Capítulo 6

Un gorrión enjaulado

Shanghái

Marzo de 1918

VIOLETA

El festival de la primavera llegó y pasó, y Calabaza Mágica lamentó una vez más que tampoco en esa ocasión hubiera conseguido figurar en la lista de las Diez Bellas de Shanghái. Me acusó de no haber alimentado ningún rumor interesante en la prensa sensacionalista, de haber lucido colores poco adecuados y de no cultivar amistades más influyentes entre mis clientes.

—¿Acaso crees que las chicas que han ganado son más guapas o tienen más talento que tú? ¡Nada de eso! Pero no se pasan el día entero partiendo pipas de melón, convencidas de que la popularidad siempre aumenta y nunca disminuye.

El concurso estaba amañado, pero ella se negaba a creerlo. Las cortesanas ganadoras trabajaban en casas controladas por la Banda Verde, y los votos de los miembros de la banda valían por diez.

—Aunque el concurso no estuviera amañado —dije—, ¿te has parado a pensar que tengo veinte años? Soy un melocotón abierto y catado. Ya no soy nueva ni enigmática. Y ya no es una ventaja ser una flor eurasiática.

Calabaza Mágica resopló desdeñosamente.

—Si piensas así, será mejor que empieces a buscar la manera de atraer la atención de los clientes, o acabarás siendo la ayudante de otra chica tan desagradecida como tú.

El mundo de las flores estaba lleno de malas hierbas eurasiáticas: chicas medio americanas, medio inglesas, medio alemanas, medio francesas y un centenar de variedades más de nacionalidades al cincuenta por ciento. Había más mestizas aún en las casas de segunda categoría, y en los fumaderos de opio, muchas más todavía. A las cortesanas de las casas más selectas no nos gustaban los extranjeros ni los recién llegados, ya sea que estuvieran de paso o que hubieran echado raíces en busca de una oportunidad. Los extranjeros estaban cambiando Shanghái para satisfacer una codicia sin límites. Los japoneses se estaban quedando con los negocios, las fincas y las viviendas de los chinos. Eran propietarios de pequeñas tiendas y de grandes comercios. Sus geishas disfrutaban de más prestigio que nuestras mejores cortesanas, aunque no ofrecían sexo, sino únicamente una música que sonaba como la lluvia sobre el tejado. Me preguntaba por qué tendrían tanta aceptación. Si nuestras flores hubieran ofrecido sólo esa música, habrían tenido que tocarla por las calles, aporreando el cuenco de latón de las limosnas.

La semana anterior nos había sorprendido la noticia de que tres de las mejores casas de cortesanas habían decidido admitir clientes extranjeros. En la Oculta Ruta de Jade teníamos visitantes extranjeros todas las noches, pero no entraban en la casa de cortesanas, excepto como invitados de uno de nuestros clientes chinos. Y aun entonces, podían mirar, pero no tocar. Nos llegaron rumores de que los occidentales que frecuentaban las casas de primera categoría no respetaban el protocolo ni las costumbres. No tenían paciencia para cortejar a una bella durante un mes. Flirteaban, jugaban, bebían, comían y escuchaban a las chicas cantar. Y los más enérgicos y generosos conseguían que los invitaran al boudoir esa misma noche. En nuestra opinión, esas casas antes prestigiosas habían caído más bajo que las de segunda categoría. Por otro lado, los occidentales dejaban propinas suculentas, normalmente en dólares de plata, y nuestro negocio se había vuelto menos rentable en los últimos años. No era de extrañar que las casas empezaran a permitir excepciones. Las joyas que regalaban los clientes chinos podían ser más valiosas que los dólares, pero cuando las cortesanas iban a la joyería o a la casa de empeños a venderlas, recibían mucho menos que su valor real y, además, en yuanes chinos. Muchos temían que la moneda perdiera valor si se producía cualquier mínimo enfrentamiento entre los cabecillas militares locales y el gobierno republicano, pero habría sido poco patriótico decirlo en voz alta.

¿Qué pasaría con nuestra casa? Si no recibíamos a los extranjeros, ¿qué otra cosa podríamos ofrecer? Había más de mil quinientas casas de primera categoría, y muchas tenían mobiliario más nuevo y decoración más moderna, más juegos de naipes, aparatos de radio, gramófonos en todas las habitaciones y retretes modernos que se llevaban el agua sucia con sólo tirar de una cadena. La señora Li decía que no podía permitirse cambiar los muebles y la decoración cada vez que variaba la brisa.

En las casas de segunda categoría y en las calles, la oferta de procacidades e impudicias superaba todo lo imaginable. No había nada suficientemente sagrado o valioso que quedara a salvo de la degradación. Algunas prostitutas eran viudas de nobles (o al menos eso decían) y ofrecían a los hombres la oportunidad de rozarse con alguien de alcurnia. Había señoras en matrimonios «semiabiertos», lo que significaba que aceptaban visitantes desde la mañana hasta última hora de la tarde, mientras sus maridos estaban fuera. Había una mujer mayor que aseguraba haber sido una cantante famosa y tenía la habitación decorada con carteles del apogeo de su gloria. Nosotras no creímos al principio que fuera la cantante que habíamos admirado en otro tiempo, pero fuimos a visitarla y descubrimos que era cierto lo que decía. Para los extranjeros, había chicas eurasiáticas que afirmaban ser hijas de diplomáticos, chicas pálidas de rasgos europeos que decían ser hijas de misioneros, numerosas parejas de gemelas vírgenes y un montón de bellas cortesanas que en realidad eran hombres apuestos. Pero las mentiras seguían atrayendo a los extranjeros, que eran demasiado ignorantes para darse cuenta de que los estaban engañando o se sentían demasiado avergonzados para admitirlo después. Imaginábamos que esos mismos extranjeros serían los que entrarían por nuestras puertas.

Bermellón tenía casi veinticinco años y había dejado atrás sus mejores tiempos, aunque se negaba a reconocerlo. Su reputación la había llevado lejos y aún atraía pretendientes a la antigua usanza, que ofrecían fiestas y le pedían que tocara la cítara y cantara. Pero ahora ya no se veían obligados a esperar varias semanas hasta que estuviera libre. Y no todos gozaban de una cuantiosa fortuna ni de grandes influencias, aunque teníamos la suerte de que algunos de nuestros antiguos clientes nos siguieran siendo fieles.

Vi la expresión de horror en la cara de Bermellón cuando la señora Li le propuso admitir extranjeros, siempre que fueran respetables y adinerados, y no funcionarios ni marineros.

—No sólo se ha vuelto aceptable, sino que está de moda —insistió la madama—. Aun así, seguiremos seleccionando a nuestra clientela. Sólo recibiremos extranjeros que sean presentados por un cliente antiguo de la casa que responda por la respetabilidad de su amigo.

Bermellón echaba fuego por los ojos.

—Son groseros y no conocen los buenos modales —afirmó—. Tienen gonorrea, sífilis y toda clase de parásitos que te dejan llena de ronchas rojas de la cabeza a los pies. ¿Quieres que yo, tu hija querida, me convierta de la noche a la mañana en una prostituta enfermiza?

La señora Li entrecerró los ojos.

—Si quieres heredar esta casa —dijo—, será mejor que de ahora en adelante aceptes gánsteres como clientes permanentes.

La semana siguiente, Lealtad Fang le dijo a la señora Li que le complacería mucho presentarle a un amigo. Se trataba de un norteamericano, hijo de una distinguida familia cuya compañía naviera llevaba haciendo negocios con China desde hacía más de cincuenta años. Lealtad dijo que estaba más que satisfecho con sus servicios de transporte, que él utilizaba para exportar su porcelana a Europa y América. Entre alabanzas, dio testimonio del buen carácter del padre y, aparentemente, también del hijo.

—Hace casi un año que está en China —me dijo mientras tomábamos el té—. Es un joven muy serio, pero muy occidental en su manera de pensar. Me ha dicho que está tratando de aprender chino por su cuenta, aunque debo reconocer que el chino que intenta hablar, sea el que sea, es tan atroz que resulta imposible de entender. He tenido que recurrir a mi defectuoso inglés para hablar con él y como lo tengo bastante oxidado, nuestras conversaciones se han limitado al tiempo, el país donde vive su familia, su estado de salud, el año en que falleció su abuelo, la comida que ha probado en Shanghái y si ha encontrado apetecible algún plato, aunque le haya parecido extraño. Me cuesta mucho hablar con él de intrascendencias. Cada pocos minutos tengo que sacar ese maldito diccionario chino-inglés que tú me regalaste. Sé decir en inglés «verdura», «carne» y «fruta», pero nunca recuerdo cómo se dice «col», «cerdo» o «mandarina». En cualquier caso, por lo que he podido observar en nuestras conversaciones, puedo asegurarte que es cortés, humilde y bastante tímido, lo que resulta verdaderamente inusual para un americano, ¿no crees? La última vez que hablé con él, me dijo que le gustaría conocer a una mujer china que hable suficiente inglés para mantener una conversación interesante. Naturalmente, pensé en ti.

—Entonces ¿ya no soy tu pequeña belleza eurasiática? —pregunté—. ¿De repente, me he vuelto china para complacer a tu amigo?

—¡Eh! ¿Te avergüenza ser china? ¿No? Entonces ¿por qué me criticas? Cuando nos conocimos, eras la princesita eurasiática de Lulú Mimi y así te veían todos. Desde entonces, nunca he pensado que fueras de una raza o de otra. Eres simplemente quien eres: una arpía irascible que se niega a perdonarme, aunque todavía no sé por qué.

—No sé para qué me molesto en hablar contigo —repliqué.

—Violeta, por favor, no discutamos. Tengo una reunión dentro de media hora. En cualquier caso, mi amigo me ha dicho que le gustaría mantener una conversación interesante, y espero que no le ofrezcas una como la que estamos teniendo en este momento.

Ahora que ya no estaba enamorada de Lealtad, podía ver con claridad sus defectos y reconocer sus afrentas y su arrogancia. Lo peor de todo era la escasa consideración que mostraba por mis anteriores sentimientos hacia él. Me recibía en las fiestas con afecto, pero nunca solicitaba mi asistencia a la fiesta siguiente. En uno de esos encuentros, estuvimos largo rato flirteando mientras él recordaba los pormenores de mi desfloración. Lo tomé como un signo de que quería pasar la noche conmigo y cuando lo invité a revivir el pasado, se disculpó diciendo que estaba exhausto porque acababa de regresar de Soochow. Me sentí humillada.

—¡Ah, Soochow, tierra de bellas cortesanas! —repliqué—. No me extraña que estés agotado.

Contestó que yo no apreciaba el esfuerzo que había hecho para visitarme, y yo le dije que todo su esfuerzo se reducía a asistir a una fiesta a la que casualmente yo estaba invitada. Cuando en otra ocasión mostró interés en pasar la noche conmigo, le dije que estaba demasiado cansada para recibir visitantes, y se enfadó. Sabía perfectamente por qué le había respondido así. Hacía casi dos años que discutíamos, pero no podíamos prescindir el uno del otro, hasta ese momento. Empecé a sospechar que sentía tan poco aprecio por mí que estaba dispuesto a entregarme a un americano, aun sabiendo que el hombre querría fornicar conmigo en cuanto consiguiera aprender cuatro frases útiles en chino.

A última hora de la tarde, un sirviente anunció la llegada del extranjero. Esperábamos su visita, pero se presentó con una hora de retraso, lo que nos hizo pensar que no iba a tratarnos con respeto. Entré en el salón de muy mal humor. El hombre se puso de pie. Miré el reloj que teníamos sobre el aparador y dije en inglés, con fingida sorpresa:

—¡Santo cielo! ¿Ya son las cuatro? Espero no haberlo hecho esperar. Pensábamos que vendría a las tres.

Lo miré con una leve sonrisa, pensando que se disculparía por la tardanza.

—No he tenido que esperar nada. Lealtad Fang me dijo que viniera a las cuatro.

¡Maldito Lealtad y su inglés costroso! El americano se me quedó mirando, decepcionado sin duda de que yo no fuera la flor exótica que esperaba.

—Soy mitad china —le dije secamente.

La señora Li y Calabaza Mágica ya estaban sentadas. Bermellón se había ausentado, como había anunciado antes, y Brillante y Serena vinieron a reunirse con nosotros poco después. Eran dos hermanas nuevas, que habían trabajado en otro establecimiento de primera categoría, hasta que la madama murió y la casa entró en rápida decadencia. La señora Li había pensado que sería útil para ellas observar el comportamiento de los occidentales. Yo había estado a punto de presentarme con traje occidental, pero en el último momento decidí que mi irritación hacia Lealtad no debía guiar mi conducta. Llevaba el pelo recogido en un moño y vestía un traje chino, pero moderno: largo y estilizado, con el cuello alto. Me senté frente al norteamericano, que ocupaba un sillón. Por la expresión rígida de las otras cortesanas, noté que les resultaba chocante ver a un extranjero en la casa. Su presencia cambiaba la categoría del establecimiento. Además, no tenía el aire de los americanos sofisticados, ni se comportaba como los acaudalados empresarios que solía recibir mi madre.

Se llamaba Bosson Edward Ivory III. Lealtad me había dicho que debía de tener unos veinticinco años, pero parecía mayor. Era de constitución delgada y tenía las típicas facciones huesudas de los anglosajones, con cabeza en forma de nabo: bóveda y frente grandes, y mentón fino y alargado. Tenía los ojos castaños y el pelo ondulado, rubio arenoso y mal peinado. También el bigote parecía descuidado, como una escoba usada para recoger residuos medio carcomidos. Vestía ropa bien cortada, limpia y almidonada, pero arrugada. Una apariencia descuidada era siempre una falta de respeto, excepto en un mendigo muerto de hambre.

—Llámenme Edward, por favor —dijo y procedió a besarnos las manos a todas las cortesanas de una manera ridículamente galante.

—Edward es un nombre difícil de pronunciar para los chinos —repliqué—. Bosson es mucho más fácil.

—Bosson es el nombre de mis antepasados fallecidos y conlleva una pesada carga de éxito y trabajo duro, dos cosas que, sinceramente, me son ajenas.

