Una enfermedad azul
Shanghái
Junio de 1918
VIOLETA
Nunca había visto a Calabaza Mágica tan indefensa. Decía gimiendo que quería volver a casa y que no la dejáramos morir en casa de un extranjero. Cuando le costaba demasiado respirar, se me quedaba mirando con los párpados hinchados y los ojos brillantes de lágrimas.
Edward mandó llamar a un médico del Hospital Americano, y nos enviaron a un inglés rollizo con aires de superioridad, que se cubría la boca con una mascarilla blanca. Tenía el poco afortunado nombre de «doctor Albee», que en chino suena muy parecido a «sufrimiento eterno».
Al oírlo, Calabaza Mágica le dijo:
—¡Rey del Infierno, no me lleves al pozo de fuego donde los extranjeros arden para toda la eternidad! ¡Yo soy china!
Después le mintió, diciendo que era cristiana y que merecía ir al cielo. Le enumeró todas sus buenas obras, que consistían sobre todo en haber lidiado con mi actitud altanera, haberme instruido bien y haber sido paciente cuando yo no seguía sus consejos. La idea de que fuera a marcharse de este mundo considerándome una ingrata me llenaba de remordimiento. Pero aún me llegó más al corazón cuando dijo que yo era su querida hermanita pequeña y que le preocupaba lo que sería de mí cuando ella no estuviera. De ahí pasó a suplicarle al médico que le permitiera vivir para hacer de mí una de las Diez Bellas de Shanghái.
El doctor Albee dijo que no había nada que hacer, excepto animarla para que bebiera agua y procurar que se sintiera tan cómoda como fuera posible. Aconsejó que todos los de la casa nos pusiéramos mascarilla y, al marcharse, nos informó de que quedaríamos bajo cuarentena durante dos semanas. Nadie podía salir a la calle. Sólo entonces recordé mi intención de marcharme de la casa desde que había sabido que pertenecía a Lu Shing. Pero ya nada de eso importaba. Cuando a Calabaza Mágica le subió un poco más la fiebre, empezó a confundirme con su madre. Con la cara brillante, quiso explicarme por qué no había vuelto antes a la aldea para verme. Le respondí que me alegraba de que hubiera vuelto y lloré mientras me contaba los malos tratos que le había infligido el marido de su ama, con todos sus terribles pormenores.
Cuando llegó el médico chino, me apresuré a pedirle que se presentara a Calabaza Mágica con un nombre que sonara como «buena salud» o algo parecido. Le recetó una sopa amarga y unas cataplasmas de alcanfor para ponerse en el pecho, que en seguida le aliviaron la dificultad para respirar. Me puse al lado de mi amiga y le dije:
—Mamá está aquí. Ahora tienes que ponerte bien y quedarte mucho tiempo en este mundo para cuidarme cuando sea mayor.
Sus ojos giraron hacia mí y frunció el ceño.
—¿Te has vuelto loca? Tú no eres mi madre. Mírate al espejo. Eres Violeta. ¿Y por qué iba a cuidarte yo a ti? Deberías cuidarme tú a mí por todas las preocupaciones que me has causado.
En ese momento supe que se iba a recuperar.
El doctor chino les indicó a los sirvientes que lavaran a diario el suelo con agua de cal para que no nos contagiáramos los demás. Sin embargo, esa misma noche sentí un calor febril y a la vez escalofríos, unidos a la sensación de que se me iban a quebrar los huesos. La habitación flotaba y Edward había encogido al tamaño de un muñeco. Cuando desperté, vi a una niña adormilada sentada junto a la cama. Al principio no reconocí la habitación y pensé que Fairweather me había secuestrado otra vez y me había dejado en otra casa de cortesanas. Por lo menos esta vez parecía una casa de primera categoría. Entonces vi el cuadro de Lu Shing y recordé dónde estaba. Al instante sentí pavor.
—¿Dónde está Edward?
La chiquilla se despertó sobresaltada y salió corriendo. Al cabo de un momento, entró Edward y me acarició la frente murmurando palabras tiernas mientras sus lágrimas rodaban por mi cara. Le pedí que no me tocara, para no infectarse, y él me aseguró que mi mal ya no era contagioso. Nadie más había enfermado. Todos habían estado tomando la sopa amarga día y noche.
—Sé lo repugnante que es esa poción porque Calabaza Mágica me la hacía tomar a diario. Si no te mata su sabor asqueroso, tampoco te matará la gripe.
Cuando estuve suficientemente recuperada para sentarme, Edward me llevó en brazos al jardín, donde había instalado una tumbona a la sombra de un árbol.
—Le escribí a Lu Shing, para pedirle explicaciones por haberte abandonado y por la insidia de no revelarme quién era realmente. Le anuncié que en cuanto te recuperaras por completo de tu enfermedad, nos marcharíamos. Aquí está su respuesta.
Le pedí a Edward que la leyera en voz alta. Me recliné en la tumbona y reuní fuerzas.
—Querida Violeta —empezó a leer Edward—: No hay excusas para la inmoralidad, ni espero tu perdón. Nunca podré compensarte de manera adecuada por lo que he hecho, pero he intentado solamente ofrecerte mayor comodidad…
Decía que podía quedarme tanto como quisiera y que él correría con los gastos de la casa y de los sirvientes. Quería que yo heredara la mansión, pero para eso era necesario que me reconociera como hija suya. Si yo estaba dispuesta a que lo hiciera, podía encargar los documentos necesarios. Terminaba diciendo que si alguna vez quería verlo, se lo hiciera saber, aunque sólo fuera para expresarle mi ira. Pero añadía que a menos que yo se lo pidiera, no volvería nunca a la casa para no causarme más dolor. Por el sobre pude ver que la carta había sido franqueada en Hong Kong. La firmaba: «Atentamente, Lu Shing».
