auténtica. Puedo sentir el viento y ver la vela. Me recuerda los poemas de Li Shangyin. De hecho, es tan bueno como los suyos.

En ese momento, Calabaza Mágica vino a decirme que había recibido un mensaje urgente para mí, tal como habíamos preparado. Entonces me levanté y me la llevé a un sitio donde mi interlocutor no pudiera oírme.

—Voy a quedarme. Este hombre es interesante y me acaba de recitar un poema increíblemente conmovedor. Quiero recitarlo esta noche en voz alta. Quizá de ese modo los invitados se interesen más por mí.

—¿Es un cliente potencial?

—Tiene el bolsillo vacío de un sabio del siglo pasado, pero creo que lo pasaré bien con él.

—Sigo con el estómago revuelto, así que me voy a casa.

Volví al lado de Perpetuo, que me recibió arqueando una ceja.

—¿Qué es esto? ¿Una excusa amable para abandonarme?

—Nada de eso. Quiero oír más poemas tuyos.

—No me atrevo. Tienes un oído demasiado bueno. Te ha gustado el primero, pero quizá me digas que el próximo suena como la bazofia de los cantantes callejeros. Una mala opinión tuya me haría mucho daño.

—Oír las críticas ajenas es morir de un millar de puñaladas.

—Muy poca gente ha oído mi poesía y casi todos los que la conocen son parientes míos, que opinan de mis poemas lo mismo que de los forúnculos o el mal tiempo: «¡Cuánto cuesta aguantarlos! ¿Cuándo acabarán?». Mi mujer era mi mejor crítica. Tenía opiniones firmes y veía los defectos y las virtudes de mis versos. Podíamos hablar libremente de todo porque éramos almas gemelas. Se llamaba Azur, como el color del cielo donde ahora se encuentra. —Guardó silencio un momento y desvió la mirada—. Murió de tifus hace cinco años. —Hizo una pausa que no me pareció correcto interrumpir—. Lo siento —dijo finalmente—. No debería agobiarte con mi tristeza. Ni siquiera me conoces.

—No muchos pueden entender la pérdida de un amor profundo —repliqué—. Mi marido murió hace seis años, y hace tres me robaron a mi hija. Edward y Flora.

—¿Eran extranjeros?

—Edward era americano. Flora nació en Shanghái.

—Ya había notado algo diferente en ti. Parte de tu espíritu está ausente. Tus ojos ven, pero han dejado de mirar. Es a causa del dolor.

Esa comprensión no era habitual en un hombre.

—En mi caso —prosiguió—, la pena no se ha aliviado con el tiempo. Se renueva cada mañana, cuando despierto y descubro una vez más que mi esposa no está a mi lado. Es como recibir cada día, por primera vez, la noticia de su muerte. Entonces subo la colina hasta el lugar donde está su tumba para convencerme de que se ha ido para siempre. Recito mis poemas ante su lápida y recuerdo los tiempos en que se los leía en la cama, cuando ella respiraba a mi lado.

—Yo también le hablo a mi marido. Es un alivio pensar en él, pero cuando me doy cuenta de que no puede responderme, vuelvo a sentirme destrozada.

—Muchas veces he pensado en quitarme la vida para poder reunirme con ella. Sólo mi hijo pequeño me mantiene en este mundo. Hoy mi primo me obligó a venir aquí. «Ven a ver bellas mujeres, en lugar de tumbas», me dijo. Ahora ya sabes que no tengo corazón para disfrutar de ningún tipo de placer, aunque pudiera permitírmelo. Pero esta noche tú has revivido una parte de mí que estaba medio muerta: mi espíritu. Tú hablas de todo abiertamente. Ella también era así.

—Tu dolor vuelve profundo el poema que me recitaste. Es conmovedor. ¿Me permitirás que lo recite esta noche a los otros invitados?

—Eres muy amable al pedírmelo, pero no creo que los demás agradezcan la intromisión.

—Parece que la fiesta pasa por un momento bajo, y mi función aquí es proporcionar cierto brillo y entretenimiento. ¿Seré la primera cortesana que recita este poema en público?

—Hasta ahora sólo lo había oído mi mujer en su tumba.

Me acerqué a Lealtad y le pregunté si quería que recitara un poema de Perpetuo para deleitar a sus invitados. Mientras lo leía, sentí un profundo anhelo por Edward y Florita, e imaginé a la pequeña Flora esperándome. Perpetuo quedó gratamente sorprendido por lo bien que había captado su intención.

Esa noche recibí más elogios y regalos en efectivo que en todas las noches de los últimos años. En seguida me invitaron a numerosas fiestas que se celebrarían la semana siguiente, y a partir de esa noche se me empezaron a acumular los compromisos y tuve que decir a mis anfitriones que sólo podría asistir brevemente a sus fiestas para poder contentar a todos. Habían vuelto los días en que los hombres me rodeaban y multiplicaban sus regalos para competir por mis favores. Tres pretendientes me perseguían con especial interés, tratando de convertirse en mis preferidos.

Al final de la segunda semana, uno de los tres empezó a cortejar a otra, y transcurrida una semana más, la pasión que momentáneamente había despertado volvió a apagarse. Para entonces, una docena de cortesanas habían recitado el poema de Perpetuo. Una vez más empecé a vivir con el terror de no tener visitantes, ni siquiera ocasionales. Cuando por fin recibía a un hombre, le permitía que el cortejo fuera breve: solamente unos días, en lugar de varias semanas. En los últimos tiempos, los hombres tenían demasiadas opciones y ya no estaban dispuestos a esperar pacientemente a que una flor los eligiera a ellos por encima de los demás. Incluso podían frecuentar de forma gratuita a estudiantes universitarias que no se preocupaban por el escándalo ni la vergüenza, y que incluso llevaban esponjas prendidas a las bragas para introducírselas en la vagina si se presentaba la oportunidad y prevenir así un posible embarazo. Cuando acepté un hombre la primera noche, Calabaza Mágica me regañó, diciendo que mi comportamiento no era mejor que el de las chicas de los fumaderos. Al día siguiente se presentaron otros dos clientes, supuestamente amigos del que me había visitado la noche anterior.

—¿Lo ves? —dijo Calabaza Mágica—. Estás atrayendo a los más roñosos, como la fruta podrida atrae a las moscas. No hay manera más rápida de arruinar una reputación.

Por lo menos seguía recibiendo invitaciones para cantar y recitar en las fiestas. El último en llamarme había sido Mansión, el primo de Perpetuo, que daba un banquete para homenajear a dos hombres importantes, muy cercanos al presidente de la República y, según me dijeron, muy aficionados a las canciones norteamericanas.

—¿Volveremos a ver a tu primo Perpetuo? —le pregunté—. Quería darle las gracias una vez más por su poema. Me procuró un gran éxito.

Mi mayor interés era que me diera otro poema para recitar.

—Lo invitaré la próxima vez que lo vea. No siempre está por aquí; va y viene. Creo que tiene algún negocio fuera de Shanghái, o quizá esté frecuentando a una cortesana en otra casa. Es muy reservado.

¿Un negocio? Entonces no era tan pobre como quería aparentar. Y yo sabía que no podía estar en una casa de cortesanas. Pobre hombre.

Unas noches más tarde, Perpetuo volvió a asistir, como invitado de Mansión, a una pequeña fiesta de bebida y juegos con amigos íntimos. Calabaza Mágica se me acercó rápidamente y me instó a sonsacarle otro poema.

—¿Me crees tan estúpida como para no haberlo pensado ya por mí misma?

Recibí a Perpetuo con auténtica alegría, y después de mi actuación, me senté a su lado.