Me di cuenta de que estaba bromeando, pero lo traduje como si hablara en serio.

—Es demasiado sincero —opinó Calabaza Mágica.

—Por supuesto, si es más fácil para ellas —prosiguió el extranjero—, no me importará que me llamen «Bosson».

Les dije a mis compañeras el nombre en chino: Bo-sen, donde bo significaba «rábano» y sen, «enorme». ¡Rábano gigante! Las chicas apreciaron la ocurrencia.

Nos trajeron entonces una jarrita de leche y una bandeja de galletas de mantequilla con mermelada. La señora Li dijo que había tenido que ir hasta el mercado de los extranjeros para encontrar leche con que estropear el té.

Nos pusimos a hablar de la estancia de nuestro invitado en China, y yo de vez en cuando traducía brevemente sus palabras. Dijo que había llegado un año antes, pero que aún no había visto tanto como habría deseado. Tenía pensado quedarse bastante tiempo, quizá varios años más. Se recostó en el respaldo del sillón con las piernas muy abiertas, como si estuviera en una taberna del Lejano Oeste. No parecía tímido, como lo había descrito Lealtad, sino al contrario, demasiado desenvuelto.

—Me gusta conocer lugares que la gente normalmente no ve —dijo—. La mayoría de los americanos carecen de espíritu aventurero para conocer a fondo los países extranjeros.

—En China, el extranjero es usted.

—¡Ja, ja! Después de un año aquí, debería recordarlo. Quizá me acostumbre en los próximos cinco años.

—Cinco años es mucho tiempo para una visita. ¿O tiene pensado quedarse a vivir en China?

—Estoy abierto a todos los planes. Sólo sé que no me marcharé en los próximos meses.

—¿Se siente a gusto donde se aloja? El alojamiento siempre es importante en una visita larga. Si no está cómodo, sólo sabrá hablar mal de Shanghái, y eso sería una pena porque en esta ciudad es muy fácil sentirse en el cielo.

—Me tratan maravillosamente bien. Me alojo cerca de la avenida de la Fuente Efervescente, en la casa de invitados de un viejo amigo chino de mi padre, el señor Shing. Hace años, cuando fue a estudiar a Estados Unidos, el señor Shing se alojó en casa de mis padres, en el estado de Nueva York. Yo era demasiado pequeño para recordarlo, pero aunque él era muy joven en aquella época, dejó en mi familia la impresión de ser refinado y misterioso, además de muy amable. Creo que el señor Shing ha sido el motivo de que siempre sintiera curiosidad por China.

Mientras él hablaba, yo traducía para las otras flores, abreviando cada vez más a medida que avanzaba la conversación. Su familia era propietaria de una compañía naviera, fundada por su bisabuelo ochenta años atrás.

—Desgraciadamente, debo reconocer que la familia Ivory hizo fortuna con el opio. Ahora nos dedicamos al transporte de artículos manufacturados, como las teteras y los platillos que fabrica Lealtad Fang.

Su familia lo había enviado a Shanghái para que se familiarizara con el negocio, ya que algún día lo heredaría. Cuando les traduje eso a las bellas, parecieron más interesadas.

—Eso dice él —añadí—, pero los americanos son famosos por inventarse todo tipo de cosas cuando no hay nadie cerca para contradecirlos.

—La verdad es que no he aprendido nada del negocio —prosiguió él—. He huido de toda responsabilidad y puede decirse que soy un vagabundo sin planes. Me gustaría descubrir China de manera espontánea, sin un programa fijo que me obligue a visitar templos y pagodas. No quiero ninguna guía de viajes que me prometa sentirme «transportado a las épocas remotas de los primeros emperadores». —Sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta—. Estoy escribiendo un diario de mi estancia en China, simplemente una serie de escenas que ilustro con bocetos a lápiz.

—¿Piensa publicarlo? —le pregunté por cortesía.

—Sí, cuando mi padre compre una editorial.

El hombre no tenía una sola idea sensata en la cabeza.

—Escribo solamente para mí —aclaró—. No le endilgaría a nadie mis torpes historietas. Sería una crueldad.

—¿Les pone título a los libros que escribe sólo para usted?

—Sí, éste se llama Más allá del Lejano Oriente. Se me ocurrió la semana pasada. Usted es la primera en saberlo. Por supuesto, ya había pensado una docena de títulos antes que éste y puede que se me ocurra alguno más. Ése es el problema cuando uno no tiene propósito, ni destino, ni lectores.

—Entonces ¿ha llegado más allá?

—No, no mucho. No he pasado del suroeste de Shanghái. Sin embargo, cuando digo «más allá», no me refiero a la distancia, sino más bien a un estado de ánimo. ¿Ha leído Hojas de hierba, de Walt Whitman?

—En Shanghái tenemos muchas cosas de todo el mundo, pero por desgracia no disponemos de todos los libros que se han publicado en inglés a lo largo de la historia.

—Whitman es un poeta muy admirado. Sus poemas son mi guía de viaje, por así decirlo. Por ejemplo, éste:

Nadie, ni yo ni nadie, puede andar este camino por ti.

Habrás de recorrerlo tú solo.

No está lejos; lo tienes a tu alcance.

Tal vez estás en él desde que naciste, sin saberlo.

Tal vez está en todas partes: en el mar y en la tierra.

Yo no conocía el poema, pero había vivido la angustia de esas palabras, la soledad de sentirme en un camino hacia un lugar desconocido, sin ninguna razón comprensible para estar allí. Era como la pintura del valle entre las montañas, con nubes que eran a la vez oscuras y rosadas, y un lugar luminoso en el horizonte que tanto podía ser un paraíso deslumbrante como un lago de fuego.

—Por su expresión, debo suponer que el poema no ha sido de su agrado —dijo Edward Ivory.

—Al contrario. Me gustaría leer un poco más algún día.

Calabaza Mágica intervino.

—Pregúntale si piensa vender la historia de su visita a una casa de cortesanas.

Nuestro invitado le respondió a ella directamente, como si entendiera inglés.

—Si escribo sobre ustedes, estoy seguro de que sólo por eso venderé más ejemplares.

Se lo traduje y Calabaza Mágica respondió secamente:

—Dile al mentiroso que me describa joven y guapa.

Edward Ivory rio. Brillante y Serena sonrieron, aunque no entendían nada de lo que estábamos diciendo.

—Dos chicas adorables —comentó él—. La de la izquierda parece casi una niña. Demasiado joven para haber caído en una vida como ésta.

Sentí como si me hubiera tragado una piedra. ¿Quién era él para compadecernos?

—No me considero una mujer «caída» —dije.

Casi se atraganta con la galleta.

—Perdón, he elegido mal las palabras. Además, no me estaba refiriendo a usted. Usted no es una de ellas.

—Desde luego que soy «una de ellas», como usted dice. Pero no hace falta que nos compadezca. Vivimos bastante bien, como puede ver. Tenemos libertad, a diferencia de las mujeres americanas, que no pueden ir a ninguna parte sin sus maridos o sus tías solteronas.

Por una vez, se puso serio.

—Le pido disculpas. Tengo la mala costumbre de ofender a la gente sin querer.

Decidí poner fin a un encuentro que no estaba teniendo ningún éxito.

—Creo que ya hemos tenido bastante conversación por hoy, ¿no cree?

Me levanté para obligarlo a ponerse de pie. Esperaba que mostrara su agradecimiento y se marchara.

Pero me miró sorprendido y tras rebuscar en el bolsillo del chaleco, sacó un sobre y me lo entregó. Contenía veinte dólares americanos de plata.

«¡Maldito Lealtad!», pensé.

—Señor Ivory, me parece que el señor Fang omitió explicarle que esto es una casa de cortesanas, y no un burdel donde pueda fornicar con una prostituta con sólo entrar por la puerta con unas cuantas monedas tintineando en el bolsillo.

Arrojé los dólares de plata a la mesa y algunos cayeron y se desparramaron por la alfombra.

La señora Li y Calabaza Mágica maldijeron entre dientes, mientras las bellas exclamaban que Bermellón estaba en lo cierto cuando había dicho que los extranjeros tenían la mente y el cuerpo enfermos. Se levantaron y se fueron.

Edward estaba perplejo.

—¿No es suficiente?

—Veinte dólares es lo que cobran las putas yanquis que trabajan en los barcos del puerto. Le agradezco que piense que valemos lo mismo, pero debo informarlo de que el establecimiento está cerrado.

Esa noche, Lealtad vino a verme, y Calabaza Mágica lo llevó a mi habitación para evitar que las otras oyeran mis invectivas. No esperé a que la puerta se cerrara para ponerme a gritar:

—¡El demonio extranjero que tienes por amigo me ha tratado como a una puta del puerto! ¿Ahora te dedicas a hacer correr el rumor de que esto es un prostíbulo?

Se le notaba la angustia en la cara.

—Es mi culpa, Violeta. No me extraña que lo pienses, pero no es lo que crees. Ese hombre y yo estábamos hablando en inglés de sus deseos de conocer a una chica que le hiciera compañía y supiera hablar inglés. Entonces yo le dije que conocía a una mujer muy poco corriente y te describí en términos completamente honestos: le conté que hablabas un inglés perfecto y le dije que eras preciosa, culta, inteligente, instruida…

—Basta de adularme —lo interrumpí.

—Después le dije que eras cortesana y le pregunté si sabía lo que era una casa de cortesanas de primera categoría. O al menos eso creí haberle dicho. Él me respondió que sí y yo le pregunté si conocía las costumbres. Pero resulta que en lugar de decirle en inglés «casa de cortesanas de primera categoría», le dije las palabras que encontré en el diccionario que tú me regalaste: «prostíbulo número uno». Después él se fue al American Bar y le preguntó a un hombre que llevaba muchos años en la ciudad cómo eran los prostíbulos en Shanghái. El hombre del bar le aseguró que en cualquiera de ellos podría hacer realidad todos sus sueños con sólo pagar un dólar por una visita normal y hasta diez por una sesión con especialidades diversas. Cuando más tarde Edward le contó lo sucedido al mismo parroquiano, el tipo se echó a reír, le explicó lo que era una casa de cortesanas y le dijo que nunca más le permitirían entrar en ninguna. Edward me llamó de inmediato y me lo contó todo. Por lo visto, cuando tú le dijiste que ya habíais tenido suficiente conversación, él pensó que estabas preparada para hacer realidad todos sus sueños. No puedes culparlo a él, ni tampoco a mí, al menos no del todo. Parte de la culpa la tiene ese maldito diccionario chino-inglés que tú me regalaste. Y no es la primera vez que me hace cometer errores embarazosos. Puedo contártelos, si no me crees, aunque por lo visto últimamente me crees muy poco. ¿Te parece que hagamos las paces?

Colocó sobre la mesita del té dos cajas envueltas con mucha elegancia.

—Edward me ha pedido que te traiga estos regalos para que lo perdones. También le preocupaba que te hubieras enfadado conmigo. «Por eso no te preocupes», le dije yo. «¡Hace años que está enfadada conmigo!». ¡Eh, Violeta! ¿No podrías reírte al menos una vez?

La caja más grande contenía un libro de tapas verdes, con el título grabado en letras doradas: Hojas de hierba. Del título surgían tallos y zarcillos que se enredaban con las letras y se propagaban libremente hacia los bordes. Encontré además una hoja de papel de carta, donde él había escrito el fragmento que me había resultado tan familiar.

En la caja pequeña había una pulsera de oro, rubíes y brillantes, un regalo excesivamente generoso de alguien que quizá no volviera a ver nunca. Leí la nota.

Estimada señorita Minturn:

Me siento profundamente avergonzado por mi grosera conducta, que sin embargo no fue intencionada. No merezco su perdón, pero espero que crea en la sinceridad de mis disculpas.

Atentamente,

B. EDWARD IVORY III

Calabaza Mágica fue con la señora Li a la joyería del señor Gao y allí averiguaron que Edward había pagado dos mil yuanes por la pulsera. El señor Gao dijo que la habría vendido por la mitad del precio si el extranjero hubiera sabido regatear. Aun así, debíamos considerar el importe que Edward Ivory realmente había pagado como señal de su respeto hacia nosotras.

—La pulsera vale el perdón —dijo Calabaza Mágica—, sobre todo porque el verdadero culpable ha sido Lealtad. La señora Li y yo estamos de acuerdo. —En seguida añadió—: El extranjero no debería esperar nada más que tu perdón, a menos que tú quieras otra cosa, y en ese caso, la pulsera sería un buen comienzo.

Lealtad llamó dos días después y preguntó si podía celebrar una pequeña cena en nuestra casa y traer a Edward entre sus invitados.

—Debo ser honesto, Violeta. Me lo ha pedido él. Recibió tu nota de perdón, pero todavía se siente muy mal. No come ni duerme. Repite no sé qué desvaríos de que siempre hace daño a todo el que se le acerca. Yo le he dicho que la culpa ha sido mía y no suya, pero no ha sido suficiente para tranquilizarlo. Quizá todos los americanos aquejados de melancolía se comporten como si se hubieran vuelto locos. Pero temo que acabe tirándose al río y no quiero que su fantasma vuelva en el futuro para atormentarme y decirme una y otra vez que lo siente.

Sus razonamientos siempre me resultaban exasperantes.

—Entonces ¿prefieres que sea yo la responsable de que un loco se suicide? ¿Es eso lo que quieres? ¿Para qué me cuentas todo eso? Celebra tu fiesta. Yo asistiré y aceptaré personalmente sus disculpas. Si después se ahoga en el río, no podrás echarme la culpa a mí. En cuanto a ti, deberías haber aprendido inglés conmigo cuando aún podías.

