Capítulo 8

Las dos señoras Ivory

Shanghái

Marzo de 1919

VIOLETA

Después de la muerte de Edward, me sentaba todos los días en el banco de piedra para leerle en voz alta a Florita y hablarle de lo mucho que su padre la había querido. Ella me miraba con expresión concentrada, como si de verdad entendiera lo que le estaba diciendo. Al cuarto día, oí que golpeaban la puerta de la verja. Dejé el libro para ir a abrir y me encontré con un hombre de expresión solemne, con aspecto de sepulturero.

Se quitó el sombrero y se presentó como el señor Douglas, del bufete de abogados Massey & Massey, que llevaba los asuntos de la Naviera Ivory.

—Permítame que le exprese mi más sentido pésame —declaró—. Es muy triste reencontrarnos en estas trágicas circunstancias.

Rebuscando en la memoria, recordé que Edward y yo habíamos ido a ver a un abogado para consultarle si la carta de Lu Shing en la que me ofrecía su casa era base legal suficiente para reclamar más adelante la herencia. Pero el hombre que había venido a visitarme no se parecía en nada al que habíamos visto entonces.

—Debería haber venido antes —dijo—, pero la preparación de los documentos ha llevado cierto tiempo. Como seguramente sabrá, antes de morir, el señor Ivory tomó algunas disposiciones financieras a favor de su hija y de usted.

Me enteré entonces de que Edward había escrito una carta a sus abogados y que Carnerito había ido a entregarla. La fecha correspondía al día del comienzo de su enfermedad, seis días antes, cuando había dicho que no tenía apetito. Ya entonces sabía que iba a morir.

El abogado me puso delante los documentos. Edward había estipulado que, en caso de muerte, todos sus depósitos bancarios en Shanghái fueran transferidos de inmediato a una nueva cuenta, abierta a nombre de su hija, Flora Ivory. Su esposa y madre de su hija tendría plena capacidad de disposición sobre la cuenta, en calidad de persona autorizada, sin perjuicio de lo que pudiera recibir a título de herencia.

El señor Douglas se inclinó para mirar a Flora.

—¡Qué niña tan bonita! Se nota el parecido con usted y también con el difunto señor Ivory.

Me entregó entonces un folio cubierto de densa tipografía, donde destacaban los nombres escritos a mano y un importe: cincuenta y tres mil setecientos sesenta y cinco dólares.

—Solamente tiene que firmar aquí para expresar su acuerdo.

Era una suma excepcional de dinero, suficiente para toda una vida. Edward había sido muy listo al indicar que la cuenta bancaria se abriera a nombre de Flora. Ella era su heredera y nadie podría quitarle nunca el dinero. Pero me quedé mirando el nombre escrito al pie del folio: Minerva Lamp Ivory.

—Espero haber escrito correctamente su nombre —dijo el abogado—. Lo encontré en los archivos del bufete. Sólo falta verificar que coincida con el nombre que figura en su pasaporte.

Edward jamás habría estado de acuerdo en decir que Minerva era la madre de su hija. La sola idea lo habría puesto furioso, lo mismo que a mí. Yo habría querido declarar la verdad, pero me dije que podía ser peligroso.

—El nombre está bien escrito, señor Douglas, pero en este momento no puedo enseñarle el pasaporte porque me lo han robado. Ya se lo he comunicado a un funcionario del consulado y le he dicho que pronto iré a renovarlo…, pero estos días han sido muy difíciles.

Lágrimas auténticas rodaron por mis mejillas. No podía hablar.

—Si nos lo permite, podríamos tramitarlo por usted —dijo el señor Douglas—. Nadie puede pedir a una viuda reciente que abandone su casa. Seguramente el consulado tendrá en sus archivos el registro de su pasaporte y su visado. Sólo necesitaremos una fotografía.

—Es usted muy amable. Pero lamento decirle que nunca registré mi pasaporte en el consulado. Cuando bajé del barco, estaba ansiosa por reencontrarme con mi marido y me descorazonó ver la larguísima cola que se había formado delante del control de pasaportes. Hablé con un guardia, fingí sentir náuseas y le rogué que me ayudara a encontrar un baño. Desde allí, me escabullí y salí. Ya sé que hice mal. Pero me pareció que no había mucha diferencia entre hacer los trámites en ese momento o dejarlos para más adelante. Edward y yo teníamos pensado remediar mi omisión cuando inscribiéramos a Florita como ciudadana americana. Fue entonces cuando descubrí que mi pasaporte había desaparecido del cajón. Tengo la sospecha de que me lo sustrajo una sirvienta que dejó la casa hace un mes.

—No es la primera vez que nos encontramos con este problema. Los pasaportes estadounidenses se pagan muy bien en el mercado negro. Pero podré conseguirle uno nuevo con la ayuda de un funcionario que conozco en el consulado. Él confía en mi palabra y yo puedo asegurarle que usted es, en efecto, Minerva Lamp Ivory. Puedo testificar que el propio señor Ivory me la presentó como su esposa, la señora Ivory. Por cierto, ¿ha hecho algo más respecto a su tío y la casa que quería dejarle en herencia?

Sólo entonces caí en la cuenta de que ya conocía al señor Douglas. Desde nuestro último encuentro, el abogado se había recortado la rebelde cabellera y se había afeitado la barba.

—Tramitaremos a la vez la partida de nacimiento —dijo el barbilampiño señor Douglas—. ¿Cuál es el nombre completo de la niña?

—Flora Violeta Ivory —dije yo sin dudarlo—. Lo eligió mi marido.

—Un nombre muy bonito. Dulce y delicado. Sólo necesitaré una fotografía suya. ¿Tendrá una por casualidad?

Subí a mi dormitorio y encontré una tarjeta de las que solía regalar a mis pretendientes y clientes permanentes. Aparecía yo, engalanada con un vestido ceñido y reclinada de forma provocativa sobre un pedestal, en un estudio fotográfico. Recorté con cuidado la cara. El resultado, mucho menos lascivo, era una imagen muy mejorada de Minerva Lamp Ivory.

Cuando el abogado se marchó, me senté en el banco de piedra, mareada por el esfuerzo de maquinar mentiras. Yo podía ser una actriz excelente para interpretar los engaños y las fantasías de una casa de cortesanas, pero no me creía capaz de seguir fingiendo en asuntos profundamente dolorosos, que además ponían en juego el futuro de mi hija. Carnerito me trajo el té. Le pregunté si había estado presente mientras Edward escribía la carta.

Asintió.

—Me pidió que guardara el secreto para que usted no se preocupara. Yo no sabía qué decía la carta.

—¿Estaba muy enfermo cuando la escribió?

—Tenía fiebre y le dolía la cabeza. Me pidió una aspirina. Pero tenía la mente clara.

Esa noche tuve una visión beatífica de Edward mientras escribía la carta. Al principio su imagen era resplandeciente, pero después, al acercarse al final de la página, se fue desvaneciendo hasta confundirse con las sombras. De repente, volvió a aparecer, totalmente deslumbrante. Esta vez, la aparición me dejó al desvanecerse una sensación de paz que tuve la seguridad de poder invocar en ocasiones futuras. Pensé que quizá me había quedado dormida y lo había soñado todo. Pero aun así no me importó. Lo que sentía era verdadero.

Tenía que escribir una carta a la familia Ivory para comunicar la triste noticia. ¡Ojalá Edward hubiese podido ayudarme! Era el único hijo de sus padres y lo idolatraban. ¿Por quién debía hacerme pasar? ¿Por un médico, quizá el inútil doctor Albee? ¿O por el funcionario que establece las normas y aplica los reglamentos para el transporte de los difuntos?

Calabaza Mágica me trajo una carta.

—Es de Lu Shing. ¿Quieres que la tire?

—No, no necesito protegerme de nada que pueda decirme Lu Shing. Lo peor ya ha pasado. Cualquier otra cosa me parecerá una tormenta pasajera en comparación.

Querida señora Ivory:

Permítame expresarle mi profundo pesar por el deceso de su marido, hijo de unos amigos que conozco desde hace más de veinte años. Espero que siga residiendo en la casa. He tomado todas las medidas necesarias para que disfrute de cierta comodidad ahora y en el futuro. Si necesita cualquier tipo de ayuda en asuntos importantes o menores, no dude en hacérmelo saber.