—Me alegro de que Mansión te haya obligado a regresar.

—Te aseguro que no me hizo falta mucha persuasión. Tu música me levantó el ánimo la otra noche, y aprecié mucho nuestra conversación.

Mansión y sus amigos empezaron a jugar a pares y nones, y Perpetuo prefirió quedarse al margen, aduciendo que no le gustaban los juegos de azar. Estuvimos mirando varias rondas del juego entre risas, pero entonces noté que se le ensombrecía la expresión. Se volvió hacia mí y me miró con ojos atormentados.

—He pasado momentos difíciles desde la última vez que te vi. Agradecí mucho la posibilidad de hablar abiertamente de mi esposa, pero nuestra conversación sacó a la luz un dolor profundo y casi insoportable. Estaba tan desesperado que me puse a vagar por las calles durante horas, hasta que al final acabé en un fumadero de opio. El interior estaba oscuro y la sombra de una mujer me condujo hasta un diván. Se oían voces de otros hombres y mujeres. Aspiré unas bocanadas de la pipa y pronto se disipó el dolor e ingresé en el venturoso cielo del humo azul. Toda la dicha que había experimentado en el transcurso de mi vida me invadió de repente y de una sola vez. Pensé que era imposible alcanzar mayor beatitud, hasta que sentí el tacto de una mano sobre mi brazo. Me volví y Azur estaba sentada a mi lado. Te juro que la vi como ahora te veo a ti. La besé y le acaricié la cara para cerciorarme de que era real. Ella me aseguró que sí, que era auténtica. Entonces se tumbó en el diván, desapareció su ropa, y su hermosísimo y pálido cuerpo se me ofreció anhelante. Una vez más pudimos unirnos en mente, corazón, cuerpo y espíritu. Sus gritos de felicidad eran los mismos de antes, acompañados del tintineo de unas campanillas diminutas que llevaba atadas a los tobillos. Nos elevamos ingrávidos entre la seda y el aire. Alcanzamos alturas que nunca habíamos conocido y, después de cada nueva cumbre, empezábamos de nuevo. Cada vez que la penetraba… —Se interrumpió—. Perdóname. No quiero que algo tan querido por mí parezca una obscenidad.

—No hay nada que pueda escandalizarme —repliqué.

Secretamente me dije que yo también debería fumar opio para recuperar a Edward como una vívida ilusión.

—La dicha fue de corta duración —prosiguió él—. El humo azul no tardó en desvanecerse y emergió la realidad, mucho más cruda y dolorosa que antes. De pronto, en lugar de estar tumbado en el diván con mi esposa, suspirando de placer, estaba mirando a los ojos a una pobre prostituta. La chica no debía de tener más de veinte años, más o menos la edad de Azur cuando me dejó. Otros hombres la habrían considerado bonita, pero yo sentí una profunda repulsión al ver que mi mujer había sido sustituida por una pobre chica de cabeza hueca, que hablaba como una mocosa llorona. Me puse a buscar la ropa para marcharme cuanto antes, pero entonces sentí la firmeza de su mano en mis partes íntimas. Me disgustó lo que hacía y estuve a punto de ordenarle que parara, pero me desagradó aún más sentir que mi pene se había endurecido en su mano. Soy un hombre normal y habían pasado cinco años desde la última vez que había tocado a una mujer, aparte de la alucinación que acababa de tener con mi esposa. La chica se acostó en el diván, se levantó el vestido y separó las piernas. Yo no pude reprimir el impulso. Me abalancé sobre ella, y entonces, lo que hice… —Se le sacudió el pecho, como si estuviera reprimiendo un sollozo, y bajó la vista—. Hice algo repugnante, que aún ahora, cuando lo recuerdo, me da asco.

Meneó la cabeza.

Esperé a que continuara, pero se puso de pie.

—No puedo seguir hablando de esto. —Miró a su alrededor—. Si me oyera alguien más, creería que me he vuelto loco. Creo que ya te he obligado a oír suficientes historias de mi vida miserable. Eres extraordinariamente amable por escucharme.

—No es preciso que te disculpes, de verdad. A veces es necesario purgar lo peor del dolor. Quizá podrías aliviar la pena escribiendo más poemas.

—Lo hago. La mayoría son basura sentimental. La próxima vez que me invite mi primo, te traeré algunos. Ya verás como te ríes. No volveré a molestarte con mis recuerdos sombríos.

—No es preciso que esperes a que te invite tu primo —repuse yo, pensando con rapidez—. Ven mañana a última hora de la tarde. Escucharé tus poemas en la intimidad de mi habitación y tomaremos el té.

En cuanto se fue, Calabaza Mágica se me acercó corriendo.

—¿Te ha dado un poema?

—Mañana por la tarde. Vendrá a tomar el té.

—Si te da un poema, ¿le permitirás que se meta en tu cama?

—¿Por qué? ¿Quieres que me tome por una prostituta?

Se presentó al día siguiente vestido al estilo chino. Me sorprendí un poco. Algunos de nuestros clientes aún vestían así, pero en general eran más viejos, aunque por otro lado él era de Anhui. Como si me hubiera leído el pensamiento, dijo:

—El traje occidental no puede compararse con la túnica larga china en términos de comodidad. Mírame. ¿No tengo así más aspecto de poeta?

Era cierto, y además me pareció más apuesto, quizá porque lo veía más relajado.

Lo invité a sentarse en el sillón. Yo me senté en el sofá, a la espera del momento adecuado para pedirle un poema. Aguardé mientras me hablaba de los nuevos problemas de la ciudad de Shanghái. Intenté ser una interlocutora interesante, pero estaba impaciente. Le pedí a Calabaza Mágica que trajera vino, en lugar de té, y al cabo de un rato la conversación volvió a encaminarse hacia su sufrimiento y su dolor. Hablaba arrastrando las palabras, como si le costara articularlas.

—Ayer dudé en contarte lo sucedido en el fumadero porque tenía miedo de estar volviéndome loco. Sé que puedo hablarte con franqueza, pero si te cuento lo que pasó, ¿serás sincera conmigo y me dirás si crees que he perdido el juicio o me he vuelto malvado?

Le aseguré honestamente que así lo haría.

—Ya te he hablado de la visión de mi esposa y de la prostituta. Como te estaba diciendo, la chica estaba tumbada de espaldas y yo me eché encima de ella y actué movido únicamente por el instinto. Ella sonreía. De repente, no pude soportar la visión de su cara; entonces le pedí que mirara hacia otro lado y cerrara los ojos. Después no pude tolerar la sensación de su cuerpo entrelazado con el mío y moviéndose como si fuéramos una sola cosa. Le pedí que dejara de moverse, se quedara quieta y no hiciera ningún ruido. Cerré los ojos e imaginé que ese cuerpo inmóvil era el cadáver de mi esposa. Me puse a gritar de alegría y dolor porque había logrado unirme otra vez con mi amada, pero ella estaba muerta. Empecé a moverme y a empujar cada vez con más fuerza, como si fuera capaz de llenarla de vida. Pero ella seguía siendo un cadáver y esa certeza me produjo una renovada angustia, que me obligó a parar. Le pedí a la prostituta que me diera la pipa y al poco tiempo ingresé una vez más en el cielo del humo azul, con la ilusión de mi esposa devuelta a la vida. No puedo describir la felicidad que sentí al deslizarme entre sus blandos y familiares pliegues para llegar a su cámara secreta. Lleno de dicha, hice el amor con ese ilusorio cuerpo vivo. Unas horas después, cuando recuperé el sentido y volví a ver a la prostituta, la obligué a interpretar una vez más el papel de mi esposa muerta. Me quedé tres días en el fumadero. No podía parar porque la beatitud agudizaba el tormento, y el tormento aumentaba la necesidad de buscar alivio… ¿Te doy asco?