—Por mi parte, haré lo que tú desees —dijo Edward.
—¡Canalla! Ni siquiera menciona a mi madre. No ha dicho si alguno de los dos ha sabido durante todos estos años que yo estoy viva.
Rápidamente me ganó el agotamiento y Edward tuvo que llevarme a la habitación para que durmiera. A la mañana siguiente, me dijo que le había escrito otra carta a Lu Shing en la que le exigía una respuesta a las preguntas que yo había formulado. Siempre encontraba maneras de demostrarme que me quería y que me protegería toda la vida, tal como me había prometido. Lo abracé con fuerza y me agarré a él como una niña.
—En realidad no quiero conocer las respuestas —dije—. Ya he analizado todas las razones y circunstancias posibles para que mi madre no haya vuelto a salvarme, y ninguna sería suficiente para explicar su conducta a menos que haya muerto antes incluso de pisar suelo americano. Y aunque él me dijera eso, no podría estar segura de que me estuviera contando la verdad. Este dolor me ha consumido durante demasiado tiempo y no quiero que me siga atenazando. Si cambio de idea más adelante, te pediré que me leas la respuesta del cobarde.
Respetando mis deseos, cuando llegó la segunda carta de Lu Shing, Edward simplemente la guardó sin abrirla.
Mientras tanto, yo libraba una pequeña batalla conmigo misma sobre lo que debía hacer con la casa. Mi impulso inmediato fue marcharnos y rechazar la herencia, tratando de no pensar en la comodidad que dejaríamos atrás. Pero tuvimos que quedarnos por necesidad, hasta que me hube recuperado por completo. Después, la estancia se prolongó porque padecía náuseas y mareos, y el trastorno de la mudanza podría haber perjudicado al bebé, lo que se sumaba a la preocupación de que la gripe lo hubiera afectado. Al final, me reconcilié con la idea de quedarnos en la casa por temor a que los padres de Edward decidieran cortarle el suministro de dinero, como ya habían hecho una vez, y nos dejaran en la pobreza y sin un techo para protegernos de la intemperie. Le dije entonces a Edward que podíamos quedarnos.
Más adelante, admitió que mi decisión había sido un alivio para él por las preocupaciones que le inspiraba el nacimiento de nuestra hija. ¿Qué haríamos si pasaba algo, si él enfermaba o no podía estar con nosotras? ¿Dónde viviríamos? Fuimos a ver al abogado de la Naviera Ivory para pedirle consejo. Era un hombre de aspecto extraño, de cabellera frondosa y barba igualmente poblada, con cejas gruesas como la cola de una ardilla. Edward me presentó como su esposa, «la señora Ivory», y le explicó que yo tenía en Soochow un tío americano excéntrico que me había enviado una carta, en la cual me anunciaba que quería dejarme su casa en herencia.
—No queremos parecer avariciosos y pedirle que deje constancia de esa voluntad en su testamento —dijo Edward—. ¿Sería suficiente la carta que ha escrito si sucediera lo inevitable?
El abogado creía que el testamento era la mejor solución, pero afirmó que la carta podía ser suficiente si estaba fechada y escrita de su puño y letra, y si el hombre no tenía otros descendientes, como por ejemplo un hijo que no se hubiera comportado bien. Cuando volvimos a casa, comprobamos que las dos cartas de Lu Shing estaban fechadas, y Edward las guardó en un lugar seguro donde sólo él podría encontrarlas.
A partir de entonces, vivimos en nuestro pequeño mundo, en la acogedora intimidad de un matrimonio. Cuando hacía frío, nos quedábamos largo rato abrazados, en silencio, delante de la chimenea, sabiendo lo que estaba pensando el otro acerca de la felicidad presente y futura, y la suerte de habernos encontrado. En la biblioteca, leíamos en voz alta el periódico, una novela o el libro favorito de poemas de Edward. Los días de lluvia, poníamos discos en el gramófono y bailábamos ante la mirada de Calabaza Mágica. Edward siempre la invitaba con un gesto a dar unas cuantas vueltas con él por la sala, y ella invariablemente rechazaba la primera invitación. Pero después, cuando él insistía y le hacía entender por señas que mi vientre enorme ya no me permitía bailar las canciones más rápidas, ella aceptaba con una sonrisa. Era divertido verlos comunicarse con un juego de gestos y expresiones faciales que a menudo producía hilarantes malentendidos. Una vez Edward le hizo la mímica de lamer y comer un helado y después le propuso por señas que bajáramos por nuestra calle hasta la tienda que los vendía, pero ella entendió que un perro callejero había estado comiendo del plato de Edward y se apresuró a llevárselo de la mesa. Al final, yo siempre tenía que traducir. Encontramos cajas con varios juegos y pasatiempos, incluido todo el material necesario para jugar al ping-pong. Calabaza Mágica resultó ser rápida y ágil, y Edward, asombrosamente torpe y lento, aunque no parecía importarle que nos riéramos de él. Más adelante me enteré de que en realidad era bastante buen jugador, pero fingía torpeza para vernos felices. Dos veces al día, dábamos un paseo para ir a los cafés donde se analizaban y debatían las últimas noticias de la guerra. La victoria parecía cada vez más inminente, y todos estábamos impacientes por ver el final del conflicto. En la cama hablábamos de nuestras infancias, intentando recordar todo lo que podíamos, para tener la sensación de que nos habíamos conocido desde siempre y más profundamente que nadie. Discutíamos si había sido el destino chino o los hados americanos lo que nos había unido. Nuestro encuentro no podía haber sido fruto del azar, como cuando se encuentran dos hojas de distintos árboles arrastradas por el viento.