Lealtad trajo a Edward y a otros cuatro invitados, suficiente compañía para una fiesta ruidosa con bebidas y juegos. Edward estuvo callado y casi no me dirigió la palabra, excepto para decirme «por favor», «gracias» o «muy amable». Fue atento con Bermellón, Calabaza Mágica y la madama, y excesivamente cortés con las otras flores, que le sonreían como si entendieran lo que decía en inglés. Al final de la velada, repartió generosas propinas entre Calabaza Mágica y las otras doncellas, y me puso delante otro regalo, envuelto en seda verde. Hizo una reverencia con gesto grave y se marchó. Abrí el regalo en privado, lejos de la mirada fisgona de Calabaza Mágica. Esta vez era una pulsera de esmeraldas y brillantes, con una tarjeta:

Apreciada señorita Minturn:

Le agradezco que me haya permitido disfrutar una vez más de su compañía.

Atentamente,

B. EDWARD IVORY III

Hacía por lo menos dos años que no recibía un regalo tan espléndido. A la noche siguiente, me puse las pulseras para ir a tres fiestas. Cuando salí a dar mi paseo vespertino en la berlina con Brillante y Serena, estuve todo el tiempo señalando los pajarillos y las nubes para que los transeúntes en las aceras pudieran apreciar los relucientes trofeos que llevaba en la muñeca.

A la mañana siguiente, la madama vino a decirme que tenía una llamada telefónica del americano. Edward se disculpó por la intromisión y por la audacia de pretender que lo atendiera. Su anfitrión, el señor Shing, ya le había advertido que cualquier invitación debía enviarse con una semana de antelación, pero él esperaba que comprendiera su precipitación. El gerente de la compañía naviera había reservado dos localidades en un palco del Club Hípico de Shanghái, pero había contraído la gripe y no podía asistir a las carreras, por lo que le había ofrecido las entradas a Edward. Casualmente, sir Francis May, el gobernador de Hong Kong, también estaría presente, a tan sólo dos palcos de distancia.

—Pensé que quizá podía probar suerte e intentar convencerla…

¡Era la oportunidad de conocer al gobernador! De inmediato lamenté no haber sido más amable con Edward el día anterior.

—Será un placer volver a verlo —contesté— para poder agradecerle personalmente sus preciosos regalos.

Como los chinos tenían prohibida la entrada al hipódromo, Calabaza Mágica dijo que teníamos que asegurarnos de disipar cualquier duda acerca de mi derecho de estar allí. Abrió el armario y sacó el vestido lila que se había puesto mi madre para ir al Club Shanghái. Todavía parecía nuevo y moderno. Recordé a mi madre la última vez que se lo había puesto. Aún conservaba en el pecho la vieja aflicción, que rápidamente podía transformarse en cólera.

Le dije a Calabaza Mágica que hacía demasiado frío y en seguida encontré otro vestido que ya me había puesto para comer en un restaurante occidental: un traje de excursión de terciopelo azul cerúleo, compuesto por capa corta y falda estrecha con una provocativa cascada de pliegues en la parte trasera. Me probé una pamela con un modesto adorno de plumas, pero cuando recordé que iba a estar sentada entre extranjeros, compitiendo por la atención del gobernador, sustituí la modestia por un espectacular plumaje que me hiciera sentir confianza. Me recogí el pelo, pero sin restarle movimiento, y me puse el collar de perlas que me había regalado Lealtad la noche de mi desfloración. Una hora después llegó Edward, al volante de un elegante automóvil de morro alargado, que contrastaba vivamente con los coches negros y cuadrados que iban tosiendo y echando humo por la calle. Casi disculpándose, dijo que su padre le había enviado el flamante Pierce-Arrow a bordo de uno de sus barcos, como regalo por sus veinticuatro años. De modo que ésa era su edad. Tenía cuatro años más que yo. Mientras nos dirigíamos al club hípico, me di cuenta de que no era necesario hacer nada para atraer la envidia y la atención de todos. El automóvil por sí solo hacía que toda la gente se parara por la calle para vernos pasar.

Cuando llegó el gobernador de Hong Kong, hubo un gran alboroto. La multitud se arremolinaba a su paso como un enjambre de abejas. Nosotros lo veíamos desde nuestras localidades, y cuando el gobernador miró en mi dirección, hizo un gesto de asentimiento y sonrió.

—¡Cuánto me alegro de verla, señorita Minturn!

Su saludo suscitó una oleada de murmullos.

—¿Quién es esa mujer? ¿Será su amante secreta?

Yo no me explicaba por qué sabía mi nombre, pero de inmediato sentí la embriagadora felicidad de esa fama pasajera entre los extranjeros. Edward también estaba impresionado y no dejaba de servirme una copa tras otra de delicioso vino frío, que se me subió un poco a la cabeza. Pronto empecé a notar una belleza especial en todo lo que nos rodeaba: la musculatura de los caballos, el deslumbrante cielo azul y también el mar de sombreros, entre los cuales destacaba el mío como el más bonito de todos. En mi estado de achispada euforia, podría haber olido estiércol y pensar que era perfume. Después de la tercera carrera, el gobernador se puso de pie, volvió a mirar en mi dirección, sonrió y se tocó brevemente el sombrero.

—Buenas tardes, señorita Minturn.

Esta vez lo reconocí. Había sido uno de los clientes favoritos de mi madre, un hombre amable que me saludaba con una sonrisa cada vez que me veía vagando por los salones de las fiestas. Mi madre me había contado que su hija pequeña había muerto cuando tenía mi edad. No me había gustado enterarme de algo tan triste, pero el mal trago de entonces había quedado compensado por la alegría de ser reconocida por el gobernador en las carreras. Su atención me había elevado a la categoría de persona importante. Con astucia, Edward hizo circular entre nuestros vecinos de palco el rumor de que el gobernador era un viejo amigo de la familia.

—Ella se niega a confirmarlo, pero creo que es hija del gobernador anterior, el que ocupaba el cargo antes de sir Francis.

Ese mismo día, Edward me preguntó si podíamos ser amigos. Me dijo que sería un placer para él ser mi acompañante y llevarme a todos los lugares que una chica americana deseaba conocer, pero que sólo podía visitar acompañada de una tía solterona. Supuse que me estaba proponiendo ser mi pretendiente, y en ese caso, iba a ser mi primer extranjero.

Pronto descubrí que la propuesta de Edward de ser mi acompañante significaba exactamente eso y nada más. Durante la primera semana, paseamos por el parque, cenamos en un restaurante y visitamos librerías americanas. Yo sabía que se sentía atraído por mí, pero ni siquiera insinuó que quisiera convertirse en algo más que un amigo. Supuse que tendría miedo de llegar más lejos, teniendo en cuenta nuestros desastrosos comienzos. O quizá sabía que yo contaba con otros pretendientes y le parecía indecoroso competir. Tal vez creyera que Lealtad era uno de ellos.

Durante la segunda semana, me llevó a visitar un templo, pero en cuanto llegamos se le declaró un dolor de cabeza lacerante y tuvo que regresar precipitadamente a su casa. Me dijo que padecía migrañas desde la infancia, pero me preocupó que hubiera contraído la gripe española. La Naviera Ivory había rodeado de secretismo el arribo de tres pasajeros enfermos procedentes de Estados Unidos. Casi de inmediato, el gerente de la oficina de Shanghái también había caído enfermo. Todos se recuperaron y nadie supo con certeza si en realidad habían padecido la mortífera gripe; pero durante la emergencia, la naviera había mantenido a todos sus empleados en cuarentena. A todos, menos a Edward, que en sentido estricto no era empleado de la compañía. Si Edward se había contagiado, entonces podía haberme contagiado a mí, y toda la Casa de Bermellón estaría en peligro y se vería obligada a cerrar. Todos los días leíamos en la prensa historias aterradoras acerca de la enorme mortalidad en otros países. Incluso el rey de España había estado a punto de morir de la gripe. Esperábamos que la oleada de muertes llegara a Shanghái en cualquier momento. Hasta ese momento, sin embargo, exceptuando algunas familias en las zonas más pobres de la ciudad, conocíamos a muy poca gente que hubiera enfermado. En nuestra casa bebíamos infusiones de hierbas amargas como profilaxis y observábamos a los huéspedes que parecían mareados o acatarrados, síntomas bastante fáciles de confundir con los de la borrachera. Si un hombre tosía, la señora Li se ponía de pie rápidamente, se cubría la nariz con un pañuelo y le pedía que regresara en otra ocasión. Por lo general, el hombre no se ofendía. La madama había oído que por las noches lavaban los tranvías con agua de cal y había decidido observar la misma precaución en casa. Había ordenado a los sirvientes que lavaran todas las mañanas el patio y el sendero de entrada con fuertes dosis de cal hidratada.

Edward se recuperó de la migraña, pero a los pocos días volvió a caer víctima del mismo mal. Lo describía como un veneno que se le metía en el cerebro. La sensación empezaba como un pinchazo en un ojo, después se extendía al cráneo y entonces el veneno se propagaba como un incendio. Su estado de ánimo siempre se volvía sombrío antes de uno de esos episodios, lo que me permitía predecir cuándo se declararía el siguiente. Transcurrían varios días sin que tuviera noticias suyas y después regresaba, con un humor excelente. Me contó que durante los ataques tenía que permanecer encerrado en una habitación a oscuras, sin poder hacer nada, ni siquiera pensar. Notaba que estaba mejorando cuando podía sentarse. Entonces se ponía a escribir en su diario de viaje y de ese modo terminaba de aliviar su malestar, como si las palabras escritas le purgaran el cerebro de los últimos restos de veneno.

Cuando me propuso que hiciéramos una larga excursión en automóvil, le pregunté si le parecía prudente. ¿Cómo íbamos a volver si sufría un ataque? Entonces decidió enseñarme a conducir.

Durante mi primera lección, conduje lentamente y él me dijo que se alegraba de tener la oportunidad de admirar el paisaje, que para mí era monótono. No había un solo palmo de terreno llano que no hubiera sido labrado y cultivado. Edward me hizo practicar girando en cada intersección. Arrojaba una moneda al aire y si salía cara, girábamos a la derecha; si cruz, a la izquierda. Cuando teníamos que dar marcha atrás porque la carretera estaba bloqueada por una búfala o por un montón de piedras de las que colocan los campesinos en el camino quién sabe por qué razones, él se ponía al volante. En todas partes atraíamos la atención de los campesinos que trabajaban doblando el espinazo sobre sus cultivos. Entonces Edward tocaba el claxon y los saludaba con la mano, y ellos dejaban de trabajar, se incorporaban y nos miraban con expresión solemne, pero nunca nos devolvían el saludo. Vimos un sinfín de casas de paredes encaladas. Pasamos por aldeas donde los hombres aserraban troncos para fabricar ataúdes. Vimos una fila de gente vestida de blanco, que avanzaba por los estrechos senderos entre los arrozales, en dirección al cementerio que coronaba una colina. Cuando noté que mejoraba mi competencia como chófer, empecé a conducir a más velocidad. De repente, el libro de Edward se abrió y de entre sus páginas salió volando una carta, que se perdió antes de que él pudiera atraparla. Le ofrecí dar la vuelta para ir a buscarla, pero él repuso que no hacía falta porque ya se sabía de memoria el contenido. Era de su mujer, que le informaba del mal estado de salud de su padre.

Saber que estaba casado fue una decepción, pero no una gran sorpresa. La mayoría de mis pretendientes tenían por lo menos una esposa, y cada vez que uno de ellos mencionaba ese hecho, era como si me estuviera recordando mi condición de diversión momentánea, de pasatiempo para una breve temporada y no necesariamente para el futuro. Para muchos hombres, yo era una mujer que sólo existía en un lugar determinado, como un gorrión encerrado en una jaula.

—¿Es grave lo de tu padre? —pregunté.

—Minerva dice que sí. Mi mujer utiliza la enfermedad de mi padre como arma para hacerme regresar, y a mí no me gustan sus trampas. Ya sé que puedo parecer insensible, pero conozco a Minerva y sé hasta dónde es capaz de llegar. El nuestro nunca ha sido un matrimonio feliz. Fue un error y te contaré por qué.

Habló con franqueza. Los hombres siempre se sinceraban con nosotras porque pensaban que nada podía resultarle chocante a una cortesana, teniendo en cuenta su oficio. Pero me pareció que Edward también confiaba en mí como amiga, como si esperara que yo pudiera comprenderlo.

Me contó que a los dieciocho años iba andando a lo largo de una valla, junto a un prado donde pacían unos caballos, cuando una chica rubia lo saludó desde el otro lado de la alambrada y corrió hacia él. Era una joven de aspecto corriente, que lo miraba con evidente arrobo. Sabía su nombre y, curiosamente, también conocía a su familia.

—Era Minerva —dijo— y su padre era el veterinario que se ocupaba de nuestros caballos. Ella lo había acompañado un par de veces a nuestra casa.

Edward le dijo que saltara la valla y la llevó a un bosque cercano, sin saber muy bien qué haría cuando llegaran. Una vez allí, ella se levantó la falda y dijo que ya sabía cómo se hacía. Sin que mediara una palabra más, mantuvieron relaciones íntimas. Él interrumpió sus ardores antes de terminar para que ella no se quedara embarazada; pero la joven lo animó a seguir, diciendo que después se lavaría, tal como le había enseñado a hacer su tío. Lo dijo con total desparpajo, como si fuera lo más normal del mundo. Durante dos años se siguieron encontrando en el bosque. Ella siempre llevaba una cánula y un frasco con una solución de quinina, la misma que empleaba su padre para tratar a los caballos aquejados de modorra del ganado. En cuanto terminaban, se tumbaba de espaldas en el suelo y se introducía la solución en la vagina. Después se ponía de pie y saltaba durante un minuto seguido para expulsar todo el semen. No le producía ningún pudor que Edward la mirara, pero él normalmente se alejaba un poco y desviaba la vista. Casi nunca hablaban, excepto para acordar la siguiente cita.