—No, nada de eso —mentí.

Sus fantasías eran repugnantes. Aun así, era admirable que un hombre sufriera por la muerte de su mujer hasta el punto de recurrir a medidas tan truculentas para volver a estar con ella. Cualquier esposa muerta se sentiría halagada.

—Sabía que me comprenderías —dijo mientras me cogía las manos con gratitud—. Ya me has contado que imaginas a tu marido cuando otro hombre te penetra.

No le había contado nada parecido. ¡Y qué manera tan cruda de decirlo: «cuando otro hombre te penetra»! Yo imaginaba a Edward cuando estaba sola, o cuando echaba de menos las horas tranquilas que pasábamos juntos y recordaba las cosas que me decía.

Perpetuo observó la habitación a su alrededor y me felicitó por el buen gusto de la decoración.

—Cuando imaginas a tu marido —dijo—, ¿ves su cara?

—Lo que más recuerdo es el sonido de su voz —dije— y ciertas conversaciones que teníamos. También me parece ver sus diferentes sonrisas: una de satisfacción, otra de alivio, otra de sorpresa… O el modo en que miraba a nuestra hija cuando nació.

—Expresiones… Muy interesante. ¿Y qué me dices de su fragancia, del olor de su cuerpo y de su respiración?

—No es lo primero que me viene a la memoria, aunque si hago un esfuerzo, puedo recordarlo hasta cierto punto.

—Yo lo recuerdo todo, especialmente el olor de su sexo y el de nuestros cuerpos unidos. Es mi naturaleza de poeta recordar e imaginar lo prohibido. El dolor es la fuente de mis poemas.

Por fin había llegado mi oportunidad.

—¿Sabes que tu último poema me reportó un aluvión de invitaciones para ir a otras casas?

—Mansión me lo contó. Me alegro. He mirado entre los cientos de poemas que he escrito, buscando otro que pueda gustarte.

¡Cientos! Mi carrera estaba salvada.

—He elegido uno de los más nuevos, perteneciente a una colección que he titulado «Ciudad de dos millones de vidas». Quiero que me des tu opinión con absoluta franqueza. Siempre estoy trabajando para mejorar mis poemas.

Se aclaró la garganta.

Los ricos inundan el poder como un río desbordado

y arrastran corriente abajo el honor de los hombres.

Sobre las olas oceánicas desembarcan extranjeros

y erosionan las costas de la patria.

Sus himnos son ahora nuestros cantos fúnebres,

porque en su pleamar se ahogaron nuestros ancestros.

Por ellos yacen nuestros héroes en el lecho.

«¡Shanghái es nuestra esclava bastarda!», proclaman.

Me quedé sin habla. No se parecía en nada al precioso poema que me había leído la vez anterior. Era como un discurso pronunciado por estudiantes con brazaletes negros en el camino de Nankín: «¡Abajo el imperialismo! ¡Abolición de los tratados portuarios! ¡Fin de las concesiones!».

—Tiene mucha fuerza —conseguí decir—. Muy inspirador… Un excelente comentario sobre los problemas que enfrenta Shanghái.

—Puedes usarlo cuando quieras —me dijo con orgullo—. Esta misma noche si te parece bien. Mi primo me ha invitado y ya le he dicho que tengo un nuevo poema.

Tuve que decirle la verdad:

—No sería el mejor poema para recitar delante de nuestros huéspedes. Después de todo, nuestros clientes son el tipo de gente que tu poema denuncia.

—Es verdad. ¿Dónde tendré la cabeza? Trataré de encontrar otros más adecuados. ¿Qué te gustaría?

—Quizá uno sobre la nostalgia del amor —dije—, uno como el anterior, que hable del dolor de haber perdido lo que deseas. La juventud también es un buen tema. A nuestros invitados les gusta mucho recordar su primer amor.

La semana siguiente, Perpetuo me trajo un poema nuevo, que trataba, según dijo, de la nostalgia del amor.

Por la ventana de mi estudio,

veo las peonías aún sin abrir.

Veo el sendero y el puente que nadie atraviesa.

¡Cómo añoro oír sus pasos

y sostener en mis manos sus pies diminutos!

¡Cómo añoro abrazarla

y ver abrirse su vestido!

Pero, ¡desdichado de mí!, mi aliento empaña la ventana

y ensombrece los recuerdos excepto los de aquel día

en que ella cruzó el puente al mundo de los muertos.

Por lo menos no decía nada de la sociedad depravada. Calabaza Mágica me sugirió que suprimiera la alusión al mundo de los muertos para que pareciera que la dama del poema simplemente se había marchado, en lugar de haber fallecido. Contra mi propia intuición, esa noche recité el poema tal como estaba escrito y un silencio incómodo cayó sobre la sala. Sólo un hombre lo recibió con entusiasmo. Su concubina favorita acababa de suicidarse.

Animado por mi falsa información de que su poema había sido bien acogido, Perpetuo me trajo otro, todavía más pesaroso que el anterior.

Otrora temblaban las hojas, como palpitaba mi corazón.

Ahora las ramas se doblan bajo el peso de la nieve.

Ya no tejen los gusanos sus capullos,

pero su túnica de seda aún yace junto al baño vacío.

Ya no es dorada la fría luz de la luna,

sino blanca como su cadáver sobre su nuevo lecho de piedra.

Era horrible. Otra vez insistía en el cadáver de su esposa. Conseguí elogiar su talento poético, señalando el hermoso contraste entre las ramas inmóviles y las hojas temblorosas, y la habilidad de colocar la imagen blanca de los gusanos de seda junto al frío de la nieve para combinar finalmente ambas ideas en la imagen del cadáver.

Debatí con Calabaza Mágica si debía recitar el poema o no, y finalmente llegamos a la conclusión de que era tan malo que sólo provocaría la risa y dañaría mi carrera. Decidí mentirle una vez más a Perpetuo y decirle que había sido un gran éxito.

Calabaza Mágica estaba decepcionada, pero no desalentada.

—Si tiene cientos de poemas, como él dice, quizá puedas conseguir que te los dé todos para que tú elijas los mejores. Los poetas son ciegos a lo bueno y lo malo de sus propios poemas. Hace más de un mes que lo conoces. A estas alturas, deberías ser capaz de sacarle un par de poemas buenos. Amor anhelante, amor nostálgico, amor dichoso… Cualquier tipo de amor, menos el trágico. Me parece que lo más fácil será que te lo lleves a la cama. Proporciónale un poco de inspiración fresca para que olvide a su mujer.

—Temo que mi mente se esté marchitando —le dije a Perpetuo unos días después, cuando volvió a Shanghái de lo que supuse que sería un viaje de negocios—. ¿Querrás darme clases de caligrafía? Tal vez podría practicar copiando tus poemas. De ese modo, tendría a la vez disciplina e inspiración.

Como yo esperaba, se sintió halagado y al instante aceptó ayudarme. Yo ya había sacado los pinceles, la tinta y un grueso fajo de hojas de papel de arroz. Se tomó su papel de maestro bastante en serio. Me dijo que me preparara mentalmente, que tuviera lista la tinta y que me dispusiera a crear cada carácter visualizando el fluir de las pinceladas requeridas. Yo me preparé mentalmente para seducirlo.

—No puedes trazar un carácter como si estuvieras pegando fragmentos rotos —dijo después de mi primer intento—. Tienes que encontrar un ritmo y una quietud. La mano no puede temblar, pero tampoco debe estar rígida.