La única mancha que empañaba nuestra vida perfecta era Lu Shing. En otra época me había consumido el odio hacia mi madre y hacia él. Ninguno de los dos podría haberme compensado lo mucho que me habían hecho sufrir. ¿Cómo iban a devolverme la vida que me habían arrebatado? Sin embargo, ahora yo tenía todo lo que siempre había deseado. Sabía que nunca perdonaría a Lu Shing, pero era tan feliz en su casa que dejé de atormentarme pensando en los actos deplorables que habían cambiado el rumbo de mi vida.
La epidemia terminó en el verano de 1918. Y cuando en noviembre finalizó la guerra, tuvimos un motivo más de celebración. Aunque la Concesión Internacional se había mantenido neutral, las diferentes nacionalidades hicieron ondear sus banderas para señalar que el mundo volvía a estar en paz. Los occidentales descorcharon el champán francés que habían reservado para la ocasión, mientras la gente en las calles intercambiaba besos con desconocidos. También intercambiaba gérmenes, por lo que más adelante se dijo que aquellos besos habían sido la causa de que se declarara un nuevo brote de gripe, más virulento que el anterior. Shanghái no resultó tan afectada como otras partes del mundo. Eso fue lo que leímos en los periódicos, que también señalaban que la enfermedad se cobraba sus víctimas sobre todo entre los hombres y las mujeres jóvenes, lo mismo que en la anterior oleada de la epidemia. Curiosamente, los que estaban en mejor forma física parecían los más vulnerables.
Calabaza Mágica y yo ya habíamos padecido la gripe y no corríamos riesgo de infección, pero Edward se había salvado del primer brote de la epidemia y yo estaba embarazada de siete meses y temía por mi bebé. Por esa causa, impusimos en la casa estrictas normas de higiene. Cuando Edward y yo salíamos, él se cubría siempre la boca con una mascarilla y nunca entrábamos en los cafés y restaurantes más concurridos. Pese a todas las precauciones, Edward cayó enfermo. Yo entré en acción en seguida, porque había leído mucho sobre la manera de tratar a un paciente. Pusimos a hervir agua con un poco de alcanfor y eucalipto. Le hicimos beber té caliente y caldo de hierbas chinas amargas, y preparamos toallas húmedas por si era necesario bajarle la fiebre con paños fríos. Edward rechazaba casi todos nuestros cuidados, afirmando que unos síntomas tan leves como los suyos significaban probablemente que no estaba lo bastante en forma para pertenecer a la categoría de las personas más amenazadas. No se quedó más de un día en la cama y se levantó convencido de que su gripe no había sido mucho peor que un resfriado común. Su rápida recuperación disipó nuestras inquietudes. Ahora él también quedaba protegido contra la gripe y ya no tendríamos que preocuparnos por el posible contagio al bebé.
Un gélido y despejado día de enero, nació nuestra hija. Ese mismo día había empezado en París la conferencia de paz, y lo tomamos como una señal de que sería un bebé apacible, como realmente lo fue. Era de tez clara y se parecía a Edward más que a mí. Tenía los ojos de color avellana y unos pocos mechones de pelo castaño claro. El remolino que se le formaba en la nuca era herencia mía, lo mismo que la pálida marca azulada de nacimiento que muchos niños chinos tienen en la base de la columna. Las curvas y los lóbulos de las delicadas orejitas, semejantes a hojas, eran idénticos a los de Edward, pero la barbilla redondeada era mía. Edward dijo que cuando fruncía el ceño mientras dormía, ponía la misma cara que yo cuando estaba preocupada. Por mi parte, observé que cuando ensanchaba la naricita, su expresión se parecía a la de Edward cuando llegaba la comida a la mesa. Edward la declaró «la réplica más perfecta de la mujer más perfecta de toda la eternidad», y yo, tras recibir ese homenaje henchido de amor, le pedí que eligiera el nombre de nuestra hija. Estuvo pensando dos días. Decía que el nombre debía formar parte de nuestro nuevo legado familiar y se negaba a que ella también se llamara Bosson.
—Se llamará Flora —dijo por fin—. Violeta y la pequeña Flora. —La acunó en los brazos y se acercó a la cara su carita dormida—. Mi pequeña Flora.
Sentí una secreta aflicción. A las chicas de las casas de cortesanas nos llamaban «flores» y mi propio nombre me inspiraba sentimientos contradictorios. Las violetas eran las flores preferidas de mi madre, unas florecillas modestas y fáciles de pisotear, que requerían pocos cuidados para crecer. Yo había cambiado de nombre varias veces a lo largo de los años: de Violeta había pasado a ser Vivi y después Zizi, con varios apodos intermedios. Ahora volvía a llamarme como al principio, como si fuera cosa del destino y me fuera imposible cambiar el nombre de forma permanente. Unos días antes, en la biblioteca, había estado escuchando un aria de ópera, la más hermosa de todas. Leí el folleto que encontré en la solapa del disco y me enteré de que el personaje que la cantaba era Violeta, una cortesana que a esas alturas de su vida era «una flor caída», como indicaba el texto.