Todo terminó cuando el veterinario, su mujer y Minerva se sentaron un día en el salón de la familia Ivory para exigir a Edward que se casara con la joven embarazada. Edward no salía de su asombro porque ella nunca había dejado de usar la solución de quinina. El señor Ivory declaró que su hijo no podía ser el padre e intentó que Minerva confesara su promiscuidad con otros. Pero animado por el deseo de desafiar a su padre (y no por el impulso de defender a Minerva), Edward reconoció que el niño era suyo. Entonces el señor Ivory ofreció a la familia de la chica una importante suma de dinero a cambio de desentenderse del problema, y de inmediato Edward reaccionó diciendo que estaba dispuesto a casarse con ella. La joven se echó a llorar de pura incredulidad, lo mismo que la madre de Edward. Él, por su parte, estaba orgulloso de haberle plantado cara a su padre, pero el orgullo le duró hasta la noche de bodas, una semana más tarde, cuando al ver a la joven tumbada en su cama y no en el bosque, sin necesidad de ningún frasco de quinina, sintió una profunda consternación. Poco después de la boda, Minerva le confesó a su madre que no estaba embarazada ni lo había estado nunca y que temía la reacción de Edward cuando se enterara de que no había ningún bebé en camino. Su madre le dijo que esperara un mes más y simulara un aborto espontáneo. Así lo hizo, con gran profusión de lágrimas y sollozos, y él sintió tanta pena al verla desconsolada que mencionó la palabra «amor». Entonces ella confundió la compasión con amor verdadero y le confesó que nunca había estado embarazada, convencida de que para entonces él agradecería el subterfugio. Cuando Edward le preguntó si alguien más sabía la verdad, ella le dijo que sólo su madre.

—Creía hacer lo correcto cuando me casé con ella —dijo Edward—, pero la bondad se volvió contra mí. Le dije a Minerva que nunca podría quererla. Ella me respondió que si intentaba divorciarme, se mataría, y para demostrar que la amenaza era real, salió corriendo al frío de la noche vestida sólo con un camisón. Más tarde, cuando volvió y dejó de tiritar, le anuncié que me marchaba y que podía pedir el divorcio por abandono del hogar, y que si no lo hacía, viviría el resto de sus días como una viuda solitaria y sin hijos. Me marché de casa y volví sólo ocasionalmente, cuando me enviaba una de sus cartas diciendo que mi padre o mi madre estaban gravemente enfermos. No volvimos a compartir la cama de matrimonio. Eso fue hace seis años. En este tiempo mi madre se ha hecho amiga suya y ahora me pide que vuelva del lugar al que me hayan llevado mis últimas aventuras para que reanude la tarea de hacerla abuela. Es un mal arreglo, y todos hemos contribuido un poco a que así sea.

—Incluido el tío de Minerva —dije yo.

Cuando se hizo la hora de regresar, me sentí incapaz de seguir la misma ruta improvisada para volver a Shanghái, pero descubrí que Edward tenía una memoria geográfica indeleble. Era como una brújula viviente combinada con un mapa. Recordaba todos los giros, los desvíos, los baches y hasta las referencias más nimias del paisaje: un árbol marcado para la tala, una roca de forma extraña y hasta el número de paredes encaladas de cada aldea. Se quejó, sin embargo, de que su memoria fotográfica no le servía para recordar lo que leía. Según dijo, había tenido que esforzarse mucho para aprender de memoria los poemas de Hojas de hierba. Pero una vez que los había memorizado, era capaz de encontrar siempre la estrofa que mejor se adaptaba a sus puntos de vista o a nuestro estado de ánimo.

Yo estaba cada vez más a gusto con Edward. Él apreciaba mi compañía y yo estaba encantada de proporcionársela porque me trataba como a una amiga. Sin embargo, me preocupaba que algún día quisiera ser mi pretendiente y dejáramos de ser amigos para convertirnos en una cortesana y su cliente, unidos por otras expectativas. Ese tipo de intimidad no podía fortalecer nuestra amistad.

Con frecuencia hablábamos de la guerra. Dos o tres veces al día subíamos por la avenida de la Fuente Efervescente para entrar en un café o un bar donde pudiéramos oír las últimas noticias. Edward admiraba a los dirigentes de la República China: Sun Yat-sen y Wellington Koo. Y todavía admiraba más a Woodrow Wilson. En su opinión, los tres tenían los arrestos necesarios para que China pudiera recuperar por fin la Concesión Alemana y la provincia de Shandong. Había decidido enrolarse en la Marina. Si no encontraba una oficina de reclutamiento en Shanghái, pensaba marcharse a bordo de uno de los barcos que transportaban trabajadores chinos a Francia.

—¿Por qué no te enrolaste cuando estabas en Nueva York? —le pregunté.

—Lo intenté, pero mis padres no querían que me llamaran a filas por miedo a que su único hijo cayera en combate. Entonces mi padre le escribió a un general importante, diciendo que padecía un grave soplo cardíaco, con la firma de un prestigioso médico. No me permitieron enrolarme.

—¿Es verdad que tienes un soplo en el corazón?

—Lo dudo mucho.

—¿Por qué no lo sabes con seguridad?

—Mi padre es capaz de convertir una mentira en la verdad oficial. Aunque tuviera el corazón perfectamente sano, el médico no me lo diría si quisiera saberlo.

Una tarde, mientras me llevaba de vuelta a casa, me preguntó si tenía alguna noche libre. Yo ya lo había notado en sus ojos. Había llegado el momento y a mí me entristecía que nuestra amistad se fuera a transformar en negocio. Él sabía que yo tenía todas las noches ocupadas con fiestas y que varios de mis pretendientes visitaban mi boudoir; sin embargo, me había hecho suficientes regalos para merecer un trato de favor.

—Puedo reservarte la noche que quieras —respondí.

—¡Fantástico! —dijo él—. Me gustaría llevarte a ver una obra de teatro que han montado en el Club Americano.

Curiosamente, me sentí decepcionada.

El primer día caluroso de primavera, dos meses después de conocernos, fuimos a la montaña del Caballo Celestial, en la esquina suroccidental de Shanghái. No es una montaña muy alta, pero se extiende a lo ancho, con las laderas cubiertas de árboles, arbustos y flores silvestres. Edward propuso que fuéramos andando hasta un lugar donde una gruta nos conduciría a un mundo diferente, al otro lado de la montaña. Él ya la había visto una vez. Mientras emprendíamos la marcha, recordé el poema que él había recitado cuando nos conocimos:

Nadie, ni yo ni nadie, puede andar este camino por ti.

Habrás de recorrerlo tú solo.

No está lejos; lo tienes a tu alcance.

Tal vez estás en él desde que naciste, sin saberlo.

Tal vez está en todas partes: en el mar y en la tierra.

En esa ocasión no sentí la amenaza de la soledad. La presencia de mi amigo me calmaba. Anduvimos juntos, codo con codo, por un bosque de bambúes, robles blancos y parasoles chinos. La vegetación era densa y la fragancia del jazmín silvestre saturaba el aire. Cuando el camino se estrechó, seguí andando tras él. Llevaba a la espalda una mochila, de la que asomaba su diario encuadernado en piel marrón. Yo contemplaba sus largas zancadas mientras avanzábamos por la montaña y la senda se volvía rocosa y más empinada. Nuestra pequeña excursión resultó más extenuante de lo que yo había previsto. Me quité la chaquetilla. Tenía la blusa empapada en sudor y la falda me pesaba y me incomodaba. Cuando finalmente llegamos a la cueva, propuse adelantar el almuerzo y nos sentamos sobre una roca para comer nuestros sándwiches. Mientras comíamos, descubrí su diario junto a su mochila e hice ademán de cogerlo.

—¿Puedo?

Al principio pareció dudar, pero después asintió. Lo abrí por la página donde había estado inserto su lápiz. Tenía una caligrafía elegante y fluida, que hacía pensar en un ritmo continuado, como si nunca titubeara al escribir.

Cuando los arrozales se inundaron y los caminos se convirtieron en perezosos ríos de barro, nuestros animales de tiro (hombres y mulas) se hundieron y quedaron atascados. Los carreteros se pusieron a lanzar maldiciones. Yo, que aún estaba en el carro, observé que uno de los lados del vehículo se había desprendido cuando nos hundimos en el fango. Era un tablón de unos ocho palmos. En seguida se me ocurrió un plan. Puse la tabla sobre el barro, con la intención de caminar por encima hasta la otra punta, hacerla girar como la manecilla de un reloj, recorrerla otra vez y hacerla girar de nuevo. Cuando llegara a donde estaba la mula, pensaba ponerle la tabla delante y animar al animal a dar el primer paso. Después, con una pata fuera del fango, la bestia podría adquirir suficiente impulso para sacar el resto del cuerpo.

Mientras me disponía a echar a andar sobre la tabla, uno de los carreteros levantó una mano y me indicó con gestos que me detuviera. No le hice caso. Me miraron con el escepticismo pintado en la cara, mascullaron algo entre ellos y se echaron a reír. No me hizo falta entender chino para saber que me estaban criticando solamente por intentarlo.

Di un segundo paso y después un tercero. Era evidente que mi plan era bueno. Me sentía hábil y competente. ¡Qué derroche de ingenio yanqui! Estimado lector, seguramente serás más listo que yo y habrás adivinado ya lo que sucedió. Cuando me agaché para hacer girar la tabla, un sonoro chapoteo me indicó que uno de sus extremos se estaba levantando del barro. El balancín me arrojó de bruces en el fango, con el añadido de un buen golpe en la nuca, para enseñarme a no ignorar nunca más los consejos de los chinos.

Me reí durante toda la lectura y noté que se alegraba mucho de que me hubiera gustado.

—Para describir la estupidez se necesita sutileza —comentó.

Pasé la página para leer un poco más, pero me arrebató la libreta de las manos.

—Me gustaría leértelo en voz alta más adelante, cuando visitemos los lugares que me inspiraron.

Me alegré de que hablara de futuras aventuras. Aún quedaban muchas páginas por leer. Terminamos de comer rápidamente y me cogió de la mano para entrar en la cueva oscura. La frescura de la gruta me atravesó la ropa húmeda. A mitad de camino, la oscuridad me impedía ver incluso la figura de Edward, que debió de sentir mi agitación y me apretó la mano para tranquilizarme. Mi amigo se movía con aplomo y yo me alegraba de estar en sus manos. Era la seguridad y la confianza que mi corazón siempre había anhelado. Habría querido detenerme en ese lugar oscuro y quedarme allí simplemente, sintiendo la mano de Edward en mi mano. Pero seguimos avanzando y al cabo de poco tiempo distinguí la suave luz de una abertura a la vuelta de un recodo. Salimos a un maravilloso bosque de bambúes, donde la luz era verde y amarilla. Era otro mundo, un lugar apacible y mucho más hermoso que el de «La primavera de los melocotoneros en flor», donde el sexo hacía estragos. Echamos a andar por un camino resbaladizo y él entrelazó con más firmeza los dedos con los míos. Tenía la mano tibia. La blusa húmeda, que antes me resultaba insoportablemente calurosa, me daba frío.

—Cuidado —me decía él de vez en cuando y me apretaba la mano.

Una densa vegetación cubría todo el suelo del bosque. No había ninguna senda que yo pudiera distinguir, pero confiaba en que Edward conociera el camino de vuelta. En ese momento, sentía por él un anhelo desbordante que no era sexual. Deseaba la reconfortante sensación física de un abrazo. Quería sentirme protegida y segura. La única manera que conocía de expresar lo que sentía era entregar mi cuerpo. Pero todas las veces que lo había hecho en el pasado, la breve sensación de tibieza y seguridad que cada hombre me había proporcionado no había tardado en transformarse en algo chabacano, en mero impulso sexual satisfecho, y yo me había sentido como una tonta y más sola que nunca. Paloma Dorada me había advertido que no dejara que la amargura me cerrara el corazón, y Lealtad me había aconsejado que aceptara el amor cuando se me ofrecía. ¿Me lo habían ofrecido alguna vez? Él decía que sí. ¿Un amor por contrato? ¿Un amor inconstante? Quizá no existía el tipo de amor que podía consolarme. Quizá esperaba demasiado del amor y no había nadie que pudiera satisfacer mi necesidad continua e insaciable. Podía estar segura de que no iba a encontrarlo en un vagabundo que no aceptaba su responsabilidad sobre nada ni nadie. Aun así, quería que me rodeara con los brazos.

—Está fresco el aire aquí en la sombra —dije con un estremecimiento.

No mentía.

—¿Tienes frío? —preguntó él.

—¿Podrías abrazarme para darme calor?

Sin un segundo de vacilación, sus brazos me rodearon y yo apoyé la cara contra su pecho. Permanecimos callados e inmóviles, de pie en la luz verde del bosque. Oía el ritmo acelerado de su corazón y sentía su respiración caliente en mi cuello. Su pene rígido presionaba contra mí.

—Violeta —dijo—, creo que sabes que me haces muy feliz.

—Lo sé. Yo también soy feliz.

—Quiero ser tu amigo siempre. —Se interrumpió y guardó silencio. Sentí que su corazón se aceleraba todavía más—. Violeta, me he contenido y no he dicho nada porque no quería que pensaras que mis sentimientos de amistad hacia ti no son sinceros. Pero ahora que me has permitido abrazarte, debo decirte que yo también te deseo.

Yo sentía cierto vértigo, anticipo de lo que pronto sucedería. Me quedé inmóvil. Él me hizo levantar la cara y quizá no vio en mi expresión lo que esperaba.

—Lo siento. No debí suponer que tú también lo deseabas.

Negué con la cabeza y retrocedí un paso. Mientras me desabrochaba la blusa y la camisola para dejar al descubierto los senos, vi cambiar su cara, que pasó de la confusión a la gratitud. Me besó los pechos y después los labios y los párpados. Volvió a abrazarme.

—¡Me haces muy feliz! —exclamó.

Nos adentramos un poco más en el bosque y, cuando divisamos un árbol viejo con el tronco grueso e inclinado, nos dirigimos rápidamente hacia allí. Con suavidad, me apoyó contra el árbol y me levantó la falda.

Hicimos el amor de manera simple y necesariamente breve, por culpa de la incomodidad de un lecho arbóreo casi vertical, compartido con un reguero de hormigas. No me invadió un salvaje deseo sexual, como solía pasarme con Lealtad, pero me sentí dichosa de que nuestra amistad, que era tan importante para ambos, hubiera atravesado con éxito el umbral de la intimidad. Habíamos sentido las mismas necesidades y nos alegrábamos de dejar atrás la soledad y de hacernos felices mutuamente.