Atentamente,

LU SHING

Me llamaba «señora Ivory», reconociendo de ese modo la distancia entre nosotros y mi nueva condición de esposa y viuda de Edward. Le envié una respuesta para solicitarle que escribiera una carta a la familia Ivory (sus buenos amigos desde hacía más de veinte años) en la que les anunciara que Edward, su hijo adorado, había sucumbido a la gripe española en un final rápido y sin sufrimiento. Le pedí a Lu Shing que no nos mencionara a Florita ni a mí.

En otro tiempo lo había vilipendiado por no reconocer mi existencia, y ahora yo misma le pedía que me siguiera ignorando.

Mi pasaporte llegó al día siguiente, junto con la partida de nacimiento de la pequeña Flora. Sentí náuseas al leer la mitad inferior del documento.

Flora Violeta Ivory, nacida el 18 de enero de 1919, en Shanghái, China

Padre: Bosson Edward Ivory III, empresario

Edad: 26. Raza: Blanca. Lugar de nacimiento: Croton-on-Hudson, Nueva York

Madre: Minerva Lamp Ivory, sus labores

Edad: 23. Raza: Blanca. Lugar de nacimiento: Albany, Nueva York

Me consagré al futuro de Florita. Ella no debía conocer mi pasado, ni las circunstancias de su nacimiento. Me rehíce para convertirme en Minerva Lamp Ivory, esposa legal y viuda de Edward. Para interpretar mi personaje sin despertar sospechas, la nueva señora Ivory dejó de hablar chino en público. Su peinado era diferente del mío: una melena corta y ondulada, con la raya marcada en el costado opuesto al que era natural para mí. Lucía ropa bien cortada, pero conservadora y más bien anticuada para mi gusto. Se hizo socia del Club Americano, donde asistía a tediosas meriendas para señoras, escuchaba conferencias sobre la compra de porcelana, participaba como voluntaria en la recaudación de fondos para los refugiados rusos y explicaba repetidamente, con genuino dolor, que su marido había muerto de gripe y que vivía sola, con su única hija, en una casa de la avenida de la Fuente Efervescente. El nombre de la avenida era suficiente para dar a entender que la señora Ivory era una persona acaudalada.

Durante el día, Florita y yo caminábamos por el parque, íbamos al cine para extranjeros y paseábamos en coche por el Bund, donde se levantaba el edificio de la Naviera Ivory. Al principio, mi papel de Minerva Ivory me ponía terriblemente nerviosa. Con frecuencia veía rostros de mujer que emergían entre la multitud y se me quedaban mirando fijamente. Cada rostro desaprobador era diferente del anterior, pero todos eran extranjeros y todos parecían decirme que conocían mi verdadera identidad. Recordé que mi madre me había dicho que nunca hiciera caso de los que me criticaran y que era libre de pensar por mí misma. Pero eso ya no era cierto. No era libre porque tenía que pensar en la pequeña Flora.

No tenía ningún amigo de verdad, aparte de Calabaza Mágica. Desde la muerte de Edward, mi amiga había suavizado sus modales y era mucho más solícita y menos crítica conmigo. En otra época se había negado a ser el aya de Florita, pero ahora se preocupaba porque la niñera se estaba quedando sorda. Varias veces la había llamado cuando estaba mirando hacia otro lado y no se había vuelto para responderle. ¿Qué pasaría si Florita la llamaba y no la oía? Por eso insistía en acompañarnos en nuestras salidas.

—Si tú eres capaz de fingir que eres una mujer que no quieres ser, entonces yo puedo fingir que soy la niñera de la pequeña —me decía.

En las tiendas, Calabaza Mágica compraba té de buena calidad para nosotras y lana de vivos colores para el aya, que pasaba el día tejiendo vestiditos, patucos, gorritos, abrigos, mantas y guantes para Florita. Un día llevamos toda la ropa vieja al Club Americano, que enviaba los donativos a una lista rotatoria de obras de caridad para los pobres. Me enteré con alegría de que una de esas obras era el orfanato para niñas mestizas.

—¿Podría pasar por blanca alguna de esas niñas? —pregunté a la mujer encargada de las donaciones.

—He visto algunas que a primera vista podrían parecer tan blancas como cualquiera de nosotras —dijo—. Pero cuando las miras un poco mejor, te das cuenta de que tienen los ojos rasgados, o los labios demasiado gruesos, o un tono de piel que tiende al amarillo.

Por su respuesta, me di cuenta de que consideraba inferiores a esas niñas por tener sangre china. Precisamente por eso, yo vivía en la incesante preocupación de que se descubriera mi origen chino. De niña había sufrido, me había avergonzado y había sospechado ofensas e insultos cada vez que alguien se dirigía a mí. Yo no pertenecía a la buena sociedad de ninguno de los dos mundos. Pero Florita siempre sabría cuál era su lugar y no tendría que dudar nunca.

Una tarde, al volver a casa, oí la aguda risa de Flora en la biblioteca. Encontré a Calabaza Mágica arrodillada con ella delante de una mesa baja, donde había colocado una fotografía de Edward, cuencos con incienso y platos con dulces y fruta fresca. Sostenía en la mano varitas de incienso que desprendían espirales de humo.

—Ojalá tu Edward viviera para escuchar mis palabras de agradecimiento —me dijo—. Pero al menos puedo enviarle mi admiración, allí donde esté.

Edward habría considerado su ofrenda un hermoso homenaje. Me pregunté si la pequeña Flora creería algún día que los encantamientos chinos para conjurar espíritus eran supersticiones de un pueblo atrasado.

SEPTIEMBRE DE 1922

Habían transcurrido tres años y medio desde la muerte de Edward.

La sensación de tenerlo vivo a mi lado se iba desvaneciendo. Un mes después de su muerte, parecía como si hiciera mucho tiempo que nos había dejado y a la vez como si no hubiera pasado nada más que un instante. Yo notaba el paso de los meses por la ropa nueva que la niñera le tejía a Florita: verde y amarilla en abril, amarilla y azul en julio, morada y rosa en septiembre… Observaba la sucesiva floración de las diferentes plantas del jardín, veía a los árboles perder las hojas y cómo se cubrían sus ramas de brotes nuevos. También contaba las veces que Flora me tendía los bracitos para que la levantara, o que se volvía y me sonreía, o que venía corriendo hacia mí con sus piernecitas, y esas veces se fueron volviendo tan incontables como el número de días transcurridos desde que Edward se había marchado.

Encontré el diario que había empezado él justo antes de morir. ¡Qué pena que no hubiese tenido tiempo de rellenar un centenar de libretas más! Utilicé esa última para anotar las palabras nuevas que aprendía Florita, sus frases graciosas y sus ideas precoces. Al cabo de poco tiempo, me vi desbordada. Habría tenido que pasar el día entero escribiendo todo lo que la diferenciaba del resto de los niños. Yo compartía su maravillado asombro por todos los juguetes que le encantaban: la muñeca de trapo, las bolas que encajaban en los huecos de un tablero de madera y, más adelante, cuando cumplió tres años, el cuaderno de dibujo, donde trazaba lluvias de colores y líneas enmarañadas.

Conservé el hábito de Edward de leer los periódicos. Todos los días, Corderito me traía dos: uno chino y uno occidental. No tenía a nadie con quien comentar los acontecimientos del día, excepto Calabaza Mágica, que al principio no mostraba ningún interés en analizar la actualidad. Sin embargo, cuando apareció la noticia del asesinato de una niña occidental y le leí las reacciones de indignación que el crimen había suscitado en la Concesión Internacional, protestó airadamente, diciendo que si hubieran matado a un millar de niñas chinas, a nadie le habría importado. Le di la razón, aunque me preocupaba que el asesino, que aún no había sido hallado, viniera a llevarse a Florita. A partir de entonces, Calabaza Mágica empezó a opinar sobre todas las noticias que le leía.

Fuera de nuestro refugio, Shanghái estaba cambiando. Había más de todo, y todo era más moderno, más elegante, más lujoso, más extraño y más emocionante. Las mansiones eran más grandes y había muchos más automóviles, símbolo de la riqueza de sus propietarios. También había estrellas de cine y todo lo que hacían se volvía instantáneamente popular. Las tres películas que habíamos visto Calabaza Mágica y yo trataban de jóvenes inocentes que llegaban engañadas a la gran ciudad, donde las obligaban a prostituirse.