Pero ahora Edward estaba cantando con su dulce voz de tenor:
—Flora, mi dulce Florita, rocío de la mañana, capullo de rosa por la tarde… ¡Mira sus ojitos! —exclamó—. ¡Mira cómo me atiende cuando la llamo por su nombre! ¡Ya lo reconoce! Mi pequeña Flora, mi dulce Florita…
¿Cómo iba a pedirle que le eligiera otro nombre?
No podíamos soportar la idea de tener a Florita fuera de nuestra vista, así que decidimos que durmiera con nosotros y no en su cuarto con el aya. En medio de la noche, me despertaron sus llantos y gemidos. La levanté de la cuna que habíamos puesto junto a nuestra cama y me la puse sobre el pecho mientras le cantaba suavemente:
—Flora, mi dulce Florita, rocío de la mañana, capullo de rosa por la tarde…
Se calmó en seguida y al cabo de un momento su mirada errante se encontró con la mía y se detuvo. En ese breve instante de reconocimiento, encontré mi mayor alegría.
MARZO DE 1919
En marzo, se declaró un nuevo brote de gripe española.
—La guerra ha terminado. ¿Por qué no termina esto también? —dijo Calabaza Mágica.
Todo el mundo comentaba que esa última oleada era más mortífera que la anterior. No caía tanta gente enferma, pero los que se contagiaban sufrían más y morían más rápidamente.
Edward, Calabaza Mágica y yo ya habíamos pasado la gripe, por lo que agradecíamos no estar en peligro; pero Florita, que tenía apenas dos meses, nunca había contraído ninguna enfermedad y tuvimos que extremar las precauciones. Ordenamos que todos los de la casa se cubrieran la boca y la nariz con mascarillas de gasa cada vez que salieran a la calle. Al regresar, tenían que dejar las mascarillas en un cubo junto a la puerta, para después hervirlas y remojarlas en agua alcanforada de manera que pudieran utilizarse de nuevo. Cuando sacábamos a pasear a Florita para que tomara el aire fresco, cubríamos el cochecito con una malla de gasa alcanforada y evitábamos los lugares muy frecuentados. Por todas partes había grandes carteles que anunciaban severas multas para todo aquel que fuera sorprendido escupiendo, tosiendo o estornudando en locales públicos o en los coches del tranvía. Dos colegios internados de chicos y uno de chicas tuvieron que cerrar a causa de brotes de la epidemia. Los comercios y puestos callejeros de la avenida de la Fuente Efervescente ofrecían remedios para prevenir o curar la gripe. Allí nos enteramos de que la mejor manera de evitar la enfermedad era beber ocho veces al día el elixir del doctor Chu, o bien hacer gargarismos con la poción de la señora Parker, o también bañarse en agua caliente con cebollas. Los que contraían el mal debían descansar y beber algún licor, en particular whisky de buena calidad, que se consideraba el remedio más eficaz.
Dos semanas después, nos enteramos de que en la Concesión Internacional sólo habían muerto un centenar de extranjeros y que por lo menos la mitad eran japoneses. Los colegios volvieron a abrir sus puertas. En las calles no había montones de cadáveres, como algunos habían pronosticado, sino únicamente montones de mascarillas sin vender. Dejamos de preocuparnos y olvidamos las precauciones.
Cuando varios días después Edward contrajo un resfriado, lo primero que dijo fue que debía mantenerse apartado de Florita, que de todos modos no tenía apetito y prefería no bajar a cenar con nosotros.
Esa noche dormimos en habitaciones separadas para que no me contagiara el catarro. Su sirviente, Carnerito, le dejó un vaso de whisky en la mesilla de noche. A la mañana siguiente, cuando fui a verlo, me alarmé al notar que tenía círculos enrojecidos en torno a los ojos y la cara pálida y sudorosa. Se quejó del calor agobiante, aunque en realidad hacía frío. Explicó sus violentos accesos de tos diciendo que la calle estaba saturada de polvo por los muchos edificios que estaban demoliendo, y después atribuyó el dolor de cabeza al esfuerzo de toser.
—Es la enfermedad china —comentó en broma.
Los británicos y los estadounidenses llamaban «enfermedad china» a todos los males que contraían en Shanghái, desde un dolor de estómago hasta la más rara de las enfermedades, sobre todo si era mortal.
Por la tarde, fui a ver a Edward y me asusté al comprobar que le había subido la fiebre. La violencia de la tos lo dejaba sin aliento y le hacía perder el equilibrio.
—Ya te lo he dicho. Es la fiebre de los pantanos de Shanghái —consiguió decirme en broma entre accesos de tos—. Por favor, no te preocupes. Voy a meterme en un baño templado.
Una hora después, me pidió que llamara a un médico del Hospital Americano, pero sólo para que le recetara algo que le aliviara la tos. Necesitó la ayuda de dos sirvientes para salir de la bañera y volver a la cama.
Cuando llegó el doctor Albee, Calabaza Mágica lo reconoció. Dijo que era el «Rey del Infierno» y añadió que en ese mismo instante se iba a llamar al médico chino que nos había tratado cuando habíamos estado enfermas. Probablemente tendría mejores remedios que ese doctor extranjero, que la vez anterior había dicho que no había nada que hacer, excepto sentarnos a esperar.