Me enseñó a sostener el pincel perpendicular a la hoja, y yo deliberadamente lo sostuve en ángulo. Apoyó su mano cálida sobre la mía y me guio en la ejecución de los trazos. Fingí torpeza y rigidez para que tuviera que dirigir todos mis movimientos situándose detrás de mí. Entonces empecé a balancear las caderas y a rozarle los muslos al ritmo de sus directrices. Cualquier hombre habría reaccionado con una erección y habría aceptado de inmediato mi sutil invitación para acabar la lección en la cama. Pero Perpetuo, el viudo fiel, se apartó de mí.

El poema que copié fue la ampulosa diatriba de la colección que había titulado «Ciudad de dos millones de vidas»: «¡Shanghái es nuestra esclava bastarda!». Perpetuo había dicho que el amor verdadero surgía cuando dos almas compartían ideales elevados, y el poema en cuestión contenía un buen surtido de ideas. Me dije que tenía que demostrar interés por esos ideales si quería competir con una esposa muerta que había inspirado cinco años de castidad.

—La gente debería guiarse en su vida por los ideales más elevados: el altruismo, el sacrificio, el honor, la integridad… Nadie debería renunciar a ellos, diciendo simplemente: «¡Oh, bueno, todo eso es imposible! Me guiaré por la codicia, como todos los demás».

—Pero el hombre debe ser pragmático. Las ideas por sí solas no alimentan los estómagos vacíos, ni impulsan el progreso.

Entonces se puso a explicar lo que quería decir. Al cabo de diez minutos, yo dejé de escuchar, pero él siguió hablando una hora más. Mis planes para seducirlo se fueron al traste. Estaba excitado, pero no de la manera que yo esperaba. Sugerí poner punto final a nuestra lección y continuar las clases al día siguiente.

—Esto ha sido muy tonificante para mí. Es bueno poder hablar con alguien de mis ideas. Mi mujer y yo solíamos hacerlo todo el tiempo.

Cuando se marchó, le anuncié a Calabaza Mágica que la influencia que yo lograra ejercer sobre su inspiración poética jamás podría competir con la fuerza combinada de sus elevados ideales y su esposa muerta. Todo lo que yo intentara era inútil, y además costoso, teniendo en cuenta lo mucho que le gustaban los bocaditos que le servíamos con el té. Cuando Perpetuo volvió a presentarse al día siguiente, le dije que había un nuevo pretendiente que quería visitarme por las tardes y añadí que ya le haría saber cuándo podríamos reanudar nuestras clases de caligrafía. No pudo disimular su decepción.

—Has sido demasiado amable al pasar tanto tiempo conmigo —me dijo con formal cortesía.

Las tardes pasaban sin visitantes. Yo leía una novela tras otra y enviaba a un sirviente a comprarme los periódicos: uno en chino y otro en inglés. Aunque la charla política de Perpetuo me aburría, me sorprendí leyendo las noticias desde su punto de vista, que era la perspectiva del desprecio al progreso, que traía consigo más barcos, más edificios, más inauguraciones solemnes y más apretones de manos entre magnates a punto de hacerse todavía más ricos. Recordé cuando mi madre le decía a cada cliente: «Eres exactamente la persona que quería ver», preludio de una intervención para lograr el fructífero encuentro entre dos poderosos. Mientras leía las noticias, me preguntaba cuál de los puntos de vista sería el mejor: ¿el de mi madre o el de Perpetuo? ¿Cuál era el más interesado y cuál el más destructivo para los que quedaban atrás?

Cuando Perpetuo volvió, dos semanas después, me alegré sinceramente de volver a verlo. Me había sentido sola. Me dijo apresuradamente que sabía que estaba ocupada, pero que aun así quería decirme que había sido su inspiración para escribir nuevos poemas, más parecidos al que me había enseñado la primera noche.

—Los poemas nacen de la fuerza de las emociones —dijo—. Los míos nacieron de nuestra separación. Me di cuenta de que echaba en falta tu compañía; después la añoré, y al cabo de un tiempo, me dolió tu ausencia, y fue entonces cuando surgieron imparables los poemas de la nostalgia. Por esa razón, me alegro de haber estado lejos de ti. Pero también debo confesarte una cosa que tal vez te desagrade. No he sido honesto contigo. Te dije que la pena por mi esposa bloqueaba mis deseos hacia cualquier otra mujer. Pero poco después de conocerte, dejé de imaginar que el cadáver de mi esposa era la ilusión que tenía ante mí y empecé a imaginarte a ti. Así pues, el anhelo que sentía por ti y la vergüenza de no haber sido honesto contigo fueron la fuerza creadora de los poemas más poderosos que he escrito en muchos años. Siguen siendo bastante mediocres, no lo dudo. Pero si los aceptas, te los ofrezco como agradecimiento por la inspiración poética y por haber despertado en mí unos sentimientos de amor que me creía incapaz de volver a experimentar. Ten la seguridad de que no espero nada a cambio. Seguiré siendo tu admirador, ya que soy demasiado pobre para aspirar a ser algo más. El dolor del amor no correspondido me impulsará a escribir poemas aún más poderosos a lo largo de los años.

De todos los hombres tímidos que se me habían acercado, ninguno había encontrado una manera tan extraña de decirme que quería llevarme a la cama. Pretendía seducirme diciéndome que yo le resultaba más deseable que el cadáver de su esposa. Aun así, yo estaba ansiosa por ver los poemas que le había inspirado.

—Si te doy lo que anhelas —le dije—, ¿perderás la inspiración?

La agonía del deseo sexual se reflejó en su cara.

—Los poemas serían diferentes, pero igualmente poderosos. Quizá tendrían incluso más fuerza, dada la intensidad de mi amor.

Guardé silencio mientras sopesaba las perspectivas. Si lo recibía en mi cama, tendría a alguien con quien conversar durante mis tardes solitarias y dispondría de un aluvión de poemas entre los que elegir. Eran razones suficientes, pero había otra más. También vería colmada mi necesidad de amor, aunque no lo anhelara a él en concreto. Quería sentirme amada una vez más por alguien que ansiara intensamente hacerme suya.

—Me gustaría ver los poemas nostálgicos que has escrito —dije— y descubrir los que escribirás a partir de ahora.

Me acosté en la cama y dejé que empezaran los nuevos poemas.

Sus poemas sobre el anhelo que yo le inspiraba no eran malos, pero tampoco lo bastante buenos para recitarlos en público. Por lo menos no hablaban de política. Me visitaba por las tardes, tres o cuatro veces por semana. Cuando pasó un mes sin que me trajera ningún poema que valiera la pena, Calabaza Mágica dijo que era un poeta de un solo poema, como esos cohetes de pirotecnia que estallan y se apagan sin dejar rastro. Se arrepentía de haberme convencido para que lo sedujera.

—¡Mira cuánto tiempo has perdido! Y ni siquiera ha pagado el té, ni los bocaditos, por no mencionar todas las tardes que se ha revolcado alegremente en tu cama sin pagar un céntimo.