Calabaza Mágica lloró durante toda la primera cinta, sin dejar de susurrar:

—Es lo mismo que me pasó a mí…

Pero al final se quejó:

—Esos finales felices no suceden nunca en la vida real.

Y después de la segunda película, comentó:

—Muchas chicas se han quitado la vida por esa misma razón.

Yo contemplaba la transformación de Shanghái con los ojos de una madre. Para proteger a Florita, necesitaba saber dónde estaban los peligros. La ciudad soportaba la tensión de la convivencia entre chinos y extranjeros, que hacían lo posible por ignorarse mutuamente. Algunos días parecía como si el aire fuera a encenderse y a estallar entre ambos grupos. Los estudiantes universitarios encontraban cada vez más razones para protestar por los privilegios de los extranjeros y por el mal trato que recibían los trabajadores chinos. La última novedad era la campaña anticristiana, cuyos signos observábamos con atención por si se extendía y se agravaba, como había sucedido durante la rebelión de los bóxers. Yo temía que estallara la violencia y pusiera en peligro a la pequeña Flora. Mi vida había cambiado tras la abdicación del emperador. Durante una revolución, había héroes y enemigos, pero también había rufianes que se apropiaban de todo lo que podían mientras los demás estaban distraídos luchando. Hasta ese momento, las protestas se habían traducido en huelgas, pero no en violencia. La huelga más larga empezó poco después de la firma del tratado de paz de París.

—Si yo fuera una persona instruida —dijo Calabaza Mágica—, probablemente me haría revolucionaria ahora mismo.

Me preguntaba qué habría pensado Edward de Woodrow Wilson si hubiera vivido más tiempo. En lugar de devolver a China la provincia de Shandong, los Aliados habían permitido que Japón la siguiera ocupando y controlando. Mientras Estados Unidos y Europa celebraban el tratado de paz, los estudiantes de Shanghái llamaban a la huelga, y los obreros y comerciantes les respondían paralizando la ciudad. Después de varios meses de protestas, Calabaza Mágica decía bromeando que ella también debería declararse en huelga. No podíamos comprar nada ni ir al cine. No encontrábamos gasolina para el coche. Me preocupaba lo que oía en las meriendas con las señoras del Club Americano. A ellas no les parecía mal que los japoneses conservaran la provincia de Shandong. Después de todo, Japón había entrado en la guerra contra Alemania antes que China, y los japoneses también eran buenos gestores. A los extranjeros les parecía asombroso que el gobierno chino hubiese dado prácticamente por asegurada la recuperación de la provincia.

A mí me asombraba sobre todo mi propia reacción. Por muy estadounidense que yo fuera (o quisiera ser), China era, en mi corazón, mi patria. En mi opinión, los Aliados le habían jugado una mala pasada a China. Eso no quería decir que mis sentimientos hacia Estados Unidos no fueran patrióticos, pero no me gustaba la política de Woodrow Wilson.

¿Qué habría pensado Edward al respecto? No podía adivinarlo. En otra época, habíamos sido capaces de intuir lo que pensaba el otro. Pero había pasado más tiempo desde su muerte que todo el tiempo que habíamos estado juntos, y a veces tenía la sensación de que casi no lo había conocido. Sabía cada vez menos de él porque cada día aumentaba lo que habría deseado saber. Sin embargo, estaba segura de que lo seguiría amando siempre. Él había sido el caballero romántico que había salvado mi vida, el hombre que me conocía mejor que nadie y había sabido disipar todas mis dudas y convencerme de que su amor era verdadero.

A través de Florita, volvía a estar conmigo. Pensaba en él cada vez que un pequeño episodio cotidiano captaba mi atención y entonces sentía que esos momentos eran suyos. Esa misma mañana, una mosca se había posado en la tostada de Florita y ella, después de observarla, me había preguntado por qué decía yo que las moscas eran sucias, cuando siempre se estaban lavando las manos. La pequeña Flora transformaba con su humor y su mirada maravillada unos momentos que de otro modo habrían sido vulgares y aburridos. Edward se habría reído mucho con ella. Podía verlo claramente con los ojos de la imaginación.

Tanto físicamente como por su modo de ser, la pequeña Flora se parecía a Edward. Su pelo liso era del color del trigo maduro, con sus mismos matices de sol y de sombra, y la cabellera se le balanceaba sobre la espalda cuando corría con sus robustas piernecitas. Sus ojos de color avellana tenían la mirada profunda de su padre. Sus finas orejitas eran de un rosa casi traslúcido. Edward me había dicho que las expresiones de la niña le recordaban las mías: el ceño fruncido por la preocupación o el disgusto, la sonrisa irreprimible, el mentón firme del empecinamiento y la boca abierta por el asombro.

Un día vi que Florita arrancaba una hortensia en el jardín y se quedaba mirando sus cientos de pétalos. Después la apretó entre las manos, observó maravillada su interior y la levantó triunfante, como si acabara de descubrir el secreto de la vida. Así me miraba Edward cuando se quedaba fascinado contemplando mi cara.

Yo quería transmitirle a Florita mis mejores cualidades: honestidad, perseverancia y curiosidad. Pero también quería evitarle mi lado malo, las contradicciones que albergaba en mi interior y que se traducían en deshonestidad, desesperanza y escepticismo. No quería que dudara como yo entre su idea de sí misma y la idea que de ella se hacían los demás. No quería que fuera una imagen cautiva en un cuadro, como había sido mi madre.

Antes de su nacimiento, yo creía que mi pequeña Flora iba a ser la niña que yo debía haber sido. Pero no era así. Ella era distinta e independiente de mí. ¡Qué afortunada me sentía!

Un día cualquiera, el más corriente de los días, se presentaron en casa tres visitantes inesperados.

Era 16 de septiembre por la tarde y hacía mucho calor. Estábamos en el jardín, a la sombra del olmo. Carnerito había sembrado césped alrededor del árbol, y las violetas que yo había plantado sobre la tumba de Edward tres años y medio antes se habían extendido como la mala hierba y ahora crecían bajo el banco de piedra, por toda la extensión de césped y a los lados del sendero. Habíamos sacado al jardín un sofá, dos sillas de mimbre, un par de mesas bajas y un mantel. Nuestra merienda había terminado y yo estaba sentada en el sofá, leyendo un artículo de una revista, mientras Florita dormía la siesta con la cabeza apoyada sobre mi regazo. Tenía el pelo recogido con dos cintas de color violeta. Calabaza Mágica se abanicaba furiosamente. La niñera también se había quedado dormida, sosteniendo aún las agujas de punto, tras comenzar la labor de un vestido nuevo para Florita. Por encima de la estridencia de las cigarras, oímos el crujido de unos neumáticos sobre la grava, una puerta que se cerraba de golpe y un vocerío. Carnerito soltó un grito y, un instante después, vino corriendo a donde estábamos. Sólo tuvo tiempo de decirme que tres personas habían entrado a la fuerza y exigían verme de inmediato.

Ahí estaban. Eran tres occidentales, vestidos de manera muy poco adecuada para un día caluroso: un hombre alto con gafas y bigote, una señora de mentón masculino y frente abombada y una joven de pelo rubio y cara inexpresiva, que nos miraba alternativamente a Flora y a mí. No los invité a que pasaran y se guarecieran del sol a la sombra de los árboles. Levanté a Florita y la abracé contra mi pecho. Ella se despertó y protestó un poco en voz baja al verse arrastrada fuera de sus sueños.

—¿Es usted Minerva Lamp Ivory? —preguntó el hombre.

Cuando yo respondí que sí, la mujer de mandíbula cuadrada declaró:

—¡Mentira! Minerva Lamp Ivory es ésta —afirmó, señalando a la mujer más joven—, y Bosson Edward Ivory III era su marido.

Edward había descrito muy bien a Minerva. No había nada en ella que hubiera podido cautivarlo. En sus ojos no había chispa vital ni inteligencia, y su rostro no expresaba prácticamente nada, aparte de desconcierto e incomodidad. Tenía los labios apretados, como una niña a la que hubieran ordenado que se estuviera callada. Aparentaba unos treinta y cinco años, aunque yo sabía que era más joven, y vestía como una escolar, con blusa blanca y falda gris de tablas. El húmedo flequillo de pelo rubio se le había pegado a la frente.