Le aseguré al doctor Albee que Edward ya había pasado la gripe en la segunda oleada de la epidemia, por lo que su mal debía de ser otro. ¿Quizá la fiebre tifoidea? El médico le exploró la garganta, le miró la nariz y los oídos, le palpó el cuello, le dio golpecitos en la espalda mientras lo auscultaba y finalmente anunció con autoridad:
—El paciente sufre una infección de las amígdalas.
Echó una medida de láudano en un frasco pequeño y le dio a Edward un tapón de la sustancia para aliviar la tos. Le recetó aspirina para la fiebre y prescribió cambios frecuentes de las sábanas para contribuir a la sensación de bienestar y acelerar así la recuperación. Finalmente, para que Edward respirara con más facilidad, se dispuso a extraerle parte de la mucosidad con una perilla. Mientras preparaba los instrumentos, le aconsejó la extirpación quirúrgica de las problemáticas amígdalas en cuanto se recuperara de la infección.
—Es una operación que fomenta la salud y la claridad mental —dijo con una sonrisa—. La amigdalectomía también puede curar diversos trastornos, como la enuresis nocturna, la inapetencia y el retraso mental. Todo el mundo debería extirpárselas. Si su esposa y usted deciden someterse a la operación, recuerden que soy el más indicado para realizarla. He extirpado cientos de amígdalas a cientos de pacientes.
Le insertó entonces la perilla en una de las fosas nasales, pero al retirarla y ver lo que había sacado, su expresión se volvió de sombrío desconcierto. La mucosidad era densa y estaba teñida de sangre. De inmediato intentó tranquilizarme, diciendo que no era grave. En ese momento, Edward escupió, y también había estrías rojas en las flemas.
El doctor siguió parloteando mientras Edward tosía con violencia e intentaba recuperar el aliento.
—Ese tipo de esputo sanguinolento es típico —dijo el doctor Albee, en apresurado tono profesional—. Los tejidos se irritan y sangran.
Para terminar, me aconsejó que le diera mucho té, sin nada de leche. Me alegré de que se fuera.
Me senté junto a la cama de Edward y le leí en voz alta las noticias del periódico. Una hora después, observé que una espuma ensangrentada le salía burbujeando por la nariz.
—¡A la mierda las amígdalas! —exclamé—. ¡Y a la mierda ese maldito médico!
Calabaza Mágica entró corriendo y vio a Edward.
—¿Qué le pasa?
Yo estaba temblando y respiraba con tanta fuerza que prácticamente no podía hablar entre una bocanada de aire y la siguiente.
—Edward nos dijo el año pasado que la gripe que contrajo no era mucho peor que un catarro común. Creo que en realidad era eso: un vulgar catarro, y no la gripe española. En realidad no estaba protegido contra la gripe.
Habría querido que Calabaza Mágica me dijera que ya estaba mejor y que pronto se recuperaría; pero en lugar de eso, vi miedo en sus ojos.
El médico chino sólo tuvo que echarle un vistazo a Edward para declarar:
—Tiene la gripe española y es la más grave. Hemos visto muchos más casos que vuestros médicos americanos: unos mil quinientos hasta ahora. Yo mismo he visto varios cientos y no tengo ninguna duda: es la gripe.
Le pidió a un sirviente que le quitara a Edward el pijama, que estaba húmedo por la fiebre, y ordenó a una criada que fuera a buscar paños limpios, unos veinte y de buen tamaño. Entonces se volvió hacia mí y me dijo:
—Podemos intentarlo.
¿Intentarlo? ¿Por qué usaba ese verbo tan débil?
—Si mañana por la mañana se siente mejor, quizá haya esperanza.
Dividió una medicina en pequeños paquetes y nos indicó que la hirviéramos durante varias horas.
Después, insertó y retorció unas agujas de acupuntura del grosor de un cabello en diferentes puntos del cuerpo de Edward, que al cabo de unos segundos relajó el gesto crispado y pareció dispuesto a aceptar lo que pudiera suceder. Su respiración se volvió más regular, lenta y profunda. Abrió los ojos, sonrió y susurró con voz ronca:
—Mucho mejor. Gracias, amor mío.
Aliviada, me eché a llorar. El día se había transfigurado y el mundo era diferente. Le cogí la mano y le besé la frente húmeda. Habíamos superado lo peor de la crisis.
—Me habías asustado —me quejé en voz baja.
Entonces él se llevó una mano al cuello.
—Se me ha quedado atascado aquí dentro —murmuró.
Le acaricié la mano.
—¿Qué tienes?
—Un trozo de carne.
—Pero si no has cenado, cariño. No puedes tener nada.
El médico dijo en chino:
—Es la sensación de tener algo alojado en la garganta. Muchos se quejan de eso.
—¿Qué se puede hacer para quitárselo?
—Nada. Es un síntoma —dijo con gesto grave, meneando la cabeza.
—Lo tengo aquí —dijo Edward mientras abría la boca y se señalaba la garganta. Miró al médico y le dijo en inglés—: Por favor, doctor, deme alguna medicina para que pueda tragar.
El médico respondió en chino.
—No sufrirá mucho tiempo más. Tenga paciencia.
Antes de marcharse, el doctor nos indicó que si aparecían manchas azuladas que se extendían por todo el cuerpo, entonces sería muy mal signo.