Como era lógico, yo estaba decepcionada por mi incapacidad de inspirarle mejores poemas. Era una cuestión de orgullo. Pero no sentía que nuestras tardes de intimidad fueran una pérdida de tiempo. Para empezar, mi caligrafía había mejorado notablemente. Yo tenía lo que él llamaba «un estilo rápido y desenfocado, de clara inspiración literaria». También me gustaba que me tratara como a una igual cuando debatíamos sobre temas que yo conocía muy poco, como el antifeudalismo, el realismo socialista, las clases trabajadoras rurales y otros asuntos semejantes. Los temas aburridos se me hacían más interesantes desde que yo opinaba activamente. También sentía cierto orgullo por haber puesto fin a sus cinco años de castidad y haber puesto a descansar al cadáver de su esposa. Incluso empezaba a barajar la posibilidad del matrimonio en calidad de Primera Esposa, que como sabía cualquier cortesana era la mejor culminación posible de toda carrera. Sin embargo, el matrimonio con Perpetuo habría significado vivir en algún lugar de la provincia de Anhui, y ni siquiera había podido sonsacarle si su casa familiar estaba a cien o a trescientos kilómetros de Shanghái. En cuanto a sus finanzas, su discreción seguía siendo absoluta. Decía ser pobre, pero Mansión afirmaba que tenía negocios en otro sitio. Evidentemente, no hacía nada relacionado con el comercio exterior, pero al menos tenía alguna forma de ganar dinero. Además, era indudable que cualquier familia con diez generaciones de estudiosos de éxito tenía que haber acumulado cierto volumen de riqueza a lo largo de los años.

Si yo lo hubiera amado intensamente y con desesperación, ninguna distancia de Shanghái me habría parecido excesiva. Pero no lo amaba, sino que le profesaba un sentimiento parecido al amor. Ese impulso semejante al amor estaba muy lejos de ser la emoción desbordante, embriagadora y tormentosa que me había inspirado Lealtad, y no se parecía en nada a lo que habíamos compartido Edward y yo. Era más bien como la creciente satisfacción de sentirme adorada por el resto de mi vida. No me importaba que el sexo con Perpetuo no fuera excitante. Achacaba sus deficiencias a la falta de experiencia por haber estado siempre con una sola mujer. De habérmelo propuesto, yo podría haberle enseñado sin que él se diera cuenta, pero no me importaba que nuestros encuentros sexuales fueran menos exigentes. Después de muchos años de trabajo, el retiro también tenía sus placeres, como lo tenían en mi mente las afrodisíacas palabras «diez generaciones de estudiosos de éxito», que conjuraban en mi imaginación la potencia animal de diez generaciones de hombres importantes y respetados.

Perpetuo y yo estábamos enzarzados en otro de nuestros debates sobre ideales elevados cuando oímos gritar a nuestro portero:

—¡Los canallas lo han matado a tiros!

Corrimos al jardín delantero, donde se habían reunido casi todos.

—¿Está muerto? —preguntó Bermellón.

—Nadie lo sabe —replicó un sirviente.

El vocerío que se oía a lo lejos se volvió más ruidoso y furibundo. Calabaza Mágica nos explicó que la multitud estaba loca de ira porque los policías británicos habían abierto fuego contra los estudiantes que rodeaban la comisaría de Louza para exigir la liberación de uno de sus líderes, que había organizado una protesta contra los extranjeros. Ninguno de nosotros sabía si había muertos o heridos, ni cuántos serían. Sólo sabíamos que nuestro criado Bueyecito había salido a hacer un recado y no había vuelto, aunque hacía horas que tendría que haber regresado. Cinco minutos antes, un sirviente de la casa de enfrente le había anunciado a Pino Viejo que había visto a Bueyecito tendido en el suelo. No sabía si estaba vivo o muerto. Pino Viejo era tío de Bueyecito y lo había criado desde niño. El anciano hablaba y gemía a la vez:

—Debe de haber hecho un rodeo por el camino de Nankín para ver cuánta gente había en la manifestación. ¿Por qué otra razón iba a pasar por ahí? ¡Los muy canallas lo han matado!

Abrimos la puerta y nos asomamos. Por la calle pasaba un río de gente que entonaba consignas. El ruido se volvía cada vez más ensordecedor.

—¡Tenemos que ir a buscarlo! —dijo Pino Viejo mientras salía en dirección a la masa enfervorizada.

—Yo lo acompañaré —dijo Perpetuo.

Me miró y supe que me estaba pidiendo que fuera con él. Ese momento resumía todo lo que habíamos estado hablando: justicia, equidad, unión para hacer posible el cambio… Dudé quizá unos tres segundos y después le cogí la mano.

—¡No vayas! —me gritó Calabaza Mágica—. ¡Muchacha estúpida! ¿Quieres acabar tendida en el suelo, al lado de Bueyecito?

Perpetuo y yo llegamos a una zona donde había tanta gente concentrada que era imposible moverse. Quedamos atrapados entre dos frentes de odio mutuo.

—¡Dejadnos pasar! —gritó Perpetuo—. ¡Han disparado a mi hermano!

Empujamos para abrirnos paso.

Yo fui la primera en distinguir a Bueyecito, boca abajo en medio de la calzada. Lo reconocí por la cicatriz en forma de media luna que tenía en la nuca. Vimos que Pino Viejo corría hacia él, caía de rodillas junto a su sobrino, le giraba la cabeza para verle la cara y lanzaba un aullido de dolor. Sonaron lamentos e insultos en un grito unánime de repulsa. Justo en ese momento, el suelo se sacudió con una explosión, y al instante me vi arrastrada por una estampida de manifestantes. En seguida sentí una mano en la espalda.

—¡No te caigas! ¡No te caigas! —me estaba gritando Calabaza Mágica.

No me volví por miedo a hacer lo contrario de lo que me estaba advirtiendo y acabar pisoteada por la gente. Me dejé llevar por la bestia de mil pies que se movía a mi alrededor y me arrastraba. Junto a mí había estudiantes con brazaletes, trabajadores con el pecho descubierto, sirvientes de libreas blancas, conductores de rickshaws y prostitutas callejeras. Pensé que podía morir entre esos desconocidos y sentí, por un lado, una embotada aceptación y, por otro, la extraña desazón de ser hallada muerta con un vestido que nunca me había gustado. Sólo entonces me di cuenta de que había perdido de vista a Perpetuo.

Por las aceras, los manifestantes arrojaban piedras a los escaparates con caracteres japoneses e irrumpían en los comercios para saquearlos.

—¡Fuera japoneses! ¡Abajo los británicos! ¡Expulsad a los yanquis!

Cuando estuve cerca de la Casa de Bermellón, sentí alivio al ver que Pino Viejo ya había llegado a nuestra verja. Estaba parado, viendo cómo quemaban un muñeco de trapo con un cartel que indicaba que era el jefe de policía.

—¡Ahora sí que habrá aprendido ese canalla la última lección de su vida!

La vista le había empeorado con el paso de los años. A una distancia de tres metros, habría sido incapaz de diferenciar entre el turbante de un sij y el pelo blanco de un misionero. Fue una gran decepción para él cuando le dije que en realidad estaban quemando una efigie del jefe de policía y no al verdadero, que aún viviría para aprender algunas lecciones más. Llamamos con fuerza a la puerta y la voz atemorizada de Bermellón nos preguntó quiénes éramos antes de descorrer el pasador. Entramos corriendo en el amplio vestíbulo. Mis hermanas flores estaban juntas y acurrucadas en un rincón. Cuando iba a comunicarles la triste noticia de Bueyecito, una piedra atravesó una de las ventanas y todo el mundo corrió a refugiarse al fondo de la casa. Oímos gritos de ira. Pino Viejo dijo que se había corrido la voz de que nuestra casa era la residencia del diplomático británico. Por eso querían echar la puerta abajo. Dos días antes, el diplomático había apaleado con su bastón a un vendedor callejero de tortas por obstaculizarle el paso, y una multitud encolerizada se había lanzado sobre él y le había roto las piernas en represalia. Cuando más adelante se extendió el rumor de que el vendedor había muerto, el furor había enloquecido aún más a la muchedumbre. ¡Y ahora esa gente creía que el maldito diplomático vivía en nuestra casa!