El hombre se presentó como el señor Tillman, abogado estadounidense con bufete en Shanghái. Me entregó un documento con densos bloques de letras diminutas y, acto seguido, pronunció con voz monótona los cargos que pesaban sobre mí:

SUPLANTACIÓN DE LA IDENTIDAD DE LA SEÑORA MINERVA LAMP IVORY, ESPOSA DE BOSSON EDWARD IVORY. FRAUDE Y MALVERSACIÓN DE FONDOS. HURTO. RETENCIÓN ILEGAL DE FLORA VIOLETA IVORY, HIJA DE BOSSON EDWARD IVORY III Y DE MINERVA LAMP IVORY.

Tuve que recurrir a toda mi presencia de ánimo para no parecer alterada. Esperaba ese día y había imaginado muchas versiones de ese momento.

—Han irrumpido en esta casa sin ser invitados, por lo que les ruego que se marchen —dije—. Si quieren discutir cualquier asunto, podemos concertar una cita en el despacho de sus abogados.

Les señalé con un gesto el portón de la verja. Después, le expliqué a Calabaza Mágica en pocas palabras lo que estaba pasando y le indiqué que entrara rápidamente en la casa y pidiera a Carnerito y a Radiante que cerraran todas las puertas con pasador. Cuando me disponía a marcharme del jardín, Tillman me bloqueó el paso y me dijo que no podía llevarme a la niña. Entonces Calabaza Mágica se le encaró, irguiendo la espalda como si pudiera igualar su altura.

—¡Que os follen a ti, a tu perro y a tu madre! —le espetó en chino al abogado.

Florita la regañó en chino por decir palabras feas y Calabaza Mágica, señalando a los tres visitantes, le dijo:

—Son malos. Diles que se vayan.

La pequeña se volvió para mirarlos y repitió en chino las palabras de Calabaza Mágica. Las dos mujeres se quedaron boquiabiertas. Flora se volvió hacia mí, me echó los bracitos al cuello y lloriqueó un poco, quejándose del sol. Yo le susurré que en cuanto se fueran esas personas, iríamos a la heladería.

Entonces Florita levantó la vista y les dijo en inglés:

—¡Idos ya!

Una vez más, las dos mujeres parecieron estupefactas. Florita se comportaba como un pequeño duende. La mujer mayor le dio un codazo a la más joven para animarla a actuar.

—Flora… —dijo Minerva con voz débil mientras daba un paso hacia nosotras.

Florita la miró con suspicacia.

—No te atrevas a acercarte a mi hija —dije—. ¿No ves que la asustas?

—Tenemos pruebas de que usted no es la madre de la niña —dijo el abogado en su tono lacónico, al tiempo que sacaba otros dos documentos—. Aquí tenemos la partida de nacimiento de Minerva Lamp Ivory. —Me la tendió y yo la dejé caer al suelo—. Y ésta es Minerva Lamp Ivory —añadió, señalando con un gesto a la inexpresiva Minerva, antes de agacharse para recoger el certificado.

Intervino entonces la mujer de más edad:

—Mi nombre aparece registrado como madre de Minerva. Soy Mildred Racine Lamp y puedo asegurarte que no soy tu madre —me dijo con una sonrisa.

—No sabe cuánto me alegro de que no lo sea, señora Lamp —repuse, y su reacción fue la que yo pretendía.

El señor Tillman me enseñó el otro documento.

—Ésta es la partida de nacimiento de Flora Violeta Ivory. —Me negué a mirarla—. El padre es Bosson Edward Ivory III y el nombre de la madre que figura en el registro es el de Minerva Lamp Ivory. Creo que ya ha visto antes este documento. Nos lo han enviado del consulado de Estados Unidos.

Le hablé directamente a Minerva. Era la más débil.

—¿Quieres decir que has dado a luz a mi hija mientras estabas en Nueva York? ¿Salió esta niña de tu vientre? ¿Acaso fue un milagro religioso?

Minerva empezó a hablar, pero su madre la interrumpió, diciendo que el abogado debía contestar por ella.

—Estamos hablando de registros legales, y no de biología —dijo Tillman—. ¿Alega usted que los nombres inscritos en los certificados no son los registrados originalmente? De ser así, tendrá que defender su afirmación ante el tribunal de Estados Unidos en Shanghái.

—Ustedes pretenden robarme a mi hija. —Observé que la señora Lamp llevaba al cuello una cadenita con un crucifijo—. Y eso sería una maldad condenada por Dios.

—¿Quién eres tú para acusarnos de maldad? —replicó ella—. Te has hecho pasar por Minerva para quedarte con el dinero de Edward. El nombre de Minerva Ivory figura en el pasaporte de Edward, en la partida de nacimiento de la niña y en la cuenta bancaria: Minerva Ivory, esposa de Bosson Edward Ivory III. Tenemos la partida de matrimonio que así lo atestigua. Tú no eres más que la amante mestiza de Edward, la mujer que lo engatusó para ser su concubina. ¿Es ésa la palabra que usáis aquí, no?

—Una relación informal —intervino Tillman— no confiere derechos legales sobre el patrimonio. Todos los derechos corresponden a la persona que figura en los registros.

Le respondí con voz temblorosa.

—Edward escribió una carta. La escribió de su puño y letra, en su lecho de muerte, y en ella expresa su voluntad de que todo el dinero sea para su hija, Flora Ivory, y de que la madre de la niña sea la administradora. Yo soy la madre de la niña, y eso no lo puede cambiar usted con todo su palabrerío jurídico.

Sentí que recuperaba la confianza.

—Tuvimos ocasión de analizar la carta en las oficinas de Massey & Massey. El señor Douglas nos la enseñó cuando comprendió que su bufete estaba involucrado involuntariamente en un caso de fraude. La carta no menciona ningún nombre, excepto el de Flora.

—Veo que te has dado la gran vida con el dinero de Edward y Minerva —dijo la señora Lamp—. Una gran mansión… —Señaló a su alrededor con una mano—. Sirvientes… Y un automóvil de lujo que perteneció a Edward Ivory y que ahora es propiedad de su viuda, Minerva Ivory, su verdadera viuda.

—Esta casa pertenece a mi padre, Lu Shing.

—Nunca hemos oído hablar de ningún Lu Shing.

—Ustedes lo conocían como Shing Lu. Habían entendido su nombre al revés.

Tillman hizo un leve gesto de asentimiento, mirando a la señora Lamp y a Minerva.

—Es la costumbre china: anteponen el apellido al nombre de pila —les explicó.

Noté la contrariedad de las dos mujeres al ver que el abogado me daba la razón en algo. Por fin había ganado un poco de terreno.

—Lu Shing me ha concedido el usufructo de esta casa durante todo el tiempo que yo quiera —continué—. Y también la heredaré. Tengo su palabra por escrito.

Recordé la carta. ¿Dónde estaría? Edward había dicho que guardaría las dos cartas en un lugar seguro, donde nadie pudiera encontrarlas. Pero ¿cuál sería ese lugar?

—En China, las hijas de las concubinas no figuran en la línea sucesoria —dijo Tillman—. Además, los hijos varones siempre tienen prioridad.

—Aparte de los derechos que nos asisten, tenemos una obligación moral —dijo la señora Lamp—. Flora merece ser criada con dignidad y respeto en un hogar legítimo, y no en la casa de una prostituta. Si de verdad quieres a esa niña, no puedes pretender egoístamente que se quede contigo.

Tillman la interrumpió.

—Antes tenemos que tratar otros asuntos.

Me había enseñado solamente algunas de sus bazas. Por lo visto, había otros asuntos. Me había tendido una sucesión de trampas legales.

—Si existe una carta escrita por el señor Lu Shing, seguramente podrá presentarla como prueba. ¿La reconoce en esa carta como su hija, legítima o ilegítima? No hemos encontrado ninguna prueba documental de su nacimiento, ni en el consulado de Estados Unidos, ni en los diversos registros chinos. Difícilmente podrá hacer usted reclamaciones si ni siquiera puede probar su existencia.

La señora Lamp se echó a reír.

Me puse furiosa. ¡Claro que había un certificado de mi nacimiento! Mi madre había asegurado que se lo habían robado de su despacho. Yo misma la oí decir que me había inscrito en el registro consular con el apellido del hombre que era su marido en aquel entonces, algo parecido a «Tanner». No podía estar segura porque desde la sala del bulevar no lo había oído con claridad. En cuanto a la carta de Lu Shing, no pude recordar lo que decía exactamente, por mucho que me esforcé. Todas mis pruebas dependían de retazos de recuerdos.