Durante todo el camino de vuelta, hablamos con exuberante entusiasmo de los lugares que deseábamos visitar y de las emociones que experimentábamos al alba y al crepúsculo (las expectativas del nuevo día y las ensoñaciones del anochecer), interrumpiéndonos a menudo y adelantándonos a las palabras del otro. Pero cuando llegamos a casa, el entusiasmo se convirtió en incomodidad. Estaba cayendo la noche y yo tenía que prepararme para las fiestas. Debía transformarme una vez más en una cortesana con pretendientes ansiosos de atraer mi atención y de ganar mis favores en la cama. De inmediato decidí que esa noche no habría pretendientes.

—¿Puedes venir a mi habitación? —dije—. No tengo más remedio que asistir a las fiestas, pero volveré sola.

Esa noche, memorizó toda mi geografía: la cambiante circunferencia de mis piernas, la distancia entre dos puntos adorables, las oquedades, los hoyuelos, las curvas y la profundidad de nuestros corazones entrelazados. Nos uníamos y nos separábamos, nos volvíamos a unir y nos separábamos una vez más, para tener la dicha de mirarnos a los ojos antes de volver a caer en el otro. Dormí apretada contra él, rodeada por sus brazos, y por primera vez en mi vida me sentí verdaderamente amada.

En medio de la noche, percibí un fuerte estremecimiento seguido de otros tres menos intensos. Me volví para mirarlo. Estaba llorando.

—Me aterra perderte —dijo.

—¿Por qué piensas eso ahora?

Le acaricié la frente y se la besé.

—Quiero que nuestro amor sea tan grande que nos duela por dentro.

Había descrito el tipo de amor que yo había tratado de creer que no existía, excepto en el gemelo espiritual de mi propio yo.

Guardó silencio un momento y, después de una profunda inspiración, se deslizó fuera de la cama y empezó a vestirse.

—¿Te vas?

—Me estoy preparando para que me pidas que me marche. —Se sentó en una silla y hundió la cara entre las manos. Después me miró y dijo con voz hueca—: Estoy herido, Violeta. Mi alma está herida y si se uniera con la tuya, le haría daño también. Hay algo acerca de mí que debes saber. Nunca se lo he contado a nadie, pero si te lo ocultara a ti, me sentiría ruin por haber aceptado tu amor. Y si descubrieras lo que te he ocultado, te envenenaría el alma. ¿Cómo voy a permitir que te pase algo así? Te quiero demasiado.

De inmediato me dispuse a levantar las viejas murallas en torno a mi corazón y esperé. Aún quería creer que nada de lo que dijera sería tan terrible como él pensaba.

Me miró a la cara.

—Ya te he dicho que mi familia es rica. Fui un niño privilegiado y consentido. Mis padres y abuelos me daban todo lo que quería. Nunca me hacían responsable de nada y actuaban como si nunca pudiera hacer nada malo. No los culpo por lo que hice. A los doce años, tenía mi propia conciencia. Podía elegir entre el bien y el mal.

»Sucedió un precioso día de verano. Había salido con mis padres de excursión por las montañas, hasta un lugar llamado Inspiration Point, desde donde se aprecia un hermoso panorama de las cataratas Haines. Mi padre tenía en casa una pintura de la cascada. De hecho, tenía muchos cuadros de cataratas y el de las Haines ni siquiera destacaba entre los demás. Cuando llegamos, vimos que una familia se nos había adelantado y ya se había instalado para tomar su merienda. Oí que mi padre maldecía entre dientes. Estaban exactamente en el sitio donde él quería situarse para admirar las cataratas: una plataforma rocosa natural, situada a una distancia segura del acantilado, quizá a unos seis metros del precipicio. El hombre y la mujer nos saludaron. Tenían un hijo de mi edad y una niña que debía de tener unos seis o siete años. Junto a la niña había una muñeca grande de porcelana, exactamente igual a ella: el mismo vestido azul y los mismos rizos rubios.

»Yo siempre había sido un bromista y me gustaba asustar a la gente. Disfrutaba haciendo sufrir a los demás. Ese día, agarré la muñeca y la lancé por el aire. La niña se puso a gritar, tal como yo esperaba, pero yo atrapé la muñeca al vuelo, antes de que sufriera ningún daño. Aliviada, la pequeña vino hacia mí para recuperarla, pero yo volví a arrojarla lo más alto que pude. Una vez más, la niña se puso a chillar y a suplicarme: “¡No dejes que se caiga! ¡Se romperá!”. Cuando vi que se ponía a llorar, me dispuse a devolvérsela, pero entonces su hermano se puso de pie y gritó: “¡Suéltala ahora mismo!”, y yo no aceptaba órdenes de nadie. “¿Qué harás si no la suelto?”, repliqué. Y él me contestó: “Te pondré un ojo morado y te haré sangrar la nariz”. La niña seguía gritando: “¡Dámela! ¡Dámela!”. Su padre intervino para decir algo en tono de advertencia. La emoción del alboroto que se había formado me animó a persistir en lo que estaba haciendo. Los padres de los niños se levantaron y vinieron hacia mí. Entonces les grité: “¡Si uno de vosotros da un solo paso más, dejaré que la muñeca se estrelle contra esa roca!”. No se movieron. Recuerdo la sensación de poder que sentí cuando los vi afligidos e indefensos. Yo seguía lanzando la preciosa muñeca hacia lo alto. Mientras tanto, mi padre se había instalado en la plataforma que la familia había dejado libre y estaba contemplando la cascada con los prismáticos. El niño dio un paso hacia mí y yo agarré la muñeca por un brazo y me puse a balancearla para que cogiera más impulso y subiera más alto. Pero entonces sucedió algo que me tomó absolutamente por sorpresa: el brazo se desprendió del cuerpo. Me quedé mirando el extraño bracito que tenía en la mano y no presté atención a la muñeca, que volaba por el aire, hasta que vi que el niño corría hacia mí con la mirada vuelta hacia arriba y los brazos tendidos para atrapar a la muñeca cuando cayera.

»Aún puedo ver cada detalle de lo que sucedió a continuación. La muñeca venía cayendo de cabeza y la niña la miraba boquiabierta y horrorizada. El niño tenía una expresión ferozmente heroica. “¡Yo la cogeré!”, gritó, con la mirada aún vuelta hacia arriba. De repente, advertí que la muñeca no iba a caer en el mismo sitio en el que yo la había cogido antes. Supongo que al romperse el brazo, se desvió en dirección al acantilado. La vi pasar delante de mí y continuar su caída por el precipicio. El niño logró detener su carrera al borde del abismo y se puso a agitar los brazos como las alas de un pollo. Deseé con todas mis fuerzas que pudiera inclinarse hacia atrás y que cayera en lugar seguro. Pero en lugar de eso, se inclinó hacia adelante y soltó un terrible gemido, un ruido espantoso que le salió de las entrañas. Después desapareció y en su lugar sólo quedó el cielo azul y despejado. Se me vaciaron de aire los pulmones. Me dije que no podía ser cierto.

»Oí que el padre del niño lo llamaba con voz firme: “¡Tom!”, como si le estuviera ordenando que regresara. También su madre lo llamó: “¿Tom?”, como preguntándole si se había hecho daño. La niñita gritaba: “¡Tommy! ¡Tommy! ¡Tommy!”. Oí su nombre miles de veces. Su madre y su padre fueron hasta el borde del acantilado. No sé si aún estaba cayendo, ni si ellos pudieron verlo. No dejaban de repetir su nombre, cada vez con más fuerza y en tono más agudo. Yo estaba temblando. Mi única esperanza era que hubiera caído en una cornisa, más abajo, y aún estuviera con vida. Me acerqué lentamente al borde del precipicio. Pero mi padre me agarró por un brazo y me sacó de allí. Mi madre se reunió de inmediato con nosotros. El hombre nos vio y se puso a gritar: “¡Alto! ¡Deteneos! ¡No podéis iros así como así!”. Mi padre no volvió la vista atrás. “¡El niño no ha hecho nada malo!”, gritó mientras me empujaba para que caminara más aprisa. “Ha sido un accidente”, dijo mi madre. “¿Qué clase de niño va corriendo hacia un acantilado sin mirar?”, añadió mi padre. Entonces oí gritar a la mujer: “¡Mi niño! ¡Mi niño! ¡Mi niño está muerto!”. Así fue como lo supe. Ya no hizo falta que mi padre me empujara porque eché a correr tan aprisa como pude.

»En casa, nadie mencionó lo sucedido. Todo siguió como de costumbre, pero yo podía notar que mis padres estaban pensando en el niño. Fui a mi habitación y vomité. Estaba aterrado porque no podía dejar de verlo inclinándose hacia adelante. La voz de la niña llamándolo (“¡Tommy, Tommy!, ¡Tommy!”) me resonaba en la cabeza, como si el chico estuviera muerto y vivo a la vez. Él había muerto, pero yo estaba vivo y era profundamente malo. Dos días después, vi que mi padre arrancaba una hoja del periódico, la arrugaba en una bola y la arrojaba a la chimenea. Encendió el fuego y ni siquiera se quedó a ver si se consumía. Se marchó, del mismo modo que había huido de aquella familia y de lo que yo había hecho. De pronto, recordé que mi padre había estado en el mirador, desde donde mejor se debió de ver la caída del niño. ¿Cómo era posible que le hubiera afectado tan poco lo que había visto? Pero él no dijo nada, y yo tampoco. Me odié por no ser capaz de hablar. Él me había salvado de que me culparan, y yo había sido un cobarde por permitírselo. Nunca le he confesado a nadie lo que hice.

»He vivido con esto durante trece años y por mucho que huya, el recuerdo de lo sucedido está siempre conmigo. Ese chico se ha convertido en mi constante compañero. Tal como lo imagino, me está mirando en silencio, aguardando a que reconozca que lo maté. Mentalmente, le digo que fue mi culpa, que me comporté con crueldad. Él no me perdona. Quiere que se lo cuente a todo el mundo, y yo necesito hacerlo, pero no puedo. Todos los días veo recordatorios a mi alrededor: el cielo azul y despejado, una niñita, el periódico encima de la mesa, un cuadro que representa una cascada… Y me digo que no fue un accidente. Fui cruel deliberadamente. Yo fui la causa de que sucediera, pero nunca lo he reconocido ante nadie.

Los ojos se le vaciaron de vida. Cuando terminó su relato, yo estaba de pie al otro lado de la habitación.

No podía dejar de imaginar al niño. Me sentía como la niñita que había visto desaparecer a su muñeca y a su hermano. Su confesión me produjo náuseas. Me había permitido confiar en él y la confianza se había convertido en un veneno que me quemaba el cerebro.

—Condéname —dijo él.

—No me cargues con esa responsabilidad —dije. De repente, me puse a temblar de frío—. Esa niña es tu juez. Búscala.

—Lo he intentado. He buscado la noticia en el periódico y he preguntado a la gente de los alrededores.

Se puso el abrigo y recogió sus cosas. No volvería a verlo. Iba a abandonarme después de hacerme su confesión. Me había confiado su secreto, y yo habría dado cualquier cosa por que no lo hubiera hecho. Había dirigido su crueldad únicamente contra la niña, pero la muerte del niño también era culpa suya. Se había concentrado en sus necesidades egoístas sin pensar en los demás, y eso ya era suficiente para hacerlo culpable. La intención de mi madre había sido viajar a San Francisco para ver a su hijo. Quizá no se había propuesto abandonarme, o quizá sí. Pero el resultado había sido el mismo y ella tenía que cargar con la culpa. Por muchas excusas que tuviera, por muy difícil que hubiera sido no dejarme atrás, la culpa era suya. Bastaba ver cómo había quedado mi vida. Lo mismo que la niña de la muñeca, yo ya no podía volver atrás para ser la niña de antes. Siempre me sentiría traicionada. Edward cargaría siempre con su culpa y así debía ser. Los dos lo entendíamos, yo como víctima y él como culpable. Los dos sufríamos a causa de un vacío en el alma, y sólo dos personas heridas podían comprender lo que eso significaba y sufrir juntas ese vacío.

Me preguntó si debía marcharse. Negué con la cabeza.

—Edward —dije—, ¿qué haremos ahora?

Dejé que me abrazara y sentí su pecho sacudido por el llanto. Había dicho que quería un amor tan grande que nos doliera por dentro. Me dolió porque sabía que no podía ser tan grande.

A lo largo de los días siguientes, Edward y yo hablamos de nuestras heridas.

—He padecido auténticas tormentas de rabia —le conté—, y cuando quedaba atrapada en ellas, no podía pensar en nada más y el veneno me llenaba todo el cuerpo. ¿Por qué termina tan pronto el amor y en cambio el odio no acaba nunca?

—¿Podrías odiar sin sufrir tanto? —dijo él—. ¿No hay ningún alivio? ¿Crees que mi amor constante podría llenarte la mente con otros pensamientos y no dejaría espacio para la ira?

Edward me preguntó si le tenía suficiente confianza para abandonar el mundo de las cortesanas e irme a vivir con él. Me había pedido justo lo que yo llevaba muchísimo tiempo deseando. Sin embargo, no estaba preparada para cambiar una vida de incertidumbres por otra. Él ya había despreciado los corazones y las vidas de otras personas. En lugar de confiar en su protección, sentía que mi dependencia de él me volvía frágil. Necesitaba sinceridad y tenía miedo de oír otra confesión suya. Necesitaba confiar por completo en él, pero no podía deshacerme de mis dudas. En lugar de amarlo libremente, sentía que debía contenerme y era incapaz de dejarme ir.