Las chicas corrieron a sus habitaciones para sacar las joyas de sus escondites por si tenían que huir. ¿Adónde irían? ¿Qué pasaría si las sorprendían con esas alhajas ganadas con tanto esfuerzo? Me alegré de que las mías estuvieran ocultas bajo el falso suelo, debajo de la cama. Sólo Calabaza Mágica sabía dónde estaban los cofres y qué paneles había que deslizar primero para abrir el compartimento. En ese instante caí en la cuenta de que hacía rato que no la veía. Había supuesto sin motivo que debía de haber vuelto a casa.

—¡¿Dónde está Calabaza Mágica?! —grité con todas mis fuerzas mientras corría por la sala—. ¿Ha vuelto? —Me acerqué a Pino Viejo—. ¿La has visto?

El anciano sacudió la cabeza. ¿Cómo iba a verla? ¡Estaba casi ciego!

—¡Abre la puerta! —le ordené—. Tengo que salir a buscarla.

El portero se negó, diciendo que era demasiado peligroso.

—¡Fuera de aquí! —oí entonces que exclamaba la voz de Calabaza Mágica al otro lado de la verja—. ¿Sois tan ciegos o estúpidos que no veis el cartel? ¡Leedlo! «Casa de Bermellón». ¿Sois todos campesinos analfabetos? ¡A ver, tú, el de allí, el que parece un estudiante! ¿Sabes qué sitio es éste, o todavía estás mamando de los pechos de tu madre? ¡Ésta es una casa de cortesanas de primera categoría! ¿Ves algún cartel que diga «Casa del Diplomático Británico»? ¿Lo ves? ¡Enséñamelo! —Después oímos que llamaba a la puerta—. ¡Pino Viejo! Ya puedes abrirme.

Cuando se abrió el portón, fuera sólo quedaban unos cuantos jovencitos de aspecto apocado, que estiraban el cuello para ver el interior de la casa.

Entre ellos apareció, de repente, Perpetuo con cara de angustia. Vino hacia mí y me abrazó con tanta fuerza que por un momento pensé que iba a quebrarme las costillas.

—¡Estás a salvo! He estado a punto de quitarme la vida, convencido de que habías muerto. —Me soltó y me miró con expresión de desconcierto—. ¿No estabas preocupada por mí? —preguntó.

—Claro que sí —repuse—. Estaba loca de preocupación.

Secretamente, me pregunté por qué no me habría importado dónde pudiera estar Perpetuo. Mientras le examinaba con los dedos la manga desgarrada, mantuve la mirada baja. Sentía sus ojos sobre mí. Cuando levanté la vista, vi que me estaba mirando con dureza, decepcionado, casi colérico. Los dos sabíamos que yo tendría que haber estallado en lágrimas de felicidad al verlo sano y salvo.

Durante la semana de los disturbios, Perpetuo no regresó. Me dije que sería peligroso andar por las calles, donde de vez en cuando estallaban tumultos sin previo aviso. Se decía que el jefe de policía había dejado a un subordinado al frente de la comisaría de Louza y se había ido a pasar la tarde al Club Shanghái y a las carreras, y que el subordinado se había dejado llevar por el pánico cuando los estudiantes entraron en el edificio y había ordenado a sus hombres abrir fuego. El resultado habían sido doce muertos y numerosos heridos. Todavía tendría que pasar bastante tiempo para que el ambiente se calmara en nuestro barrio.

Las fiestas se cancelaron. Bermellón llamó a nuestros mejores clientes, uno a uno, para asegurarles que todo había vuelto a la normalidad y anunciarles que pensaba organizar un gran banquete para celebrar la restauración de la paz. Mis hermanas flores y yo llamamos a nuestros pretendientes y a nuestros antiguos clientes, pero todos se excusaron. Nada nos salía bien. Esa misma mañana nos habían dejado el cadáver de un anciano tirado en los peldaños de nuestra entrada. Bermellón no quería que su fantasma disfrutara de la otra vida en nuestra casa de cortesanas.

—¡Que se vaya a hacer sus cosas al Pabellón de las Puertas del Placer, calle abajo! —exclamó.

Todos se rieron, menos Pino Viejo, que se negó cuando Bermellón le ordenó retirar el cuerpo de la puerta.

—No quiero arriesgarme a que el fantasma de ese hombre se apodere de mi cuerpo para poder follar a las chicas con mi polla —explicó.

Entonces vi un mendigo en la acera de enfrente y le grité:

—¡Eh, abuelo! ¡Diez centavos si se lleva este cadáver!

—¡Que os follen a ti y a tu madre! —replicó él con voz ronca de borracho—. Yo fui alcalde de esta ciudad. No hago nada por menos de un dólar.

Después de discutir un poco, le pagamos el dólar que pedía.

A medida que pasaban los días, nos iban llegando rumores de que muchos de nuestros clientes se estaban arruinando. Los bancos no concedían créditos. Las fábricas ardían. Los cabecillas militares se apoderaban de los comercios abandonados en las provincias. Mucha gente decía que los japoneses estaban sacando provecho del caos y que pronto cada vivienda tendría un casero japonés, como si no hubiera ya demasiados en Shanghái. ¿Qué estaba pasando? El mundo se había vuelto loco.

Bermellón se puso a hacer cuentas sobre las finanzas de la casa. Hizo una lista de las fiestas que habían sido reservadas y canceladas, y de las cortesanas cuyos clientes aportaban ingresos regulares, y calculó lo que todo eso representaba en términos de dinero para cada chica y de ganancias para ella. Me dolió ver que mis pretendientes figuraban entre los menos rentables y los más irregulares. Como ya nadie organizaba fiestas, tampoco me invitaban para que interpretara mis canciones con la cítara a modo de banjo. Perpetuo se había mantenido apartado, probablemente porque estaba enfadado conmigo. Pero no podía preocuparme por él porque Perpetuo no iba a ayudarme a mejorar mi economía y sólo me había dado un poema bueno desde que lo conocía.

Cuando por fin cesaron los disturbios, volvimos a tener visitantes, pero ya no eran los hombres poderosos que nos frecuentaban en la etapa anterior. Los nuevos clientes tenían dinero, pero no se lo gastaban en hacernos regalos. Querían menos tiempo de cortejo y más pruebas en el boudoir de que éramos mejores cortesanas que las chicas de las otras casas. Y aunque ya no ganábamos tanto, Bermellón quería que le siguiéramos pagando la misma renta y que compartiéramos los gastos. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que si hubiera echado a todas las que pasábamos apuros de dinero, se habría quedado sin cortesanas. Por mi parte, tuve que echar mano de mis ahorros para conservar la habitación.

Sentí un gran alivio cuando Bermellón me presentó a un nuevo cliente. Mansión iba a celebrar una fiesta privada en su casa, en honor de uno de sus huéspedes: un empresario de mediana edad llamado Empeño Yan, y el homenajeado había expresado específicamente su interés por una cortesana que supiera contar historias. Bermellón dijo que nadie me superaba en las artes literarias, y yo me sentí muy halagada y le agradecí que me hubiera elegido.