—Otro aspecto que el tribunal querrá considerar es que Edward Ivory tenía una firme relación de amistad con el señor Lu Shing mucho antes de conocerla a usted. Lu Shing era amigo de la familia Ivory desde hacía más de dos décadas. Había vivido en su casa durante varios años como su protegido y mantenía desde entonces una amistosa correspondencia con el señor Ivory. Precisamente en atención a esa amistad, el señor Lu Shing ofreció alojamiento en Shanghái a Edward, el hijo del señor Ivory. Hay cartas que lo demuestran.

—Pueden preguntárselo directamente al señor Lu Shing —dije yo—. Hablen con él. Tengo el número de teléfono de su oficina.

Confiaba en que los remordimientos de Lu Shing fueran mi salvación.

—Ya hemos llamado a su oficina —respondió Tillman—. El señor Lu Shing ya no es el propietario de la que fuera su empresa, que fue absorbida por una firma japonesa hace dos meses, tras declarar la quiebra. Después de la bancarrota, el señor Lu Shing abandonó el país. La última vez que se comunicó con su antiguo director general se encontraba en Estados Unidos.

—Dígale a esta mujer que sabemos cómo se ganaba la vida —intervino la señora Lamp.

—Hemos averiguado que ejercía usted el oficio de cortesana. Como bien sabe, no es una ocupación ilícita en la Concesión Internacional, por lo que no podemos presentar ningún cargo en ese sentido. Sin embargo, si insiste en conservar a la niña, cuestionaremos su solvencia moral para educarla y el ambiente donde la obligaría a crecer.

Mientras tanto, Calabaza Mágica me decía a gritos que llamara a la policía y que echara a los sinvergüenzas extranjeros a patadas en el culo.

—Sea razonable, señorita Minturn —prosiguió Tillman, que por lo visto incluso sabía mi nombre—. La familia Ivory está dispuesta a hacerle una oferta generosa. Retirará todos los cargos y no le exigirá que devuelva el dinero que ha gastado si le entrega hoy mismo a Flora. Dentro de poco estará usted en la calle y sin dinero. No tiene argumentos jurídicos para defenderse de las acusaciones. Perderá el juicio, irá a la cárcel por robo y el juez concederá la custodia de Flora a la familia Ivory. Si intenta huir con la niña, tendrá que responder por el secuestro de una menor que legalmente pertenece a la familia Ivory. Hay agentes de policía apostados junto a la verja. Sin embargo, si entrega hoy a la niña, estará haciendo lo mejor para ella. La pequeña tendrá una vida privilegiada en América. Será hija legítima y disfrutará de una vida desahogada en el seno de una familia de la mejor clase social.

Calabaza Mágica seguía insistiendo en que debíamos echar a patadas a los intrusos. Aún no conocía la devastación que nos aguardaba a la pequeña Flora y a mí.

—Quizá pudiera llegar a aceptar en mi corazón que lo que usted propone es lo mejor para ella. Pero ¿cómo voy a entregarles mi hija a las personas que Edward más despreciaba? Él vino aquí, a China, para huir de unos desalmados como vosotros. Tú, Minerva, lo engañaste diciéndole que estabas embarazada para que se casara contigo y así poder conseguir el dinero y el prestigio de la familia Ivory. Después tu madre te aconsejó que fingieras un aborto espontáneo. Fue una conspiración y una manipulación. Mentisteis con el único propósito de que Edward se sintiera obligado a hacer lo mejor para el niño que supuestamente estaba en camino. Él quería ser bueno y comportarse como un hombre honorable, pero cuando tú le contaste que todo había sido un engaño, fue como burlarte de su bondad. Tú le repugnabas en todos los sentidos y, aun así, seguiste maquinando para que volviera a tu lado. Pero él jamás te habría tocado.

El señor Tillman miró a las dos mujeres. Minerva estaba conmocionada. La señora Lamp, en el tono precipitado de quien intenta arrinconar la verdad, declaró:

—Todo eso es mentira y no pienso oír ni una palabra más. No la escuches, Minerva. Coge a Flora y vámonos ya.

Pero Minerva se había quedado helada. Observé que le temblaba el labio inferior.

—Tú sabes que lo que digo es cierto. Te dejó a ti y abandonó la casa de sus padres porque no soportaba tu egoísmo y tus manipulaciones. Ahora quieres robarme a Flora, y eso prueba que eres tan detestable como él pensaba. Tienes tus documentos y tus certificados con vuestros nombres y vuestros datos odiosos, pero no son más que palabras y todo el resto es falso. Edward jamás habría querido que su hija viviera con las personas a las que tuvo que abandonar porque le daban asco. Esta niña es fruto del amor que sentíamos el uno por el otro. Vosotras queréis envolverla en vuestras telarañas y tejer vuestras mentiras a su alrededor hasta sofocar su alma. No pienso entregárosla. Podéis detenerme y encerrarme en un calabozo. Pero nunca os la daré por mi voluntad.

No podía soportar mirarlas porque sabía que pronto Florita estaría con ellas. Estreché a mi hija con más fuerza, sintiendo todo su peso. Mi pequeña apoyó la cara en mi hombro y yo eché a correr, con Calabaza Mágica detrás. Oí que la señora Lamp gritaba y que Tillman le respondía:

—Déjelas. La policía las detendrá.

Florita gemía.

—Tengo miedo —dijo.

—No tengas miedo, no tengas miedo —repliqué yo con voz temblorosa.

Corrí hacia la puerta trasera del jardín y oí que alguien ordenaba a los agentes que se dirigieran a esa parte de la casa. Sabía que no podría escapar. ¿Adónde iba a ir? ¿Dónde podría haberme escondido? Pero estaba dispuesta a luchar por mi hija mientras pudiera.

Llegué a la verja y atravesé la puerta. En cuanto estuve fuera, dos policías con turbantes sijs me cogieron por los hombros. Florita gritó desesperadamente mientras sus dos manitas se deslizaban apartándose de mi cuello y los policías la arrebataban de mis brazos. Sus ojitos no se apartaban de los míos.

El policía que me la había quitado se alejó a toda prisa mientras el otro me sujetaba. Yo ya no veía a mi pequeña, pero oía su llanto:

—¡No, no! ¡Soltadme! ¡Mamá! ¡Mamá!

—¡Florita! ¡Florita! —grité yo a mi vez y seguí gritando su nombre hasta mucho después de que se la hubieron llevado.

No sé cuánto tiempo me quedé ahí parada, antes de dejarme conducir por Calabaza Mágica. Yo estaba confusa y sólo podía pensar que debía quedarme donde estaba y esperar. Pero finalmente Calabaza Mágica me hizo entrar en la casa y yo corrí al cuarto de Florita. Tenía la absurda esperanza de que Carnerito la rescatara y la devolviera a mis brazos sana y salva. La habitación estaba silenciosa sin ella y era como si faltara el aire en su interior. Al cabo de un momento entró Calabaza Mágica, respirando audiblemente. Con ella venía Carnerito, que dijo haber visto a la señora Lamp y a Minerva marcharse por el camino de Nankín en un coche negro. Como el automóvil de Edward estaba custodiado por un policía, habían tenido que perseguir el coche a pie y habían corrido hasta perderlo de vista. Calabaza Mágica se mordió los labios y se puso a llorar mientras iba y venía por la habitación. Al cabo de un momento, encontró una pulsera de plata que le había regalado a Florita cuando había nacido. Era una pulsera para atarla a este mundo.

—Debería habérsela puesto.

Sólo unos instantes antes, mi pequeña Flora estaba durmiendo con la cabeza apoyada en mi regazo mientras yo le acariciaba el pelo. La señora Lamp y Minerva nunca la verían con ojos maternales. Para ellas, Florita no era nada más que una argucia legal. Yo había sido tan ingenua que ni siquiera había imaginado el peligro. Flora era la única hija de Edward, y Edward había sido a su vez el único hijo de los Ivory, el hijo adorado que nunca podía cometer ningún error. Ahora mi pequeña Flora figuraba como hija legítima de Edward y Minerva, y era la única heredera de una fortuna que Minerva le ayudaría a gastar. Florita ocuparía el lugar que le correspondía en el árbol genealógico de la familia Ivory y también lo haría Minerva, su falsa madre.