Con el paso de las semanas, cedí despacio al anhelo de entregarme al amor. Edward me contó hasta la más nimia de sus transgresiones para demostrarme que nunca me ocultaría nada. Después de su despreciable acción, se había encerrado en sí mismo y había sufrido tormentas mentales similares a las mías, aunque las suyas eran de una culpabilidad tan feroz que había temido volverse loco. No se las había descrito a nadie. Cuando sus padres contrataron profesores para que le redactaran sus trabajos de estudiante, como me confesó, él no se opuso. Cuando conoció a Minerva, había disfrutado de sus encuentros sexuales en el campo, pero sin sentir nada por ella. Después de separarse de su mujer, había frecuentado prostitutas. Había tenido épocas de borrachera casi constante. Se había masturbado. Cuando me contó eso último, me eché a reír. Yo le hablé a mi vez de mi infancia solitaria y del miedo terrible que me producía la posibilidad de ser medio china. Le conté que mi padre había inspirado en mi madre emociones que yo nunca había visto en ella. Le describí mi sorpresa al descubrir que tenía otro hijo, mucho más importante para ella de lo que yo había sido nunca. Le hablé de la insensibilidad de mi madre, que me había dejado en manos de su amante, un hombre en quien ni siquiera ella misma confiaba y que había resultado ser una fiera capaz de devorar a su propia madre. Le hablé brevemente de los primeros días, cuando aún creía que mi madre volvería a buscarme y mi ánimo alternaba entre la esperanza y la ira, hasta que renuncié a esperar y sólo me quedó el odio.

Él me consolaba. Quería comprender mi tristeza y mi rabia. Pero ¿cómo puede comprender alguien el sufrimiento de otro a menos que haya sentido la llaga lacerante en el momento de abrirse la herida? Él no podía retrotraerse en el tiempo y conocer mi mente infantil, mi corazón inocente y los accesos de incertidumbre que me atenazaban todos los días y durante todas las largas noches. ¿Cómo podía entender lo que de verdad significaba que el amor se marchara como las aves migratorias, dejando atrás nada más que el horror de saber que nunca me había amado nadie y nadie me amaría jamás? Él sólo conocía mi tristeza, que era solamente la secuela de la herida. Y habría sido suficiente si yo no hubiera oído su confesión. Pero después de oírla albergaba dudas y no podía confiar del todo en él. Nuestro amor nunca crecería con una mayor entrega de nosotros mismos. Nuestro amor siempre sería consuelo, compañía y cuidadosa atención para restañar heridas.

Seguí asistiendo a fiestas y seduciendo a posibles pretendientes. Yo era buena actriz y me veía atrapada entre el amor y la necesidad. Lealtad me visitaba de vez en cuando para revivir los buenos tiempos, como él los llamaba.

—¿Tendré que arrepentirme de haberte presentado al americano? —me decía.

El tiempo caluroso y húmedo de junio se abatió sobre nosotros y me hizo sentir pesada y apática. Busqué en el armario los vestidos más ligeros y elegí uno que se había quedado viejo para las fiestas, pero aún servía para las tardes ociosas. ¡Qué curioso! Los broches del canesú no me cerraban. ¿Habría engordado tanto? Debía de haber comido demasiados encurtidos salados. Me miré los pechos. Tenía los pezones enormes. Una idea terrible desplazó la anterior. Me puse a calcular cuándo había tenido el último sangrado mensual: hacía siete semanas, justo antes de una gran fiesta. ¿O serían quizá ocho? No hacía mucho que me había quejado al cocinero por servir comida en mal estado que me había hecho vomitar.

Estaba embarazada. Calabaza Mágica siempre hablaba de los embarazos como si fueran una enfermedad venérea que contagiaban los hombres. Era el hijo de Edward, era mi bebé, y yo le daría amor, confianza y toda mi devoción. En cuanto tuve conciencia de ese pensamiento, supe que sería una niña. La imaginé abriendo los ojos por primera vez. Los tenía verdes, en un tono intermedio entre el verde de los míos y el color avellana de los ojos de Edward. La vi con cuatro años, caminando a mi lado en el parque, señalando los pájaros y las flores y preguntando sus nombres. Y después con seis años, leyendo un libro en voz alta mientras yo la escuchaba. La vi con doce años, aprendiendo historia y retórica, y no los trucos para seducir a un hombre. La imaginé a mi edad, con veinte años, rodeada de hombres que aspiraban a ganar su favor, pero no para desflorarla ni para llevarla a la cama en su boudoir, sino para proponerle matrimonio. O quizá no se casara a los veinte años, ni a ninguna edad. Se pondría al frente de los negocios de la familia Ivory. Sería la única heredera de Edward. Mi hija podría elegir. Sería la persona que yo debería haber sido.

Cuando le conté a Calabaza Mágica que estaba embarazada, lanzó un grito y vino corriendo a mirarme el vientre.

—¡Oh, no! ¿No te pusiste los saquitos de hierbas? ¿No te tomaste la sopa? ¿O lo has hecho adrede? ¿Te das cuenta del lío en que nos has metido? ¿De cuántas semanas estás? Dime la verdad. Si son menos de seis, todavía puedo ponerte las hierbas…

—Quiero tenerlo.

—¿Qué? ¿Quieres que parezca que te han crecido una sandía en la barriga y un par de melones en las tetas? Dentro de poco la tripa te llegará hasta aquí y ni siquiera un hombre con la verga de un caballo podrá llegar a tu precioso portal. ¡Un bebé! ¿Qué hombre quiere cabalgar a una nodriza con las tetas rezumando leche? Perderás a tus pretendientes, tu dinero y tu posición en esta casa. Te echarán a la calle y pronto serás una prostituta…

—… y tendré que tumbarme en una choza asquerosa y abrirme de piernas para los vagabundos y los conductores de rickshaws. No hace falta que me lo cuentes otra vez.

—Muy bien. Ahora que has recuperado la cordura, llamaré a una mujer que les ha solucionado este problema a un montón de chicas descuidadas. Y no escuches a las provincianas que te aconsejen tomar sopa de renacuajo. Es la mejor receta para tener gemelos.

—Es de Edward. Quiero tenerlo.

—¡Ah, claro! ¡De Edward! Pero ¿qué diferencia hay? ¡Hace sólo cuatro meses que lo conoces y ahora quieres arruinarte la figura y tirar por la borda tu vida por un americano consentido que abandonó a su esposa!

»¿Cuántas veces has comprobado que la fidelidad de un hombre nunca dura más de unas pocas estaciones? ¡Mira lo que ha pasado con Lealtad! Te dijo que no podía vivir sin ti. Te aseguró que lo conocías mejor que él a sí mismo. Fue tu cliente permanente durante cuatro estaciones, después se dedicó a venir de vez en cuando, después firmó un contrato por una estación entera y ahora vuelve a visitarte alguna noche suelta. Y lo único que te dice es “¿Qué tal estás?” y “Ya nos veremos”. Tú lo amabas, Violeta. Te ha llevado mucho tiempo curar las heridas. Y ahora amas a Edward, un hombre que ha abandonado a su mujer.

Lamenté haberle contado esa parte de la confesión de Edward. Se lo había dicho solamente para hacerle saber que no había perspectivas de matrimonio.

—¿Te seguirá siendo fiel dentro de un año, o dentro de cinco, cuando ya no seas guapa y no tengas pretendientes? ¿Y cómo sabes que el hijo es suyo? ¿Qué vas a decirle si el bebé nace con pelo negro y llorando en chino? ¿Es tan estúpido tu Edward para pensar que ha sido el único que se ha revolcado contigo?

—Ningún otro hombre podría ser el padre —dije yo.

—Tonterías. El mes pasado todavía seguías viendo a Auspicioso Liang. Probablemente tampoco te ponías los saquitos de hierbas cuando estabas con él por pura pereza. ¿O vas a decirme que sólo recitabais poesía y contemplabais la luna?

—Hacíamos otras cosas. No hay ninguna posibilidad de que sea el padre.

—¿Y quién va a cuidar a tu bastardo yanqui cuando llore y chille? No pretenderás que me convierta en niñera por puro capricho.

—Contrataré una niñera y viviré con Edward. Me lo pidió mucho antes de que pasara esto.

—¿Ya se lo has dicho?

—Se lo diré esta noche.

Calabaza Mágica se puso a caminar lentamente por la habitación, hablando sola:

—¡Ay, ay, ay, pequeña Violeta! ¿Por qué debo ser yo la única que piensa y se preocupa? ¡Claro que Edward quiere que vivas con él! ¿Para qué pagar si puede tenerte gratis? No puedes esperar constancia de un hombre. Si dependes de uno solo, tienes el desastre asegurado. La vida de Edward va a la deriva, como un banco de algas arrastrado por la corriente. No tiene planes, y nadie te garantiza que mañana no decida volver a Estados Unidos. Si te vas de esta casa, Violeta, quizá no puedas regresar cuando comprendas tu error. Tienes veinte años. A tu edad, cada año pasa más rápidamente que el anterior. Y, cuando eres mayor, los hombres que te desean suelen ser los más crueles y los más tacaños.

La criada anunció que mi baño estaba listo. Me fui detrás del biombo y me sumergí en seguida. Sólo yo podía decidir en mi vida, y no Calabaza Mágica. Y ya había decidido que iba a tener al bebé. Pero en cuanto formulé esa idea en mi mente, me sentí invadida por el pánico. Las preocupaciones de mi ayudante parecieron cobrar cuerpo. Edward decía que me quería, pero Calabaza Mágica tenía razón: hacía sólo cuatro meses que nos conocíamos. Había sido un niño cruel y desconsiderado. Quizá fuera su verdadera naturaleza y la manifestaría más adelante. Quizá tuviera otros secretos que aún no me había contado. También había muchas cosas mías que él desconocía, como el número de hombres que habían visitado mi cama y las cosas que había hecho con ellos. «¡Eh! ¿Dónde aprendiste a hacer eso? —me diría—. ¿Quién disfrutó antes de estos talentos tuyos? ¿Qué más sabes hacer?». Si le contara la verdad, la encontraría chocante y desagradable. Y era posible que el disgusto le hiciera recuperar su naturaleza cruel, o que buscara refugio en la religión. Muchos norteamericanos lo hacían cuando sufrían decepciones o se enfrentaban a la adversidad. O también era posible que volviera con su familia como el hijo pródigo cuando se quedara sin blanca. Regresaría atraído por el dinero de sus padres y esta vez haría las paces con su esposa y tendría con ella un hijo legítimo. Estaría con su gente y sería un hombre maduro rodeado de sus iguales. Sería mucho más feliz que conmigo.

Aparté de mi mente esos pensamientos horribles, y un futuro diferente se presentó ante mí. Un barco. Edward me llevaría a través del océano hasta el lugar que debí haber conocido seis años antes. Él podría conseguirme un visado. Fairweather había mentido, y probablemente mi partida de nacimiento seguía aún en el consulado. Si actuábamos con suficiente rapidez, incluso era posible que el niño naciera en América, y allí nadie conocería mi pasado, excepto mi madre. Pero ella no sabría nada de mi llegada, y era mejor que siguiera creyéndome muerta. ¿Dónde viviría yo en América? La familia de Edward no querría recibirme.

De pronto, imaginé la expresión petulante de Calabaza Mágica.

—¿Lo ves? —me diría cuando estuviéramos allí—. Tú no encajas en este mundo. Nunca encajarás.

Ella tampoco encajaría. ¿Y si hablaba sin pensar y se ponía a alardear de lo bien que me había enseñado los trucos de las cortesanas? Mi ruina social sería permanente. Edward me defendería al principio, pero ¿hasta dónde podría resistir su amor? Pensé que no podría llevar a Calabaza Mágica conmigo. Sería demasiado peligroso. En cualquier caso, ningún soborno podría haber comprado los papeles que necesitaba mi doncella para viajar a Estados Unidos. Y aunque le consiguiéramos un visado, ella jamás querría marcharse de Shanghái para vivir entre extranjeros. Se quejaba incluso cuando Edward me hablaba en inglés. Estaba decidido. Ella se quedaría en Shanghái y yo le daría dinero para que abriera un negocio propio. Quizá pudiera alquilar unas habitaciones en una casa pequeña y preparar a una cortesana virgen que supiera apreciarla. Antes de irme, me aseguraría de que pudiera vivir con desahogo. Estaba segura de que Edward me ayudaría en ese sentido. Eliminada la culpa, pude imaginar libremente la vida sin las incesantes intromisiones de Calabaza Mágica, sin sus críticas, sin sus consejos no solicitados y sin sus reconvenciones por no seguirlos. Nunca más volvería a ver su expresión victoriosa cada vez que sus advertencias se hacían realidad. Aunque me dolía reconocerlo, iba a ser un alivio librarme de ella.

Como si me hubiera oído, apareció Calabaza Mágica y me dijo:

—Ya sé que nunca te gusta oír mi opinión. —Parecía triste y cansada—. Te crees que ese bebé que te está creciendo dentro va a llenar el vacío que dejó tu madre. Pero escúchame, Violeta. Le darás al bebé tu mismo destino aciago y acabaréis compartiendo los dos el mismo vacío. Ya sé que no quieres oírlo, pero no hago más que ser sincera. Si no te digo yo la verdad, ¿quién va a decírtela?

No respondí.

—Si decides tener ese bebé y vivir con Edward, no diré nada más. No me alegraré por ti, pero estaré aquí para ayudarte cuando comprendas que has cometido un error, a menos que para entonces ya me haya muerto de hambre en la calle.

A la mañana siguiente, le dije a Edward de la manera más simple y directa posible que estaba embarazada.

—El problema no es tuyo —me apresuré a aclararle—. No tienes que tomar ninguna decisión porque ya la he tomado yo.

—¿Y qué has decidido?

—Tener al bebé y criarlo.

Vi cambiar su expresión, que pasó de la conmoción al júbilo.

—Violeta, no tienes idea de lo feliz que me haces. Si pudiera saltar hasta la luna para demostrártelo, lo haría. —Me rodeó con los brazos como queriendo acunarme—. Un precioso bebé inocente ha surgido de nuestro amor. Esa niña es parte de nosotros, la mejor parte, por lo que seguramente tendrá más de ti que de mí. Pero quizá también tenga algo mío: el dedo pulgar de una mano, un dedo del pie, la sonrisa…

¿Había dicho «esa niña»?

—¿Cómo sabes que es una niña?

Hizo una pausa, claramente sorprendido por haberlo dicho.