Naturalmente, me preguntaba si Perpetuo estaría alojado en casa de Mansión. Si asistía a la fiesta, tendría una buena oportunidad para demostrarle con discreción mi afecto y lograr que me perdonara por no haberme preocupado lo suficiente por él durante los peores momentos de los disturbios. Esa noche me vestí con ropa china occidentalizada, una mezcla de tradición y modernidad, y llevé conmigo la cítara. Me alegré al ver que Perpetuo estaba presente en la cena y procuré lanzarle frecuentes miradas de aprecio sin dejar de prestar atención al invitado de honor. Cuando llegó el momento de recitar una historia, todas mis sugerencias fueron rechazadas, y Empeño Yan me pidió que leyera una de las escenas de La ciruela en el jarrón de oro. Me quedé de una pieza porque se trataba de una novela pornográfica. Era un libro muy popular en las casas de cortesanas, pero no solíamos leerlo antes de invitar a un pretendiente al boudoir. Perpetuo miró hacia otro lado mientras nos servían más vino a todos. Mansión se me acercó y me dijo en voz baja que había convencido a Empeño Yan para que me llevara a su habitación y escuchara allí, en la intimidad, la lectura de los pasajes escogidos.

—Solamente estará tres noches en la ciudad —añadió Mansión— y, a cambio del favor, le he sugerido que te ofrezca el equivalente a los regalos de todo un mes: cincuenta dólares. Es posible que te pida otra actuación la próxima noche. Sé que es mucho pedir, Violeta, y te ruego que me perdones si lo encuentras ofensivo.

Antes de que yo pudiera responder, Perpetuo se acercó a Mansión para darle las buenas noches. Dijo que se alegraba de haberme visto y se marchó. Interpreté su precipitada marcha como la prueba de que censuraba lo que yo estaba haciendo. Ese pedante me había dejado complacerlo durante todos esos meses sin pagar ni un centavo por el privilegio. Le dije a Mansión que estaría más que encantada de satisfacer a su socio. Por fortuna, Calabaza Mágica no estaba ahí para ver lo que había aceptado hacer sin una sola noche de cortejo. Ya había interpretado escenas del libro en ocasiones anteriores, pero sólo para clientes permanentes. La decisión de esa noche suponía admitir el rápido declive de mi carrera.

Empeño fue solícito y se preocupó por mi comodidad. Me preguntó si tenía frío, si me apetecía una taza de té… Hablamos durante unos minutos sobre intrascendencias y después me trajo el libro. Quería que leyera el episodio donde el personaje de Loto Dorado le pone los cuernos al señor de la casa en lascivos encuentros con el joven jardinero. Dijo que él interpretaría los papeles del joven jardinero y del dueño de la casa. Me dio un cepillo para el pelo de mango alargado, que yo usé para castigar al obediente jardinero por haberse portado mal. Tras unos cuantos golpes en el trasero, el hombre me dio las gracias y se fue a buscar un látigo. A continuación, él fue el señor de la casa y yo, Loto Dorado. Me acusó airadamente de infidelidad y yo fingí llorar mientras le aseguraba que no había pasado nada entre el jardinero y yo, excepto unas pocas lecciones de horticultura. Pero, tal como sucedía en la novela, mis ruegos fueron inútiles. El hombre blandió el látigo y yo le respondí con los alaridos de rigor, suplicándole que me perdonara y que no me matara a golpes. El látigo estaba hecho de tal forma que los golpes no resultaban demasiado dolorosos, pero lo que me dolió fue el amor propio cuando Empeño me pidió que me retorciera un poco más y gritara con más realismo y entusiasmo. Al final de mi actuación, volvió a ser amable y solícito, y me preguntó si tenía frío. Después me pidió que volviera la noche siguiente.

Cuando volví, interpreté con más realismo todavía los gritos que me pagaba por proferir. Mansión me dio más dinero del acordado y expresó efusivamente su gratitud por mi buena disposición. Bermellón estaba encantada de que todo hubiera salido bien, y su actitud me hizo sospechar que sabía desde el principio lo que iban a pedirme. Esperé a que pasaran las dos noches con mi cliente antes de contarle a Calabaza Mágica lo sucedido. Sólo me reprochó que no se lo hubiera contado antes. Me dijo que su misión era cuidarme y protegerme, y que si no le contaba las cosas, la privaba de su propósito en la vida. Así supe que ella también aceptaba la necesidad de hacer cualquier cosa para salir adelante.

Dos días después, Perpetuo vino a verme por la tarde. No mencionó la cena en casa de Mansión y estuvimos hablando animadamente de los temas acostumbrados. Volvió a tratarme como a una igual, y yo le agradecí que me ayudara a recuperar el respeto por mí misma. Con él no tenía que gritar, ni era preciso que me humillara. Lo recibí con gusto en la cama y, mientras yacía en sus brazos, me dio un nuevo poema y me pidió que lo leyera en voz alta para ver cómo se formaban las palabras en mis hermosos labios.

Papel intacto es el cielo incoloro.

Si lo rozan pinceles, emergen caparazones

y se levantan vastas montañas aguadas sobre las nubes resecas.

Con un solo pelo y escasa tinta,

soy un borrón de ermitaño sobre un risco arcaico,

que pregunta a los dioses por la oculta inmortalidad.

Pero la sombra de la montaña y los trazos del abismo

me impiden ahora la visión de la dulce bóveda celeste.

Me eché a llorar. Era el poema de un maestro. Había recuperado su talento y yo olvidé todas las dudas que hubiera podido albergar. Le di la noticia a Calabaza Mágica. Le pedí que se sentara y le recité el poema.

—Es pretencioso —me dijo cuando terminé—. ¿Qué le has visto? ¿El sexo te ha nublado el entendimiento? Habla de lo importante que se cree: grande como las montañas y el cielo, que él mismo ha creado con su pincel. Ese hombre no es un verdadero erudito. Estoy empezando a creer que aquel primer poema que te dio no era suyo.

Me irritaba que lo menospreciara. ¿Qué sabía ella si un poema era bueno o malo? No tenía ninguna instrucción. Y sus sospechas acerca de la sinceridad de Perpetuo eran ridículas. Nunca había conocido a un hombre más honesto que él. Sus confesiones acerca de su esposa eran la prueba.

—Si te pide que te cases con él, no le contestes en seguida —me aconsejó—. No sabes prácticamente nada de él, excepto que habla sin parar de ideas inútiles y que ha escrito un solo poema bueno. ¿Por qué se aloja en casa de Mansión? ¿Dónde está la casa de su familia? Ha dicho que es de Anhui, pero ¿de dónde exactamente? ¿Y de dónde saca el dinero?

—Tiene negocios —respondí.

—Mansión supone que tiene negocios —me corrigió ella—. Pero tú lo das por cierto. ¿Dónde está la prueba?

—No puede ser pobre. Pertenece a una familia con diez generaciones de…

—¡Diez generaciones, diez generaciones! Lo único que te importa es el número de generaciones. Pero yo desconfío cada vez más de ese hombre. Siento en el estómago lo que tú sientes en el corazón. Dice ser una persona de ideas elevadas. Pero las ideas son como el aire. ¿Qué hace él con todas sus ideas? Opina y se siente importante, y tú lo escuchas, lo aplaudes y te lo llevas a la cama. Él mismo critica sus poemas, pero te trae poemas malos para que los recites en público. ¿Y qué me dices del dolor que sentía por su esposa muerta hasta que te conoció a ti? ¿Dices que no se acostó con nadie en cinco años? Eso ya es prueba suficiente de que algo le funciona mal en la cabeza, aunque lo más probable es que sea otra de sus mentiras. Y piensa bien: nunca te ha dado nada, ni siquiera unas monedas para pagar el té y los bocaditos que se ha tomado. Bermellón esperaba que le compensara los gastos con un par de buenos poemas, pero ahora me ha anunciado que nos cobrará todo a nosotras porque no ha sacado ningún beneficio de su momentánea generosidad. Tienes que usar la cabeza, Violeta. No caigas en la tentación de casarte con ese hombre. No es la mejor solución para tu futuro.