Edward tenía el pelo tan humedecido a causa de la fiebre que parecía como si se le hubiera derramado un cubo de agua en la cabeza. Ya no estaba ardiendo, sino frío. Tenía los párpados flojos, uno más caído que el otro.
—Edward —susurré—, no me dejes.
Giró levemente la cabeza, pero no encontró mi cara. Apoyé la mano en la suya y sus dedos se movieron. Masculló algo sin mover los labios.
—Mi querida, mi amor —me pareció oír que decía.
Le cubrimos el cuerpo con cataplasmas y le extrajimos el aire envenenado de los pulmones con ventosas calientes. Le administramos un centenar de píldoras diminutas que se le deslizaban por la lengua y que él de inmediato expulsaba con la tos, envueltas en esputo sanguinolento. Su respiración era breve, rápida y superficial, y cada vez que exhalaba, sonaba como si tuviera una hoja de papel temblando en el pecho. Lo hicimos sentarse y le golpeamos la espalda, primero suavemente y después con más fuerza, con la mano abierta y con los puños, para que expulsara con el esputo el demonio de la gripe. Yo lo cuidaba sin sentir mi propio cuerpo, sin ver ni oír nada más que a él, intentando hacerlo vivir con mi fuerza de voluntad. Lo obligaba a mantenerse a flote inhalando una bocanada más de aire y otra más al cabo de un instante. No podía dejar de atenderlo ni siquiera un momento. Dependía de mí. Permanecí sentada a su lado, firme y segura, alabando su perseverancia cada vez que se le henchía el pecho de aire. De vez en cuando recuperaba la conciencia, abría los ojos y me miraba, sorprendido de encontrarme. Entonces lo oía murmurar:
—¡Qué chica tan valiente eres! —Y después—: Te quiero, te quiero…
Pero en seguida volvía a perderlo.
A última hora de la tarde, le aparecieron en la cara las tenues manchas amoratadas que tanto temíamos. Tenía los labios fríos y los ojos secos. Calabaza Mágica le retiró la sábana para cambiársela por otra limpia y vimos que las piernas se le habían vuelto medio grises. La marea oscura le estaba subiendo por las piernas. Lo llamé por su nombre y le dije que por la mañana estaría curado.
—Me crees, ¿verdad?
Contuve la respiración mientras él se esforzaba para inhalar ruidosamente el aire. Yo tampoco podía respirar. Me estaba ahogando, pero me negaba a llorar porque habría sido aceptar la derrota. Seguí hablando sin pausa para que no se rompiera el hilo que nos unía.
—¿Recuerdas el día que salimos de aquella cueva y nos adentramos por aquel bosque verde y frondoso? Entonces yo ya te quería. ¿Lo sabías? ¿Lo recuerdas, Edward?
Me di cuenta de que estaba gritando. La habitación estaba en silencio y se oían con aterradora claridad los silbidos y gorgoteos de la espuma sanguinolenta que le salía por las fosas nasales, la boca y los oídos. Al anochecer, justo después del crepúsculo, cuando las sombras se habían adueñado de su cara, se ahogó en un último gorgoteo.
Me quedé con él toda la noche. Al principio no podía soltarle la mano. Quizá la fuerza vital residiera aún en sus venas y yo pudiera recuperarla con la presión de mis dedos. Pero privado de aire, se desmoronó y se le ahuecaron las mejillas. Primero se le hundieron los ojos y después el resto del cuerpo. Las manos se le volvieron frías y, por mucho que lo intenté, no pude transmitirles mi tibieza.
—¿Cómo puedes haberte ido? ¿Cómo puedes haberte ido? —murmuraba yo y por fin le grité—: ¡¿Cómo puedes haberte ido?!
Su cara seguía expresando agonía, y yo estaba furiosa. ¿Dónde estaba la paz que supuestamente acompañaba a la muerte? Lloré primero de rabia y después de desesperación y de dolor. Le cubrí la cara y seguí llorando mientras lo imaginaba tal como había sido en vida, y no así, quieto y silencioso.
Se abrió la puerta y la luz del día inundó la habitación. Calabaza Mágica tenía la cara demudada. Me levanté sobresaltada. ¿Cómo podía haber olvidado a Florita?
—¡¿Está enferma?! —grité—. ¿También me ha dejado?
—Está con la niñera en la otra ala de la casa y se encuentra perfectamente bien. Pero no puedes ir a verla sin desinfectarte. Tenemos que quemar tu ropa y también la de Edward. Las sábanas, las toallas, todo, incluidos tus zapatos.
Asentí con la cabeza.
—Vigila que los sirvientes no se queden la ropa para ellos.
—La mayoría de los criados se han marchado. —Lo dijo tan llanamente que al principio no la entendí—. Huyeron cuando Edward murió. Sólo se han quedado la niñera, los sirvientes Radiante y Carnerito, y Bien Dispuesto, el chófer. Todos ellos pasaron la gripe en la primera oleada. Por eso no tienen miedo. Pediré a los hombres que laven el cuerpo.
«El cuerpo». ¡Qué palabra tan falta de sentimientos!
—Diles que usen agua tibia —dije y me marché para preparar mi baño solitario.
Derramé lágrimas en el agua y cuando me levanté de la bañera, me sentí mareada y tuve que sentarme en la cama. Me contuve para no seguir llorando porque quería aparentar calma cuando fuera a ver a Florita. Cerré los ojos para ordenar mis pensamientos. Era muy importante que Flora se sintiera siempre segura y protegida.