Subí al dormitorio de Edward y cerré la puerta. Maldije las leyes americanas, la sordera de Dios, la ceguera del destino y la crueldad de los hombres. Le rogué a Edward que me asegurara que esos monstruos no harían daño a mi Florita. Mientras iba y venía por la habitación, hablaba con él y le suplicaba, como si fuera un dios que conociera todas las cosas y pudiera hacer su voluntad.

—No dejes que Florita pierda la curiosidad. No dejes que Minerva la convierta en una mujer sin vida como ella. Haz que se muera la señora Lamp. Devuélveme a mi Florita. Permíteme que la encuentre. Dime qué puedo hacer para encontrarla.

Pasé la mano por las suaves cerdas de una brocha de afeitar que en otro tiempo se había paseado a diario por la mandíbula de Edward. Yo solía observarlo. ¿Cómo era posible que él se hubiera ido y en cambio su brocha de afeitar permaneciera? Recogí su reloj de bolsillo, con la pesada cadena de oro. Encontré unos gemelos que se había guardado en el bolsillo de un chaleco. Solía ser meticuloso y descuidado al mismo tiempo.

Me pregunté qué hábitos míos habría adoptado Florita si se hubiera quedado conmigo. ¿A través de qué caleidoscopio de maravillado asombro habría contemplado el mundo? ¿Habría heredado la humildad y el sentido del humor de Edward, y las expresiones de su vasto y profundo amor? Sentí una necesidad acuciante de saber quién sería ella cuando pasaran diez años, y deseé que fuera curiosa y tenaz. Si hubiese podido darle algo que pudiera conservar, habría elegido la seguridad de ser amada para que de ese modo también fuera capaz de amar.

Coloqué su fotografía junto a la de Edward y me puse a contemplar su cara. Entonces observé que en la foto llevaba colgado del cuello el relicario en forma de corazón que Edward y yo le habíamos comprado poco después de nacer. En el interior había dos retratos diminutos de su padre y yo. Yo había mandado sellar la tapa para que cuando Florita lo llevara puesto, nuestros tres corazones estuvieran siempre unidos y no pudieran separarse nunca. A Flora le encantaba el relicario y siempre gritaba y protestaba cuando alguien intentaba quitárselo. Yo esperaba que gritara e insultara tanto como pudiera a su falsa madre.

Besé la cara de Edward en la fotografía y le di las gracias por su amor y por haberme dado a Florita. Después besé la cara de mi pequeña en el retrato y le di las gracias por hacerme ver hasta qué punto y con cuánta libertad yo era capaz de amar. Recité unas palabras de Whitman que Edward solía repetir y que lo habían ayudado a abandonar a su familia y a encontrarse a sí mismo:

—«Resiste mucho, obedece poco».

Unos días después, recibimos una orden de desahucio, acelerada sin duda por el implacable plan de la familia Ivory para arrancarme de cuajo y deshacerse de mí como de una mala hierba. Un representante de la Naviera Ivory confiscó el automóvil. Un enviado de la empresa japonesa vino a hacer un inventario del contenido de la casa. Cuando quiso incluir en la lista los cuadros de Lu Shing que Calabaza Mágica quería conservar, fue preciso enseñarle la dedicatoria al dorso de los dos lienzos para demostrarle que el pintor se los había regalado a mi madre.

Encontré colocación para la niñera, Carnerito y Radiante gracias a la ayuda de una amable señora del Club Americano, que los recomendó como sirvientes a unos recién llegados de San Francisco. Calabaza Mágica y yo sacamos todos los objetos de valor que poseíamos: mis joyas, los vestidos, las tallas y todo lo que podíamos vender, e hicimos con ellos una lista, por el orden en que estábamos dispuestas a desprendernos de ellos. Yo no quería deshacerme de las pertenencias de Florita ni de Edward. Habría sido incapaz de venderlas, pero tampoco quería dejarlas en la casa para que otra persona las vendiera o las tirara.

—Cuando llegue el momento —me dijo Calabaza Mágica—, yo les encontraré un destino sin decirte nada.

Entre todas las posesiones de Edward, me interesaba sobre todo su diario encuadernado en piel, donde aún alentarían sus palabras y pensamientos, su visión del mundo y de sí mismo. Llevaba buscándolo desde su muerte y me propuse encontrarlo fuera como fuese. Calabaza Mágica y yo buscamos en todos los cajones y miramos debajo de las camas, la que yo compartía con él y la que había sido su lecho de muerte. Miramos detrás de los muebles e incluso movimos el armario más pesado. Sacamos todos los libros de la biblioteca y pasamos las manos por detrás. El diario tenía una cubierta marrón que lo hacía prácticamente indistinguible de un millar de libros similares. La idea de no encontrarlo me hacía sentir enferma. Unos días antes había apartado sus plumas, sus lápices, su secante de escritorio, el precioso volumen verde de Hojas de hierba que me había regalado a modo de disculpa poco después de conocernos y el ejemplar usado que se había comprado para él, para reemplazarlo. Lo sostuve entre las manos. Él también lo había tenido entre las suyas. Lo abrí y solté una exclamación al ver lo que se escondía en su interior. Las hojas del libro habían sido ahuecadas para alojar secretamente su diario. En sus páginas estaba él antes de conocerme: sus palabras, sus pensamientos y sus emociones. Lo abrí y me puse a pasar las hojas; pero ya no estaba triste, sino dichosa, recordando los momentos en que él me había leído esos pasajes en voz alta. Encontré la anécdota de su acto heroico, que había acabado con la cara contra el barro. ¡Le había gustado tanto que yo me riera! Hacia el final encontré otra anotación que no reconocí y sentí miedo de que fuera la razón por la que había ocultado el diario. Quizá contuviera la confesión de que sus sentimientos hacia mí eran diferentes de lo que yo creía.

Violeta conducía lentamente. Era la primera vez que se ponía al volante, por lo que tenía los ojos fijos en la carretera, mientras yo disfrutaba del paisaje. Nos deslizamos a través de varias aldeas y vi rostros sombríos de campesinos que nunca habían visto nada tan veloz. Desprendíamos vitalidad y alegría. Pero entonces me fijé en los muros encalados, donde los colores de la vida habían sido desplazados por el blanco de la muerte. Vi un blanco cortejo fúnebre que subía trabajosamente por una ladera. La enfermedad se estaba difundiendo por el campo como una oscura pestilencia. Le pedí a Violeta que acelerara para sentir en la velocidad el viento de la vida. No quería pensar en el dolor cuando estaba al lado de la persona amada.

¡Ya me quería entonces! Me había ocultado cuidadosamente sus sentimientos. Seguí pasando las páginas sin ver nada más que la imagen emborronada de mis lágrimas. Al final, encontré dos cartas intercaladas entre las páginas del diario. Eran de Lu Shing. Edward me había prometido que las guardaría donde nadie pudiera encontrarlas, hasta que yo estuviera preparada para leerlas. Abrí la primera. Iba dirigida simplemente a «Violeta». Era la carta donde me había ofrecido su casa en herencia. También decía que para ello era preciso modificar su testamento y que el trámite requería que yo le permitiera reconocerme como hija suya. Me había pedido mi autorización y yo nunca le había respondido. La otra carta era la que yo me había negado a leer.

Querida Violeta:

Hace muchos años que deseaba escribir estas palabras y me avergüenza que hayan tardado tanto tiempo en llegar hasta ti. Toma mis respuestas como una confesión, y no como una explicación, ni como una excusa por haber descuidado tu felicidad y tu seguridad.

Te he querido desde el día en que naciste, pero de forma inadecuada. He querido a tu madre, pero también de forma inadecuada. Por mi falta de carácter y coraje, no me enfrenté a mi familia y cedí a sus exigencias de cumplir con mi deber de hijo mayor. Cuando tu madre dio a luz a nuestro hijo, mi familia se lo arrebató. Era el primer hijo varón de la nueva generación. Tu madre no sabía dónde encontrarlo y yo no podía decírselo porque mi familia me había amenazado con no dejarme verlo nunca más si se lo decía.

Cuando en 1912 murió mi padre, finalmente pude decirle a tu madre que su hijo estaba en San Francisco. Ella no sabía nada del horror que te esperaba. Con engaños la hicieron embarcarse y con engaños la convencieron de que estabas muerta.