Antes de que Calabaza Mágica me expusiera sus reparos, yo había dudado de mis sentimientos hacia Perpetuo. Pero encontré un argumento para contradecir cada una de sus sospechas, y el amor en mi pecho se fortaleció por pura obstinación. Razoné que mis conversaciones con Perpetuo sobre sus ideas elevadas eran mucho mejores que la cháchara de los clientes sobre tratados portuarios e impuestos. Él admiraba mi mente, que yo siempre conservaría, mientras que la mayoría de los hombres sólo querían palabras amables que halagaran su virilidad. Cuando mi belleza se marchitara, esos hombres perderían su interés por mí, pero Perpetuo me seguiría queriendo, tanto si dormía a su lado en una cama como si yacía en una tumba. Calabaza Mágica quería hacerme esperar hasta que un repulsivo hombre rico hiciera de mí una de sus muchas concubinas. Prefería que interpretara escenas degradantes de novelas pornográficas antes que verme recitar un poema.

Al día siguiente, recibí una carta de Perpetuo con una de sus poesías. Era otra obra maestra.

Nubes vaporosas ocultan la montaña,

el límpido estanque refleja su majestuosidad.

Me explicaba que él era la montaña, que nadie comprendía, y yo el estanque, cuya profundidad era capaz de reflejar las mejores cualidades de la montaña. Esas dos líneas eran la declaración de amor de Perpetuo y su propuesta de matrimonio. Esperé tres días antes de contarle a Calabaza Mágica que había decidido casarme con él. No quería que arruinara mi nueva dicha con sus advertencias agoreras. Pero no pude eludir sus críticas.

—¿Me estás diciendo que sus mentiras te han nublado completamente el juicio? —dijo Calabaza Mágica—. ¡Vaporosa majestuosidad! ¿Qué clase de poema es ése? A ti te ha situado en el fondo del estanque y él se cree majestuoso por mirarte desde las alturas. Si te parece que ese poema es una obra maestra, entonces tienes una maraña poética en la cabeza que te impide pensar.

Al día siguiente, recibí una carta:

Adorado reflejo de mi alma:

En la aldea del Estanque de la Luna, no tendrás que padecer la decadencia de Shanghái, ni soportar a los arrogantes extranjeros, con sus costumbres groseras, sus platos de carne cruda, sus exigencias y sus insultos. No tendrás que recibir en tu habitación a hombres sin moral, ni tolerar a madamas intrigantes y a rivales insidiosas.

Todo es paz en mi aldea natal. Convivirás con personas como tú y todas las tardes verás ponerse el sol en un instante de gloria radiante, sobre un cielo rojizo que no queda oculto tras altos edificios construidos por los extranjeros.

¡Imagínalo, amor mío! Juntos tendremos todas las riquezas que necesitamos: la belleza de las montañas, el agua del estanque y el cielo que inspiró los poemas que te he escrito. Tendrás el respeto que merece la esposa en el hogar de un sabio, con cinco generaciones de la familia reunidas bajo un mismo techo de armonía.

La nuestra será sin duda una vida sencilla, y tú estás habituada a otras emociones. Pero me creo capaz de añadir algo más a lo que te he dicho hasta ahora, y es lo que yo te daré. Te daré mucho más de lo que me diste tú cuando me llevaste del dolor a la alegría. Te cubriré de poemas de alabanza, que te leeré poco antes de dormir y en el momento de despertar, cuando compartamos cada nuevo día como el principio de nuestro amor.

Calabaza Mágica arqueó una ceja.

—No hay duda de que el tipo sabe engatusar. Le sale sin esfuerzo. ¿Y esa tranquila vida en la aldea de la que tanto presume? ¡Qué horror! ¿Quién habría imaginado que el aburrimiento en medio de la nada podía tener tantas ventajas? Pero no te preocupes, porque esas cinco generaciones de la familia no dejarán que te aburras. Tendrás un sinfín de discusiones y un montón de gente a la que complacer, lo mismo que en una casa de cortesanas. Y tendrás que quemar incienso y hacer reverencias de la mañana a la noche para honrar a las diez generaciones de ancestros. La mesa del altar debe de medir por lo menos diez metros de largo. ¡No le contestes todavía!

—Ya lo he hecho. Le he dicho que sí.

—Entonces tendrás que escribirle de nuevo y decirle que te lo has pensado mejor.

—¿Por qué crees que puedes decidir sobre mi vida?

—Porque hoy hablé con Mansión y le pregunté por los negocios de Perpetuo. Me ha dicho que no sabe si tiene negocios porque nunca han hablado al respecto. Le pregunté por su familia, y me ha dicho que no la conoce y que sólo sabe que Perpetuo era primo segundo suyo por parte de su tío materno, que estaba casado con una hermana de una de las tías de Perpetuo. Me dijo que quizá su madre podría habernos dicho más acerca de la familia, pero que había muerto antes de conocer a ese pariente lejano. Le pregunté si sabía algo de la esposa fallecida de Perpetuo, y se sorprendió mucho porque era la primera noticia que tenía de que Perpetuo hubiera estado casado. Dijo que no le había mencionado nunca a ninguna esposa, pero en seguida añadió que los hombres no suelen hacer ese tipo de preguntas a sus parientes porque habría sido como acusarlos de ocultar algo. Y eso es precisamente lo que creo que está haciendo Perpetuo.

No logró hacerme cambiar de idea. ¿Qué iba a ser de mí si no aprovechaba esa oportunidad? ¿Dónde quedaría mi autoestima? Sólo las chicas jóvenes podían permitirse el lujo de esperar algo mejor. Tenía la oportunidad de conservar el respeto por mí misma y de ser respetada por los demás. Podría pasar el tiempo sin tener que preocuparme por el lugar donde viviría al mes siguiente, o al año siguiente o cuando fuera vieja. Tendría horas de ocio para sentarme en un jardín y reflexionar sobre mi vida, mi carácter y mis recuerdos de Edward y de Flora. Podría formarme opiniones y debatirlas de igual a igual con mi marido. Ningún hombre es perfecto. Yo tampoco era perfecta. Los dos nos encontraríamos con nuestros defectos y juntos aprenderíamos a perdonarnos y a aceptar nuestros fallos. Los dos llegaríamos cargados con nuestro dolor y nos consolaríamos mutuamente. Traeríamos con nosotros nuestras esperanzas, algunas imposibles y otras excesivamente sentimentales, y seríamos capaces de satisfacer algunas, tal vez incluso con un hijo. Si Perpetuo no era muy rico, al menos podríamos disfrutar de nuestra comunión espiritual, que es algo que no se puede comprar con dinero. Y tendríamos amor, no un amor apasionado, no el amor que había tenido yo con Edward, sino otro amor que sería nuestro. Ese amor perduraría y nos permitiría apoyarnos mutuamente para superar las dificultades que pudieran sobrevenirnos.

Yo apreciaba todo lo que Calabaza Mágica había hecho por mí a lo largo de los años. Había sido como una madre. Pero no necesitaba su aprobación. Ya me había amenazado con no acompañarme a la casa de mi marido. En el pasado no había cumplido casi nunca sus amenazas. Pero esta vez temí que las cumpliera, sobre todo después de enterarse, como me había enterado yo unos días antes, de que la casa familiar de Perpetuo estaba en una aldea llamada Estanque de la Luna, situada a casi quinientos kilómetros de Shanghái.