—Al instante la he imaginado como tú, quizá porque llevo todo el día pensando que sería muy hermoso poder empezar nuestras vidas desde el principio. Ojalá te hubiera conocido desde que naciste y tú me hubieras conocido a mí desde que era pequeño.

¿En qué clase de hombre se habría convertido Edward si no hubiera sido cruel de niño? Seguramente, no me habría conocido en China. Se habría quedado en la mansión familiar; se habría casado con la mujer amada, habría tenido un hijo con ella y nunca los habría abandonado. No habría necesitado compañía adicional. No habría venido a la Casa de Bermellón para dejar caer en la mesa veinte dólares de plata. Y yo nunca lo habría conocido. Sin embargo, nos habíamos encontrado. El destino, nuestros defectos y nuestras heridas nos habían unido.

Me cogió las manos y me las besó.

—Violeta, sé que no era tu intención quedarte embarazada. Por eso te agradezco profundamente que hayas decidido tener al bebé. Empezaremos una nueva vida, sin la vieja tristeza. Esa niña será nuestro futuro. La querremos con todo nuestro corazón y quizá seamos capaces de amarnos el uno al otro con la misma intensidad. ¿Podremos vivir juntos los tres? ¿Serás capaz de soportarlo? Ya sé que no puedo hacer nada para demostrarte que puedes confiar en mí más allá de toda duda. Pero si me das una oportunidad, te lo demostraré todos los días de mi vida.

A la tarde siguiente, Edward regresó con buenas noticias. Le había anunciado a su anfitrión, el señor Shing, que pronto dejaría libre su casa de invitados.

—Le he dicho que voy a casarme, y no es mentira. Siento que hay más verdad en nuestra unión de la que podría haber jamás con quien legalmente es mi esposa. En Shanghái nadie sabe que estoy casado, y ahora voy a presionar más que nunca para obtener el divorcio. Mientras tanto, tú serás la señora Ivory y tendremos un lugar maravilloso donde criar a nuestra hija. El señor Shing ha tenido la amabilidad de ofrecernos su casa, pero no la de huéspedes, sino la mansión. Yo sólo le había pedido consejo para buscar una buena casa de alquiler, pero él prácticamente me obligó a aceptar la suya. Ha dicho que se marcha a Hong Kong y que no volverá por lo menos hasta dentro de dos años. Si queremos seguir viviendo en su casa cuando regrese, él se instalará en la casa de invitados, que de todos modos le gusta más. Dice que la casa principal es demasiado grande para un hombre solo que pasa unas pocas semanas al año en Shanghái.

Me sentí incómoda. Tanta generosidad incitaba a la desconfianza. El señor Shing debía de ser un gánster que después querría cobrarse la deuda con Edward.

—¿Sabe el señor Shing con quién te vas a casar? ¿Le has dicho que soy una cortesana?

—Le hablé de ti desde el principio, desde el fracaso de nuestro primer encuentro. En esa ocasión, le dije que eras eurasiática y que sin embargo podrías haber pasado por una condesa italiana. Al señor Shing le pareció muy interesante que me hubiera enamorado de una cortesana. Dijo que no le costaba creerlo, ya que las cortesanas suelen ser mucho más interesantes que la mayoría de las mujeres, que llevan una vida protegida y sólo hacen lo que la buena sociedad les indica que hagan. Me hizo todo tipo de preguntas acerca de ti, todas ellas serias y correctas. Me preguntó tu nombre, tu edad y toda la información habitual. Casualmente, había oído hablar de tu madre. Dijo que era una mujer muy conocida y comentó que no se había enterado hasta ahora de lo que le había sucedido a su hija.

Entonces Edward se arrodilló ante mí.

—Ahora que dispongo de una casa cuyo umbral puedo cruzar llevándote en brazos, me gustaría que hicieras de mí un hombre honorable. —Sacó una sortija del bolsillo. Tenía un gran diamante ovalado, rodeado de brillantes más pequeños—. Violeta… —empezó, pero se le quebró la voz y se echó a llorar.

Sentí vergüenza de haber dudado de él. No estaba habituada a la magnitud de su amor. Me había dejado influir por el escepticismo de Calabaza Mágica, que me había enseñado a desconfiar de cualquier palabra conmovedora que saliera de labios de un hombre.

Justo en ese momento, Calabaza Mágica entró en la habitación.

—¿Qué está pasando aquí?

—Edward me ha pedido que me vaya a vivir con él —respondí—. Y me ha regalado un anillo.

Se lo enseñé. El tamaño del diamante era una clara muestra de la importancia de la ocasión.

Se le congeló el gesto.

—Me alegro mucho de que me hayas demostrado que estaba equivocada —dijo y, dando media vuelta, salió de la habitación.

Volvió media hora después, con los ojos rojos y los labios apretados. Nunca la había visto expresar tanta emoción, y sabía que si hubiera sido capaz de disimularla, lo habría hecho. Dejó sobre la mesa todas mis joyas, que ella tenía bajo su custodia. A continuación, arrojó sobre el diván los regalos que le había dado a lo largo de los años: la chaqueta, el sombrero, los zapatos, el collar, la pulsera, el espejo y la maleta con el vestido de mi madre y los dos cuadros.

—Revísalo todo y dime si falta algo. No quiero que más adelante me acuses de ladrona.

—No digas tonterías —repliqué.

—Dentro de poco no tendrás que oír ninguna de mis tonterías.

—¿Qué sucede? —preguntó Edward—. ¿Por qué está enfadada? Creía que se alegraría.

Le respondí en inglés:

—Me acusa de abandonarla.

—Eso tiene fácil arreglo. La casa es suficientemente grande. Si quiere, puede quedarse toda un ala para ella sola.

Me quedé atónita. No había tenido tiempo de contarle a Edward mis planes para Calabaza Mágica, y ahora la tenía delante de mí. Se daría cuenta de lo que me estaba proponiendo Edward y notaría su asombro cuando yo declinara su oferta. Decidí traducirle nuestra conversación. Después de todo, ella ya había dicho una vez que jamás viviría con un extranjero.

—¿Dices que tiene habitaciones vacías? —repuso Calabaza Mágica—. Y tú tienes vacío el corazón. Te ha propuesto que me vaya a vivir con vosotros, pero se te nota en la cara que estás buscando la manera de librarte de mí. No te preocupes. Yo no me iría a vivir con dos extranjeros ni aunque me lo pidieran de rodillas.

Ahí podría haber acabado todo. La decisión habría sido suya y yo no me habría sentido culpable. Edward había hecho una proposición y yo se la había traducido. Pero me invadió una sensación horrorosa. Si no le pedía que viniera conmigo, habría sido como matarla. Tenía con ella una deuda de gratitud. Más todavía que una deuda de gratitud, mucho más.

Por fin pude ver lo que siempre había tenido delante y no había querido ver. Calabaza Mágica era más que una doncella, más que una amiga, más que una hermana para mí. Era una madre. Se había preocupado por mí, me había protegido del peligro y me había guiado lo mejor que había podido. Había mirado por mi futuro y había evaluado cuidadosamente a todos los que entraban en mi vida. De ese modo, había hecho de mí el propósito de su vida, el sentido de su existencia. Y me había proporcionado el amor constante que yo buscaba. Al reconocerlo, sentí que me emocionaba hasta las lágrimas.

—¿Cómo vas a irte de mi vida? —le dije—. Si no vienes conmigo, me sentiré perdida. Nadie se preocupa tanto por mí como tú. Nadie me conoce mejor, ni conoce mi pasado y sabe lo que esta nueva vida significa para mí. Debería habértelo dicho hace tiempo. —Se me humedecieron los ojos. Ella seguía apretando los labios, pero le había empezado a temblar la mandíbula—. Eres la única persona fiel que hay en mi vida, la única en quien puedo confiar.

Le rodaron lágrimas por las mejillas.

—Ahora lo sabes. Siempre he sido la única.

—Las dos nos queremos —le dije con una sonrisa—. Pese a todos los problemas que te he causado, te has quedado conmigo. Debes de quererme como una madre.

—¿Como una madre? ¿Qué dices? ¡No tengo edad para ser tu madre! —Estaba llorando y riendo a la vez. Por sus airadas protestas, me di cuenta de que le había dicho exactamente lo que quería oír—. Tengo sólo doce años más que tú. ¿Cómo voy a ser tu madre? Si me dices que soy como una hermana mayor, entonces no te diré que no.

Se había quitado más años todavía que la última vez que había mentido acerca de su edad.

—Has sido una madre para mí —repetí.

—No, no. Imposible. Soy demasiado joven.

Tuve que repetírselo una tercera y última vez para que finalmente lo aceptara sin dudar de mi sinceridad.

—Nadie podría haberme querido tanto como tú, excepto una madre.

—¿Ni siquiera Edward?

—Nadie. Sólo una madre, sólo tú.

Calabaza Mágica y yo tuvimos que decidir en poco tiempo cuáles de nuestras pertenencias nos llevaríamos y cuáles dejaríamos. Vendimos los muebles, incluidos los que Lealtad me había regalado para mi desfloración. Calabaza Mágica se quedó solamente unos pocos adornos. Los vestidos que nos gustaban más no se podían lucir fuera de una casa de cortesanas. Tuve que clasificarlos según su valor. Al principio fue fácil decidir. Aparté los trajes que tenían manchas o desgarrones, y se los di a las sirvientas para que los cosieran y los limpiaran lo mejor que pudieran. Después Calabaza Mágica los llevó a la casa de empeños, pero nos ofrecieron una suma ridícula. Como no teníamos tiempo para visitar varias veces la tienda a lo largo de la semana y regatear, decidimos regalárselos a las mismas criadas que los habían reparado. Había supuesto que llorarían de gratitud, pero aceptaron la ropa con cara de decepción. Tuve que asegurarles que también recibirían la propina acostumbrada, y sólo entonces se permitieron admirar los vestidos y me elogiaron por ser más generosa que otras cortesanas que también se habían marchado para ser concubinas de maridos ricos.

A Brillante le regalé un bonito traje de invierno. Era de seda buena, estaba muy bien cortado y la exagerada forma de las mangas recordaba una flor de loto. A Serena le di un traje de excursión para salir a pasear en carruaje. Era muy llamativo; tenía cuello alto de pieles y era precioso en todo, salvo en el color, un extraño matiz de malva que no combinaba bien con mi tono de piel. Se suponía que era color sangre de buey, pero yo lo veía más próximo a la hemorragia de un cerdo. Todas las veces que me lo había puesto, había tenido mala suerte: pretendientes que no pagaban o discusiones con Lealtad. Pero el color combinaba a la perfección con la tez pálida de Serena, por lo que supuse que a ella le traería mejor suerte. Cuando se lo di, la embargó la emoción. Me dijo que yo era una buena persona, y lo dijo con verdadero sentimiento. La creí.

A la madama le di una estola de pieles, y a Bermellón, un abrigo largo para ir a la ópera. Antes había cancelado mi deuda con la madama, que incluía la suma pagada originalmente por mí, los intereses devengados y otros gastos que yo ni siquiera sabía que me cobraría, como un porcentaje sobre los «servicios de protección» de la Banda Verde y otro sobre los impuestos especiales de la Concesión Internacional. Mis ahorros para la vejez se redujeron a la cuarta parte de lo que había calculado. Vendí varios de mis trajes al sastre, que los juzgó en suficiente buen estado para ponerlos a la venta como si fueran nuevos. Acordamos dividirnos las ganancias a partes iguales. Yo ya sabía que iba a estafarme por lo menos la cuarta parte de mi mitad, de modo que le hice prometer que me ofrecería un descuento sustancial cuando volviera más adelante para encargarle ropa de estilo occidental. Cuando llegara el momento, le recordaría lo poco que me había dado por los vestidos vendidos y entonces tendría que rebajarme el precio un poco más.

Había un vestido del que no pude desprenderme, por ser mi vestido de la suerte. Me había traído muchos pretendientes y dos clientes permanentes, incluido mi segundo contrato con Lealtad. Era de seda verde agua, con el cuerpo chino y la falda occidental. La mitad superior, de estilo chino, tenía broches de perlas y costuras de seda bañada en oro a lo largo del escote y los bordes de las mangas. El cuello alto chino se abría ligeramente para dejar a la vista una insinuación de encaje occidental. Por encima de la cintura era muy ceñido, pero por debajo del talle se abría en una amplia falda occidental, con grandes pliegues, que acababa en una falsa bastilla a la altura de las rodillas, pero seguía más abajo en tres capas de seda festoneada de un verde esmeralda más oscuro. El efecto recordaba los pliegues que forma el telón de un teatro cuando se está levantando.

Era mi mayor triunfo en el terreno de la moda. Había podido crearlo sin la intervención de Calabaza Mágica y mi éxito se había extendido como una mancha de aceite por las otras casas de cortesanas, de tal manera que a la semana siguiente de estrenar el vestido, varias de las otras chicas ya habían copiado algunos de sus elementos: el encaje, la falsa bastilla, la seda festoneada y la original forma del cuello. Pero como yo había previsto, no pudieron copiar los costosos broches de perlas, ni el delicado hilo de oro que había requerido semanas enteras de cuidadosa costura. Como resultado, los vestidos de las otras cortesanas parecían lo que eran: imitaciones baratas.

Ese vestido no sólo me había dado suerte, sino que me infundía una sensación de calma y confianza que me gustaba considerar parte de mi verdadero yo. Me daba miedo dejarlo. Pero si lo conservaba, me arriesgaba a que me arrastrara otra vez a mi vida anterior, lo quisiera o no. En lo profundo de mí albergaba el temor de tener que volver atrás por una serie de razones que había imaginado cientos de veces. Al final decidí quedarme el vestido. Quizá pudiera hacerle algunos arreglos para adaptarlo a una nueva vida sin pretendientes.

Me preocupaba la elección del traje que me pondría para entrar en mi nueva casa. Tenía que ser occidental. Los otros chinos trataban a los occidentales con respeto, o al menos con temor. Pero no debía ser demasiado elegante porque de lo contrario parecería un esfuerzo excesivo por compensar mi baja condición social. Finalmente me decidí por un traje de calle azul marino.