Ahora voy a confesarte el mal enorme que te hice. Hace cinco años, yo estaba presente en la fiesta ofrecida por mi amigo Lealtad Fang, cuando tú recitaste tu primera historia. Fue entonces cuando me enteré de que estabas viva. Sentí horror al ver que mis actos te habían empujado a esa vida. Pero entonces vi lo enamorada que estabas de Lealtad y oí a varios hombres comentar que nunca habían visto a Lealtad tan encaprichado con una chica y que no les sorprendería que quisiera ser tu cliente permanente o incluso tu marido. ¿Cómo iba a arrebatarte esa oportunidad? Estabas en el mundo que conocías, y si te hubiera sacado al mundo exterior y hubiera confesado que eras mi hija, todos te habrían despreciado. Sinceramente creí que encontrarías la felicidad al lado de Lealtad.

Ésa fue mi vergonzosa excusa para eludir una vez más mi responsabilidad hacia ti. Nunca le dije a nadie que era tu padre antes de marcharme de Shanghái.

Pasaron varios años hasta mi regreso. Como sabes, la familia Ivory me pidió que cuidara de su hijo Edward, que no conocía a nadie en la ciudad y no hablaba chino. Le presenté a Lealtad, que sabía un poco de inglés, y Lealtad te lo presentó a ti. El resto ya lo sabes. Me siento agradecido más allá de lo que puedo expresar de que hayas encontrado la felicidad que siempre has merecido. Sin embargo, sé también que tu felicidad no me absuelve de mis lacras morales.

No he visto a tu madre ni he hablado con ella desde que nos encontramos en Shanghái. No se reunió conmigo en San Francisco tal como habíamos planeado. Después de escribirle numerosas cartas, me respondió con una sola. Decía que no tenía ningún deseo de verme, ni de ver a nuestro hijo. Decía que sólo tenía una hija y que la lloraba todos los días. Se refería a ti. Si quieres que trate de encontrarla, haré lo posible. Mientras tanto, no diré nada por si tú no desearas abrir puertas que quizá hayas cerrado de forma definitiva. Espero que esta carta te haya proporcionado las respuestas que necesitabas. Temo que también te haya causado más desazón.

Por favor, dime cuáles son tus deseos. Estoy dispuesto a comportarme como tu padre y como alguien que tiene una deuda muy grande contigo.

Tuyo,

LU SHING

Su carta era un pálido resumen de su agonía espiritual. Declaraba que no era merecedor de mi perdón, pero sólo conocía mi historia hasta su anterior final feliz. ¿Cómo iba a satisfacer la deuda que tenía conmigo si yo no sabía cómo localizarlo? La mayor sorpresa había sido la revelación de que mi madre no había ido a buscar a su hijo. ¡Me había abandonado por nada! Lu Shing me había proporcionado las respuestas a las preguntas que tanto me habían atormentado a lo largo de los años. Pero más allá de esos pocos datos inadecuados, ahora conocía la verdadera naturaleza de dos personas que yo despreciaba desde hacía mucho tiempo. Simplemente eran débiles, egoístas y no pensaban en los demás. Me propuse apartarlos de mi mente. Mi dolor no les dejaba espacio y tenía que decidir rápidamente mis próximos pasos. Por primera vez desde los catorce años, podía elegir. Tenía que analizar mis capacidades y convertirlas en oportunidades. Me dije que era más inteligente que la mayoría y también perseverante.

Pero pronto comprendí que todas mis virtudes no eran suficientes para hacer girar el mundo en una dirección diferente. Fui a pedir trabajo de profesora de inglés a una escuela de traductores chinos, pero me dijeron que los estudiantes eran hombres y no podían contratar a una mujer. Me ofrecí como institutriz, pero en el Club Americano ya se había difundido el rumor de mi pasado de cortesana y mi suplantación de identidad. Las señoras del club no podían permitir que una prostituta enseñara a sus hijos. Pregunté si había puestos vacantes en varios colegios dirigidos por canadienses y australianos, con la esperanza de que no les hubieran llegado las habladurías. Pero si les habían llegado, lo disimularon aduciendo que no podían contratar a una profesora sin experiencia.

Mi única posibilidad era volver al mundo de las cortesanas, pero me sentía igual que a los catorce años. Sentía que entregarme a otros hombres habría sido ensuciarme y traicionar a Edward. Pero si aun así regresaba a esa vida, sabía que sólo podría contar con unos años más de trabajo. ¿Y después qué? Sin embargo, con mucho dolor, tuve que reconocer que no tenía otra opción. Tenía que aceptar la derrota.

Calabaza Mágica pensaba que debíamos abrir una casa pequeña. La llamaríamos «casa de té privada» para diferenciarla de los fumaderos de opio donde las jóvenes flores ofrecían sus servicios. De ese modo, daríamos a entender que el establecimiento era más refinado y que exigiríamos buena educación a los clientes y un tiempo mínimo de cortejo, aunque quizá no tanto como en una casa de primera categoría. De todos modos, habíamos oído decir que incluso en las mejores casas los preliminares se habían reducido sustancialmente. Calabaza Mágica proponía alquilar cuatro habitaciones. Una sería para ella como madama, y otra para mí, como anfitriona y cortesana. Las otras dos serían para dos flores que trabajarían con nosotras. Yo escuché el plan y le dije que era demasiado pronto para pensar en otras cortesanas. Entonces ella me aconsejó que descansara y salió a mirar locales para alquilar. Después anotó en un papel el importe que había que pagar a la Banda Verde a cambio de protección, el monto de los impuestos que exigirían las autoridades de la Concesión Internacional y, por último, el coste de amueblar y equipar una casa de té refinada. Le pedimos al señor Gao una tasación de nuestras joyas y llegamos a la conclusión de que no podíamos permitirnos una casa de té, sino sólo quizá un par de tazas.

Entonces Calabaza Mágica tuvo otra idea:

—Lealtad Fang te hizo una promesa. Te dijo que siempre podrías recurrir a él si alguna vez tenía problemas o necesitabas ayuda.

—Eso fue hace siete años —respondí—. Probablemente ni siquiera recordará si me lo prometió a mí o a otra chica.

—Te regaló un anillo precioso como prenda de su sinceridad.

—Habrá regalado un montón de anillos preciosos a lo largo de los años como prenda de un montón de promesas que en su momento fueron sinceras. Tú misma me lo dijiste: con el paso del tiempo, el anillo deja de ser la prenda de una promesa y se convierte en un simple recuerdo.

—¿Recuerdas cuando te pregunté si querías conservar el anillo o deshacerte de él con el resto de las joyas que habías decidido vender? Vi la cara que pusiste. Me di cuenta de que dudaste demasiado antes de decirme que podía venderlo. Por eso no lo vendí.

—Entonces véndelo ahora.

—Te niegas a pedirle ayuda únicamente por orgullo. No es necesario que le pidas dinero. Dile que nos ayude a entrar en una casa de primera categoría. Sólo queremos que nos ponga los pies en la puerta, los tuyos y los míos, y nada más. A él no le costaría nada: sólo una llamada telefónica y dos minutos de dorarle la píldora a la madama.

Nunca le había agradecido a Lealtad que me hubiera presentado a Edward. Al principio no había nada que agradecer, sino más bien al contrario: él se había disculpado conmigo por el comportamiento grosero de Edward. Más adelante, pensé varias veces en demostrar mi amistad a Lealtad y a su esposa, y quizá invitarlos a cenar. Pero nunca me decidí porque no quería que me recordaran mi pasado. Se lo expliqué a Edward y él lo entendió. Si ahora volvía a ver a Lealtad, no sólo recordaría mi pasado, sino lo mucho que había sufrido por su causa. Él conocía mi intimidad sexual y también mis emociones más profundas. Conocía mis puntos débiles en los dos aspectos y sabía cómo hacerme sucumbir. Nunca lo había amado tan profundamente como a Edward. Pero si lo veía, quizá me mirara otra vez con aquella expresión que en otra época yo había tomado por amor, o con la otra que me había arrasado el corazón, o tal vez volviera a despertar en mí el recuerdo de ciertas noches de erotismo. Lealtad me conocía demasiado bien. Calabaza Mágica tenía razón. Yo era demasiado orgullosa. Era una estupidez no ir a verlo sólo por miedo a que me hiciera revivir mi pasado. Lo peor que podía pasar era que no recordara su promesa. Sería una humillación para mí, pero tenía que correr el riesgo. El orgullo era un lujo que no me podía permitir.