Me desperté seis horas después, por la tarde. Edward ya no estaba en el dormitorio. En lugar de su voz, sólo había silencio. Salí de la habitación y bajé la escalera.
Calabaza Mágica salió del comedor, donde yacía el cuerpo de Edward, y me llevó al salón.
—Tienes que despedirte rápidamente. Radiante dice que en la Ciudad Vieja china están amontonando cadáveres para sepultarlos en una gran fosa común. Las familias no podrán enviar a sus muertos a la aldea de sus ancestros. No te imaginas los gemidos que se oyeron cuando se supo la noticia. No sabemos qué están haciendo con los cuerpos de los extranjeros, pero no podemos arriesgarnos a que decidan por nosotros.
Era demasiado pronto para dejar marchar a Edward. Yo habría retrasado el momento tanto como hubiera podido si Calabaza Mágica no se hubiera hecho cargo de todo. Ella apreciaba mucho a Edward, y yo sabía que actuaría con sensatez y movida por el afecto. Agradecí no tener que ser yo quien decidiera. Radiante y Carnerito habían improvisado un ataúd con un armario y pensaban sellar la tapa y los costados con cera de vela. También habían cavado junto al estanque del jardín para preparar su tumba. Era el lugar donde Edward y yo nos sentábamos los días calurosos a leernos en voz alta bajo el olmo y a chapotear con los pies en el estanque, salpicándonos mutuamente.
—El Rey del Infierno vino a ver cómo seguía Edward —dijo Calabaza Mágica—. Aquí está el certificado de defunción. No sé leer lo que escribió ese pedo de perro.
«Neumonía por complicación de una gripe». Había admitido su error. Habría informado ya de la muerte de Edward al consulado de Estados Unidos y a las autoridades de la Concesión Internacional. La niñera me trajo a Florita. Observé con atención su semblante y le apoyé la mano en la frente para tomarle la temperatura. Tenía los ojos límpidos y su mirada clara buscó la mía. Volví a repasar las facciones de su rostro, sus orejitas, su frente, su pelo y sus ojos, idénticos a los de Edward.
Calabaza Mágica me condujo al comedor, lista para quitarme de los brazos a la niña —según me dijo— si yo me desmayaba. Habían retirado la mesa grande y en su lugar habían colocado el ataúd. La piel de Edward conservaba aún una palidez grisácea. Le habían puesto el traje que solía usar cuando salíamos de paseo. Le acaricié la cara.
—Estás frío —dije—. Lo siento.
Le pedí perdón por todas las dudas que había albergado alguna vez acerca de su bondad, su sinceridad y su amor. Le dije que en el pasado me había creído incapaz de amarlo porque no conocía el amor y sólo sabía que lo necesitaba. Pero él me había enseñado lo sencillo que resulta recibirlo y con cuánta naturalidad podemos darlo. El insoportable dolor que me atenazaba el corazón era la prueba de que nos habíamos amado y entregado por completo el uno al otro. Le puse delante a Flora, mirando hacia él.
—Nuestra hija, nuestra mayor alegría, me ha demostrado que es posible amar aún más profundamente. Le contaré que todos los días la acunabas en tus brazos y le cantabas.
El hombre de rostro azulado no dijo nada. Ese hombre no era Edward. Yo no quería que el tormento de los dos últimos días fuera el recuerdo más vívido que me quedara de él. Dejé a la niña en brazos de Calabaza Mágica y subí a la biblioteca.
Me senté en uno de los sofás gemelos y recordé nuestras conversaciones: su ingenio, su seriedad, su sentido del humor e incluso el ánimo sombrío que lo invadía a veces cuando hablábamos de lo que él llamaba su alma y su ser moral. ¿Qué significaba la redención? ¿Adónde iría él después de dejarnos? Encontré su nuevo diario, que había empezado solamente una semana antes, y lo estreché contra mi pecho. Ahí estaba él. Pero tampoco estaba allí. Era triste y hermoso saber que una persona sólo puede estar en su espíritu y que nadie puede poseerla.
Antes de llegar a la escalera, oí voces graves y los chillidos de una niña pequeña. Bajé corriendo. En el vestíbulo había dos policías chinos y los dos tenían agarrada por un brazo a Ratoncita, la hija de mi doncella. Era una niña asustadiza de unos diez años, que se sobresaltaba al menor ruido o movimiento brusco. Calabaza Mágica y yo sospechábamos desde hacía tiempo que su madre le pegaba con frecuencia. Los policías la sacudieron y la pequeña puso los ojos en blanco.
—Mi madre me obligó a llevarlo a la tienda —dijo, esforzándose por hablar aunque el miedo le hacía castañetear los dientes—. Dijo que me mataría a golpes si no lo llevaba.
Uno de los agentes dijo que la niña había llevado un valioso collar a una joyería regentada por un tal señor Gao. El joyero había sospechado desde el primer momento, porque conocía a la dueña de la joya, y de inmediato se había presentado en la comisaría con el collar para que después no lo acusaran de haberlo robado. Aunque parecía estar diciendo la verdad, los agentes lo habían retenido en la comisaría, hasta que fuera posible comprobar la veracidad de su versión.
—¡Por favor! —gritó Ratoncita—. ¡No dejes que me maten!
—¿Ha desaparecido algún collar en esta casa? Y en ese caso, ¿puede alguien describirlo? —dijo el más severo de los policías.
Calabaza Mágica subió a mi habitación y sacó las joyas para ver qué pieza faltaba.
Regresó en seguida.