Cuando Calabaza Mágica se presentó en mi puerta, tuve que contenerme para no soltar una carcajada. Se había puesto un traje occidental de aburrido color pardo, que le disimulaba las curvas del busto y la cintura. Declaró que era feo, pero adecuado para su nueva vida. Aunque hacía seis años que se había retirado de la carrera de cortesana, nunca se había descuidado y aún conservaba la piel perfecta y unos andares ondulantes que le hacían balancear las caderas de un lado a otro como accionadas por un interruptor. Cuando me estaba preparando para ser la cortesana virgen de la casa, me había enseñado esa manera de andar, haciendo especial hincapié en su sutileza y lubricidad, pero yo nunca había conseguido imitarla. Había visto a hombres quedarse con la boca abierta mirándola, seducidos por el provocativo movimiento de esa cortesana retirada, en la que de otro modo ni siquiera habrían reparado.

—Soy demasiado mayor para ponerme ropa bonita. Ya he cumplido los treinta y cinco.

Al menos esta vez había reconocido unos pocos años más que la vez anterior, pero todavía se quedaba corta: debía de tener unos cuarenta y cinco, según mis cálculos. A medida que pasaban los años, envejecía con más rapidez, y yo empezaba a apreciar su acierto al prolongar su carrera.

La vi apoyar una maleta sobre el sofá y abrirla. En su interior había saquitos de terciopelo con mis joyas y las suyas. Apartó las piezas que en su opinión debíamos vender, las más baratas y llamativas. Entre ellas había un anillo que me había regalado Lealtad Fang. Calabaza Mágica me miró. Las dos sabíamos que mi decisión revelaría si aún sentía algo por él. Quedármelo habría sido una infidelidad hacia Edward.

—Véndelo —le dije.

En la maleta había también otros objetos que a Calabaza Mágica le habían parecido demasiado valiosos para guardarlos en los baúles: una estatuilla de jade, dos perros de porcelana y un reloj pequeño de sobremesa. Vi también dos rollos de pergamino envueltos en tela, pero en seguida me di cuenta de que no eran rollos, sino los condenados óleos firmados por Lu Shing que habían pertenecido a mi madre.

—Creía haberme deshecho de esos cuadros —dije.

—Ya te dije aquel día que me los quedaba para mí. Me gusta su estilo y no me importa quién haya sido el pintor.

—Está bien, pero cuélgalos en un sitio donde yo no los vea.

Calabaza Mágica frunció el ceño.

—Tienes demasiado endurecido el corazón. Ahora que tienes a Edward y vas a empezar una nueva vida, podrías ablandarte un poco. No es necesario que seas como yo.

Llegó el automóvil para llevarnos a nuestro nuevo hogar. Edward había ido a la casa antes que nosotras para comprobar que todo estuviera en orden. El corazón me palpitaba a toda velocidad y me infundía unos deseos enormes de correr para mantener su ritmo alocado. Por fin iba a dejar atrás mi vida de cortesana y sin embargo notaba una sucesión de señales de mal augurio: la risa de un pájaro, un pequeño desgarrón en el dobladillo de la falda, una repentina ráfaga de viento… Cada vez que me había esforzado por eludirla, la mala suerte había caído sobre mí de todos modos. Y cuando había ignorado los presagios, el resultado había sido el mismo.

El coche atravesó los portones y entró en el patio. La casa era alta, lo mismo que la Oculta Ruta de Jade, pero los muros de piedra la hacían parecer una fortaleza.

Edward corrió a abrirnos la puerta del automóvil y ayudó primero a Calabaza Mágica a apearse.

—¿Crees que podrás ser feliz aquí?

Tenía la sonrisa de un niño.

Contemplé la enorme mansión y la casa de invitados, un poco más pequeña, justo enfrente. A la izquierda, los terrenos se extendían hacia unos jardines y otros varios edificios de menores dimensiones y estilo similar. Parecía como si las alas de piedra originales de la casa se hubieran desprendido y separado. A los lados del sendero que conducía hasta la mansión había pequeños rosales, y a la sombra de los rosales, violetas con pétalos morados y amarillos. No veía con frecuencia esas flores, por lo que decidí considerarlas un buen augurio y dejar de pensar que todos los detalles inusuales eran un anuncio de mala suerte inminente.

—¿Está en casa el señor Shing? Deberíamos ir a darle las gracias.

—Ya se ha marchado —dijo Edward—. Podemos escribirle una carta. Cuando entres verás lo mucho que debemos agradecerle.

Por una doble puerta que era dos veces más alta que nosotros, pasamos a un frío vestíbulo. Un silencioso sirviente se llevó nuestros abrigos, pero Calabaza Mágica no le permitió que se llevara también la maleta con sus objetos de valor. El aire gélido me caló hasta los huesos y ya estaba a punto de pedirle al sirviente que me devolviera el abrigo cuando Edward me condujo a través de otra puerta, hasta una amplia sala cuadrada cómodamente caldeada. Al fondo de la habitación había una chimenea donde ardía el fuego y, encima, un espejo enorme, como los que se ven en los vestíbulos de los hoteles. Fui hacia él y me vi la cara. ¿De verdad que era ése mi aspecto en ese momento? Parecía tímida y perdida. Intenté desenvolverme con la seguridad de una cortesana admirada y conocida, pero no pude librarme de la sensación de no encajar en ese ambiente, ni de la convicción de que nunca encajaría. Había pocos muebles en la casa, pero cada sofá y cada silla parecían caros y de refinado buen gusto. Por ninguna parte se veían escupideras de porcelana ni cortinas de terciopelo que cayeran en cascada hasta el suelo. Había un olor muy particular en el aire, más tenue que el de la casa de cortesanas. Calabaza Mágica andaba con cuidado por la sala, como si sus pasos fueran a estropear el suelo de baldosas.

Pasé la mano sobre la repisa de la chimenea. Las redondeadas esquinas de mármol tenían el aspecto de la cera cuando se funde en suaves ondulaciones. El fuego era vivo y brillante, con llamas altas, y a medida que fui entrando en calor, me sentí más cómoda.

—Fíjate cómo me mira ese criado —me susurró Calabaza Mágica—, con aires de superioridad. —Se miró al espejo—. Este vestido es todavía más feo de lo que pensaba. Parece barato.

Edward le indicó a un sirviente que abriera una hilera de paneles corredizos pintados, que revelaron un comedor de madera dorada. Las patas labradas de los muebles formaban los mismos motivos ondulantes y recurvados de la repisa de la chimenea. En un extremo de la habitación había un estanque chino con peñascos en miniatura. Cuando Calabaza Mágica y yo nos acercamos, una masa de peces de colores vino hacia nosotras con la boca abierta, con la ansiedad de perros hambrientos.

—¡Se nos quieren comer vivas! —exclamó Calabaza Mágica, que en seguida fue a dejarse caer pesadamente en una silla—. Toda esta emoción me ha agotado. Necesito quitarme esta ropa. ¿Dónde está mi habitación?

Edward le hizo un gesto a una sirvienta, que gritó:

—¡Ratoncita!

Una niña de unos diez años llegó corriendo y se ofreció para llevar la maleta. Calabaza Mágica se negó y la sirvienta reprendió a la pequeña por no querer ayudar «a la tiíta».

—Esa mujer me ha llamado «tiíta», como si fuera más joven que yo —se quejó Calabaza Mágica—. Le diré que soy la señora Wang, viuda respetable de un hombre rico, instruido… y también muy bien parecido. No es necesario que mi marido imaginario sea viejo y feo.

Edward me llevó por una ancha escalera hasta una biblioteca con las paredes tapizadas de libros. En un extremo de la sala había una mesa de billar de panza redondeada y flecos verdes y rojos, y en el otro, un par de sofás de terciopelo marrón, colocados uno frente a otro, algunos sillones y varias mesas cuadradas, con lámparas de lectura y pilas de libros.

Al final del pasillo había una puerta cerrada. Edward dijo que allí estaba nuestra habitación. Cuando la abrió, lo único que vi fue una salita con una mesa pequeña. Me sorprendí, hasta que me hizo pasar y me enseñó otra puerta, que abrió lentamente. La habitación que apareció ante mí era amplia y estaba oscurecida por unas cortinas verdes. Era elegante, pero sin ostentación, y transmitía la sensación de poder del propietario de la mansión. La cama enorme, con cabecero y pie de madera labrada, estaba orientada hacia la puerta. Era mal feng shui. Podía alterar la armonía y acabar con nuestra buena suerte, pero me contuve y no hice ningún comentario. Tenía que dejar de pensar de ese modo. Me fijé rápidamente en el resto: las paredes tapizadas de seda verde, la gruesa alfombra persa, la chimenea con repisa de mármol rosa, las mesillas de noche, las lámparas en forma de tulipán… De pronto, noté que Edward me estaba observando.

—¿Te gusta?

—Sí, claro. Pero me siento una intrusa. Me llevará tiempo sentir que estoy en mi casa.

Me condujo por otra puerta a un amplio vestidor, con un diván tapizado de rosa y dos de las paredes cubiertas de armarios. Un poco más allá había un cuarto de baño con suelo y paredes de mármol, y relucientes grifos plateados que parecían una colección de pistolas. El lavabo de pedestal era como una fuente para pajarillos; de hecho, tenía una tórtola de mármol esculpida en cada esquina. A un lado del baño había otra puerta más. La abrí y entré en otro dormitorio, decorado en diferentes tonos de rosa.

—¿Es para la niña?

—El cuarto del bebé está más adelante, por el pasillo. Éste es tu dormitorio privado.

—¿Para qué quiero un dormitorio privado, separado del tuyo?

—Es una ridícula costumbre americana de la gente muy rica. Cuanto más dinero tienen, más privacidad necesitan. Tú no dormirás aquí, desde luego que no. Pero podrás usar esta habitación para guardar tus pertenencias, tus vestidos y ese tipo de cosas. Yo también tengo habitaciones similares al otro lado del dormitorio.

—¡Mira qué lámpara tan enorme y qué buró! Todo está tan pulcro que parece como si nadie real hubiera dormido nunca aquí.

Entonces mi mirada fue a posarse en un cuadro que había colgado junto a la cama y que me resultó familiar: la tierra ensombrecida, las montañas escarpadas y un falso fulgor vital que parecía a punto de extinguirse. Me acerqué para ver la firma del artista: «Lu Shing». Se me aceleró el corazón. En la otra esquina leí el título: El valle del asombro. Alguien lo había sacado de la maleta de Calabaza Mágica. Pero ¿qué había hecho para enmarcarlo en tan poco tiempo? No tenía sentido. ¿Quién se estaba burlando de mí? ¿Quién quería rodearme de malos presagios?

Edward vino a situarse detrás de mí.

—La obra artística del señor Shing no es tan atroz como él se empeña en hacer creer.

Se me puso la piel de gallina.

—¿El señor Shing? ¿Lu Shing es el propietario de esta casa?

—Así es. A mí también me llamó la atención este cuadro. Teníamos uno similar en casa, sólo que mucho más grande. Lo pintó mientras era nuestro huésped. Es la vista suroccidental del valle, tal como lo veíamos desde la ventana. Debió de pintar éste, más pequeño, como estudio para el otro más grande.

Empecé a respirar agitada, sintiendo que me faltaba el aire. Como muchos occidentales, Edward había creído erróneamente que el segundo nombre de Lu Shing era su apellido, cuando en realidad era su nombre de pila. Su anfitrión no era «el señor Shing», sino «el señor Lu».

¿Por qué vivía Edward en su casa? ¿Sería parte de un plan secreto?

Justo en ese momento, Calabaza Mágica entró en la habitación.

—La cama es blanda como un montón de hojas otoñales. La chimenea ni siquiera está encendida, pero la habitación está caliente como un horno. —Se me quedó mirando—. ¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? ¿Son las náuseas matinales o tienes fiebre?

Me cogió por un brazo y me guio hasta la cama.

—¡Eh! —exclamó de pronto—. ¿Cómo ha llegado aquí este cuadro? ¿Me lo ha robado alguien de la maleta?

—Esta casa pertenece a Lu Shing —dije—. Es el anfitrión de Edward, el hombre al que él siempre llama «señor Shing».

Abrió los ojos como platos.

—¿Cómo es posible? ¿Estás segura de que es la misma persona?

Recorrió el cuadro con la vista, de una esquina a otra, y apoyó el dedo sobre la firma.

Edward no entendía lo que estábamos diciendo.

—Veo que a ella también le gusta la pintura —comentó.

Le pedí a Calabaza Mágica que se marchara para poder hablar en privado. Antes de salir de la habitación, le lanzó a Edward una mirada feroz.

—No sé qué plan tendrá Lu Shing, ni cuáles serán sus motivos para querer que vivamos aquí, pero no puedo quedarme en esta casa.

—¿Por qué no? ¿Qué pasa? ¡Violeta, estás temblando! ¿Te sientes mal?

Me llevó hasta la cama e hizo que me sentara.

—Tu generoso anfitrión, el señor Shing, como tú lo llamas, no es otro que el señor Lu, el hombre que nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo era un bebé, y que animó a mi madre a marcharse de Shanghái y a viajar a América en busca de su hijo perdido. Él es el causante de que yo haya acabado en una casa de cortesanas.

Edward se quedó en silencio, contemplando el cuadro con ojos vacíos. Varias veces empezó a hablar, pero se interrumpió.

—¿Ha tenido él algo que ver con nuestro encuentro? —le pregunté—. ¿Ha sido un plan urdido entre vosotros dos?

—No, claro que no. ¿Cómo puedes decir semejante cosa? Si esto ha sido un plan de Lu Shing, yo no estaba al corriente. Me repugna pensar que él sabía quién eras tú y que me manipuló para que vinieras a esta casa. ¿Pensaría que no íbamos a descubrirlo? —Se puso de pie—. ¡Claro que vamos a marcharnos! Llamaré a los sirvientes para que saquen nuestras cosas ahora mismo.

Y nos habríamos marchado, de no haber sido porque Calabaza Mágica cayó enferma de la gripe española.