Cuando por fin levanté el teléfono y llamé a Lealtad, lo primero que hice fue disculparme rápidamente por haber permitido que pasaran tantos años sin darle las gracias. Fui sincera y le dije que había querido dejar atrás mi vida anterior. Después le hablé brevemente de la muerte de Edward.

—Cuando me enteré, sentí una gran tristeza por ti. De verdad. Imaginé tu dolor.

Después le conté cómo me habían arrebatado a Florita.

—No me había enterado y no tengo palabras para expresarte cuánto lo siento. Sólo puedo decirte que si le hubiera pasado eso mismo a mi hijo, encontraría a los sinvergüenzas y les arrancaría las piernas con mis propias manos. Me alegro de que aún tengas a Calabaza Mágica a tu lado. Ha sido una buena amiga para ti durante todos estos años.

—Ha sido una madre para mí —dije yo.

—Por cierto, ¿todavía tienes a ese gato que estuvo a punto de comerme un brazo?

—Me lo preguntaste hace siete años. No. Carlota murió.

Sentí en la garganta un pequeño nudo de antigua tristeza.

—¿De verdad ha pasado tanto tiempo?

—Tanto que quizá hayas olvidado lo que dijiste hace siete años. Si es así, no te lo recordaré…

No me dejó continuar.

—Ya había imaginado la razón de tu llamada —dijo, y yo lo tomé como una crítica—. Sé que has tenido que olvidar el orgullo y las viejas heridas para llamarme.

—No tienes ninguna obligación de ayudarme. Han pasado muchos años.

—¡Ay, Violeta! ¿Todavía te resistes a aceptar la amabilidad ajena? Te ayudaré con mucho gusto si está en mi mano hacerlo. Dime qué necesitas.

—Recuperar mi trabajo anterior. No sé si volverían a aceptarme en la Casa de Bermellón. Tengo casi veinticinco años y por mucho que quieras ayudarme, no vas a devolverme la juventud. Además, el dolor y las preocupaciones han empeorado lo que la edad ha respetado. Pero si tú hablas con ellos, al menos me tendrán en cuenta. Soy realista. Agradeceré todo lo que hagas. Ni siquiera es necesario que mientas, por lo menos no demasiado.

Guardó silencio unos segundos y yo supuse que estaría buscando una excusa amable para negarme su ayuda.

—Déjame pensarlo un poco más. ¿Puedes venir mañana a mi oficina?

Imaginé que querría comprobar con sus propios ojos cuánto había envejecido para saber a qué casa podía recomendarme. Al día siguiente, envió a su chófer a buscarme. Una vez en su despacho, me sorprendió su sencillez, así como el desorden que reinaba en la sala. Había una mesa de escritorio, dos sillas, un sofá pequeño, un sillón y un par de mesas bajas.

Me dio un rápido beso en la mano.

—Siempre es un placer volver a verte, Violeta. —Me miró a los ojos y me mantuvo la mirada, como solía hacer—. Estás tan preciosa como siempre.

—Gracias. Tú sigues tan adulador como siempre.

Le sonreí amistosamente, pero sin flirtear. Me di cuenta de que estaba evaluando mi apariencia con actitud crítica.

Se recostó en el respaldo de la silla, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Era una pose para hablar de negocios.

—He pensado mucho en lo que podemos hacer y te diré cuál es mi propuesta. Iremos a ver a Bermellón, que ahora es la dueña de la casa. Le contaré que piensas volver y que pronto elegirás una casa. Añadiré que estoy ansioso por ser uno de tus pretendientes y que, siendo la Casa de Bermellón una de mis favoritas, me gustaría verte allí. Entonces le pediré que haga lo posible para convencerte de que vuelvas con ella.

—Es muy generoso de tu parte —repliqué mientras íntimamente trataba de descifrar lo que se propondría en realidad.

—En toda negociación, es importante hacer creer a la otra parte que se está beneficiando más que tú. No te rebajes, Violeta. Eres adorable, entiendes como nadie a los hombres y eres tolerante con sus defectos. Sé que tienes dudas, debido a tus sentimientos hacia Edward. Mi verdadera propuesta es que me des clases de inglés en tu habitación. Lo digo en serio. Debería haber mejorado mi inglés hace años. Los negocios me lo exigen. Tengo que confiar en traductores y no sé si dicen lo que pretendo que digan. Te propongo visitarte dos o tres veces por semana en tu habitación. Necesito que seas una profesora severa y que me obligues a estudiar, sin excusas que valgan. Te pagaré por las lecciones lo mismo que te pagaría un pretendiente. Si no estudio lo suficiente, podrás castigarme con una multa. Naturalmente, como no seré un verdadero pretendiente, seguiré cortejando a otras mujeres, aunque en otras casas, desde luego. De ese modo, tú tendrás libertad para recibir a otros hombres cuando vuelvas a acostumbrarte a la vida en la casa. Quiero que quede claro que el arreglo es así, tal como te lo expongo. No tengo intenciones ocultas. Mi único propósito es ayudar a una vieja amiga y también aprender inglés para no tener que confiar en un diccionario que me diga que una casa de cortesanas es un lugar donde encontrar putas a diez dólares.

Como Lealtad no era un buen estudiante, tuvo que pagarme muchas multas. Al cabo de dos semanas, retomamos nuestros viejos hábitos y volvimos a encontrarnos en mi cama. Había echado de menos el consuelo de estar con alguien, y Lealtad tenía la ventaja de la familiaridad. Después de otras cuatro semanas, habíamos vuelto a discutir a diario por los mismos malentendidos de siempre, sobre quién había dicho qué y cuál había sido su verdadera intención. Varias veces se excusó por no poder venir a verme y al final me enteré de que estaba frecuentando a otra cortesana.

—Si lo hubieras averiguado antes —me dijo exasperado—, te habrías enfadado antes conmigo. Haciéndolo a mi manera, al menos estuviste contenta conmigo dos semanas más.

—No me importa que veas a otra; lo que me irrita es que me ofendas con tu deshonestidad.

—No tengo ninguna obligación de contártelo todo.

En los viejos tiempos, cuando estaba enamorada de él, Lealtad era capaz de hacer estragos en mis emociones. Pero ahora sus fechorías simplemente me hacían enfadar. Ya no lo quería como antes, y su egoísmo me aburría. No hacía más que pensar en Edward y en Flora, y anhelaba tenerlos conmigo. El anhelo que había sentido por Lealtad había sido el de una virgen de quince años, que a pesar de haber crecido seguía creyendo que iba a casarse con el hombre que la había desflorado. Me alegraba de haber superado esa vana ilusión.

—Nunca nos entenderemos —le dije. No estaba enojada ni triste. Hablaba como si estuviera recitando una lección que acabara de aprender—. Deberíamos admitir que tú no cambiarás nunca, ni yo tampoco. Nos hacemos infelices mutuamente. Tenemos que dejarlo.

—Estoy de acuerdo. Quizá dentro de un mes podamos ser un poco más razonables…

—Nunca seremos razonables. Somos como somos. Tenemos que dejar de vernos y no pienso cambiar de opinión.

—Eres demasiado importante para mí, Violeta. Eres la única que me conoce. Ya sé que no siempre te hago feliz. Pero entre una discusión y la siguiente, estás a gusto conmigo. Tú misma me lo has dicho. ¿Por qué no intentamos tener más felicidad y menos discusiones?

—No puedo seguir así. Tengo el corazón deshecho.

—¿No quieres verme más?

—Te veré como a mi alumno y tú me verás como a tu profesora de inglés.

Me invadió una sensación de calma. No sentía ninguna animadversión hacia Lealtad. Durante muchos años había esperado que me diera una prueba de amor. Pero por mucha paciencia que tuve, no la recibí nunca porque en aquella época yo no sabía lo que era el amor, más allá del descontento de no tenerlo. Ahora que lo sabía, me daba cuenta de que jamás encontraría en Lealtad un amor perdurable. Su amor duraba únicamente el tiempo que estaba a mi lado, y yo quería un amor más profundo, uno que nos hiciera sentir a ambos que nunca podríamos conocernos lo suficiente y que siempre querríamos profundizar un poco más en nuestros corazones, nuestro pensamiento y nuestra manera de ver el mundo. Comprenderlo finalmente fue una victoria sobre mí misma.