—Es un collar de esmeraldas pequeñas con un adorno de dos arabescos que se unen a un tercero en el centro.
Convencido, el agente se lo entregó. Calabaza Mágica lo examinó para ver si había sufrido algún daño y se puso a regañar a la pequeña, que no dejaba de llorar.
—Esta niña nació con el cerebro pequeño —les dijo a los policías a modo de justificación—. Tiene la mentalidad de un bebé. Pero hemos recuperado el collar y no hay ningún daño que lamentar. De ahora en adelante, la vigilaremos con más atención y cuidaremos mejor las joyas. En cuanto al señor Gao, lo conocemos desde hace años y podemos asegurar que es una persona honesta y merecedora de toda nuestra confianza.
—La niña nos ha dicho que en esta casa murió un extranjero de una enfermedad azul —dijo uno de los hombres con gesto grave—. Los asuntos de los extranjeros no son de nuestra competencia; pero si era gripe, es preciso que venga a verlo un médico americano para certificar la causa del deceso y dar parte al consulado de Estados Unidos.
—Ya tenemos un certificado de defunción firmado por el doctor Albee, del Hospital Americano. Fue él quien trató al señor Ivory durante su enfermedad.
Los policías pidieron ver a Edward para comprobar que en efecto era un extranjero quien había muerto y no un ciudadano chino. Les bastó verlo de lejos.
—¡Ay! La cara azul —murmuró uno.
Una hora después, se presentó en casa un inspector de policía británico, seguido de un funcionario del consulado estadounidense. Me presentaron brevemente sus condolencias y se disculparon por la intromisión.
—¿Quién es la persona fallecida? —preguntó el funcionario.
—Bosson Edward Ivory III.
Las palabras resonaron como un fúnebre redoble de campanas. Les entregué el certificado de defunción. Inspeccionaron el cuerpo de Edward y pidieron su pasaporte. Lo fui a buscar al escritorio de Edward y antes de dárselo al funcionario, miré su foto. Estaba jovencísimo y con expresión sombría. Entonces, debajo de su nombre, vi la palabra «casado». Y en el apartado «Nombre de la esposa», leí «Minerva Lamp Ivory».
Los hombres estudiaron el pasaporte.
—Soy su esposa, Minerva Lamp Ivory.
Lo anotaron.
—¿Puedo ver su pasaporte? —dijo el funcionario.
Dudé un momento.
—Es sólo una formalidad.
Me disculpé y subí a mi dormitorio, supuestamente para buscar el pasaporte inexistente. Una vez arriba, me comporté como si de verdad lo estuviera buscando y me puse a abrir y a cerrar cajones vacíos mientras trataba de imaginar una excusa verosímil.
Finalmente, volví y dije en tono preocupado:
—Mi pasaporte ha desaparecido. He mirado en todos los sitios donde podría estar, pero no lo he encontrado. Probablemente me lo ha robado uno de los sirvientes.
—Tranquilícese. Ya le he dicho que es sólo una formalidad. Si ha desaparecido, podemos tramitarle uno nuevo. Mientras tanto, ¿quiere que notifiquemos el deceso a la familia?
Traté de pensar con rapidez.
—Creo que será mejor que lo haga yo misma. Será un golpe muy duro para sus padres. Tengo que buscar las palabras exactas para suavizarles el mal trago y asegurarles que no sufrió, aunque no sea cierto. Sé que también querrán que repatriemos su cuerpo para darle sepultura cerca de su casa en el estado de Nueva York.
—Siento comunicarle que eso no será posible —dijo el funcionario consular—. Los cuerpos de los fallecidos de gripe no se pueden trasladar fuera de la ciudad.
—Ya lo sabíamos y por eso hemos intentado resolverlo en privado. Necesito anunciar a sus padres con mucha delicadeza que vamos a sepultarlo aquí, en su casa. Su cuerpo permanecerá dentro de los muros de este jardín.
—Tiene suerte de disponer de un terreno para darle sepultura. Hasta el momento han fallecido mil quinientos chinos y van a enterrarlos en una fosa común. Algunos están arrojando los cadáveres al río y nos preocupa que el agua potable se contamine con la gripe. Recuerde hervir bien toda el agua. También recomiendan no comer pescado.
En ese momento Florita empezó a moverse y a gemir. Le apoyé la mano en la frente. Me obsesionaba el temor de que cayera enferma.
El inspector británico le hizo una mueca de payaso y puso los ojos en blanco para hacerla reír. Pero en lugar de eso, sólo consiguió que se pusiera a llorar.
—¡Qué pena! Tan pequeña y ya ha perdido a su padre.
Se marcharon, y al cabo de una hora enterramos a Edward en el jardín, bajo el olmo añoso. Carnerito y Radiante dijeron unas palabras de gratitud ante su tumba mientras Calabaza Mágica depositaba un cuenco con fruta y encendía un puñado de varitas de incienso. Los dos hombres rellenaron la sepultura con oscura tierra húmeda. Cuando se fueron, arranqué las violetas que bordeaban el sendero de la casa y volví a plantarlas sobre su tumba.
Abrí Hojas de hierba por la página habitual y leí en voz alta y firme:
Nadie, ni yo ni nadie, puede andar este camino por ti.
Habrás de recorrerlo tú solo.
No está lejos; lo tienes a tu alcance.
Tal vez estás en él desde que naciste, sin saberlo.
Tal vez está en todas partes: en el mar y en la tierra.